Almas captadas
Cuando llegué a la casa, todo era nuevo para mí. Había
un aire antiguo, demasiado viejo para mi gusto. Las cosas parecían contar
largas historias, buenas y malas. La guerra ya había terminado, pero el
sufrimiento había sido devastador.
Todo comenzó en un boliche, él era amigo
de mis amigos. Al principio no me gustó pero raramente a él le ocurrió todo lo
contrario con respecto a mí. Con el paso del tiempo nos hicimos amigos y luego
nos fuimos acercando aún más. Fuimos a bailar a boliches, al cine, de compras.
Una noche fuimos a acampar con amigos. Bárbara y Franco durmieron en una carpa
y Franzisco y yo en otra, porque todos sabíamos que ellos estaban enamorados.
Así que después de una cena con ensalada de papas, albóndigas y pan asado sobre
la fogata nos acostamos en una carpa arriba del cerro escuchando las voces
susurrantes de los tilos mezcladas con las de los pinos en la respiración del
viento. A punto de dormir escuchamos también el sonido del amor excitado,
tímido como suena al principio en las parejas enamoradas: besos cuidadosos,
respiraciones entrecortadas y reprimidas. Nos miramos en la oscuridad sabiendo
que el otro sonreía por lo que estaba ocurriendo en la otra carpa. Lentamente
su brazo pasó mis hombros, después se acercó. Me sentí insegura, sorprendida. Éramos
amigos, nunca pensé en algo más. No me moví, me sentí rígida. Lentamente su
boca se acercó a la mía. Yo era una mujer muy tímida en esta fase de mi vida.
Tenía 22 años. Instintivamente me di la vuelta sin saber qué hacer ni qué
sentir. Pero me quedé cerca, al lado suyo disfrutando su calor y así nos
adormecimos.
Al día siguiente el clima entre nosotros
estaba raro. Algo cambió, me miraba con ojos diferentes, suaves, tiernos,
buscando una respuesta en mi expresión que, sin embargo, no le podía dar. Estaba
muy confusa y mis sentimientos se anudaron a mis pensamientos.
Los días siguientes me llamó varias veces
por teléfono, pero no respondí. Necesitaba tiempo para pensar en lo que quería.
Resignado, me envió flores a la oficina donde trabajaba. Dos rosas rojas una
vez en la semana durante dos meses. Finalmente, decidí llamarlo y acepté su
invitación a una cena. Ya muchas veces antes habíamos salido juntos, pero esta
vez no fue lo mismo. Estaba nerviosa. Me vestí con un vestido bonito, negro, me
puse mi lápiz labial más hermoso y llevé los zapatos rojos de tacón con cinta. Esa
noche nos pusimos de novios y ya el siguiente fin de semana me presentó a sus
padres que vivían con él o, mejor dicho, en la misma casa en que él tenía su
propio departamento. Sin embargo, no había una puerta que separaba las dos habitaciones,
solamente una escalera de madera. Me invitaron a almorzar en la casa vieja, la
casa en que ya vivían sus abuelos y sus bisabuelos. Puedo recordar que me sentí
incómoda. Sus padres eran muy reservados y me inspeccionaron escépticamente. Los
ojos azules fríos del padre se quemaron en mi mente como el fuego de carbón en
la estufa de la cocina de su madre. Su mirada me penetró hasta causar un dolor
en mi alma.
La casa era parecida a mi casa paterna -una casa de campo con muchos prados alrededor
y un huerto de papas, lechuga, zanahorias, zucchinos, guisantes y unas frutas de
arbustos de frambuesa, zarzamora, grosella, manzanos y ciruelos para
alimentarse-. Delante de la entrada había un pequeño parque infantil con un
arenero, un columpio y una báscula. El aroma
de las flores frescas y frutas
de primavera prometió
facilidad y alegría, y sin embargo me sentía incómoda desde el mismo momento en que bajamos del auto.
Me sentí observada. Un
sentimiento de un millar de ojos
hambrientos, como las agujas de mi
bisabuela que me atravesaron la
piel. Intenté reconocer algo o alguien en las ventanas oscuras del edificio de dos pisos y al mismo tiempo no
mirar, porque sentí como una succión que amenazaba devorarme. Cuando entramos nos esperaba un olor
mohoso que parecía emanar de todas las cosas calladas e impasibles -un bodegón
de fantasmas vivientes-; ni la mecedora que descubrí en la esquina del salón se
movía. Solamente la crepita del fuego interrumpía el silencio oprimido.
Seguimos saliendo juntos, y dos semanas
después del encuentro con sus padres tuve una pelea grave y fea con mi papá, quien
terminó expulsándome de mi hogar. Me llamó una puta, una tonta, dijo que no
podría sobrevivir sola. Supe que no había vuelta atrás, nunca más regresaría. Entonces
tenía que buscarme un alojamiento, pero como secretaria en formación no tenía
muchas chances. De modo que no me quedaba otra salida que la de aceptar la
oferta de mi novio de entrar en su departamento en la casa siniestra. Pasó el
tiempo y nunca se lo decía pero no me sentía “en casa”. No me sentí aceptada
por parte de sus padres ni de la casa, ni siquiera por la gente en las fotos en
blanco y negro en cuyas caras petrificadas y marcadas por la guerra se podía
leer un sufrimiento indecible. No obstante los antepasados sonreían atormentados.
Incluso los
niños parecían adultos que
me denunciaban desde sus ojos serios, las llaves para el alma. ¿Qué habrían
pasado, vivido, sufrido: hambruna, enfermedades, angustia mortal, abuso sexual?
Un dolor inimaginable. Yo bien conocía estas historias de las memorias de mi abuela
y de mi bisabuela. Mi mamá nunca hablaba sobre la pena.
Durante mi estadía, sucedieron
cosas raras en la casa. Siempre escuché un crujido, pero Franzisco y su mamá, que
se llamaba María, me dijeron que estaba loca. Luego quedé embarazada y estos
tipos de percepciones aumentaron y reforzaron. Escuché golpes, pasos marchando
y vi sombras deslizándose por las habitaciones. Cada vez que subía al desván a
explorar los sonidos veía rodarse el torno de hilar, tartalear la pantalla de
una lámpara de mesa y tambalearse el péndulo del reloj de cuclillo que ya
estaban llenos de telaraña porque nadie los había usado desde hacía muchos años
de soledad.
La sensación opresiva y la
falta de comprensión de parte de mi novio y de su mamá (con su papá no hablé
mucho) me hicieron caer en una depresión profunda durante el embarazo de mi
hija y empecé a alucinar y sufrir pesadillas. Muchas veces antes de dormir imaginé
a un viejo gordo y feo sentado acurrucado en el pie de mi cama, la cabeza
apoyando en su mano, basculando de arriba abajo y murmullando frases eternas que
no entendí. ¿Quién era esa alma perdida -me pregunté- y por qué busca a mí? ¿Podría
ser la luz de las brujas, mis antepasadas que sigo llevando en mi aura o sería
un maldición familiar que impusieron a mi bisabuela, una gitana con los ojos
negros, de Transilvania donde están los raíces de nuestra familia? En la noche
de la procreación de mi hija tuve una pesadilla de un abuso sexual después del coito
con mi novio. En este sueño muy feo el diablo me obligó a tener sexo en el
infierno. Su cara grotesca gritó un bramido retumbante de manera que me pareció
que el espejo en nuestro dormitorio se quebraba y de su garra goteaba la sangre
de los muertos, de las almas malvadas en el purgatorio.
Mi hija como bebé lloraba
mucho y con cuatro años empezaba a soñar pesadillas y a veces se levantaba
sonámbula. Por eso dormía siempre en la cama de sus padres, entre mí y mi
marido. Recuerdo una noche muy intensa cuando estuvimos en la cama, los tres. Franzisco
ya se había dormido, mi hija también. Escuché algo como golpes en el armario,
primero muy despacio, pero iban reforzándose. Sentí un corriente de aire sobre
mi cabeza y de súbito mi hija gritó y no paraba de llorar. Desperté a mi marido
que seguía dormido y cuando encendí la luz reconocimos que la cara de mi hija estaba
llena de sangre. Sus gritos y los golpes fuertes e incesantes amenazaban
explotarme la cabeza. No sabía cómo reaccionar. La tierra temblaba. Mi marido
se levantó para buscar con su papá el malhechor en toda la casa y también en el
jardín, armados con fusiles que quedaban como recuerdos de la guerra. Entonces
el sismo paró y después de dos horas, mientras yo lavaba cuidadosamente la cara
de mi hija, Franzisco volvió a la cama y se volvió a dormir. Me quedé
despierta, llena de miedo y conmoción. Me asusté cuando el gato se acostó a mis
pies. Por agotamiento al final caí en un profundo sueño.
El día siguiente nos
fuimos con nuestra hija al parque del zoológico para divertirnos. No quería que
ella pensara en los sucesos de la noche anterior. Pasamos un día muy lindo con
muchas impresiones variadas. Pero cuando volvimos María ya nos esperaba con
malas noticias: el abuelo de mi hija había fallecido de manera sorpresiva. No
pudimos creer lo que contó ella: estaba en el baño duchándose y escuchó algo
como tiros -dos- creía. Cuando salió del baño vio que el reloj había parado.
Avanzaba despacio al salón dónde estaba su marido. ¡Estaba muerto! Nos miramos
con cara de asombro y llorando nos abrazamos desesperados.
Al año siguiente, cierto día
estábamos cenando en el comedor de mi suegra cuando vi una llamarada en el salón.
Mi mirada se dirigió al calendario. Era el 30 de abril, un año después de la
muerte de mi suegro. En este momento supe que ahora también su alma había sido
captada en esa casa.