TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Andrés Carricaburu

Martes 31

Restan seis minutos para un nuevo día, los ojos se me van cerrando…
El mundo ha conspirado hoy para que tomara esta decisión, ya no hay vuelta atrás. Que feo será morir así, solo, ebrio, sucio, pobre, sin nadie, en la más profunda soledad. Podría haber elegido un modo más sofisticado, pero en mi cabeza no entra nada, ni un pensamiento, ni una ocurrencia, es una bomba que esta noche va a explotar.
¿Me matará enseguida? ¿Cuán eficaz será este veneno? 128 pesos vale lo que me quitará la vida, me alcanzó con lo justo la plata, una señal para llevar adelante mi propósito. ¡Al diablo! -me dije- a esa farmacia que está allí, la abrieron a esta hora para mí, justo esa, la que atiende don Borges, amigo de mi viejo. Heredó de su abuelo este negocio y es bastante lengua corta, no hace preguntas, no pide receta, despacha lo que le pidan, sin vueltas, me venderá algo que me alcance, ojalá no sospeche que es para mí.

Eran las 23, caminé unas cuadras sin destino sabiendo que mi presente no podía ser peor y que no quería saber nada con mi futuro. Desperté de noche, en el hospital, sin el sobre, sin trabajo y sin mujer, decidido a perder lo me quedaba.

- ¿Estás bien Andrés? Sentate por favor…
- El tema es que quieren limpiar a los empleados de mayor antigüedad. No se quieren hacer cargo…
- ¿Qué me estás queriendo decir Nelson?, ¡largá…!
- Acá está tu sobre con lo que te corresponde…

Son las 9, llego tarde, nada me importa a esta altura del recién comenzado día, llego y me mandan a hablar con el todavía dueño. Cruzo a la cochera y mi auto se ha ido, en su lugar una carta de quien fue mi novia y compañera por quince años: 
“Decí chau Torino, Andrés, pronto dirás: chau casa”.

Todavía me retumba en los oídos aquellos gritos de Laura, histérica, furiosa, diciéndome que jamás en su vida desearía volver a verme, fue demasiado para ella enterarse del hijo que voy a tener con Susana, una de las prostitutas del barrio a la que nunca debí haber conocido. Suena el despertador a las 7, dormí poco, me levanto, pico algo y marcho a la oficina, como cualquier día.

Me llamo Andrés Carricaburu, vivo en Banfield, Buenos Aires, con mi madre, una jubilada viuda de 64 años. Aquí me encuentro, solo, en mi cuarto, acostado con un lápiz y un papel en las manos. Son ya las 4 de la mañana y mi mente está en blanco, no encuentro inspiración, la necesito sí o sí para lo que debo entregar mañana. ¿Escribir un cuento fantástico? pavada de actividad eligieron para cerrar el año mis profesoras del taller de comprensión de textos. Pero yo guardaba un as en la manga, después del desayuno tuve suerte de encontrarlo en el café de la esquina de Manuela Pedrasa y Cramer (a una cuadra de la cancha del taladro) y de ser amigo de un amigo de un tal Cortázar, si: Julio Cortázar. Recordé mientras dormía (¿o acaso uno piensa también mientras duerme?) que volvía, para estas fechas, al pago bandfileño para descansar y pasar las fiestas junto a algunos afectos que le quedaron en el barrio. No hablamos mucho porque estaba corto de tiempo. Le pedí una mano para escribir el cuento porque estaba en bolas y me la hizo corta:

- “Pibe, escribila oración a oración, del modo más prolijo y detallado que puedas, pero acordate que es un cuento, así que no te extiendas tanto en detalles y enfocate más en cómo vas a contar la historia que en la historia en sí. Una sugerencia: contala de atrás hacia adelante, si te animás…”
- “Muchas gracias, ha sido un placer verlo en persona, seguiré al pie de la letra los consejillos que usted acabe de brindarme” -esbocé con emoción, decidido a volver rápidamente a mi casa a empezar el cuento…
- “Ah! Y usalo a Borges de personaje, je” -me dijo levantando la voz mientras me marchaba.

Cuando dejé de pensar en proezas y amores imposibles se me ocurrió que yo bien podría, en algún momento de mi vida, sentir la ausencia de un Dios, de la fe y encontrarme desahuciado, desesperado, vencido, así fue que narré esta historia, en la que me sentí el protagonista.
Con el cuento ya terminado, sea cual sea mi nota final, puedo asegurarles que después de todo, no ha sido un día para nada malo…

Valentina Rojas

Pasaje

 “Bueno, es hora de empezar”, pensó ignorando el frío, tomado firmemente de la barra de apoyo. También dejó de lado la miseria de postguerra, los miles de casos de tuberculosis y habitations à loyers modérés. El ruido del metro no le molestaba, tampoco el bullicio de las demás personas que lo acompañaban ni mucho menos los virajes del transporte que lo obligaban a tomar más fuerte la barra metálica. “Ya tengo dos personajes pensados. Dos mujeres. Una va a ser argentina, de piel morena, joven y se llamará Dina; y la otra va a ser… ¿argentina o española que vive en Argentina? Argentina, mejor. Y se va a llamar Valentina, con algún apellido español. Lo que soñé anoche fue bastante flojo de detalles, pero de fuertes sensaciones. Quiero retratar esas emociones en el cuento.  Primero voy a elegir un lugar, después veo qué ocurre allí”.
Salió de sus cavilaciones y miró a su alrededor. Sintió algo en su mano que lo distrajo. Bajó la cabeza y vio que un dedo pequeño envuelto en un guante negro se había trepado, apenas, sobre su propia mano de guante marrón. Vio que éste venía de una manga de piel de conejo más bien usada, de una mujer, una mulata que parecía muy joven y miraba hacia abajo, ajena. Se extrañó, mas no dijo nada. Fijó sus ojos en ella. Notó la mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo. “Con el calor que hace acá adentro bien podría echarse para atrás la capucha”, pensó, crítico. Entonces sintió que el dedo le acariciaba de nuevo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose sobre su mano.
- Disculpe, ¿Señorita? – dijo tratando de no sonar molesto, ya que no lo estaba. Curioso, digamos.
De repente la joven se sobresaltó y despegó rápidamente su mano de la del escritor al tiempo que el metro viraba y si no hubiese sido porque él la agarró con su mano libre, ella hubiera sufrido una gran caída. 
- Perdón, perdón – dijo en español luego de que la soltara.
- ¿Estás bien? –contesté, a mi vez, en español.
- Es siempre así – dijo la muchacha -. No se puede con ellas.
- ¿De qué habla?
- No lo entendería. No entienden o no quieren, vaya a saber, pero no se puede hacer nada contra.
- ¿Por qué no aceptar lo que está ocurriendo sin pretender explicarlo, sin sentar las nociones del orden y de desorden?
- ¿Cómo?
- Nada, se me acaba de ocurrir.
Llegaron a la estación Saint-Michel. El escrito se despidió de la joven de piel morena y manos inquietas, tal vez con vida propia, y siguió su camino. “¿En qué estaba? Ambientación, sí”. Dio unos pasos por el andén de la estación, pensando. “Podría ambientarse en un lugar como este: aire estancado y caliente de las galerías del metro, frio y llovizna afuera, una muchacha extraña. Dina”. 
Saliendo del metro casi se choca contra un par de viejos no tan viejos, les pidió disculpas, pero estos ni se percataron. Siguieron hablando, en un castellano argentino inconfundible. Uno de ellos le llamó la atención: tenía el cabello más largo de lo que comúnmente se ve en París y una barba y bigote bastante poblados, era apenas más alto que el joven no tan joven escritor, lo cual tampoco era muy visto considerando que siempre sobresalía en las multitudes.
- Argentina merece algo mejor que a ese tipo como presidente –dijo con una mezcla de desprecio y lástima el más alto.
“Coincido totalmente” pensó el escritor, “Imaginate que preferí renunciar a mis cátedras antes de verme obligado a ‘sacarme el saco’, como les pasó a tantos colegas que optaron por seguir en sus cargos”.
- ¿Tan malo es ese Viola? En realidad no estoy al corriente de la situación argentina -contestó el otro.
- En Buenos Aires quebraron 35 empresas del grupo Sasetru y hay pedidos de captura para varios empresarios. Económicamente, es notable la preferencia por la compra de divisas; hasta los pequeños ahorristas se inclinan por la tenencia de moneda extranjera y evitaban invertir en el país.
“¿Cómo puedo estar tan desactualizado?”
Impulsado por la curiosidad y la necesidad de informarse sobre la situación de Argentina, no lo pensó dos veces y comenzó a seguir a esos desconocidos. Se situó detrás de ellos y ajustó su velocidad para ir al mismo ritmo. Sacó un cigarrillo de su bolsillo, lo encendió y clavó la vista en el suelo, haciéndose le pensativo.
Los señores hablaron poco durante el trayecto, pero fue una conversación bastante interesante. Estaba realmente sorprendido por su ignorancia de los temas actuales. Caminaron desde la estación del metro, por la Rue Danton hasta llegar a un pequeño Café sobre el Boulevard Saint-Germain. El escritor sonrió al verlo, ya que solía acudir a allí siempre que podía desde que llegó a París. 
Los amigos se separaron en la entrada del café. El que le había llamado la atención por su apariencia entró en el local, mientras que el otro siguió caminando luego de despedirse. El escritor no lo dudó y aprovechó esa oportunidad para hablarle al desconocido y de paso tomar un café.
- Disculpame, buen día – dijo el más joven - ¿Puedo sentarme con vos?
El otro lo miró extrañado primero, pero luego sonrió, dientes blancos contrastando con la oscura barba y adelante, sentate. Ambos pidieron el café y en la espera, el escritor miró a su alrededor.
- Vengo a acá frecuentemente…
- ¿Sos de sentarte con desconocidos frecuentemente? – dijo con un tono que estaba entre la curiosidad y la burla.
- A veces, cuando algo de esos desconocidos me interesa. En esta caso, no pude no darme cuenta de que sos argentino y que estás bastante bien informado de la situación del país.
- Ah ¿Y te diste cuenta recién o cuando empezaste a seguirme?
- Oh… Perdón por eso, pero atrapaste mi interés y no puede evitarlo –sonrió nervioso.
- Y sí, fue bastante obvio. Bueno, ahora que sé que no sos un ladrón o algo así, preguntame lo que quieras – dijo mientras llegaban las bebidas.
- En realidad ya me enteré de todo lo que quería saber, sobre Argentina digo. Pero ya que estamos, hablemos, señor…
- Julio, soy Julio Denis, un gusto 
- Que casualidad… 
- ¿Por qué?
- No, nada. Yo también soy Julio. Cortázar. – Ambos estrecharon sus manos.
- ¿A qué te dedicás, joven?  
- Soy escritor y traductor de la UNESCO. ¿Y vos?
- También escribo. Es mi pasión. Los libros van siendo el único lugar de la casa donde todavía se puede estar tranquilo, ¿No te parece?
- Totalmente. De hecho, ahora mismo estoy planeando mi siguiente cuento. Hoy pasó algo que me dio inspiración para crear a un personaje. Estaba pensando en escribir sobre una joven, de piel morena que se llamaría Dina, y justo en el metro me encuentro con una joven de piel morena bastante particular, digamos.
- ¿Vas a hacerlo fantástico? El metro es un buen lugar para ese tipo de historias.
- Sí, ese es el género con el que me siento más cómodo. Y sí, los metros… tienen algo, no sé cómo describirlo… Es como si cada vez que te subís terminás en otra… ¿dimensión? No sé si es la mejor expresión, pero siento como si el tiempo cambiara.
- El metro es un lugar de pasaje. Al bajar de allí, entramos en una categoría lógica totalmente diferente...categorías lógicas donde la sensación del tiempo cambia.
- Claro, tengo la impresión de que se puede habitar un tiempo que no tiene nada que ver con el tiempo que existe en la superficie una vez que salimos a la calle.
- Exacto -Denis sonrió y pareció que iba a decir algo más, pero se calló. Se miraron en silencio y Cortázar notó la palidez del mayor. Ahora que lo miraba bien parecía cansado y como la barba y el bigote cubrían tanto su rostro recién ahora veía lo flaco que era. Parecía… consumido. Se apuró en despedirse, pensando que el otro Julio quería ya irse a casa para descansar. 
- Nos vemos otro día, Julio – dijo, retirándose del café. El mayor asintió con la cabeza.
- Adiós. 
Todavía tenía tiempo de hacer algo antes de pasar a buscar los papeles que había ido a buscar. Fue a la librería de siempre. Caminó unas pocas cuadras. El lugar estaba distinto, las paredes pintadas de otro color, los estantes ubicados de otra forma, la vieja dueña no estaba, y en su lugar había una joven de pelo corto. “Primero un hombre con el pelo relativamente largo y ahora una mujer con el pelo corto, qué revolución”.
- ¿Anda buscando algo en particular, señor? ¿Un título, un autor? – preguntó ella, ojos café sobre el blanco rostro. 
- ¿de dónde sos? – Preguntó el escritor – Tenés un acento raro.
- Siempre lo mismo – masculló por lo bajo –. Soy de Córdoba, Argentina. 
- ah, bien. Bueno, vengo a buscar alguna novela de Albert Camus, ¿puede ser?
- Sí, sí –dijo sonriendo. Justo ayer nos llegó una nueva obra suya, espere a que la encuentre… La había dejado por acá....
Después de aquello y de retirar los documentos que necesitaba, volvió a la estación Saint-Michel. “Hacia otra ‘categoría lógica’, como dijo Denis”, pensó, bajando lentamente los escalones. Subió al metro. Miró el libro que llevaba en su mano. “El extranjero”. Lo guardó en su bolso. Se tomó de la barra metálica. Reconoció a un argentino, turista seguro. Totalmente distinguible por su ropa, su mirada, todo. “Parece que ni me hubiese ido de Argentina”. Entabló una conversación con él. El metro empezó el recorrido.
-  y ¿sos peronista o anti? – dijo el muchacho. Parecía que nuestra recién iniciada relación dependía de la respuesta. 
- ¿Qué importa eso ahora? ¿No deberías preguntarme, mejor, qué opino de Viola?
- ¿Quién es Viola? 

Romina Luque

Hotel Cronos

Siempre me ha gustado imaginar que cada rincón, cada pared, cada habitación tiene impregnada un recuerdo, una historia. Algunas dignas de ser contadas, otras quizás un poco más aburridas. Cada pasillo guarda un misterio. Nunca supe la versión completa de cómo mis antepasados se hicieron dueños de este hotel, o tal vez, ¿ellos mismos lo construyeron? La verdad es que, a pesar de tantos años, pudo seguir de pie. Desde niña fue mi hogar, mis primeros recuerdos fueron estas paredes, mis cumpleaños, las fiestas de fin de año, el ratón Pérez al que imaginaba subiendo por el ascensor. La niña de los rulos y pelo largo que jugaba a ser adulta, con tacones y vestidos de fiesta que quería ser actriz. No sé si es correcto decir que desde chica fui muy independiente, o quizás los adultos no me prestaban tanta atención; ¿sabe una niña de 7 u 8 años lo que es ser independiente? En fin, siempre sentí que sólo me tenía a mí misma, quizás por eso fui formando un carácter ¿duro? impulsivo, metido, quiero controlarlo todo. Desde que tengo memoria me interesó charlar con las personas, saber qué hacían, en qué podía yo “contribuir” en sus vidas, aconsejar, qué podía aprender. Me creo una mujer especial, con un alto ego: ¿virtud o defecto? Siempre quiero ser la protagonista, no puedo pasar desapercibida. Mi trabajo es ideal, aunque no recuerdo haber tenido otra opción, puedo conocer gente nueva todo el tiempo, sentarme a tomar un café, una copa de vino con algún hombre, meterme en su cuarto cuando el hotel duerme y no volver a verlo, o sólo charlar con otra mujer como mejores amigas por horas. Muchas veces me paso las noches entretenida mirando películas donde imagino que algunas de esas historias podrían pasar aquí en el hotel. Siete días a la semana, las 24 horas el hotel está en pleno funcionamiento, es un desfile de personas de todo tipo. Hasta ya aprendí a leerles la mirada. Están aquellos enamorados que buscan una cama extra grande para acariciarse, también están los ancianos que vienen como turistas, puedo reconocer a los amantes que juegan a las escondidas, y cada tanto pueden llegar personas que sólo quieren olvidar y buscan un  refugio entre gente desconocida. En los años que el hotel lleva abierto han  sucedido muchas historias, han pasado muchas personas interesantes. Mi abuela siempre se lamentó de no tomarle una foto al joven profesor de literatura que volvía de Mendoza, en 1946, que se quedó encerrado en su habitación durante los tres días que estuvo hospedado; vio tiempo después que había publicado un cuento en una revista que editaba nada menos que  Borges, y al pasar los años se convirtió en un famoso escritor, su escritor favorito. En todas las habitaciones del hotel tenemos cuentos de él. Es una forma de remarcar o recordarles a los europeos que nos pertenece, que es argentino. 
Han pasado modelos, vedettes, algún que otro político, futbolistas. La verdad, nunca me han interesado los “famosos”, he aprendido con los años que llevo aquí adentro, más los años de toda mi familia también, que son las personas con las que nos cruzamos todos los días las que tienen esas historias que me interesan. ¿Qué tanto de lo que me cuentan es verdad? Cualquiera puede venir a contarte un hecho sobre su vida totalmente ficticio, sos quien querés ser por un rato. Una vez entró al hotel una joven, quería saber los precios para quedarse un par de días. La noté asustada, hasta podría decir paranoica. Era muy bonita, supuse que estaba escapando de alguna tormentosa relación, algún novio celoso, golpeador. Se llamaba Cora. Una noche, después de cenar, me acerqué a ella, compartimos una botella de vino y me contó su historia. Era enfermera, después de la muerte de un joven de 15 años por una operación de apendicitis, renunció a su trabajo. Tenía un novio, el anestesista de esa clínica. En la última copa y ya con las luces casi apagadas en el comedor, me relató que pensaba en ese joven paciente cada día, me describió que era muy lindo, que tenía una mamá sobreprotectora y que le hubiera gustado haberlo conocido en otras circunstancias. Realmente en ese momento noté que su mente estaba en otra parte. Sabía que no había terminado con su relato, que quería decirme más. Y ya en el último sorbo confesó que su chico no era una persona honesta y lo culpó de la muerte de su paciente. Lo descubrió bastante después, según ella. Él, supuestamente, no sabía que ella se encontraba en el hotel, aunque sospecho de su real inocencia frente a los comportamientos turbios del ex novio, porque una enfermera tan joven no gana lo suficiente como para quedarse tantos días en un hotel de esta clase,  aun en una habitación estándar, pero sin limitarse en las comidas y cada día tan bien vestida. Lloró un poco y me dijo que sólo quería escapar de su pasado, empezar de cero, hasta habló de cambiar de identidad. Me contó que había viajado un par de meses para conocer algunos pueblos del interior del país. Le sugerí que denunciara a su ex novio y ni siquiera me contestó, sólo bostezó, se despidió con un beso y se marchó a su habitación. La vi por dos días más deambulando por el hotel hasta que una tarde se fue. ¿No les digo que las personas que nos rodean todos los días siempre tienen una historia sorprendente que contar? Antes de que la chica de la limpieza entrara al cuarto fui a ver la habitación donde había dormido Cora y me sorprendí al ver que su cama estaba tal cual como el primer día que se hospedó, nadie ni siquiera se había sentado en ella, el toilette también estaba en las mismas condiciones, intacto. ¿Cómo puede ser posible? ¿Acaso durmió todas estas noches en otra habitación? ¿Dónde se duchó todos estos días? ¿Cómo no me di cuenta de que había estado con otra persona? ¿Pero, quién? ¿Acá en mi hotel? Pasé varios días pensando en ella. No podía deducir como logró engañarme así, tan fácil. Qué buena embustera resultó ser Corita. 
Una noche me sentía aburrida, era una de esas noches donde todo está demasiado tranquilo, el cielo oscuro casi sin estrellas, no había viento, las agujas del reloj lentas, los huéspedes tan comunes, ningún contratiempo. ¿Escucharon esa frase que dice: la calma que antecede al huracán? Eran las 22.30 horas y lo veo cruzar la puerta y acercarse al mostrador, era un joven alto, se notaba refinado, parecía un artista, llevaba su maleta negra de tamaño mediana, a la que  desplazaba por el suelo sujetándola con su mano izquierda. En un instante noté que miró de manera arrogante hacia el techo y las paredes del lobby, cuando volteó hacia mí soltó una sonrisa, diría que una amplia y contagiosa sonrisa. Necesitaba un cuarto sólo por tres noches, le sugerí una habitación Premium, una de mis favoritas, y el joven aceptó. Aproveché y me referí al tema de la cena, si quería que le reservara una mesa inmediatamente, y su respuesta fue afirmativa. Hacía ya varios meses que no veía a alguien tan lindo, ¿acaso es tan malo disfrutar de las visitas? Mientras lo acompañaban a su habitación no pude dejar de mirarlo, mi intención era que lo notara. Y lo notó. Cuando lo veo cenar me acerco a la barra de dalbergia y pido un trago, comparto un par de palabras con Julián y Andrés y disfruto mi bebida. Se había duchado. Sé que estaba mirándome, podía sentir sus ojos clavados en mi espalda, también en mi pelo y en mis piernas, quizás en mis pechos. ¿Estará pensando lo mismo que yo? Definitivamente sí. Noto que se levanta de su mesa y se dirige hacia la barra, se sienta en una de las banquetas de cuero color marfil. Lo miro, le sonrío y mientras me llevo el vaso a la boca le pregunto:
-¿Qué tal tu cena?
-Realmente exquisita, llegué con hambre y con muchas ganas de ducharme. La verdad, el personal es excelente. ¿Hace mucho trabajás en este hotel?
-Diría que desde que nací, mis padres son los dueños, en realidad mis abuelos, aunque lo administro hace unos años y sería una especie de dueña también.  O eso pretenden hacerme creer para que trabaje.
 Soltó una carcajada, y me pareció la más bella que haya oído.
-¿Viajás por negocios?- continué
-En realidad no, me tomé un par de semanas para descansar, debo ver a algunas personas aún, soy un hombre con una misión.
Volvió a sonreír. Por favor que el mantel rojo disimule los suspiros de mis ojos.
-Interesante -le dije- “un hombre con una misión”, ¿acaso sos un detective privado?, ¿o estás en busca de una novia fugitiva? O ¿en busca de algún tesoro? 
Levanté una de mis cejas para que entendiera que “tesoro” es una palabra de muchas interpretaciones. Se volvió a reír.
-Bueno, es una forma de decir, he pasado por una experiencia un tanto extraña, y ando averiguando un poco, sólo para conocer un poco más del tema. Igual, eso no es lo importante ahora, ¿me permitís compartir un trago?
Transcurrieron dos o tres horas, la verdad no pensaba en el tiempo. Estaba totalmente cautivada, pronunciaba de un modo que me envolvía, es muy raro que alguien pueda dejarme callada por varios minutos, pero él lo logró. No hace falta que cuente  cómo terminó la noche. Disfruté de cada beso, de cada caricia. No podía ser tan perfecto. ¿Pero en qué estaba pensando? Crucé un límite del cual sabía que iba a arrepentirme los días siguientes. Me gustaba demasiado. Su piel era suave, caliente. Su pelo, sus manos, su espalda. No quería que llegara el día, el sol no debía aparecer en escena. ¿Pero acaso no podía parar de tocarlo? No, no podía. Me sentía insatisfecha y a la vez tan viva. No quería quedarme en esa habitación de cortinas  coloradas, pero tampoco podía detenerme. Quería pensar, pero no sucedió. Un poco antes del amanecer hicimos ¿una pausa?, creo que se relajó tanto cuando le acariciaba los cabellos que me contó lo que se había guardado mientras charlamos en la barra. Él es de una ciudad pequeña del interior y una noche asistió a un concierto de música clásica en un teatro. No puedo explicar cómo le cambió la mirada al comenzar a relatar la historia. Esa noche la gente estaba extraña, describió a un público excitado, consideró exagerada la forma en que halagaban al maestro que cumplía sus bodas de plata con la música. Para él, la función no era extraordinaria. Volví a notar su arrogancia. En un momento algunas personas empezaron a tener comportamientos extraños, gritando se empezaron a retorcer en sus asientos. De pronto observa que una mujer vestida de rojo, con dos acompañantes más que la seguían, se levantan de su asiento y se dirigen al escenario. Las manos de la mujer de rojo se cerraban en el tobillo derecho del maestro, tenía la cara alzada hacia él y gritaba como los demás. El maestro dejó caer la batuta y se esforzó por soltarse, volviéndose hacia su orquesta como reclamando auxilio. Los músicos estaban de pie, en una enorme confusión de instrumentos. Desde los palcos se escuchaban los clamores más violentos y los músicos, incapaces de resistir la presión y el ahogo de tantos abrazos, pedían desesperadamente que los dejaran respirar. Según contó, distinguió la cabellera plateada del Maestro, pero en ese instante mismo desapareció como si lo hubieran hecho caer de rodillas.
Al escucharlo hablar, me di cuenta de que necesitaba que todo lo sucedido saliera de su boca. Apenas empezó con el relató dejó de mirarme, sólo miraba la pared y gesticulaba con sus manos tratando de que imaginara las escenas que estaba describiendo. Me di cuenta de que se sentía muy solo. Continuó con el relato, me dijo que en ese momento  no le importaba nada, solamente saber si los gritos iban a cesar de una vez porque de los palcos seguían saliendo  alaridos penetrantes que el público de la platea repetía y coreaba incansablemente. Cuando consideró  que ya estarían afuera, echó a andar hacia la escalinata de salida y en ese momento se asomaron la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Los hombres marchaban detrás de ella y parecían cubrirse mutuamente para que no se viera el destrozo de sus ropas. Pero la mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando se le aproximó observó que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían.
Reinó el silencio por varios minutos.
Creí su historia. Se levantó de un salto de la cama y tomó de su bolso de mano un cuaderno. Noté que tenía muchas notas y algunos dibujos. Buscó entre las hojas hasta encontrar lo que quería mostrarme. Me decía que había hecho un dibujo del rostro y el modelo del vestido  que llevaba esa noche la mujer vestida de rojo. Lo miro y  se parecía tanto a Cora, la señorita Cora. En cuanto al vestido, era el mismo que estaba colgado en mi placar. 

Mauro Pizzi

Sumergido en lo escrito

El Prefecto Patrice estaba seguro de que esa noche atraparía al asesino. Por fin la funesta ola de ataques que azotaba a Paris acabaría.
El potencial encuentro con el homicida era una cuestión de vida o muerte. El modus operandi de este consistía en atacar a los desprevenidos transeúntes nocturnos que transitaban cerca de los bares y antros parisinos para luego, bajo el velo de la noche, desaparecer por alguna callejuela oscura. Patrice, siguiendo los datos previamente recolectados se dio cuenta que todos los testigos coincidían en haber visto un sujeto de actitud sospechosa, ataviado con lo que parecía una campera de cuero negro y llevando un corte de pelo estilo greaser (muy común por esos días), eso sí, todo enmarañado.
El incansable policía había recorrido, junto a su escuadrón, casi todos los callejones y escondites cercanos a los más concurridos lugares de entretenimiento, sin éxito alguno. Comenzaba a pensar que el homicida se le escaparía una vez más. Entraron a un callejón cercano al Boulevard Saint-Germain. El silencio era absoluto. En la penumbra, el experimentado oficial vislumbró un contenedor de basura y se le hizo extraña la forma en que estaba puesto. Se dispuso a abrirlo. Dentro se encontraba el cuerpo de un hombre que, por las marcas, había sido ahorcado. No encontraron más indicios que una tarjeta del Artus Hôtel. El sospechoso no se encontraba lejos.
El comisario ni lento, ni perezoso, desplegó a todas sus fuerzas para que rastrillaran más a fondo el área. Esa noche, era la noche, Patrice lo presentía…

Terminé de escribir esa última línea. Di un largo trago a mi escocés y descansé la muñeca. El Old Navy se encontraba casi vacío y por cerrar, inclusive habían apagado ya la mayoría de las luces, sin embargo un trío de hombres que todavía bebían muy risueños se negaban a irse, al igual que yo. El que parecía más joven, interpelaba al más alto. Le decía que todavía no entendía como había conseguido ese acento afrancesado. 
-Mauro, los por qué de mi forma de hablar ya se los he explicado -le respondió tranquilamente-, es sólo que usted se encuentra con algunas copas de más y no lo recuerda. 
Acto seguido el del acento sacó de su bolsillo un paquete de Gauloises y se dispuso a fumar.
El whisky ya comenzaba a hacer efecto en mí. No paraba de dar pequeños cabezazos en mi propio asiento, señal que me aconsejaba dejar de beber y retirarme.
De repente la agradable tranquilidad del lugar se esfumó con el ruido de un portazo. Un muchacho era el causante de ese alboroto. Luego de entrar se sentó en la mesa contigua a la mía. No podía ver su cara muy bien, pero deduje su juventud por el desalineado pelo estilo Elvis que llevaba. Respiraba aparatosamente, como si hubiera corrido una maratón. Sus manos inquietas se escondían en los bolsillos de una campera de cuero oscura. Al ver que reparaba demasiado en él, fijó su vista en mí. Me miró fijamente por largo rato. En su rostro se dibujó una blanca sonrisa retorcida que, brillando en la oscuridad, me inquietó, y su mirada penetrante me hizo correr un escalofrío por la espalda. Tomé mis cosas lo más rápido que pude, y salí a la calle.
No había alcanzado a hacer un par de metros cuando escuché unos pasos detrás de mí. Di media vuelta, nada ni nadie se encontraba en la calle a esa hora, solo yo. Maldito alcohol, pensé, y apuré el paso. Una sonrisa retorcida cruzó por mi mente.
No recorrí mucho más cuando volví a sentir los mismos pasos y eché a correr asustado. Preso del miedo entré al primer hotel que encontré, pedí por una habitación y me dieron la 27. Tomé la llave y me encerré.
No había amanecido todavía cuando tomé fuerzas para salir. Bajé al hall para devolver la llave y me encontré con el recepcionista siendo interrogado por un policía. Este último se identificó como el Prefecto Gustave Patrice y preguntó si un hombre vestido con campera de cuero negro había alquilado en aquel lugar. Ante la afirmativa del recepcionista preguntó dónde. Habitación 26, segundo piso -le respondió -. El corazón me dio un vuelco. Rápidamente pregunté a un tipo con gorra que bajaba detrás de mí, en qué hotel me había metido. El Artus, me respondió con una blanca y retorcida sonrisa.

Soledad Tapia

Más allá de un cuento

Comencé mi día normalmente como lo hago durante toda la semana. Me levanté temprano, como pocas veces acostumbro, para tomar el colectivo que me lleva a la universidad. Esto de viajar nunca me había gustado, pero llega un momento en el que te acostumbrás a la rutina, a las horas de espera, al movimiento de las personas, a viajar muchas veces parada, el subir y bajar todo el tiempo del colectivo. Como siempre, en el mismo colectivo de todos los días, a la misma hora, venía leyendo uno de mis libros favoritos de Cortázar, que llevo casi a todos lados. En el transcurso del viaje conocí a una mujer de edad avanzada. Siempre dicen que una persona que viaja conoce nuevas cosas, nuevas personas, se vuelve más social y creo que tienen razón, aunque nunca me consideré una persona interesante ni mucho menos simpática. Sin embargo, la mujer se acercó y sentó a mi lado. Esta mujer me resultaba un tanto extraña, pero tenía cierto aire agradable. Me miraba de reojo y me daba la impresión de que algo quería decirme, hasta que me preguntó cómo me llamaba. Yo, algo sorprendida, le respondí que me llamaba Soledad.
-          Qué nombre más bonito. Yo me llamo Inés –me respondió. Ese libro me parece conocido –agregó.
-          Es un libro que me dieron para leer en la universidad. La profe nos lo recomendó para un trabajo –le dije con una sonrisa.
-          Me parece espectacular que los chicos sigan estudiando, yo hubiese deseado poder tener la oportunidad de educarme, pero al menos me mantenía con mi tejido, que creo que para algo me sirvió aprender eso –me respondió con una risita nerviosa y continuó hablando. Recuerdo cuando era una jovencita, como usted. Siempre me gustó viajar, sobre todo en tren, ya que en mi época la gente se manejaba siempre en tren, seguramente usted algo sabe de eso. Amaba viajar, al igual que Isabel, sobre todo cuando me iba de vacaciones, aunque eran muy pocas las veces que lo hacía, ya que trabajaba de institutriz en su casa. Isabel era la niña que cuidaba –me dijo para que yo pudiera entender. Me acuerdo perfectamente como si hubiese sido ayer, cuando la niña se me había ido a pasar el verano a la casa de unos parientes. Funes eran de apellido si no lo recuerdo mal. Yo le regalé un pequeño ovillo de lana para que en el viaje realizara unos tejidos que yo misma me encargué de enseñarle, ya que eso es lo que hago muchas veces para tranquilizarme. Sufrí tanto cuando se fue, éramos muy unidas y le tenía mucho aprecio. Además de que desconfiaba un poco de esa familia, pero sobre todo desconfiaba del tigre. Sí, tenían un tigre que andaba libremente por la casa, y del cual debían tener un máximo cuidado a la hora de jugar o planear algo, ya que tenían que consultar primeramente la posición de la bestia. Sé que seguramente usted no va a creerme, pero he vivido situaciones mucho más raras –me replicó con un tono burlón.
Yo la miré un poco inquieta, pero ella continuó su relato.
- De todos modos, sabía que ella estaba bien ya que nos mantenía al tanto de todo a su madre y a mí a través de cartas, que ustedes, los adolescentes, no tuvieron la oportunidad de experimentar. Cuando volvió, nos contó de sus aventuras con Nino, de un fornicario que habían creado para pasar el tiempo, de unos pañuelitos de colores que le había dado Rema, y que a su vez me regaló. Y de la muerte de Nene, uno de los tíos del niño, a causa de un descuido sobre el lugar en el que se encontraba el tigre ¿Puede creer usted señorita? Nosotras quedamos muy angustiadas al enterarnos de tal situación, pero lo que más nos importaba era la salud de Isabel. Una vez que ella creció y ya no necesitaban de mis servicios, me volví a mi hogar. Había pasado tanto tiempo lejos de mi provincia. Yo era de Buenos Aires, ¿sabes?
- Tenía muchas ganas de volver a mi hogar. Más que volver, se podría decir que era solamente para vender una casa heredada de parte de mis primos, antes de que se deteriorara del todo, por el solo hecho de que era una casa bastante antigua. Ellos habían vivido allí un tiempo antes, pero habían decidido irse por “experiencias sobrenaturales” que pasaron en la casa, que yo nunca creí hasta que lo viví. Cuando mis primos fallecieron, la casa quedó para mí, ya que era una de las personas más apegada a ellos. Hasta decían que yo había heredado la afición de tejer de mi prima Irene. Sin embargo, yo tenía casa propia, pero esta casa era demasiado espaciosa y como yo nunca fui de creer en esas cosas, decidí vivir allí un tiempo, y descubrí que realmente pasaban cosas extrañas. Aunque sé que sobre esto tampoco me va a creer. Pero sabía que allí había una presencia, lo notaba. Algo que poco a poco iba tomando la casa, apoderándose finalmente de ella y nunca pude explicar qué. Tal vez me creerá loca, pero me asusté tanto que duré allí sólo un mes. Y finalmente decidí venderla a un precio bastante accesible, ya que era una casa antigua…
Yo prestaba minuciosamente atención a su relato, quedando maravillada por cada cosa que contaba, sin poder creerlo. Y ella continuó.
- ¡Cómo no acordarme de esa casa! Tenía un comedor, una sala de gobelinos, una biblioteca enorme y tres dormitorios grandes que quedaban en la parte más retirada. Había un pasillo con su maciza puerta de roble que se encargaba de aislar una parte del ala delantera donde había un baño, los dormitorios y el living central, al cual comunicaban a los dormitorios y el pasillo. Recuerdo que se entraba a la casa por el zaguán con mayólica. Era una casa en la que tranquilamente podrían vivir ocho personas. La primera vez que fui, tuve que llamar a una persona para que arreglara el picaporte, ya que nunca pudimos conseguir la llave.
En ese momento, la mujer estaba tan concentrada en su relato y yo tan atenta, que había perdido la noción del tiempo. Me incliné un momento para un costado, solo un momento y observé por la ventana en donde estábamos, el colectivo había dado un giro inesperado. Cuando volteo, la mujer ya no estaba. Yo miré extrañada, pensando que seguramente me había quedado dormida y que todo lo había soñado, pero no. Volví a tomar mi libro y lo abrí en la página que estaba leyendo. Empezando un nuevo capítulo donde aparece un nuevo personaje, una mujer de una edad avanzada, un tanto extraña, pero con cierta personalidad agradable, charlando con una adolescente. Se llama Inés.

Sabrina Martínez

De mano en mano

Hacía 18 semanas que Rema había llegado a la estancia, el invierno había sido cruel y octubre los dejaba, imperceptible. En la capilla vecina, algunas jóvenes y familias que pasaban allí los fines de semana, se iban acomodando. Entre los sombreros de las señoras que competían por cuál era la más modesta y decorosa pudo ver, casi escondida, una chica. No la había visto antes en las primeras clases del catecismo improvisado, ni en los comedores. 
- “Aquella”- preguntó, señalando a la joven rubia, casi de su misma edad.
- “No señales que es de mala educación ¿Cuál? ¿quién, nena, quién? No sé, no veo. Silencio que no puedo escuchar”- dijo la señora Colussi sin sacar la vista del altar.
Luego de la misa, Rema fue por la biblioteca que, como siempre, estaba vacía, sacó 1984 y se dirigió a su habitación por el pasillo detrás de los baños. La señora Colussi lo había dispuesto así, subir las escaleras no era una opción para ella, tenía que cuidarse de hacer esfuerzo. Su puerta se abrió de pronto. La chica rubia entró corriendo. Rema alarmada sólo recibió, como explicación, una seña de que hiciera silencio. Se escucharon pasos acelerados por el pasillo. Riendo la joven fue directamente a esconderse debajo de la cama. 
- Señorita ¿qué hace despierta todavía? dijo la voz de la señora Colussi.
- Disculpe, me entretuve escribiendo una carta- mintió.
- No se demore, ya sabe los horarios. Ah, otra cosita, ¿usted escuchó algún ruido hace un momentito?
- No, no escuché nada. ¿Por qué?
- No es nada, buenas noches.
 Rema estaba acostumbrada a no tener privacidad pero esto la había tomado por sorpresa. Después de salir de su escondite la fugitiva se presentó: su nombre era Alina y se disculpó por su confusión. La verdad es que aquel cuartucho parecía en realidad un depósito. Rema seguía en su silencio habitual. Mirando tranquilamente cada rincón del cuarto, Alina se dirigió hacia un baúl y sin esperar oposición lo abrió encontrándose con un montón de libros: Las penas del joven Werther, La dama de las camelias, Martín Fierro… 
- Así que esto escondés- dijo Alina mirándola a los ojos.
Rema aferró sus manos a su pollera y se disculpó enseguida.
- ¡Perdón! Nunca hay nadie en la biblioteca, y unos libros menos, no se iban a enterar ¡Yo no robé, los iba a devolver, lo juro!
-¡Todos decimos eso! Pero…- fingió un tono solemne -Te creo. No voy a decir nada, esa gente no los necesita (va a ser nuestro secreto)- finalizó su sentencia riendo, le parecía muy divertido jugar con su inocencia.
-…además, yo los limpié, les saqué toda la tierra y les cosí las tapas.
-¿Por esto te pasás todos los días encerrada?
-Por eso y porque...- pero, en realidad, Alina no esperaba respuesta.
-Y ¿qué podría leer yo de todo esto?
-¡Oh! Seguro Romeo y Julieta. Además tiene pocas páginas ¡te va a gustar!- Afirmó Rema emocionada y sintiéndose otra vez segura en su habitación.
- ¡Gracias, che!-  y antes de irse se fijó que no hubiera nadie por el pasillo.
La tarde de ese lunes mientras estaba en la sala detrás del comedor principal aprendiendo el punto cadena se entretenía con una conversación. Algo sobre una mujer, soltera, una grasa que sabrá Dios cómo llegó a San Isidro. Esas eran algunas de las palabras que podía entender de los balbuceos de una vieja monja y de la exagerada indignación de la señora Colussi. Repentinamente  las  palmas de Rema empezaron a sudar, y sus manos a temblar, y sin querer romper su silencio, corrió al baño contiguo. ¡Ay! Esta chica. A ver, ya está, ya está, no pasa nada. Esas palabras lastimaron sus oídos, y sintió un fuerte dolor de cabeza.  Dejá eso. Andá a tu cuarto ¡No vayas por los ventanales que dan al jardín, ojo!
 Debería haberle hecho caso, pero se sentía tan mareada que quería llegar rápido y el mejor camino era ese. San Isidro era tan tranquilo después de los fines de semana familiares, que de seguro no se cruzaría con nadie. Sólo a Alina que venía hacia ella agitando un libro. Ahora sabía por qué dicen lo que dicen, todos quieren un amor como el de Romeo y Julieta, enorme, infinito. Sonriendo, todavía algo pálida, Rema la condujo hacia la biblioteca. Buscaba un libro pequeño que había leído hacía tiempo, estaba en el cajón de un escritorio, lejos de los demás. Allí estaba, “Sobre la eternidad” de Sabrina Martínez. Alina le agradeció, parecía conforme con la recomendación de su amiga. “Amiga” así lo escuchó Rema y esa palabra dio vueltas en su cabeza.
 Por la noche Rema pensó mucho, era mejor que atender a las náuseas, recordó el poco tiempo que tenía para leer antes de llegar a la estancia, cuidando a Nino, la casa, los pedidos de Luis, los caprichos de Nene, sacudió su cabeza. <> La lechuza, la lechuza hace ¡Sh!, hace ¡Sh!
Una tarde agradable,  cuando se vieron en su habitación Alina parecía nerviosa.
-Ahora entiendo- dijo-, su amor es eterno.
-¿Su amor? ¿Qué amor?
  -Romeo y Julieta, Werther y Lotte…
-Ah sí, son muy bellos, dan todo por su amor.
- No, sí ¿Ellos lo sabían? Los escritores, digo, sabían lo que dice Martínez en su libro.
- No, imposible, hay siglos de diferencia.
-¿Estás segura? No entiendo- y sin más palabras, se dirigió a la puerta.
-Te olvidás el libro nuevo ¡Esperá! A la señora Colussi no le gustan estos libros, por eso, tratá de que no lo vea.
-La razón de…- leyó desganada para sí misma y se fue sin contestación.
 Rema repasó cada una de sus palabras, creyó no haber dicho nada malo. Ese fin de semana, sin embargo, la culpa la visitaba más de lo normal, y Alina no apareció en la misa, ni por su cuarto. <> Estaba la blanca paloma sentada en un verde limón. Con el pico cortaba la rama, con la rama tocaba la flor.
Acomodando, otra vez, su baúl y ordenando los libros, buscaba alguno para Alina en forma de disculpa. Pensó en uno, pero no lo encontraba ahí. Era la hora de la siesta por lo que nadie andaría por los pasillos y mucho menos con el calor del amenazante verano. Cuando intentó abrir la puerta de la biblioteca se dio cuenta de que estaba cerrada con llave. << ¿Será? Yo no la cerré. ¿Se habrán dado cuenta? No puede ser>> En ese instante, sintió detrás de ella unos débiles pasos en el frío silencio del pasillo.
-¿Qué libro me vas a recomendar hoy?- dijo la voz familiar de Alina.
- Está adentro pero no podemos pasar, está cerrada.
- ¿¡Cerrado!? Seguro fue la gorda.
- ¿Le dijiste? 
- No, pero tiene un oído esa.
- Bueno, vamos a tener que esperar- dijo desanimándose, pero tranquila de estar hablando otra vez con ella.
- Yo no sé esperar.- Concluyó y Rema la siguió.
Sentía miedo, pero no como el que solía sentir antes, en casa o al ver su reflejo. Este era un miedo distinto, uno en el que era la protagonista de la aventura. Fuimos hasta la oficina de la Colussi. Ahí estaban todas las llaves de las habitaciones, no nos dio trabajo encontrarla en el tablero enumerado colgado en la pared. Era una mujer muy ordenada. Tomé la llave, casi como una venganza y se escucharon tres campanadas. Teníamos tiempo. Una vez dentro de la biblioteca, busqué entre los estantes más retirados, dentro de unas cajas. Allí estaba, era uno de los libros más nuevos que había, Bestiario de Julio Cortázar. Antes de venir acá escuché algo que Luis había dicho sobre Borges y Cortázar, pero hasta ahora no leí nada de esos autores. Alina protestaba por la extensión del libro. Pero, después de decirle que se trataba de cuentos, me pidió que le leyera uno. Y empecé a leer, casi sin pensarlo, Lejana:
12 de enero
         Anoche fue otra vez…
  Lo hiciste a propósito gritaba Alina y Rema intentaba convencerla que nunca había leído ese libro. En vano intentaba calmar el llanto de Alina, lloraba como un niño pequeño cuando se lastima, como cuando Nino se cayó en la escalera. Rema parecía escuchar la voz enfurecida de Nene aprovechando la situación “¡No podemos vivir más acá!”, “eso es lo que vos querés, que nos vayamos al campo, pero yo tengo trabajo” contestaba Luis. Odiaba ver a sus hermanos pelear. “Vos y tu trabajo ¿No ves que no hay lugar para nadie más?” y Rema volvió a sentir la mirada de Nene sobre su escote apenas incipiente, bajando hasta su vientre y volviendo a subir hasta su rostro, sentir su rechazo le dolía. 
    Las siguientes semanas se vio encerrada entre la Biblia y agujas, antojos y cerveza malta, sopas y vigilancia. Su estadía allí estaba por terminar, y no había rastros de Alina. En los últimos meses pensaba mucho en su sobrino, extrañaba ir a misa, su casa e irremediablemente volvía a luchar contra imágenes que se empecinaban en penetrar en su mente. Y empezó a odiar las puertas cerradas, los pasillos oscuros, los escarpines, su baúl, a Alina <>. 
En un febrero prematuro todo se había precipitado, ella aún no era del todo consciente. De a ratos desconocía el lugar, creyó tener escalofríos. Sintió que en ese cuartucho tres personas eran multitud. Como si pudiera verse desde arriba, se miraba en la cama roja y desecha en sudor, ella misma hubiese dicho que era producto de fiebre, la señora Colussi traía toallas, lienzos blancos y alcohol y la otra mujer allí se encargaba del resto. No tardó en ver cómo, en pocas horas, la habitación se llenó por completo.
Con el fresco de la noche, pudo imaginar que ya pronto vendría Luis a buscarla, con la nueva noticia de que se mudarían a una casona en Los Horneros, pensar en ello le daba un respiro, una esperanza entre tantas pérdidas y le ayudó a dormir. Sana sana colita de rana, si no sana hoy, sanará mañana.
Iría por fin a visitarlos. Ya había pasado un año de aquel febrero en que dejó la estancia y Luis permitió que la niña fuera a pasar el verano y acompañara a Nino. Durante la espera de la agradable visita, Rema dedicó tardes enteras a preparar su cuarto adornándolo con algunas muñecas y libros. Pasó días haciéndose la idea de cómo sería ahora. Pero cuando Isabel llegó, todas sus dudas desaparecieron. La vio acercarse tímidamente a ella, mientras Nene los miraba receloso desde el porche reteniendo al inquieto de Nino. La pequeña tenía el cabello rubio recogido prolijamente y Rema pudo ver en sus ojos traviesos algo que le maravilló, una picardía que conocía. ¿Para quién es ese regalito, para papá o mamá?
La tomó de su mano y a Nino de la otra, los llevó por toda la casa y le indicó cuál sería su habitación. Nino insistía con que tenía calor y que no quería salir afuera, y le pidió a su tía que les leyera algo e Isabel asintió con emoción. Enseguida subieron hasta su cuarto y Rema buscó en los estantes algún cuento para leerles. Entre los libros pudo ver que de uno sobresalía un papelito. Era Bestiario. Lo tomó.
 “La única forma de conseguir la eternidad, es muriendo” Gracias, ahora lo entiendo.
 Tu amiga.”
Rápidamente volvió a leer. Y otra vez. Eran palabras inconfundibles, lo recordaba bien: el epígrafe que abría el libro de Martínez. Bestiario fue arrancado de sus manos temblorosas por efecto de la gravedad. Miró a los niños que aún la esperaban y corrió en busca de Nene. Entró en su estudio y cuando lo vio estaba leyendo tan tranquilo y distante que la hizo poner aún más nerviosa. 
- Pero ¿qué  pasa? ¿por qué entrás así?- dijo irritado.
Ella se quedó mirándolo una eternidad. Arro rro mi niño. Con sus manos tamices golpeaba el pecho de Nene, como si él pudiera entender todo lo que ella sentía. Arro rro mi sol, duérmase pedazo de mi corazón. Que esas manos vacías podrían haber dado un abrazo eterno; una caricia casi de muerte y de vainillas con crema, las dos mejores cosas de la vida, para mí.

Rocío Zabala

Libre de vos, pero no de mí

Eran las 23:22 y había salido un solo pedido a las 21:36, era extraño que un domingo tan cálido y con tanto tráfico, se moviera tan poco.
Estaba limpiando los vidrios de la ventana cuando a pocos minutos de las y media, frena un colectivo de dos pisos cuya empresa no era provincial. El chofer se dirige hacia mí y me consulta si tengo lugar para 48 personas y si es comida rápida, para no perder mucho tiempo. Inmediatamente fulminé sus ojos con recelo por la hora que era, pero le contesté que sí.
Estaba la arpía de mi jefa mirando por la puerta de la cocina, viendo qué le decía al señor. Entré rápidamente y le dije:
- Son 48, hay que armar las mesas.
Desesperada y contenta por la cantidad de gente, me ayudó.
Toda la noche yendo y viniendo, con un par de gaseosas en una mano y un par de cervezas en la otra. Se me partía la cabeza de solo escuchar cómo hablaban, gritaban y se reían todos juntos.
Finalmente, por dos minutos dejé de andar a las corridas, la gente agradeció la atención recibida y se marchó a las 00:15 para emprender rumbo a Bs. As.
Junté todo, limpié y levanté las sillas de afuera. Laura me dijo:
- Levantá todo y andá, Ro, yo lleno las heladeras y el martes cuando abramos por la mañana le hago pasar los pisos a Mili.
Me sorprendió, porque a veces es infumable y, para llevarme la contra, me hace quedar un rato más.
Saqué mi bici playera del patio, recordé que el asiento se me había roto el día anterior y se movía para arriba y para abajo apenas lo rozaba; los pedales tenían barro y las gomas estaban desinfladas. Eso hacía que mi camino fuera aún más pesado, sin embargo ya casi llegando al boulevard España, por doblar y adentrarme en la rotonda, saqué el celular para ver la hora y cuando apenas moví la vista, a mano derecha venía un auto a toda velocidad, casi a unos 10 metros, intentando clavar los frenos. Abrí mis ojos sin reacción alguna y me moví bruscamente para tirarme sobre el cordón y subirme a la vereda, pero ya lo tenía encima.

Mi cuerpo fue expulsado contra el monumento de las Islas Malvinas y me golpeé fuertemente la cabeza, hasta desmayarme. 
Al despertar, me encuentro en la misma posición en la que había quedado rendida en el momento del impacto, dolorida escucho las sirenas de la ambulancia, reacciono y me levanto. A unos 4 metros veo mi bicicleta toda rota y nadie en la calle.

Me dolía la cabeza y me salía sangre de la nariz, creo que una de mis costillas estaba fracturada, aun así no quise esperar y me marché.
13:25, pegué un salto y ya era tarde para ir a la universidad y tomar el colectivo. Así que decidí faltar...
Agarré mi celular, seguramente no le había avisado a Matías cuando llegué porque estaba cansada, pero no tenía señal, no andaba.

- ¡Mierda y más mierda! Qué manera de empezar el lunes –rezongué-.

Me tendí sobre el sillón por un momento y abrumada por todo lo que tenía que hacer para el día siguiente, decidí salir a caminar y tomar un poco de aire. Me puse los auriculares, bajé las escaleras y –extrañamente- en el complejo reinaba una paz infinita. Al parecer había llovido toda la mañana. Me dirigí por la Jujuy en contra mano, doblé en la EE.UU y a paso lento tomé la calle Salta, estaba a unas diez cuadras de la plaza central.
La gente, como siempre, distraída, fundida en sus pensamientos. Un perro manto negro que se encontraba en las vías, me ladraba sin parar.

- ¡Salí, perro tonto! -Y a los segundos se fue…

Llegando a la plaza, en un banquito cerca de la fuente de agua que está frente al Banco Nación, un niño de unos 3 años me sonríe y levanta su manito para saludar.
La situación me causa ternura, le devuelvo la sonrisa y lo saludo también.
Ya tendida en el banco, a los pocos minutos escucho apenas una voz ronca, me levanto y un hombre de unos 68-69 años, ojos color azul, cejas gruesas, pelo castaño oscuro, traje y de estatura adecuada, me pregunta si podía sentarse; amablemente le contesto que sí.
Fumaba un cigarrillo raro, de etiqueta azul, decía algo como: “gauloises”, no lo reconocí; era corto, ancho y no tenía filtro, tenía un olor fuerte y distintivo.

Bajé el volumen de la música, y puse un tema de jazz: “hello doly live”...

- ¡No puedo creerlo, es uno de mis temas favoritos! Dijo en un idioma medio francés
- ¿De verdad? –pregunté-.
- Así es, el jazz me ha cambiado la vida, incluso influyó mucho en mi escritura.
- ¿Usted escribe?
- Claro que sí, poemas y cuentos…
- Qué interesante, fíjese que tengo que escribir un cuento fantástico para el miércoles y la verdad no tengo idea de cómo hacerlo, por eso hoy no fui a clase, para ver qué se me podía ocurrir. Pero estoy perdida.
- “Nada está perdido si se tiene el valor de proclamar que todo está perdido y hay que empezar de nuevo”
- Muy metafórico para mí -le dije- y sonrió.
- Debo marcharme, niña, ya es tiempo. Espero que tengas éxito con tu cuento, no te quedes hasta tarde, o no llegarás a tiempo a tu cita.

Lo miré atónita.

- ¡Qué señor tan culto y extraño!

Me levanté, crucé la calle y me dirigí por la Gral. Paz, iba a pasar por la Expo Libro a ver si encontraba algo que me ayudara, cuando de repente veo cruzar a Nahir y a Paula en la moto, iban llorando…

- NAHIR, PAU… grité varias veces, pero no me escucharon.

Mi celular seguía sin funcionar, me quedé preocupada, entonces decidí irme para su departamento, ellas viven en la calle Jujuy al 1300 esquina Gral. Paz, a unas pocas cuadras de donde estaba yo. Cuando estoy casi llegando, las veo que iban caminando para el lado del boulevard Vélez Sarsfield; les volví a gritar, se dieron vuelta y siguieron… ¿Qué les pasa a estas? De seguro están enojadas porque no les contesté algún mensaje.
Corrí para alcanzarlas y les pregunte qué pasaba. 

- No puedo creerlo -dijo Nahir.
- ¿Qué cosa? –dije.
- ¿Matías está con la Mili? -Se dirigió a Pau.
- ¿Qué? ¿De verdad?
- “Sí”, vamos… -Respondió Pau.
- No, ¡no puede ser!
- Allá están -dice Nahir acelerando el paso y tironeando el brazo de Paula.
- ¿Qué hace Matías acá? viene en una semana… ¿Por qué lloran? No entiendo nada.

Cuando cruzamos el boulevard, nos dirigíamos a la sala de velatorio, había gente que conocía, amigos de mi mamá, vecinos de casa, mis amigas, mis hermanos y mi hermana abrazando a mi vieja.

De la puerta izquierda sale del baño Paula, llorando. La miré y ya no entendía nada. En medio del estado de shock, veo al hombre de la plaza parado en la puerta, lo miro y dice:

- Es hora, niña, debemos irnos, le dije que si se tardaba no llegaría a tiempo a su cita.


María Jimena Paredes


De sueños y licántropos 

Había comenzado por dejar de lado el trabajo en la biblioteca central que además desde hacía años era su lugar de refugio, consideraba que las historias que leía ya no lo satisfacían y que nada lograba llenar ese vacío que sentía. Algo lo tenía preocupado, se pasaba las horas sentado en el escritorio de su habitación mientras buscaba las ideas que de a ratos se venían como un diluvio provocando una suerte de inundación en su mente insatisfecha.  Poco a poco la noche pasó a convertirse en rutina; café fuerte, un cigarrillo y una hojeada al diario. Buscaba en los títulos alguna inspiración, una palabra, una imagen, alguna idea para poder terminar la novela que había empezado hacía un poco más de tres años y era el motivo de su mirada tan cansada y perdida. Desalentado, día tras día se convencía de que nada encontraría para poder llenar ese pedacito que buscaba. De pronto, recordó que una noche de lluvia, caminando por las calles de la ciudad, le pareció haber visto un rostro femenino; con mucho esfuerzo trató de revivir las imágenes, dónde había visto a aquella mujer o si acaso se trataba de una alucinación, ella parecía estar con miedo, miraba hacia los costados como cuidándose de alguien. Él había continuado su camino.
Al cabo de unos días, mientras recorría los negocios, notó a la gente extraña, los supermercados no parecían estar desbordados, las filas en los bancos no eran las de antes y los pocos que caminaban por las calles se miraban unos a otros con cierta desconfianza, las miradas parecían estar cargadas de miedo, notó además que apenas lograba esconderse el sol, las personas corrían a sus hogares. Sorprendido y extrañado, Isaac regresó a casa, tomó una ducha y se recostó sobre su cama, el sueño lo invadía, de a poco entre la oscuridad emergieron los licántropos, parecían haberse adueñado de su cuerpo, se movía de un lado para el otro, su rostro estaba cansado, luchó por despertarse, las cortinas de su habitación estaban rasgadas, los muebles despedazados por completo y había rastros de baba por casi todo el piso. Rápidamente, se asomó por la ventana y los vio merodeando su casa.
 Al día siguiente, sentado en el sofá trató de comprender lo sucedido, tomó el diario, sintonizó la radio, encendió la televisión pero nada logró calmarlo, tomó el teléfono, decidió llamar a su madre, hermanos, amigos pero nadie contestó del otro lado, optó por salir a caminar para despejar los pensamientos y, al regresar, con un poco de tranquilidad decidió escribir algunas páginas para su novela. Piensa, sustrae, elimina, arranca, no se convence, empieza de nuevo, “pude sentir sus garras afiladas sobre mi cuello”. Cansado, atónito y mareado se dejó vencer por el sueño sobre su escritorio, de repente donde se encontraba la biblioteca ahora había una enorme cueva, los locales de la ciudad habían desaparecido, caminó por lo que parecía ser un callejón oscuro, cuando de repente se encontró cara a cara con la bestia, los ojos ensangrentados, los dientes rechinantes, y  una desmesurada figura que parecía abarcarlo todo lo rodeó casi por completo. Comenzó a sentir cómo el miedo se le trepaba por las piernas llegándole rápidamente al pecho. De un momento a otro ella intentó abalanzársele y él, con el cuerpo casi sin responder, alcanzó a palparse el bolsillo, tomó una navaja, la empuñó, cerró los ojos y en un santiamén le cortó la oreja izquierda. La bestia huyó perdiéndose entre la oscuridad de la noche y las primeras horas del día. 
Sonó el celular, su corazón palpitaba acelerado, a su alrededor había manchas de sangre, se sentía mareado, con un poco de dificultad llegó hasta el baño y en el espejo observó su reflejo, la sangre le corría por el rostro y llegaba a su hombro izquierdo, horrorizado se caminó hasta la sala, las prendas ensangrentadas y los gritos de auxilio de una mujer le revelaron la cruda realidad. 

Itatí Martinatto

Azar

Yo venía de un pueblo pequeño, donde conseguir algún libro requería paciencia, y mucha suerte.  Generalmente, pedido por adelantado, pago con recargo por envío y varios días de espera eran el trámite obligado.
Acá no. En Villa María, sería más fácil.
Alguien que conocía muy bien la ciudad me había recomendado el lugar. Así que anoté la lista de libros que necesitaba y mientras caminaba por Pellegrini, y giraba luego por Santa Fe como me habían indicado, iba haciendo cuentas… “quién sabe cuánto tendré que gastar, mi presupuesto no soporta una única compra, tendré que organizar pagos mensuales, gran recurso la tarjeta de crédito”…
Llegué al lugar que me habían indicado, y había un cartel decía “Todos los libros del mundo en un solo lugar”.  Y me anime a entrar a la librería y sus dimensiones me impresionaron. Me atendió María Nilda, casi un hada.  Cuando sus ojos color agua se posaron en mí, sentí como que ya nos hubiéramos visto… 
No me preguntó qué buscaba. Hizo caso omiso a larga lista de títulos que intentaba mostrarle.  Sólo me invitó a recorrer juntas su librería, los sectores y estanterías que promocionaban distintas editoriales, colecciones de clásicos, distintas ediciones de un mismo título, las novedades. Me detuve ante un estante y ella, tal vez, adivinó.
Entonces me dejó sola para ir a atender otros clientes.
Yo me entretuve largo rato hojeando Rayuela.  De repente alguien me habló. Intenté ser amable pero no vi a nadie cerca y pensé que me había distraído en las páginas, no quería ser descortés. 
María Nilda regresó a mi lado, me sonrió pícaramente. Tomó el ejemplar que tenía en mis manos, lo depositó en su sitio y preguntó:
- ¿Has leído la historia de Edith Aron? – y comenzó a contarme lo que sabía de esa mujer, a quien todos creían “La Maga”.
Mientras la escuchaba,  su voz sonaba como la de mi abuela cuando me contaba aquellos cuentitos infantiles que tanto esperaba.  Me dejé llevar por esos cascabeles en el aire y viajamos a París, cruzamos por el Pont de Arts, visitamos una librería, paseamos por  el Quai de Conti, entramos al cine, recorrimos los jardines de Luxemburgo y también el Café Au chien qui fume. 
Y de pronto, nuevamente esa voz, pero había mucha gente en la librería y tuve pudor o quizá temor de darme vuelta. Esa voz que decía:
-           Cuatro veces ya no es azar… hoy te espero en el puente.
Me lleve Rayuela, sin pensar en los demás libros. Saludé a María Nilda y me retiré. 
Caminé sin dudarlo hacia el lugar exacto, sabiendo que andábamos sin buscarnos.

Facundo Devani

Una mesa y un café

Ya habíamos dejado atrás la planta alta, mi habitación, el living y la cocina. Nos íbamos acercando cada vez más a la puerta.  La casa era grande, los pasillos parecían no tener fin. Llegamos al zaguán. Miré a Irene alarmado, cansado. Ella estaba tranquila, mirando sin ver.
- ¿Escuchas algo? 
- No, ya no.- Me respondió.
Los dos vivíamos en esa casa. Vivíamos para esa casa, era nuestra vida. A lo lejos, como en un susurro, escuchaba una voz conocida. El susurro comenzó a tomar forma, comenzó a delimitarse y se hizo, poco a poco, más fuerte. Abracé con fuerza a Irene, cerrando los ojos. Conocía perfectamente esa voz. 
- Dale Facu, despertate. Ya dejé listo el desayuno. No empieces otra vez con esto, dale.
Tambaleándome fui a la cocina, donde Ma me esperaba con el desayuno listo. La voz de Juan Alberto Badía llenaba cada rincón de la pequeña habitación. El olor del café se mezclaba con las canciones de Música verdad. Siempre escuchábamos ese programa con Ma, nos gustaba la música que pasaban. Esa mañana, los acordes de Sui Generis inundaban la cocina. Era la mejor forma de empezar el día, haciendo una pausa entre tanta conmoción que se vivía esos días. La radio y la televisión no hacían más que recordarnos el inminente regreso del General. Anhelado inmensamente por Ma, le costaba cambiar la estación para dejarme escuchar un poco de música mientras desayunábamos y me preparaba para ir a la escuela.
- ¿Terminaste el trabajo que estabas haciendo anoche?
- Sí. Respondí, después de un largo bostezo.
- ¿Sobre qué era?
- Peronismo. La profe Vivi nos dio unas preguntas para responder, aprovechando todo lo que está pasando. Menos mal que tenemos los libros tuyos. Me quedé hasta tarde anoche con eso, no terminaba más…
- Bueno pero lo terminaste…
- Sí.
La verdad era que al trabajo lo había terminado temprano. A las 11 de la noche ya lo había dejado listo. Y a las 11:05 abrí Bestiario, un libro de cuentos que me regaló la bibliotecaria de la escuela, y comencé a leerlo. Leí el primer cuento, Casa tomada, que me generó una sensación rara, como de incomodidad, de extrañamiento, una sensación que no había sentido con otros cuentos y que no me abandonaba. Se ve que la sensación no se me despegó ni cuando dormía. No me gustaba mentirle a Ma, pero me había prohibido leer libros hasta terminan con los exámenes. Le prometí que iba a dejar de leer, pensando que iba a ser una promesa fácil de cumplir, pero no lo fue. Anoche, mientras hacía el trabajo, miraba de reojo al pequeño libro de Cortázar, ansioso por zambullirme en esas letras. Me habían hablado mucho de él. Norma, la bibliotecaria de la escuela, conocía mi amor por la lectura, así que cada tanto me dejaba llevar algún libro más tiempo del que correspondía. Era todo un privilegio. A veces, incluso, me prestaba libros de su biblioteca. Me los llevaba con gran alegría y después esperaba, ansiosa, que lo termine para charlarlo. Las novelas eran mi mejor compañía en el verano. No soy el chico más popular del barrio, podrán imaginarse. Mis compañeros suelen decirme “rarito” o “bobo”. Mi forma de hablar no me ayuda a contradecirles. A veces me afecta más de la cuenta, pero intento sobreponerme enseguida. No tengo muchos amigos, es verdad, a menos que pueda considerar a Raskolnikov o a Oliver Twist como tales. Yo lo hago.
Me puse el guardapolvo y tras una rápida despedida, salí. El cielo estaba gris, un gris bastante oscuro, pálido. Estornudé, como siempre que salgo a la calle y miro para arriba. Unas 12 cuadras me separaban de la escuela, 12 cuadras que tendría que hacer rápido porque en cualquier momento se largaba a llover. A esa hora, el poco tráfico de la calle Belgrano me dejaba el lado lindo de la ciudad. Banfield era un barrio ya ligado a la voraz Buenos Aires, pero que mantenía el alma de pueblo. Mantenía, aún, algunas calles de tierra y costumbres que no sienten el paso del tiempo.
Que poca cosa es la realidad, mejor seguir, mejor soñar. Tarareaba caminando bajo los árboles. 
Mientras caminaba miraba, como siempre, a los pájaros: siempre me parecieron unos animales tan interesantes. Qué lindo debía ser vivir allá arriba, entre las ramas y las hojas, mirar todo desde allá. Y si te aburrís, levantás las alas y te vas a otro lado. Yo desde acá me iría a Lomas de Zamora, a Pergamino, a Rosario, de ahí a Córdoba y después a las Sierras. Allá me encontraría con un montón de otros pájaros viajeros, y junto a ellos me iría para el norte, para…
Un repentino trueno me devolvió a la calle Belgrano. Aún faltaban unas 5 cuadras para llegar al Colegio San Andrés, por lo que apuré el paso. Pero fue inútil. La lluvia llegó de forma repentina. Me sorprendió frente a una antigua construcción. Una de esas casas altísimas, de puertas y ventanas largas. El frente, deteriorado por el tiempo, tenía un pequeño techo que me brindó refugio de la lluvia. Dudé en si debía quedarme ahí, pero si se me mojaba el trabajo iba a ser una verdadera catástrofe. Además siempre pasaba por ahí y nunca vi a nadie entrar o salir de ese lugar. 
Me encantaba mirar la lluvia, era tan tranquilizante. La atmósfera gris y los colores apagados le daban a todo un aire melancólico. Marzo traía los vestigios de las tormentas veraniegas, que se van tan repentinamente como llegan. Por eso decidí esperar a que parara la lluvia para luego continuar hacia la escuela. Prefería llegar un ratito tarde a presentar el trabajo mojado. Me encantaba, también, ver pasar a la gente. Pasaba el tiempo viendo ir y venir a las personas, corriendo, intentando taparse de la lluvia con las manos o, con suerte, con un paraguas que se negaba a abrirse. Su miedo al agua me entretenía. Corrían, como si adelante no lloviese. Era muy pintoresco ver a algún tipo corriendo horrorizado, pasando junto a alguien que viene caminando, con una tranquilidad que le transmite a uno esa sensación de que los problemas son pasajeros. Las remeras coloridas, exageradamente coloridas, hacían que todo sea más cómico. Los dibujos psicodélicos parecían derretirse  por la lluvia. Los vaqueros iban, de a poco, llenándose de barro. Pero algo rompió, de pronto, con esta escena. De la nada, apareció un señor, diría de unos 60 años, con un gran saco marrón y un sombrero que imponía respeto. Apurado, se acercó hasta donde yo estaba. Un fuerte perfume se fundió con mi extrañeza cuando se quedó parado junto a mí, mirándome. 
- ¿Me dejas pasar botija?
¿Botija? Pensé.
- ¿Qué te pasa pibe, que tas abatatado?
Mi expresión debió delatar mi confusión. Sin saber qué responder, solo atiné a hacerme a un costado para dejarlo pasar. 
- Grazie.
El hombre pasó junto a mí y abrió la puerta que, para mi sorpresa, no ofreció ninguna resistencia. ¿La casa no estaba abandonada? Con una mano todavía en la puerta, dio media vuelta y se quedó mirándome.
- ¿No vas a entrar? No es un firulo esto, eh. 
- No, está bien señor, gracias. Dije.
- Te vas a mojar toda la pilcha ahí, pasá a tomarte un feca.
Fruncí el ceño. No entendía algunas palabras que usaba el señor. Pero entendí que me iba a mojar si me quedaba ahí. Y tenía razón, el techito de la casa no detenía las gotas que me arrojaba el viento. Dude un ratito, pero como la tormenta iba a pasar pronto decidí entrar.
Al entrar, nos recibió un pequeño zaguán, que ya traía murmullos de música, charlas y tazas. Lo atravesamos juntos y entramos así a una cafetería. Mis ojos no daban crédito a lo que veían. El lugar estaba impecable. Ambientado con viejas fotos, mucha madera y grandes muebles, creaba un ambiente de película. El aire, espeso por el humo de los cigarrillos, vibraba al ritmo de un tango.
Declaran la huelga,
hay hambre en las casas,
es mucho el trabajo
y poco el jornal;
y en ese entrevero
de lucha sangrienta,
se venga de un hombre
la Ley Patronal.
A pesar de lo cálido del ambiente, las caras eran largas, transmitían una profunda desesperanza. Las personas, en su mayoría, charlaban, pero en ese tono ausente que da la frustración y el cansancio.
- Andá a sentarte por ahí, pibe.- Me dijo.
Y eso hice. Busqué rápidamente la mesa más cercana y me senté. Me acomodé contra una pared, entre otras dos mesas que estaban ocupadas. Desde la mesa no se veía la calle, pero se escuchaba el murmullo constante de la lluvia, así que me iba a dar cuenta cuando parara. Para hacer tiempo comencé a mirar a mi alrededor. Cuadros de personas famosas, cantantes y orquestas dominaban las paredes. No conocía ninguna de esas caras. Me llamó la atención no ver propagandas de marcas como en otros cafés a los que fui con Ma. Seguí mirando las paredes hasta que algo captó toda mi atención. En una de las esquinas del café encontré el origen de la música. Había allí un… un… ¿Cómo se llamaban esas cosas? Era como el Winco que tenemos en casa, pero con una corneta enorme. Nunca había visto uno de esos, pero lo conocía porque mi mamá siempre me contaba que cuando era chica escuchaban música con una de esas cosas. No me acordaba el nombre del aparato, pero si recordé que eran maquinas muy caras y que estaban en los bares en la época de su…
- ¿Qué te sirvo, pituco?
Levanté, asustado, la vista y vi a un chico que aparentaba tener la misma edad que yo, parado al lado mío. No sabía que responderle.
- El… el señor de allá me invitó un feca.
Dije la palabra feca con tanta inseguridad que el chico no me escuchó.
- ¿Un qué? ¿Un café?
- Si, si… mejor, gracias.
Y se fue, sin decir nada. En una de las mesas junto a la mía había 2 hombres conversando; en la otra, un grupo de 4 o 5 personas discutían sobre política, por lo que continué con mi exploración. Noté que la gente vestía como el señor que entró conmigo. La ropa oscura y los sombreros se apilaban en las sillas.
Aunque intentaba no escuchar, la conversación política de las personas a mi derecha se fue haciendo cada vez más ruidosa.
- Pero escúchame, Tano. No puede venir uno y sacar al presidente así como así. Por eso llegan esos bacanos al poder y nos deja en la lona. ¿Vos leíste lo que es el pacto que hizo Roca con el yoni ese?
- Negro, Uriburu es un tipo que sabe lo que hace. Fijate cómo le va a mis compatriotas allá, por gente como él. En cambio, mira cómo terminamos nosotros acá por una crisis de los Estados Unidos. ¿Por qué ligamos nosotros por lo que hacen los yanquis? ¿Qué tenemos que ver nosotros con la bolsa de no se qué de ellos?
- No, viejo. No hablés macanas, chamuyero. No puede venir un tipo y sacarte. Hace 20 años que nosotros podemos votar y ya viene un cogotudo y pasa por arriba de todo eso. Maga de garcas. Y no podes compararnos con los fascistas esos…
No entendía nada. Eran nombres que nunca había escuchado y palabras raras. Dejé a los hombres en su conversación y me vi sumergido en la charla de las otras dos personas, a mi izquierda. La suya era más ordenada. No quería escuchar sus asuntos pero me fue imposible no hacerlo, al menos para dejar la de política.
- Es que Julio, la poesía tiene esa magia que a uno lo atrapa. El octosílabo no te limita, para nada. Tenés que aprender a jugar con eso. 
- Si, eso intento. Últimamente estoy enfocado en eso, hace un tiempito ya que estoy con…
- Es que uno no aprende a escribir de un día para el otro, querido. Uno aprende sobre la marcha. Uno aprende con la práctica, como con todo. Pero hay que ser perseverante, vas a tirar 200 borradores hasta que escribas, finalmente, algo de lo que te sientas realmente orgulloso. Date tiempo.  Y si ves que la poesía no es lo tuyo, probá otras formas.
- Si, tal vez eso haga. La prosa también me gusta, tal vez más que la poesía, Don Jorge, es que me gusta darle un aire poético a lo que escribo. ¿Y si escribo algo, digámosle, en prosa poética?
- Puede ser, Julio. Pero igualmente, no dejes aún el proyecto que tenés entre manos. Me dijiste que ibas a traerme algo de lo que escribiste. ¿Lo trajiste?
- S… Sí. Pero no se si…
- A ver.
- Pero Don Jorge, no se… yo trato de ser exigente con lo que escribo, y esto no se si pasa el filtro, anoche…
- Vos lee.
- Empapado de abejas 
en el viento asediado de vacío 
vivo como una rama, 
y en medio de enemigos sonrientes 
mis manos tejen la leyenda, 
crean el mundo espléndido, 
esa vela tendida. 
- Oíme, está muy bien. Seguí con ese proyecto, y veremos qué resulta.
- Eso voy a hacer. Igualmente, tengo varias ideas que pretendo plasmarlas en cuentos. ¿Te acordás la historia de la casa? De los hermanos que de a poco son expulsados de su propia casa por algo que no logran identificar…
¡¡¿La qué?!! Pensé, sobresaltado. En ese momento no pude resistir el impulso. Me di vuelta tan rápido que los dos hombres se callaron al instante, y se quedaron mirándome, con una mezcla de gracia y confusión. Los miré sin saber qué decirles, sin saber exactamente por qué me di vuelta así. En ese instante me dí cuenta de que tendría que haber disimulado mi sorpresa, al menos para seguir escuchando. En vez de eso me encontraba en una situación muy incómoda, y peor, sumamente irrespetuosa. Todo esto pasó por mi cabeza como en un destello, en un instante, hasta que un ruido me devolvió a mi mesa.
- Son 200 morlacos.
- ¿Qué? ¿200?- Dije, con los ojos desorbitados.
- 200 gruyos, pituco-. Repitió el chico.
No sabía qué contestar. Busqué en mi bolsillo y saqué tres billetes de un peso.
- ¿Y eso? – Me dijo, casi gritando.
Los billetes naranjas se me pegaban a los dedos. Sintiendo cómo el sudor empezaba a asomar, escuche una voz que llegaba desde la otra punta del café. 
- Che pebete, vení. Yo le invito el feca.
Suspiré con alivió, mirando el café que tenía al frente. Mientras lo miraba recordé a los hombres que hablaban a mi izquierda. Al darme vuelta (con más disimulo que la vez anterior) no los encontré. Los busqué con la mirada y vi que ya casi estaban saliendo de la cafetería.
- Si, cuando lo tengas armado tráelo a la revista así lo vemos con Victoria. 
Y se fueron. Seguí mirando a mi alrededor hasta que noté algo, algo que esperaba, algo que me liberaba,  finalmente, de todo aquello. 
- Ya no se escucha el ruido de la lluvia-. Pensé.  Me sorprendió caer en la cuenta de que el sonido no se escuchaba desde hacía un buen rato.
Me levanté haciendo un ruido muy molesto con la silla y fui casi corriendo a la puerta. Escuché que el hombre que me invitó el café decía algo pero no me di vuelta. En un segundo atravesé el zaguán y estaba de nuevo en la calle. 
El cielo se había limpiado bastante, la tormenta había pasado desde hacía un buen rato. No tenía forma de saber la hora, así que arranqué a caminar, apurado por si era tarde. Esquivando los charcos me dirigí con paso firme a la escuela. La gente caminaba tranquila bajo sus sombreros. Caminaba, pensando en los pájaros que había visto antes ¿Por dónde andarán? Ya estarán muy lejos, seguro. ¿De dónde vendrán los que están en estos árboles? El tranvía pasó a mi lado y me arrancó de esos pensamientos. Me quedé mirándolo hasta que se perdió a la distancia.
- Qué lindo-. Pensé.
Cinco minutos después estaba entrando al Colegio San Andrés. El trabajo había llegado intacto. Sentí una sensación de triunfo. Busqué el aula donde tenemos clase diariamente, al fondo de un pasillo largo y oscuro. Pasillo que estaba, curiosamente, limpio. Habían sacado todos los afiches que los estudiantes colgaron al comenzar las clases. Al llegar al aula noté que la clase ya había comenzado, pero que no había grupos exponiendo los trabajos, por lo que sentí un gran alivio al entrar. Saludé a mis compañeros y me senté en mi lugar, que Gonzalo cuidaba con recelo. Me senté, y me dispuse a esperar mi turno para exponer. Con sorpresa noté que la profesora dictaba una clase que nada tenía que ver con el peronismo. Hablaba de matemáticas, de ángulos, de obtusas, de tangentes, de…
- Profesora ¿El trabajo sobre peronismo era para hoy?
- ¿Trabajo sobre qué?- Me dijo, sin entender.

Sol Tozzini

El despertar

Un picaporte, una puerta, una linterna, un rayo de luz y un ojo cerrado. Despierto, otra vez lo mismo. Si me pareció raro la primera vez que lo soñé, imagínense ahora que ya es el sexto día que sueño lo mismo.
- ¿Otra vez? -pregunta mi novia.
- Sí, otra vez lo mismo. Salgo de la cama para buscar un vaso de agua.
No, no fue lo mismo, esta vez hubo algo más, una sensación como un deseo… de muerte. Respiro profundo y vuelvo a la cama, ella está dormida -es un alivio, no me insistirá para que le cuente-.
Otra vez lunes, no debe existir nada peor que este día. Todos con la misma cara de sueño, hartos de la rutina, deseando que ya sea sábado para darle un poco de color a sus vidas. Por supuesto yo no soy diferente, acá estoy en medio del tráfico, como todos los demás rumbo al trabajo, sin embargo hay algo diferente en mí, algo que Angela notó y me lo preguntó en el desayuno.
- ¿Estás bien? Te noto algo distante -me dijo.
- Sí, todo bien -me observa esperando algo más- es que es lunes y no tengo ganas de volver a la rutina nada más -le sonrío.
- ¿Seguro que no tiene nada que ver con el sueño de anoche? -me mira preocupada.
- No, An, estoy bien, en serio, el sueño de anoche fue igual a los otros no te preocupes -vuelvo a sonreír.
No quería mentirle y es raro que lo hiciera, pero no quiero preocuparla.
El día transcurrió normal en cuanto al trabajo, papeles que firmar, balances que hacer, todo rutinario, pero esa sensación que tuve cuando desperté del sueño sigue latente. Vuelvo a casa, ya es tarde, no me sorprende encontrar a Angela en el sillón con un libro en sus manos. Sonreí, somos tan distintos, ella ama la literatura y yo… no toco un libro desde la universidad, soy más de las series, House of Cards, Breaking Bad, Sherlock, esos son mis clásicos. Siempre que me atraso en el trabajo, ella me espera leyendo. Me acerco y la beso brevemente.
- ¿Y hoy a quién leés? -le pregunto, mientras me siento a su lado.
- Los cuentos de Poe -me mira y ya sé que se viene la pregunta- ¿leemos un ratito?
Estoy cansado, esa siempre es mi excusa para negarme, pero ya le mentí esta mañana y me siento mal por eso, la miro y le sonrío.
- Bueno… pero buscá el cuento más corto que tenga, si no, me quedo dormido.
Ella ríe, pasa las páginas buscando algún cuento, carraspea y comienza a leer.
¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen… y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
Escuchaba atento cada palabra, la voz de Angela me trasmitía una tranquilidad indescriptible. Esa sensación que me acompañó durante la noche y todo el día, se iba desvaneciendo con cada palabra que Angela iba pronunciando.
Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría… ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente… muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente… ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches… cada noche, a las doce… pero siempre encontré el ojo cerrado.

¿Tendría que haberme alarmado? probablemente, pero seguí inmutable escuchando el relato de An.
Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento.
Más fuerte, más fuerte. Mentiría si dijera que el cuento no me gustaba. Estaba ansioso por el desenlace.
 El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara… hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.
Estaba nervioso, muy nervioso. Las sensaciones chocaban en mi interior, adrenalina, miedo, satisfacción, ira. No faltaba mucho, el cansancio me había invadido y todo lo que quería era dormir.
¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí… ahí!¡Donde está latiendo su horrible corazón!
Angela cierra el libro. Y suelto el aire. Siento su mirada expectante. No tengo nada que decir, solo sensaciones.
- ¿Y? ¿Te gustó?
Me levanto y la miro.
- Estuvo interesante -es todo lo que puedo decirle mientras camino hacia la habitación.
Es Media noche, me despierto por un terrible dolor de cabeza, An duerme plácidamente, ni siquiera la escuché cuando se acostó. El dolor se hace más fuerte, siento mi cabeza latir, un extraño zumbido aparece y se intensifica. El zumbido se convierte en latidos cada vez más fuertes. La intensidad es inaguantable, estoy jadeando. Me pongo de pie y camino hacia un lado y el otro. El sonido sigue creciendo. ¡Oh dios! No lo resisto. ¡Necesito que pare! Vuelvo a la cama y tomo la almohada. Sonrío alegremente al escuchar que los latidos cesan, coloco la mano sobre su pecho y la mantengo ahí un largo tiempo. Respiro aliviado.
Vuelvo a acostarme, más tarde me ocuparía de ella, después de todo no es la primera vez que lo hacía.