TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


LA PESADA por Estefanía Guarino



                           
Al fin terminé mi día, el trabajo se tornó muy pesado hoy en la oficina. No sólo eso, también el clima ayudó. EL calor me sofocó.

Mientras Hilario apagaba su PC y se dirigía hacia la puerta de su local, vio una mirada rara, así como perdida y se tumbó para ver mejor, pero ya no había más nadie.

“Será un curioso, pensó”.

Cuando Hilario llegó a su casa se sacó los zapatos y se calzó ropa cómoda. De repente su teléfono comenzó a sonar, pero él no atendía. Era dueño de una empresa de viajes, por esta razón sus teléfonos no paraban de sonar ni un momento. Era un señor de unos 60 años, divorciado, muy optimista y de un humor muy alegre.

Dos minutos mas tarde, de nuevo el teléfono. Era ella… la pesada, así la llamaba Hilario. Ella, una mujer joven de unos 30 años, su nombre era  Genoveva, madre de un hijo.

Genoveva e Hilario se conocieron en uno de los tantos viajes que él organizaba, ella estaba junto a su hijo debido a que se trataba de una excursión para niños.

El empresario notó desde el comienzo las intenciones de la joven mujer. Su aspecto la mostraba muy claramente como manipuladora. Cosa que a Hilario le generaba cierto rechazo y desconfianza.

A los días de haber transcurrido el viaje, Genoveva no dejaba de llamarlo. Tras innumerables llamadas rechazadas, el hombre accedió a responder algunos de sus llamados, y de este modo acordaron algunos encuentros. Cenaron un par de veces, si sí…  2 veces. 

Ella estaba feliz, él sólo lo hacía para darle el gusto, para no decir que lo hacía por compromiso. Para ver si así podía sacársela de encima.
Pero no fue así, cada vez se tornaba más densa, más insoportable, más insistente, más intensa aquella mujer…

Para él esto era una pesadilla, hasta le parecía sentir su perfume, su figura, su elegancia, su encanto; con otras mujeres que pasaban por su local.

****
Ya es madrugada, otra vez su teléfono, si… era la pesada. Hilario decide responder.

Ella con el típico tono histérico, irónico y amenazador de mujer caprichosa y despechada:

-¡Contestame!
- ¿Por qué no me atendés?
-¿Ya te cansaste de mi… es eso?

-“Está bien, no vas a hablar”… Yo tengo una y última cosa por decirte: “tengo un arma y voy a disparar.”

Hilario parecía desoír todo lo que aquella loca decía y con tono exhausto le respondió:

-“Dale, que nunca escuché un disparo por teléfono”…

De pronto: ¡PUM! Se escuchó el estampido que impactó en el oído de Hilario, quien a los segundos cayó muerto en el comedor. 

EL NIÑO por Jimena Ocampo


Se despertó una mañana agobiada de la rutina. Tocó a su costado, su hijo no estaba. Pensó que se habría despertado antes, era normal en estos días, pues se quedaba hasta tarde estudiando para los parciales.
Se durmió de nuevo, no más de 20 minutos ya que le sorprendía el sospechoso silencio que había en la casa. Se levantó, se lavó la cara, se cepilló los dientes, se vistió y bajó a la planta baja, en donde esperaba ver a Gabriel en pañales viendo la tele, pero no fue así. Un fuerte calor le recorrió todo el cuerpo.  Lo buscó en cada uno de los dormitorios, en el baño, en la cocina y en el patio, pero no estaba. Comenzó a desesperarse, recorrió toda la cuadra, pero nada.
La vecina, que la vio preocupada le preguntó:
-         ¿Qué pasa, Nati?
-         Se me perdió el Gabi.
-         ¿El quién?...
Regresó a la casa y notó algo que la preocupó aún más. No estaban sus juguetes. Buscó por todos los rincones sin encontrar ni uno sólo. La desesperación aumentaba. Pronto volvió al patio, con la esperanza de que estuviera escondido en algún lugar. Al salir se dio cuenta que la ropa que había tendido la noche anterior tampoco estaba. Empezaron a correr sus lágrimas por el rostro. Entró nuevamente y llamó por teléfono a su mamá. Con voz entrecortada por el llanto logró decir:
-         ¡El Gabi no está!
-         ¿Qué pasa?
-         ¡Lo busqué por todos lados pero no está!
-         ¿A quién?
-         ¡Al Gabi!
-         ¿Hija estás dormida?
-         ¡No ma! ¡Te estoy diciendo que el Gaby no está!
-         No sé de qué me hablás hija…
-         ¡Ma! ¡Del Gabi!, ¡Mi hijo!
-         Natalia vos no tenés hijos. ¿Estás tomando algo?...
Se le cae el teléfono de las manos.
Tiene que ser un sueño, estoy soñando y necesito despertarme. Dios ayudame a despertarme, por favor, ayudame Dios mio! Ay no, no es un sueño, qué hago, Dios, ¡qué hago! Ya sé voy a llamar al Sebastián, y si se lo llevó le meto una denuncia...
-         ¡Sebastián! ¿Vos te llevaste al Gabi?
-         ¿Quién habla?
-         La Natalia, ¿Te lo llevaste o no?
-         Disculpame, estás equivocada.
-         ¡No! ¿Hablo con Sebastián Muñoz?
-         Si pe…
-         ¿Te llevaste al Gabi?
-         Pero estás equivocada, no sé quién sos…
-         Natalia Bruno
-         No te conozco, discúlpame.
¡Qué está pasando Dios mío, tiene que ser una broma, ayudame!
Empezaba a sospechar de su salud mental y en que quizás, nunca había tenido un hijo, pero esto no podía ser cierto.
 Buscó en su cartera la billetera, en donde guardaba los documentos de Gabriel. La abrió pero allí no había nada.
No estaba él, no estaban sus fotos ni portarretratos, no estaban sus juguetes, no estaba su ropa, no estaban sus documentos. Nadie lo conocía.

LA CRUZ por Mónica Figueroa


Un día de mucha tormenta caminaba por la calle, que tomaba siempre para dirigirme hacia mi casa, después del colegio. Fue ahí cuando comencé a sentir un olor muy nauseabundo. Un aroma neutro, desagradable, espeso, denso, ridículo, indiferente, frío, que provenía  de algo, pero no sabía de qué podría  ser.
Me entraron a surgir muchas dudas respecto a este tema y diversas ideas se acercaban hacia mí. Una de ellas era averiguar de dónde provenía esa peste, otra fue la de contarles a mi familia o ir a hablar con el municipio para ver si contaban con algunas respuestas; y muchas otras más. Pero finalmente me decidí a averiguar sobre el tema y creo que ese fue mi gran error.
Me dirigí hacia esa sospecha que me tenía intranquilo, me hacía imaginar cosas, que a lo mejor ni existían, todo esto me hizo pensar cualquier cosa, me forjó a tener sueños absurdos.
A medida que iba caminando el olor se volvía más fuerte, más intolerante; desde lejos se podía observar una casa extraña, antigua, bella, enorme, abandonada, que costaba mucho describirla, ya que aún me faltaban pasos para para llegar. Pero este extraño aroma no me lo permitía y siempre me pasaba lo mismo. Alcancé a imaginar una casa abandonada, me moría de la intriga por saber que pasaba allí, pero no me animé a seguir, ya que culpa de este imperfecto olor me sentí descompuesto por varios días. Volví a retomar el camino de regreso a casa con mucho miedo, sin olvidar ese lugar.
En el instante que llegué, mi madre me pregunto cómo me había ido.
-         Bien –respondí con muchos nervios- igual quiero descansar, tuve un día muy agotador, le dije.
Fue ahí cuando me entraron a surgir dudas, si debía contarle o no, ya que confiaba mucho en ella. No le llamé la atención, me dirigí hacia la habitación, coloqué todos mis libros en el suelo y me recosté en mi cama.
Esa noche fue sorprendente, sentí mucho miedo y mis nervios no me dejaban en paz, estaba intranquilo. Buscaba salir de ese sueño horroroso, de esa gran pesadilla; hasta el día de hoy me sigo preguntando si realmente sucedió o sólo fue producto de mi propia imaginación.
Todo comenzó en el momento en que cerré mis ojos, empecé a sentir ese olor desagradable y algo que me empujaba hacia ese lugar. Se escuchaban aullidos, gritos, llantos, lamentos, rugidos; todo lo que te puedas imaginar. Observaba desesperadamente para todos lados, sin encontrar una salida.
Este gran miedo me llevó a gritar bien fuerte, fue ahí donde mis padres despertaron del susto rápidamente al escuchar lo sucedido.
Mi mamá temía por el solo hecho de verme mal a mí; ella me serenó, se dirigió hacia la cocina para alcanzarme un vaso de agua y finalmente seguí durmiendo.
Al siguiente día, la vieja me esperó con el desayuno sobre la mesa, me preguntaba si había realizado todas mis tareas e inmediatamente formuló un interrogante por esa pesadilla que había tenido. Tuve la intención de contarle, pero una energía muy superior a mí me transmitía que no debía hacerlo. Los malditos nervios volvieron hacia mí, fue ahí donde empaqué mis cosas y le respondí a la vieja que debía partir porque se me hacía demasiado tarde para ir a clases, le agradecí por el delicioso desayuno que había preparado, le di un beso y un abrazo bien fuerte como siempre, y me fui.
Cuando llegué al instituto me metí al aula, de la misma manera que lo hago todos los días, saludé a mi profesora y tomé asiento al lado de mis mejores compañeros. No llegué a prestar atención en toda la clase, eran inmensas las ansias que tenía al querer contarle, todo lo sucedido, a mis compinches.
Eduardo, una de mis amistades, se atrevió a preguntarme qué era lo que me pasaba, porque me notaba muy raro. Fue ahí cuando decidí contarle todo lo que realmente estaba pasando desde el comienzo hasta lo sucedido. Al cumplir con esta charla, observé sus caras, estaban todos muy asustados, pero alcanzamos a tomar una decisión: iríamos a  ver qué era lo que estaba pasando en ese lugar.
Desde ese momento me sentí más tranquilo, sabía que debía contárselo a un amigo o alguien que no sea de la familia, y lo logré.
El horario de clases terminó, debíamos retomar el camino a casa, pero ninguno estuvo de acuerdo, fue ahí cuando tomamos la decisión de mentirle a nuestros padres, diciéndoles que nos juntábamos en la casa de una compañera para realizar un trabajo muy importante de acuerdo a lo que habíamos visto en clase ese mismo día.
Corrimos hacia ese lugar en donde el olor predominaba, era insoportable, era imposible seguir caminando, es por eso que tomamos unas máscaras que yo guardaba en mi mochila y seguimos adelante. De pronto una oscuridad muy profunda nos atrapó, intentamos escapar, gritar, estábamos muy asustados y no encontrábamos una sola salida. Sólo se escuchaban cosas extrañas. Se alcanzaban a ver espíritus que deambulaban de un lado hacia el otro, y de lejos  no perdimos de vista a la señora que levantaba las mesas, heladeras y camas con las manos sin forzar su propio cuerpo, parecía poseída.  Finalmente se nos apreció una luz blanca que llegó a encandilarnos pero valió la pena, ya que fue la señal de una nueva salida.
Al salir de la casa, completamente asustados, giramos media vuelta para poder observar todo lo que había pasado y la misma desapareció. Al mismo tiempo aparece una cruz con rosas de un color rojo pasión, que hasta el día de hoy nadie pudo entender su propio significado.


MARTES por Daniela Asfura


Martes, otra vez martes; como detesto los martes. Si, los martes. Algunos repudian los lunes pero yo no; me generan un rechazo incomprensible los martes. Quizás sea porque todos los hechos traumáticos de mi vida ocurrieron los días martes; la muerte de mi perro, un martes, el accidente de mi viejo, un martes, mi esguince, un martes, el engaño de mi novio, ¡ahh no! eso no fue un martes, pero igual, detesto los martes.
Y encima hoy soy la “ama de casa suplente”; y sí, desde que mi vieja empezó suele pasar; sinceramente no me agrada para nada tener que ordenar, hacer las compras, cocinar… pero desde que quedamos solas, no llega a cumplir todas sus obligaciones.
Si. Martes. Ama de casa suplente. Perfecto
Un kilo de pan, medio de cebolla, ¿papas? No no, papas hay ¿qué más me había pedido? Ahh, si si, kilo y medio de costeletas.
Directo al supermercado. Rueda pinchada. Hay que caminar. Viento, ¿por qué viento? Sol, lluvia, tormenta, lo que sea, ¡pero no viento! Por lo visto hoy no es mi día.
Martes. Ama de casa suplente. Viento. ¡Genial!

Camino al supermercado se percata de que se olvidó la bolsa de compras, desde que entró en vigencia la ordenanza hay que llevarla a cada negocio de la ciudad.
Regresa. Comienza la búsqueda de la bolsa. No la encuentra. Algo anda mal ¿será una señal? Tonterías. Agotada de no obtener el resultado esperado, se sienta en una silla, la de madera, al costado izquierdo de la mesa. Cierra los ojos. Una sensación de angustia invade su cuerpo. A su mente vuelve el sueño de la noche anterior, pasaba meses sin soñar, o bien, sin recordar lo que soñaba, aunque hacía una semana despertaba con una desesperación inexplicable. Sofocada por su malestar abre sus ojos, observa en la silla ubicada a su derecha la bolsa tan buscada. La toma y sale hacia el supermercado. 
En el camino no puede evitar recordar y pensar en su sueño. – Buen día. La sorprende su vecina que ingresaba en el mismo instante que ella en el local.
Sobresaltada decide dejar de lado ese asunto y concentrarse en el pedido. Debía realizarse con exactitud, no debía olvidarse de nada, sabía que si lo hacía sería motivo de otro conflicto familiar.
Un kilo de pan, medio de cebollas, kilo y medio de costeletas y ¡puré de tomates!, lo recordó al pasar frente al pasillo nueve, donde luego de buscar el resto de los productos regresaría.
En el nueve, estira su brazo derecho para tomar la botella. Sus ojos perdidos en la nada. Su cuerpo preso de un incontrolable temblor. Su respiración agitada. Sudor que caía por su frente rodeando sus ojos desorbitados. Su mano dejando caer la botella. Permanecía firme en su posición. Su cuerpo corroboraba su presencia pero no reaccionaba.

 Y llegué a la naciente de un camino que no dudé en transitar. Caminando por la espesa vegetación de aquel bosque que de niña había conocido y que su recuerdo se me había borrado. Alto, es el mismo bosque del sueño de anoche. Felicidad, libertad, soledad… ¡estoy tan bien! Pero, ¿por qué comienzo a sentir miedo, dolor y preocupación?
Continúo andando. Llegué otra vez a esa cabaña que conocí a los nueve años. De madera de algarrobo, dura y resistente como el mismísimo árbol. Subí las escaleras traseras y llegué al porsche. Tras grandes esfuerzos por correr ese mueble rotoso, accedí a las cercanías de una ventana. La curiosidad puso más, aunque sabía que debía marcharme. Me asomé. En el interior de la casucha una mesa rectangular pequeña, ubicada paralela a mi ubicación. A su alrededor tres sillas dispuestas de un modo particular, miraban hacia el lado opuesto de la mesa, es decir, su espaldar estaba en contacto con el filo del mueble. Más al fondo se divisaba una pequeña cocina. Sin dudas, desde allí provenían las primeras voces calmas que se iban tornando fuertes reproches.
Los insultos eran dictados por dos personas que se dirigían a la habitación que tanto había observado. La mujer, de cabellera negra y ojos aún más oscuros, mantenía su dedo acusador hacia el hombre que, cansado de discutir, se había sentado en una de las sillas y mirando hacia la pared, con esa mirada de mar, había optado por abstenerse de comentarios.
Una voz que decía: - Lárgate. Ahora ¿Qué esperas? Esta vez nada podrás hacer. Tardé unos segundos en comprender que esa voz no era de mi conciencia, sino de un niño de tal vez nueve años, cabellera tan negra como la de la histérica mujer y ojos aún más turquesas que los del señor. De repente, el niño desapareció. Ágil se escabullía en los arbustos. Pensé en seguirlo, pero la pulsión de curiosidad otra vez pudo más.
Permanecí en mi posición, volviendo la mirada hacia la ventana. Un almanaque. Martes nueve; había olvidado que era martes. Un ruido. El hombre se levanta brutalmente hacia la señora, que mediante empujones logra apartárselo y tirarlo hacia la otra silla. La nuca de aquél hombre choca bruscamente contra el espaldar, ocasionando un leve momento de inconciencia. Me desvanecí en el suelo chocándome el mueble viejo y roto. Desperté luego de un momento y nuevamente yo asomada a la ventana.
El hombre se encontraba sobre la mesa, atadas cada una de sus extremidades por sogas que se unían con las patas del mueblucho. Permanecía inmovilizado, lógicamente, pero yo, yo tampoco podía ni levantar mis brazos, ni mover mis piernas y no entendía porqué.
La mujer, mucho mas despeinada que hacía unos instantes atrás, se acercaba furiosamente hacia el hombre, con su mirada que destallaba fuego, tan penetrante que provocaba escalofrío, con su risa exasperada que se deleitaba por el esfuerzo que ahora, el señor realizaba tras recuperar la conciencia. Nada podía hacer ante el espectáculo que se desenvolvía ante mis ojos. O quizás si. Aunque sólo podía gritar, creo. Mis piernas inmovilizadas no servían para huir y menos para ingresar a la casucha para evitar lo que fuera que fuese a suceder.
Abalanzándose hacia aquél extraño de traje negro y rostro que ahora me resultaba familiar, sacó de entre sus harapos una cuchilla, de las que se usan en las carneadas, brillante y filosa. Comenzó a penetrar  sin remordimiento aquél cuerpo inmóvil y temeroso.
Primer apuñalada. Alaridos de auxilio, de sufrimiento, de resignación. Quiero gritar bien fuerte, como cuando discutía con mamá, con papá. Imposible. El sonido de mi voz se había apagado. Ya nadie podría escucharme. Nuevamente su cuchilla toma altura y desde su nueva posición – arriba del cadáver- su arma inicia nuevo viaje, directo al estómago de la presa, que comenzaba a liberar un ferviente rojo.
Sintiendo un ardor en su vientre, logra por fin tocárselo con su mano derecha que tras deslizarse por éste, se baña de un cálido y espeso líquido, que ahora frente a sus ojos, tomaba color rojo oscuro y llenaba de espanto el rostro de la joven salpicado por el fluido.
Mirando nuevamente por la ventana, observa de modo difuso como aquella insaciable mujer seguía apuñalando al pobre hombre. Cada nueva apuñalada que aparecía en el extraño, en ella se sentía como navajazos intensos. Ardiéndole su estómago, intenta gritar, aunque esta vez ya no le importaba obtener ayuda, sólo desahogar su dolor.
Desvaneciéndose lentamente, finaliza por situarse en el suelo, rodeada de un flamante rojo pasión que cada segundo aumentaba su dimensión, y que provenía de su vientre herido, que dejaba escapar sin timidez a cada víscera que se aproximaba a los nueve orificios.
Sus alaridos habían reunido a un  par de personas a su alrededor que, extrañadas de lo ocurrido, no sabían que hacer. Habían sido testigos de cada nueva perforación que surgían en esa joven, ahora recogida por los bomberos, por las que fuertes torrentes sanguíneos se dispersaban en el pasillo nueve.    
Si. Martes. Ama de casa suplente. Viento. Angustia. ¡PERFECTO!

9 de diciembre por Florencia Andrighetti


El calor descendió y junto con él una sumergida en la pileta de aquel patio trasero del hogar conocido. Unas risas iban y venían. Salpicones y tapias humedecidas. La toalla rodeó mi cuerpo y me sequé al sol.
Supuse una corrida al cuarto que alguna vez fue de mamá para vestirme y correr a la heladería. Porche, cocina, comedor. Un par de sillas que rodeaban la mesa. Platos adornaban la pared al lado de esa chimenea sin uso. La mamushka que adornaba la mesada, junto a la caja de fósforos, la azucarera plateada.
Porche, cocina, y atrás, pasos mojados. Ahí estaba él, de repente, frente a mí. ¿Posible? Giro de noventa grados, sentado en la punta de la mesa como de costumbre, otra vez él. Dos pasos al costado, en la silla del frente, él. Tres rostros idénticos mirándome. Deslicé los pies hacia el pasillo que dirige el cuarto,  la puerta se golpeó al cerrarse y una mirada en el espejo. Él detrás. Sus labios desembocaron un suspiro y unas palabras penetraron el corazón imposibles de contar. Lloré. Su cuerpo repetido. Ropas diferentes. Un pestañeo y allí seguía, inmóvil. Grito de dolor, angustia. Un viento dentro de la casa. No te vayas. La puerta de un tirón y corrí por la casa. Él, él, él…
Su casa, sus cosas, mi infancia. En el comedor, rodeada. El intento por llegar al patio, inútil. Rozó mi brazo.  Un frío envistió mi cuerpo, recorrió mis venas. Lo sentí, me acerqué, le lloré. Abrazo.  De repente, uno a uno fue desapareciendo. Quedó sólo él, de camisa rosa, pantalón de vestir. Entendí que todo estaría bien.  Lo miré a los ojos. Se esfumó en el aire. Desapareció.
9 de diciembre: un día del año. No cualquier día, no cualquier año. Se fue, me dejó, nos dejó, más allá de todo, atravesando el cielo azul.  Paz. El dolor se entrelazaba con su paz. Una lágrima. Dos. Mil, mil lágrimas. Adiós. ¡No te vayas! Quédate en mis sueños.

SOLO por Evelyn Oliva


Siempre fue una persona solitaria, desde pequeño se aislaba. Todo era insignificante para él, criado en un mundo vacío, sin pretensiones, sin sueños, todo demasiado rígido. La vida nada le prometía.
Su infancia fue muy dura, así lo describían las personas allegadas a la familia del joven. Sufrió un enorme rechazo desde pequeño. Al niño se lo vinculaba con una maldición que perduraría toda la vida. Sin embargo, nunca hubo indicios de la misma. Él decidió alejarse.
        Se instaló  en una pequeña casa a las afuera de la ciudad de Antioka, allí vivía Taleb. Se pasaba todo el día recostado, estaba sucio, sudado y poseía un aspecto poco agradable. Nunca recibía visitas, tampoco salía ni siquiera a comprar. Pues Taleb era tan ermitaño, que consumía sólo las verduras que provenían de su quinta, la que por lo cierto tampoco  estaba bien cuidada, escaseaba la verdura y los yuyos parecían grandes matorrales. Era inexplicable como él, con su extrema flacura podía atravesarlos. Se podían apreciar sus grandes ojeras, sus largos dedos y aquellos pómulos sobresalientes.
        En la ciudad mientras tanto, se hablaba mucho de aquel joven. Rondaban varios mitos sobre él. Se sostenía que estaba así debido al abandono de su familia, a una adicción o a su fuerte carácter de golpeador. Nada era cierto, estaba solo porque le gustaba, acaso ¿la gente no podía entender eso? Durante mucho tiempo fue objeto de burla, a los niños se los asustaba con Taleb, los adolescentes iban hasta su casa para reírse y los padres les rogaban a sus hijas que no fueran hacia esa parte de la ciudad, ya que insinuaban la peligrosidad de aquel hombre.
        Todo esto le comenzó a afectar, su mente se perturbó. Se sentía acorralado por sombras que deambulaban por la casa, voces que se burlaban, y grandes ojos amarrillos que no dejaban de mirarlo todo el tiempo.
        Taleb comenzó a comportarse de manera violenta. Pasaba días sin comer y cuando se sentía frustrado se autoflagelaba. Se sentía vacío, triste y solo. Todo culpa de aquellas personas sin alma que disfrutaban de su dolor, de su apariencia, de su soledad.
        Las voces no lo dejaban tranquilo. “Taleb, debes vengarte, sé fuerte”. Le decían. “Si no lo haces nunca serás nadie, estás a tiempo”. “Dale Taleb, dale”. Fuertes gritos salían  de la pequeña  casa. Sentía su cuerpo invadido por una extraña presencia que lo dominaba. No podía controlarlo, era inevitable. Ahora sí era un monstruo. Miles de pensamientos perversos por segundo rondaban en su cabeza. Una risa malévola adornaba su cara. Sus ojos parecían desorbitados, llenos de odio, de ira, de rencor.  
Pensaba en la venganza, en la humillación, en la muerte de aquellas personas. Se transformaba cada vez más y más. Las sombras lo consumían en un poderoso ardor, en un perverso fuego. Una bestia, sí, una temible e implacable bestia.
        Nunca volvió a ser lo que era. Después del brutal golpe, ni la viva imagen de aquel joven solitario queda. Se lo trago la tierra junto a las cenizas de miles de almas.

OMNISCIDAS por Sofía Lucero



Era un asunto confuso. Me es difícil explicar algo tan extraño. Todavía, lo que ocurrió me da vueltas y vueltas en la cabeza; pienso, sueño, y vivo pendiente de eso que no entiendo.
Me pasó de nuevo ayer, estaba tranquilo en mi cama, casi perdido  entre los libros de anatomía, ya muy cansado, con la vista borrosa, y tremendas ganas de cerrar los ojos. Miré el reloj, no me quería pasar la noche estudiando, y ahí fue cuando me ocurrió. Lo mismo que hace tres meses, mismo día, diferente mes, misma hora, jueves a la noche, nueve y media. Los números de aquel reloj que ella me había regalado, se volvían a caer ante mí otra vez. Uno a uno parecían despegarse de aquella base negra y dorada, primero el doce y después el seis, e inmediatamente seguían los otros sin ningún orden particular.
Asustado, creí que estaba desvariando, rápidamente tiré todo lo que había en la cama, me arranqué el reloj de la muñeca, me levanté agitado y corrí a la puerta principal, lo revoleé a la calle, volví, me senté en el piso del living y sin darme cuenta caí dormido, casi desmayado, desorientado.
Al otro día, ya verdaderamente aterrorizado, la llamé, le pregunté dónde me había comprado ese reloj, pero nada, se reía, y me decía que eso no me interesaba.
Hoy, ya pasados tres meses, creí haber terminado el asunto al deshacerme de él. Pero no, buscando unos apuntes para irme, hace dos horas,  lo encontré en la mesa de luz, arriba del libro de Moore. Exactamente el mismo que hace seis meses estoy leyendo. Es una edición muy antigua que ya no se consigue más de “Anatomía- La mente para armar II”. No reparé en ese detalle, agarré mis hojas, guardé el libro, escondí el reloj debajo de la cama y me fui.
Tengo miedo de volver, porque sé que él está ahí, esperándome, para arrancar un pedazo de mí día, y no el de otro, el mío.  Cada vez que los números se caen pierdo la conciencia, la primera vez ni siquiera me acordé mi nombre. Ella nunca pregunta la hora, siempre la sabe con exactitud sin mirar ningún reloj.  Sospecho que esto es su culpa. Pero no sé y tengo miedo de preguntarle de nuevo.
Esperé dos horas en el umbral de la puerta principal, se hacía muy tarde y la noche parecía de terror.
Entré, prendí las luces, sentí un escalofrío en el pecho, fui a la cocina, tomé agua, tragué muy despacio, y caminé espantado hasta la pieza. Arriba de la cama había un sobre, no me atreví a mirar si él seguía ahí. El sobre tenía mi nombre, parecía una carta, no era la letra de ella –la única que tenía llave- era como una letra de hombre viejo, de esos que escriben garabatos que nadie entiende. Dudé en abrirlo pero la intriga me comía, mi cabeza maquinaba, fabulaba lo peor. Finalmente lo abrí, y empecé a leer:
“Muchacho tonto, ¿creés que con tirarme debajo de la cama vas a solucionar algo? Soy mucho más de lo que vos pensás. No cometas el error de juzgarme simplemente como un mísero reloj. Si hoy estás acá, que en realidad no estás, porque no querés entrar y verme ahí tirado, inmóvil, inútil, tal y como me dejaste en tremendo acto de desprecio, no a mí, a ella.  Te afirmás, te convencés, te decís una y mil veces  aquella idea -que sé perfectamente- de que te necesito, de que necesito verme sujetado a tu muñeca  para poder ser, para que puedas decir que existo, para que no creas que sos un loco.  Lamento defraudarte, me caías demasiado bien, pero ella me persuadió, me corrompió una vez más para que te convirtiera en víctima, como todos los pobres diablos, ilusos, seducidos, embaucados por semejante belleza desalmada y cruel, capaz de engañar al mismísimo Lucifer. No te miento muchacho, no tendría por qué hacerlo. Me caés bien, me da pena ser su cómplice, pero hay un orden, un balance que sí o sí –más allá de todo- ella y yo tenemos que imponer, porque si no, cualquier muchachito creído, muy capaz,  hilando cada vez más fino, como vos, nos deja  en evidencia, y eso no lo podemos permitir. Yo y ella tenemos la dicha de mantener el equilibrio, porque como bien sabés, lo que es inmóvil no puede llegar nunca a ser joven o viejo.
Creo que te das cuenta de lo que te digo. Tanto ella como yo, carecemos de un principio, de un final, existimos, nos ves, nos tocás pero nunca te vas  a dar cuenta de lo que somos en realidad.
Me tomé la molestia de escribirte esta breve carta, porque si todavía no te fijaste ya no estoy tirado debajo de tu cama, estoy de nuevo en tu muñeca derecha, y seguro recién, en este preciso momento, en el instante que leíste “muñeca”, te miraste, te horrorizaste y me viste. No te puedo hablar directamente, no se me permite, pero sí te puedo escribir, y sí te puedo decir que hoy, ahora, ya, en una especie de relámpago, en un abrir y cerrar de ojos, ya no vas a estar más acá. Es más ahora me estás mirando, te veo desaparecer y me siento triste, por alguna razón sigo creyendo que sos especial. Tus lágrimas, tus ojos, tu boca, tus manos, tu cuerpo y tu muñeca se acaban de caer en la cama, sobre mí, sobre esta carta que ni siquiera pudiste terminar de leer y sobre este día,  que ya no es, que se deshace, se desvanece y se anula.
Un día más que rompimos, un día más que no fue. Un trabajo según ella, un asesinato para mí. Aunque no parezca, es difícil andar paralizando el mundo con cada número, a cada hora, todos los días, sin que nadie lo note. Pero mucho más difícil es tener que  convivir en la muñeca de los pobres infelices que están predestinados a estabilizar el paraíso con su propia vida”.