PECADOS CAPITALES
Cierto día, Mariano Echeverría, tomó la decisión de entrar en ese lugar del
pueblo que estaba tan mal visto. Pero no tenía otra alternativa. Pasaban los
años y seguía estando solo. Necesitaba
un cambio para su vida. Y tras esa búsqueda se había encaminado.
Una de las tantas noches, en que se
sentaba en el mismo bar céntrico a tomar un par de vasos de whisky, y ya se
sentía bastante agobiado de la misma rutina.
Hacía varios años que se ubicaba en la
misma mesa del mismo bar que lo seguía acogiendo como su mejor
cliente. Y donde, con sus cuarenta años, su mejor compañera seguía
siendo “la soledad”.
Pasaron las horas de ese día sábado y
Mariano determinó que no fuera un sábado más. Y no lo fue.
Salió del bar, fresco como una lechuga,
como si sólo hubiera tomado agua, y con la idea fija en lo que se había
propuesto. Y se condujo en un taxi hasta
la puerta de “El Búho”. Una whiskería
famosa en el pueblo y donde muchos hombres acudían con frecuencia. Algunos casados, otros solteros, pero la
mayoría de clase media-alta. En “La
Armonía”, la mayoría de la gente estaba en una buena posición
social. Unos pocos que pertenecían a una clase más humilde, también se las
ingeniaban para ir a este lugar tan particular.
El Búho se caracterizaba por ser una
vieja casona en las afueras de La
Armonía, en el barrio más desolado y menos habitado que
poseía el pueblo. Varios metros cuadrados destinados solamente al ejercicio de
la prostitución. Algunas habitaciones que desembocaban en un hall central.
Allí, unas pocas mesas con sillas para recibir a los clientes que estaban
deseosos por ver a las chicas bailar,
mientras tomaban un par de
tragos. En un rincón se encontraba la
escalera que conducía al primer piso, donde se hallaban varias habitaciones
más.
Con la complicidad de la policía del
lugar, el proxeneta traía chicas del Norte del país. Salta, Jujuy, Santiago del
Estero eran los lugares predilectos para estos secuestros disfrazados de
prósperos empleos. Muchas de ellas, en condiciones de extrema pobreza,
aceptaban igual el supuesto trabajo, aunque a sabiendas de que se trataba de
algo oscuro y nefasto. Quizás, fuera una buena oportunidad para cambiar su destino.
Y así lo pensó y lo hizo Samanta Giménez,
mientras la lujuria se apoderaba de ella.
Una muchacha joven, de aspecto un tanto
desalineado, no era dueña de un cuerpo escultural, pero sí de una enorme
pobreza. Y el mercado estaba dispuesto a recibirla con los brazos abiertos. Su
familia había quedado en Orán, un pequeño pueblo de la provincia de Salta.
Incluso, sus dos hijos al cuidado de su abuela, aguardaban por el retorno de
esta mujer lanzada a la aventura.
Mariano ingresó un poco temeroso a ese
lugar tan mal visto por la gente de La Armonía. En
el hall de entrada, se encontró con algunas mesas ubicadas en forma dispersa.
Pidió su clásico whisky en la barra que estaba al fondo del salón; mientras
observaba detenidamente la “mercadería” que se subastaba al mejor postor. Tal
como feria de vaquillonas, novillos y terneros, que se ponen a la venta en la Rural de las grandes ciudades. En un pequeño escenario, en el costado
izquierdo, bailaban algunas chicas semi desnudas. Entre las que observaba, le llamó la atención la
más rellenita, quizás, fue su mirada lo que le atrajo.
Entonces, le hizo una pequeña seña para
que viniera hasta la mesa donde él se hallaba sentado. La chica accedió. Inmediatamente por su
tonada se dio cuenta que no era de la zona. Comenzaron a dialogar animadamente,
y los minutos fueron corriendo. Y el sol ya se asomaba por el horizonte. Miró
su reloj, y apresurado se despidió de Samanta, prometiéndole volver.
En su casa lo esperaba Ana Paz, su
hermana menor y también soltera. Ambos, prestigiosos abogados de una familia
adinerada. Sus padres habían fallecido hacía ya bastantes años. Hecho que los
indujo a convivir en la casa paterna.
Ana Paz, era una mujer muy talentosa en
cuanto a su profesión, una de las más solicitadas en problemas de familia o
parejas; caracterizada por una gran soberbia, que la gente del pueblo criticaba
abiertamente. Sin embargo, una total
fracasada en sus propias cuestiones del corazón. Tras varios intentos de
noviazgos infructuosos, había optado por quedarse sola, estando pendiente
únicamente de lo que hacía o dejaba de hacer su hermano. Este vínculo que la
unía a él, se había vuelto enfermizo. Ella era quien controlaba todos sus
movimientos: a qué hora salía, a qué hora llegaba, dónde iba, con quién salía,
con quién se encontraba, el lugar elegido, etc. Hasta había implementado una
especie de espionaje, consultando a propios y extraños por el paradero de
Mariano.
Y así fue que averiguó de su nuevo
pasatiempo: El Búho. Él no tenía pensado
comunicarle a ella de su nuevo lugar de encuentros y mucho menos, quién era la persona que había
logrado cautivar su corazón y su pensamiento la mayor parte del día. Hasta tal
punto, que ya le costaba concentrarse en sus tareas cotidianas y laborales.
Esperaba ansioso la llegada del sábado
para encontrarse con ella. Esa damisela que lo había hipnotizado de los pies a
la cabeza.
Los encuentros se continuaron
sucesivamente y en forma clandestina, una y otra vez.
Él soñaba con formar una familia y tiró
su último cartucho. Quizás en el fondo, muy en su interior, creía que podía
hallar a una persona correcta. Rescatarla de ese mundillo cargado de
ilegalidad. Ese inframundo, que todos criticaban, en una zona tan pacata como
ésta.
Samanta Giménez, poco a poco, fue
cautivando a este hombre indefenso y vulnerable, que casi sin proponérselo fue
cayendo en las redes del amor.
Hasta que un día tomó la decisión que más
problemas le traería en su vida. Él sabía que sería altamente cuestionado desde
todos los frentes. La Armonía,
lejos estaba de hacerle honor a su nombre.
Uno de los tantos sábados, en que
frecuentaba El Búho, tomó coraje y alejó a Samanta de ese lugar para
siempre. Por supuesto, que luego de
haber puesto varios pesos uno encima del otro, de lo contario, no lo hubiera
logrado tan fácilmente.
Samanta y Mariano formaron un hogar,
donde reinaba el amor y el respeto mutuo. Sin embargo, en el camino tuvieron
muchos obstáculos que atravesar, y nada les resultó fácil.
Mariano compró una casa más amplia, donde
alojar a esta nueva y numerosa familia que se había sumado a su vida.
Ella, decidió traer a sus dos hijos del
Norte, ya que ahora podía brindarles una mejor vida: una casa digna, un
estudio, vestimenta y alimento: algo de lo cual jamás habían podido gozar.
Mientras tanto, Ana Paz, había quedado
sola, viviendo en su casa paterna. Lamentaba la ausencia de su hermano; el
único hombre con quien ella había decidido convivir. Extrañaba sus
conversaciones de profesionales, donde intercambiaban nociones del Derecho, de
Filosofía, entre otras ciencias de las que ambos poseían profundos
conocimientos. Esos mates con torta que compartían junto a bellos recuerdos de
sus añorados padres. Él, por ser el hermano mayor le contaba distintas
anécdotas vividas junto a sus padres y de las cuales ella no pudo disfrutar.
Hasta recordaron, en medio de un mar de lágrimas, el momento de ese trágico accidente que se
llevó la vida de ellos para siempre, al regreso de un viaje de placer.
Ahora Ana Paz estaba sola por completo,
Mariano tenía una nueva familia y ella
había quedado desplazada a un segundo plano.
De hecho, no compatibilizaba con
Samanta y los suyos. Más allá, de que repudiaba y cuestionaba su pasado,
percibía en su mirada algo llamativamente profundo y extraño. Esa mirada la
inquietaba notablemente mientras
conversaban. Intuía que Samanta escondía algo de lo cual ella se ocuparía de
develar; con el único objetivo de que su hermano vuelva a su lado.
El tiempo pasó, Mariano ya tenía dos
hijos más con Samanta, fruto del amor que se tenían. Esos pequeños eran su
locura, su obsesión. Trabajaba todo el día, sólo para darles una buena vida a
la gran familia que había conformado. Mientras su esposa estaba reclutada en
sus tareas domésticas, que comprendía el cuidado de sus cuatro hijos, la
limpieza de la casa y demás quehaceres que toda ama de casa conoce a la
perfección. Habían quedado atrás, las noches de portaligas, de alcohol en
exceso y demás sustancias que sólo ella conocía muy bien.
Ahora, su vida transcurría entre pañales
y pediatras ante el menor resfrío de sus niños. Mamaderas, chupetes y baberos
eran moneda corriente en el presente de Samanta. Al mismo tiempo, fue perdiendo la figura de aquellos años,
para pasar a ser dueña de un cuerpo más redondeado. Su presente le regalaba una
heladera repleta de todo lo que ella quisiera. Todo lo que deseaba lo tenía.
Repentinamente se había vuelto la señora de la casa y podía comprar todo lo que
quisiera. Y su mayor deseo era la comida, lejos estaba el gusto por la ropa,
los zapatos o carteras. Tampoco ambicionaba ir de paseo a lugares caros o
sofisticados. Y todo estaba aparejado de su mayor miedo: “El qué dirán” los
vecinos del barrio. Su familia y la comida fueron sus mejores refugios. Y así
como, sus hijos y su marido transformaron radicalmente su vida pasada, los
distintos manjares que preparaba fueron realizando en ella una gran
metamorfosis corporal. La gula y la pereza
se fueron tornando en la pareja perfecta que llenaban el vacío social que
la invadía por completo. Samanta no concurría a ningún espacio público. No
tenía un grupo de amigas con quien reunirse a conversar de cualquier tema
trivial. Ella sólo deambulaba como una gran mole, limpiando y ordenando de una
habitación a la otra. Sin embargo, no era tiempo ocioso, sino que iba
diagramando lenta pero vigorosamente su plan fríamente calculado. Era
conocedora y cada vez más, se inmiscuía en cuestiones concernientes a la
economía de la familia, de todos los bienes inmuebles que poseían tanto su
marido como su hermana.
Mientras tanto, Mariano estaba lejos de
sospechar lo que Samanta se traía entre manos y argumentaba que gracias a su nueva compañera
pudo salir de su inmensa soledad y consideraba
que ambos se rescataron mutuamente. Samanta pudo dejar esa mala vida
atrás y él abandonó para siempre su soledad. Aunque, no pensaba en lo mal que
estaba su hermana, tras su partida. Y a
su alrededor, todo empeoraba cada vez más.
Ana Paz estaba obsesionada con
desenmascarar a esa mujerzuela que había caído cual paracaidista en sus vidas.
Por las noches, no podía conciliar el
sueño, pensando en cómo lograr la ruptura definitiva de ese vínculo tan
desigual. Así, acompañada sólo por una
copa de vino, pasaban las horas y ella seguía sin poder descansar. También, pasaron
los días y las noches, progresivamente fue
haciéndose más asidua a esta bebida, y sin importarle si alumbraba el
sol o si el cielo se hallaba poblado de estrellas. La gente del pueblo no
dejaba de murmurar el estado en el que se encontraba la Dra. Echeverría.
Y el murmullo se fue convirtiendo en rumor, en trascendido y finalmente en una
noticia verdadera y fidedigna. Poco a
poco, fue perdiendo el status de vida que llevaba hasta ese momento. Sus
salidas a cenar a lujosos restaurantes, sus viajes por el mundo, sus elevados
gastos en vestimenta y accesorios, sus continuas remodelaciones de la casa,
entre otros. Todo ese fabuloso mundo quedó atrás, para darle paso a una imagen
cada vez más deteriorada. La
Dra. Echeverría ya no era la misma, y eso quedaba en total
evidencia con sólo ver su aspecto físico cada vez más desmejorado. Si bien su
familia, se daba cuenta de ello, no sabía cómo reaccionar ante tanta decadencia
repentina. Y más aún, desconocían la verdadera causa de tan drástico deterioro.
Samanta incitaba a Mariano a pensar que todo era producto del alcohol. Sin
embargo, sólo una parte de todo su mal era consecuencia directa de la bebida.
Samanta aprovechaba minuto a minuto este nuevo flagelo de Ana Paz. El resto lo
fue haciendo como fruto directo de la
gran avaricia que la embargaba. La
envidia de la vida que llevaba su
cuñada la carcomía desde lo más profundo de su ser. Y poco, poco, cual trabajo
de hormiga fue llevando a cabo su macabro plan. Nadie sabía que Samanta poseía
poderes oscuros.
Pasaba el tiempo y Ana Paz empeoraba día
a día.
Una noche de tormenta, Samanta se
encontraba sola en su casa y aprovechó la oportunidad para realizar un conjuro
macabro que terminaría con los días de Ana Paz. Ella era un estorbo para poder
concretar su plan final.
Había un cuarto, del cual ella tenía la
llave y al cual sólo ella accedía con frecuencia. Nadie en la familia conocía
para lo que estaba destinada esa pieza secreta. Ni siquiera Mariano, ya que
Samanta lo engañaba diciendo que había un gran desorden de cosas viejas y que
ya se ocuparía de ponerlo en orden. Y Mariano le restaba importancia debido a
sus grandes ocupaciones. Sin embargo, cuando Samanta se encontraba sola abría
esa puerta y también se habilitaba la
posibilidad de cambiar el destino de las personas que ella deseaba.
Y finalmente llegó el momento que tanto
había estado esperando. Una inmensa alegría mezclada con ansiedad, la invadían
por completo. Nerviosismo por no tener la certeza de los resultados que ella
anhelaba y por no tener la plena seguridad de lo que vendría luego. Ella no
sabía cómo reaccionaría Mariano al ver el corolario de su conjuro.
Puso llave a la puerta y allí pasaron
cosas muy extrañas. Gritos, quejidos, risas, y demás sonidos más que extraños
se podían escuchar desde el resto de la vivienda. Sin embargo, nadie lo pudo
presenciar más que Samanta. Nauseabundos hedores se colaban por entre los
espacios de una puerta desvencijada. Pero nadie más que Samanta los pudo oler y
soportar dichos aromas. Inauditas imágenes nunca antes vista por ninguno de los
mortales, sucedieron en ese pequeño cuarto. En este sentido, sólo Samanta fue
la única testigo de tan lúgubre escenario.
Luego de más de media hora, Samanta abrió
la puerta y se sentó extenuada. Respiró profundo y se dijo a si misma: “He
terminado, ya. Sólo resta esperar que todo siga su curso y que el conjuro haga
lo suyo”. Tremendamente agotada optó por ir a descansar hasta el día siguiente.
Por la mañana, el día había mejorado. El
sol brillaba y el cielo diáfano encandilaba a todo aquel que mirara hacia
arriba. Sin embargo, no era el mismo cielo para todos. No al menos para
Mariano.
Samanta se levantó más tarde que de
costumbre y escuchó un gran bullicio en la vereda. Al asomarse por la ventana,
puede visualizar numerosos móviles policiales y una ambulancia. Mariano hablaba
por su celular de manera desesperada. No
se quedaba quieto en el lugar, caminaba nervioso de un lado al otro. Se lo notaba
agitado, mientras fumaba un cigarrillo y sin terminarlos pasaba al
siguiente.
Cuando logran ingresar a la casa de Ana
Paz, luego de forcejear la cerradura. El panorama que encontraron era absolutamente desolador. La
ira había hecho estragos en ese lugar. Un escalofrío les corrió por la espalda,
tanto a policías como a los médicos del Servicio de Emergencia. Todos estaban
estupefactos.
Samanta observaba desde la puerta. Por
momentos sintió cierto temor. Mariano lloraba desconsoladamente y era preso de
un ataque de nervios, ante lo cual Samanta trataba de consolarlo.
La sangre estaba por todas partes. De
hecho, las paredes del comedor de entrada
habían sido teñidas con un sin número de grafitis que comunicaba: ODIO
ESTA VIDA. LOS ODIO A TODOS. DETESTO A LA GORDA DE MI CUÑADA QUE ME
ARRUINO LA VIDA. EN
EL CIELO O EN EL INFIERNO VOY A ESTAR MEJOR QUE EN ESTA TIERRA. SI TANTO
MOLESTABA EN ESTA TIERRA, MEJOR QUE YA NO ESTÉ EN ELLA. AHORA VAN A ESTAR MAS
FELICES SIN MI, SIN LA
SOLTERONA QUE ESTORBA PARA TODO. AMO LA OSCURIDAD Y LAS
TINIEBLAS Y HACIA ALLA VOY.
Mientras, los agentes de la policía
recorrían la vivienda en busca de la Dra. Echeverría, un sinnúmero de inscripciones se
sucedían por el resto de las habitaciones.
Cuchillos, tijeras, cortaplumas, navajas
y todo tipo de elemento cortante que pudiera existir estaban diseminados por
los distintos sectores de la propiedad manchados de rojo.
Cada rincón evidenciaba un gran desorden.
Estanterías que ya no estaban en las paredes. Todos los adornos rotos en el
suelo, tanto cuadros como lámparas de gran valor. El espejo que se encontraba
al entrar al comedor estaba completamente hecho añicos. El aparador cargado de
jarrones, vasijas, portarretratos, copas y platos, absolutamente destruido. La
computadora que estaba en la sala donde ella acostumbraba a trabajar y que
poseía un enorme ventanal con vista al patio, también estaba destruida. Las
habitaciones, con las camas destendidas y los placares íntegramente desarmados,
llamaba poderosamente la atención de propios y extraños; ya que habían
imaginado que encontrarían el peor desenlace en el dormitorio central. Pero
nada.
La caja fuerte estaba intacta. No había
indicios de hurto de todo el dinero que
ella poseía.
Tras recorrer cada recoveco, los agentes
estaban más que desorientados. Ana Paz no estaba por ninguna parte. Al mismo
tiempo que deducían que en las condiciones en que se encontraría no podría
haber ido demasiado lejos.
Cuando ya habían desistido y se dirigían hacia
la puerta de entrada, oyeron a los canes que ladraban desaforadamente, tal como
si hubieran visto al mismo diablo en persona. Corrieron hacia el lugar y
llegaron a la habitación de huéspedes. Gritos y llantos de horror se pudieron
escuchar por parte de los allí presentes. Un gran agujero negro contrastaba con
los mosaicos color crema y la ropa de Ana Paz con que se la vio por última
vez, por encima de esa misma mancha.
Semejante a una especie de arena movediza que todo lo traga y de la cual nadie
escapa