Ápices del tiempo
Llegaba la
tarde y todavía sentía el gusto de la salsa del mediodía. Ese día no estaban
mis amigos para jugar. Sentado al frente de la puerta del patio, el calor
húmedo de primavera levantaba los aromas del verde césped cortado el domingo
pasado y se entrelazaba con el ruido uniforme de la planta cerealera.
Si bien
estaba a punto de llegar, de cierta forma ya podía distinguir proyectada en
frente de mis ojos la totalidad de la tarde, ahí estaba, completamente
entremezclada en esa neblina que se hace en los días de calor. Una parte de mí
quería analizar con detalle lo que haría en ese preciado período de tiempo que
había ganado después de una ardua mañana de escuela. Pero, como siempre,
terminó ganando la otra parte, la parte que siempre predominó en mí, decidí ignorar
por completo esa ilusión. De esta forma estaría frente a frente con lo
desconocido y dejaría de lado al destino en manos del Santiago del futuro.
Perdido al
poco tiempo por no haber rescatado ninguna pista de aquella visión, uno de los
más intolerables seres se asomaba y crecía a medida que los numeritos del reloj
digital seguían su rutina.
Fue
entonces que en un ápice del tiempo me puse de pie y partí, porque en ese
momento no habría mejor forma de enfrentar la situación que adentrarme
nuevamente en aquel mundo, ese paraíso terrenal que tantas horas de distracción
me había dado en todos mis años desde que pude pararme por mi cuenta y caminar.
Supuse que al conectar los dedos de mis pies en ojotas con aquellas maravillas
propias del suelo del campo brotaría en mí esa inspiración que me ayudaría a
cumplir el fin buscado. Ese fue el momento en el que emprendí viaje, traté de
prestar vital atención hasta el más mínimo detalle de cada objeto o cosa en el
que mi mirada se posase. Lo primero que vi era el meloso tronco del ciruelo,
pero el verlo allí, inerte, sin vida, lo mismo veía en mi mente: nada. Aparté
la vista para otro lado y la omisión continuaba, ni siquiera aquel bollo de
fierros con una tabla cruzada en el medio que llamaba hamaca, encadenada al
olmo fuente de las itas invasoras de la paz cutánea, ni siquiera ella era capaz
de “llamarme”. De la misma forma fueron incapaces el galponcito de adobe, la
pila de arena, el níspero, el gallinero, la pequeña quinta y el resto de
vegetación en aquel sector. Quizás lo buscado estaba más allá de este primer
plano, entonces fui más allá, pasando el galponcito de adobe y la pila de arena
y la planta de burro, me dirigí a lo que se podría llamar la “zona amarilla”,
siendo la “zona verde” la anterior y “zona roja” la siguiente. Clasificación
así ordenada porque fue la forma en que fui ganando ese terreno a medida que crecía
por los peligros al encontrarse más alejado de la casa.
Una vez
llegado a la entrada de este sitio la extensión era mayor, así como la cantidad
de cosas para el cual pedir prestado la lumbre de su materia para conseguir
aplacar a la bestia. Apoyado sobre la pila de tierra en la oscura y profunda
entrada al gran galpón de chinchillas entré a observar qué tenía en frente. Un
gran camino principal se dividía en dos y volvía a unirse en el otro extremo
habiendo en el medio la gran pila de chatarra vieja. A la derecha los
siempreverdes en los cuales sufría cada vez que intentaba treparme en ellos y a
la izquierda la leña vieja, húmeda y cubierta en aceite quemado de camión a la
cual le seguía la gran montaña de arena y una desértica extensión del sitio. En
el extremo del camino, en la unión, por un lado el techo de los conejos y por
el otro el árbol al que consideraría segunda madre, la higuera.
Nunca creí
que todo aquello algún día no fuese lo suficiente, de la misma forma en la que
estaba convencido que el siguiente día sería otra historia.
La
molestia se agudizaba, tenía que hacer algo distinto. La técnica de observación
tenía severas fallas, había que cambiar el ángulo. Me dirigí a mi segunda madre
y trepé por ella. La frescura de su sombra era como la caricia de una suave
brisa del viento sur sobre la piel traspirada. La higuera tenía tres troncos
gruesos principales y uno más débil en medio- el cual tenía la característica
de ser el más alto. Llegué a él como lo había hecho numerosas veces y contemplé
el tercer plano, la “zona roja”. Allí habría de estar la respuesta a mi
desdichado problema.
Al fondo
cruzando una extensión de sitio sembrado de alfalfa para los conejos estaban
las tunas y los olmos, y más a la derecha la que con mis amigos llamábamos
“isla desconocida”,a la cual nunca nos atrevíamos a ir y tampoco sería la
ocasión aquel día. Más próxima estaba la “Agüera”, una “base” o “choza” compuesta
por tres paraísos y un montón de paja brava entremedio.
Pasando la
“Agüera” y bordeando el alambrado estaban los sauces llorones, nulos del
conocimiento de diversión, completamente inservibles.
Pegado a
la higuera, frente las chapas donde se escondían las iguanas, sentí que había
encontrado lo que buscaba. Miré el caucho negro de aquella cubierta de acoplado
y ya tenía descifrado medio enigma. Días antes en una película una niña se
columpiaba en una cubierta, experiencia que me era notoriamente ajena. Era mi
oportunidad, pero dónde y cómo eran las siguientes preguntas. Un porcentaje de
la frustración volvía, no me dejé dominar por ella. Encaré el “dónde” primero.
En la higuera era imposible, estaba tan perfectamente diseñada por la
naturaleza y la conexión que tenía con ella me lo impedía. Me puse a
reflexionar, a cuestionar en cuales plantas el afecto no sería un problema de
la misma forma que no lo sería la estructura. “Agüera” era la ideal, uno de los
paraísos se adueñaba de un tronco fornido paralelo al suelo.
Bajé de la
higuera para enfrentar al “cómo”, y entrando al techo de los conejos, en uno de
los viejos troncos secos que mantenían aquellas cabreadas con chapas, de un
clavo colgaba un rollo de cable de teléfono. La música parecía que empezaba a
sonar, ya tenía las herramientas necesarias, era la hora de la ejecución. Arrebaté
los cables y fui corriendo por la cubierta.
Con el
cable enredado en el cuello, puse la cubierta de pie y la llevé girando entre
la alfalfa hacia la “Agüera” mientras otro problema se asomaba en la ventana de
mi mente, cómo con ocho años iba a levantar tremenda cubierta. Llegado a
destino un lapso de tiempo se ausentó y la visera de la gorra apuntaba a la
cubierta que ya estaba atada con el cable de teléfono en el tronco del paraíso.
Desesperadamente trepé al paraíso y colgando del tronco paralelo llegué a la
cubierta y costosamente pude pasar mis pequeñas piernas por el agujero de la
cubierta. Una vez en ella la ilusión no podía describirse, ignoraba por
completo cómo los quilos de caucho subieron al tronco pero ahí estaban,
esperando que un niño de ocho años se trepara al árbol y subiese en ella para
balancearse. Pero al balancearme lo que no me esperaba era que el cable no
fuera lo suficientemente fuerte. En el momento de la ruptura, mientras caía, en
lo único que pensaba era en el reflejo que había visto horas antes sentado en
el patio. El no haber husmeado aquel mundo era lo que ahora me llenaba el cuerpo
de miedo y horror. Al impactar todo se volvió silencio y oscuro por un
momento.Instantes después un chirrido retumbaba en mis oídos, había caído de
espalda y no podía respirar. Me quité de encima como pude la cubierta y
forzosamente comencé a caminar hacia la casa con alguna clase de esperanza pero
el esfuerzo fue en vano. A los pocos metros caí de nuevo al suelo. Todo era
negro de nuevo, cerré los ojos. Otro pedazo de tiempo se hizo cenizas, me
levanté, busqué mi gorra y seguí caminando.