Ella, Luna, cerraba la puerta del
consultorio del Dr. Rodríguez.
–Pasá Luna. Tomá asiento.
En silencio, ella se sentó en ese
cómodo sillón de cuero negro que yacía en el consultorio del psicólogo. Luna
era una adolescente bonita. Tenía cabello castaño claro, era de tez blanca y
mejillas rosadas. Sus ojos color verde denotaban una profundidad, una tristeza
y una confusión inefables.
–¿Cómo estás? –Inquirió el Dr. –¿Te
gustaría tomar algo? ¿Té? ¿Café?
–No, gracias doctor. –Luna dejó
escapar de entre sus labios una voz temblorosa. La timidez audible.
–Entonces contame Lu. ¿Por qué
motivo estás acá?
–No sé –comenzó diciendo ella
–supongo que porque mi mamá cree que necesitaba hablar con un profesional. Ella
y Fausto, su novio, creen que no es normal que yo esté así porque Felipe me
dejó. Pero ellos no entienden. No. Nunca lo van a entender.
–Bueno, estás acá para que puedas
hablar conmigo. Podés confiarme tus problemas Lu. Estoy para ayudarte a
resolverlos y soy, además, un profesional. Nada de lo que digas sale de este
consultorio.
–No se ofenda. No me gustan los
psicólogos. A usted no lo conozco ¿Cómo sé que no va a contarle todo lo que yo
le diga, a mi mamá? No puedo confiar mis intimidades a alguien que no conozco,
no importa qué tan profesional sea.
–Es algo normal. Te entiendo, y no
me ofende nada lo que me decís, Lu. Pero por lo menos contame ¿Quién era Felipe
para vos? ¿Cómo lo conociste?
Ella contrajo los labios y eso
produjo en su cara una mueca cómica. Suspiró. Levantó el rostro –sólo un poco
–y miró con sus verdes y profundos ojos a los ojos marrón oscuro del Dr.
Rodríguez. Ese psicólogo era un tipo joven. De unos treinta y cinco años, ella
calculaba. Tenía una cara de bobo bueno y pese a eso, ella pensaba para sus
adentros que algún atractivo tenía. El consultorio permaneció sumido en el
silencio un buen rato, al menos de silencio por parte de los dos seres humanos
que habitaban esa sala. El único sonido que ambos oían era el del aire
acondicionado que estaba en funcionamiento.
Nada de lo que digas sale de este consultorio.
–Es largo, señor Rodríguez –dijo al
fin, rompiendo el silencio. –Pienso que el destino es una concatenación de
eventos cuyo propósito es empujarnos (a la mayoría) hacia el abismo. Yo a
Felipe lo conocí allá por el 2009. ¿Sabe? En esa época salíamos siempre a
bailar con mis amigas al mismo boliche todos los fines de semana. Llegó un
punto en que conocíamos todo de aquel boliche. Todo. Incluso sabíamos quiénes
estaban en tal o cual parte, sabíamos qué gente peleaba por lo general a la
salida (o aveces ahí adentro) y conocíamos cada detalle de aquel lugar.
Habíamos incluso encontrado el patrón que seguía el DJ a la hora de poner
música. Quizás por eso mismo, mis amigas y yo habíamos decidido dejar de ir a
ese boliche que nos tenía cansadas porque, bueno, siempre era lo mismo. Pero
dio la casualidad de que una vuelta que salimos ahí porque no podíamos ir a
otro lugar, nos encontramos que gente de otros lados había entrado. Así fue que
lo conocí a él en la barra, que me habló y bueno, a mí me había gustado.
>>Seguimos viéndonos después
de esa noche, cada fin de semana. A veces en el boliche de mi pueblo, y aveces
en el boliche del suyo. Unas cuantas veces quedamos en encontrarnos por la
tarde en una plaza de mi pueblo. Al tiempo empezamos una relación seria, que
duró dos años más o menos. Ese fue para mí un tiempo maravilloso, porque estar
con él era reparar algo que adentro de mí estaba como roto, estaba totalmente
estropeado, doctor.
–¿Reparar qué, Lu? ¿Qué estaba
estropeado?
Luna tomó aire y sintió que las lágrimas
concurrían a sus ojos como corriendo una carrera desesperada. Hizo un enorme
esfuerzo para no llorar. Se contuvo. Sintió en su interior una batalla de
sentimientos inextricable. Una especie de guerra romántica y oscura que había
sido desencadenada por la pregunta del Dr. Rodríguez. Por el intento de
responderla, de afrontar toda una historia detrás de otra historia. Empezó a pensar en cómo responder, qué
palabras proferir, cómo evitar el llanto. Pasó un rato en silencio externo,
mientras por dentro era un caos, y se encontraba escudriñando entre la
podredumbre de su propia historia.
–Cosas –dijo al fin.
–Yo sé que quizá te cueste, a todos
nos cuesta hablar cosas difíciles.
–No sé. Yo de chica vivía en Buenos
Aires, ahí tuve una infancia linda. Éramos felices, aunque mamá y papá cada
tanto discutían encerrados en la pieza. Problemas de plata, creo. A veces papá
desaparecía un día o dos. Yo siempre me acuerdo que mi mamá estaba muy nerviosa
y triste esos días, pero después mi papá, que se llamaba Gastón, volvía y todo
era lindo y feliz, y luminoso.
>>Un día –nunca supe por qué
exactamente –empezamos a hacer bolsos y a prepararnos para mudarnos a Córdoba.
Corría el 2003 entonces, yo tenía 11 años. Nos mudamos y fue un cambio inmenso.
La escuela, los amigos, la forma de vida… Fue empezar de nuevo. Me pongo a
hacer memoria y me acuerdo de que todos parecían más relajados. Sólo el tío
Fernando, que nos había alojado, parecía un tanto disgustado por nuestra
llegada. Pero a pesar de todo, nunca tuvo un mal gesto conmigo. El tío Fernando
siempre fue un ser de una bondad enorme. Desde ahí tuvimos un tiempo bastante
lindo en la casa del tío. Empecé a ir al colegio, conocí nuevas amistades,
había empezado a echar mis raíces acá en Córdoba. Y entonces… Entonces…
Luna posó su cabeza entre sus manos
y dejó escapar un sollozo desgarrador.
–Tomate tu tiempo, Lu. Todavía hay
tiempo y podemos tomarnos unos minutos más si hace falta.
Ella no respondía nada. Sólo
lloraba. Y lloraba. Y lloraba.
–¿Me puede dar un café? –dijo Luna
entre llantos.
–Por supuesto –replicó el Dr.
Rodríguez.
–Yo supongo que el verdadero motivo
por el que estoy acá es porque a un año de haber llegado a Córdoba mi papá falleció.
No asistí al velorio porque mi madre me decía que no era un lugar para nenas
como yo. Y desde entonces mis días, mis tardes y mis noches y mis mañanas fueron
grises y nubladas. No sé. Era echarme a llorar a la cama porque mi papá se
había ido y no entendía por qué. Mi mamá estaba triste, pero como enojada a la
vez y no me decía nada. Algunas veces creí ver en su rostro algo que
manifestaba placer por la muerte de mi padre.
–Entonces conociste a Felipe.
¿Cierto?
–Sí. Me aferré a él, porque llenaba
algo que estaba vacío. Y me hizo olvidar, en cierto sentido, todo lo que había
sufrido por la muerte de mi padre, y ahora que se fue quedé desnuda. Me siento
sola y succionada por la ausencia, el vacío y la soledad.
El doctor le entregó el café que
había pedido.
Ausencia.
Vacío.
Soledad.
Ella tomó entre sus manos el café.
Envolvió el vaso descartable con sus dedos, con las palmas de ambas manos.
Sintió su calor. La imagen era la de alguien que gracias a la desdicha, había
tocado fondo. Bebió un largo sorbo y permaneció en silencio, como pensando qué
sería lo próximo que diría. Quizás esperara alguna palabra del doctor.
–Gracias –le dijo. –Lo necesitaba.
–Luna, mientras decía esas palabras, se secaba los ojos llenos de lágrimas.
–Bueno, Lu. Lo importante es que
sabemos cuáles son tus problemas, y de ahora en adelante, vamos juntos a
intentar resolverlos.
El Dr. Rodríguez le dio una nueva
cita para la semana siguiente, le dijo dos o tres palabras más, posó su mano
sobre su hombro y le hizo una sonrisa como diciéndole “Todo va a estar bien”. Luna le agradeció y se despidieron
cordialmente.
Caminaba por la calle Avellaneda. Distraída,
leyendo un mensaje en su teléfono celular, choca con el pecho de una persona.
Entonces un enorme abrazo, un abrazo cálido, inmenso, emocionado, como de oso,
la envuelve.
–No sabés cuanto te extrañaba –le
dice mientras la abrazaba con fuerza aquel que acababa de atropellar.
–Extrañaba mirarte, abrazarte, verte crecer; Lunita, Lunita. Yo te extrañaba.
5 comentarios:
Excelente relato, Juan. Vas generando una atmósfera que por momentos parece agobiante, detenida, sin posibilidad de avance, con un final a modo de knock out que provoca ese efecto fantástico tan cortazariano. ¡Felicitaciones!
Gracias profe. Cursar este taller fue una experiencia genial, por las actividades, los compañeros y los profesores. ¡Se pasó rapidísimo!
Gracias Juan Ignacio. Hubo mucho de vos en el taller, en cada clase a las que asististe semana a semana; en cada intervención, siempre aguda, inteligente, interpelante; en cada gesto de escucha, en el respeto y el cariño que diste y cosechaste.
Juani, tremenda historia. el boliche, uff, nos remonta a este pueblo del que somos parte, la descripción es tal cual! jaja.
y esos últimos dos renglones... te parten la cabeza a la mitad. Bueno final a lo Cortázar.
Guau, tío Juan! Qué hermoso escrito. Es muy lindo leerte en narrativa, ya que estoy acostumbrado a leer tus geniales poesías. Me encantó la historia. Es claro que Lunita tenía problemas de Edipo jaja.
El psicólogo en una parte me recuerda a mí, con la cara de bobo bueno!
Felicitaciones por tan hermoso cuento y tan contundente final!
Tío Franco
Publicar un comentario