TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


EUNICE (o de otro amor y otros demonios…) por Melisa Morales

Cuando entramos, la casa estaba vacía, sólo encontramos a Eunice en el patio. Estaba sobre un árbol, no llamó mi atención porque estaba enterada de sus costumbres.

Hasta se cambió de casa por ella, solía vivir en un departamento, no muy grande, aunque cómodo para una persona sola. Apenas supo que llegaría a su vida, empezó la búsqueda intensiva por la casa, con patio tenía que ser, grande tenía que ser el patio, porque a ella le gustaba así y, tenía que tener árboles en lo posible, sino, tendría que plantar algunos, para que estuviera a gusto. Además, habría que confeccionar una especie de pileta de tamaño considerable que hiciera las veces de estanque, pues prefería las aguas quietas. Se mudaron y los arreglos necesarios fueron hechos.

Unos amigos suyos de Perú –una cualidad para destacar de Anaclara es que hacía amigos por todos lados- consideraron que era un excelente regalo –yo nunca lo entendí-, si bien siempre estuve al tanto del deleite que encontraba en esta especie, pensé que su adhesión era conceptual; por años se había instruído en el tema, investigaba y hablaba con expertos cada vez que podía. Pero bastaba ver su comportamiento con ella, llevándola a todos partes, para advertir que este apego se parecía en mucho al amor que uno tiene hacia un hijo. Era muy frecuente verla cargándola, acariciándola y, era habitual que le hablara. Repetidas veces la escuche referirse a ella con admiración.

Semanas después, cuando todavía estaba tratando de convencerme de la hipótesis que la policía aún sostiene, hablé con un zoólogo idóneo en eunectes murinus; fue una conversación larga, me explicó entre otras cosas que esta variedad es endémica de Sudamérica. Casi al final de la charla recordé que algún tiempo antes de desaparecer, Anaclara me había comentado su extrañeza acerca de un comportamiento anormal en Eunice. Resulta -le comenté al especialista- que al principio, como es lógico, ella dormía dentro de una jaula, pero al crecer, a Anaclara le dio pena que ya no entrara con comodidad y, le permitió pasar las noches sobre su cama, a los pies, enroscada en sí misma. Esto fue así, durante mucho tiempo hasta que una noche Eunice comenzó a dormir estirada, al lado de su dueña; en ese momento y para mi sorpresa, mi interlocutor abrió sus ojos notablemente y declaró exaltado: “la estaba midiendo, lo que hacía era medirla.”

¿QUIÉN JUEGA TODAVÍA? por Ornela Cecchini

Desde pequeña lo escuchaba. Al parecer, había crecido escuchándolo.En un principio creía que eran los vecinos, pues en algún momento habían sido niños pequeños; pero luego crecieron y formaron sus familias, pero continuaban viviendo en la casa de junto, entonces comencé a pensar que eran sus hijos.Así, pasaron los años y la bolita picaba y picaba. Quizás una, dos o hasta tres veces por día.
Recuerdo que una tarde, cuando era pequeña, mis padres me habían mandado a dormir la siesta, esa era la condición para poder ir a la pileta antes de las cinco de la tarde y, sin lugar a dudas, eso hacía, dormir la siesta. Cuando de repente sentí ese golpe en la pared, un golpe verdaderamente fuerte, un golpe que hasta hizo temblar los vidrios de la ventana de mi pieza.
Mis padres, asustados, vinieron corriendo a ver qué había sucedido y yo les expliqué. Al instante, se cambiaron y se dirigieron hacia la casa de los vecinos de junto, pues el golpe venía desde allá. Cuando mis padres llegaron, tocaron la puerta y salió uno de los jóvenes que estaba en la casa. Mi padre, con un tono medio fuerte, un tono casi de furia podría decirse, le pidió explicaciones al muchacho acerca de lo sucedido.
- Disculpe, sí. Yo golpeé la pared. La siesta es para descansar; debería mandar a su hija a dormir la siesta, no a jugar con bolitas. Ese ruido me cansó, me cansé de escucharlo todo el día. – Respondió mi vecino.
- Pero si quiénes juegan siempre con bolitas son los niños de esta casa. Mi hija no juega con eso, lo tiene prohibido, pues es muy pequeña y se le podría ocurrir llevárselas a la boca o quién sabe. – Dijo mi padre.
- Aquí nadie juega con bolitas y ahora todos están durmiendo, como debería estar haciendo su hija. – Esas fueron sus últimas palabras y cerró la puerta de un solo golpe. Mis padres volvieron a casa bastante ofendidos con la actitud irrespetuosa del joven y, otra vez, se fueron a la cama. Yo hice lo mismo, pues mi plan de ir a la pileta seguía en pie. Apenas, unos pocos segundos después, comencé a escucharlo una vez más, era insoportable, otra vez esa bolita que picaba y picaba; por momentos parecía ser arrastrada contra la pared. Lo estaban haciendo a propósito pensé, haciendo mi mayor esfuerzo para ignorar el ruido, como había hecho desde que puedo recordar y, al fin, me pude dormir.
Así, siguieron pasando los años y el incesante ruido de la bolita continuaba. Una noche, antes de dormirme, mientras conversaba con la almohada me puse a pensar en ello y me pregunté. ¿Cómo podía ser que todavía siguiera ese ruido si ya todos habíamos crecido? ¿Quién seguía jugando con bolitas? Entonces, comencé a hacer una investigación, o mejor dicho a espiar a mis vecinos. No podía ser que todavía lo hicieran.
Un día de tantos, mientras los espiaba, llegó a casa mi mejor amiga, ella también vivía en el barrio, y le conté lo que estaba haciendo. Totalmente anonadada, me miró fijamente y me dijo: – En mi casa también se oye el ruido de una bolita. Yo la escucho desde pequeña.
Un poco asustada, sin estar segura a qué le temía, fui a la computadora con una idea en mi mente, y comencé a buscar información acerca de la historia de mi barrio. Finalmente lo encontré, lo que imaginaba estaba frente a mis ojos. Un accidente había sucedido mientras construían las casas del barrio. Un camión lleno de ladrillos había marchado hacia atrás y, aparentemente, había pisado a un niñito de seis años mientras jugaba con bolitas.
Un escalofrío me corrió por la espalda y, con mis sospechas, tomé el teléfono y llamé a mi tío, un conocido parapsicólogo. De inmediato, él vino a mi casa y lo percibió, en mi casa había una presencia extraña. Le pedí permiso a un par de vecinos del barrio para que mi tío ingresara a sus casas y se confirmara nuestra hipótesis. Y así fue, quien jugaba hacía años y años con la bolita era el pequeño que había muerto en aquel terrible accidente.
Miles de sacerdotes pasaron por nuestras casas tratando de enviar al cielo al pequeño, pero jamás lo consiguieron. Aún hoy, luego del paso del tiempo, quizás menos frecuente, pero persistente aún, sigo oyendo jugar a aquel pequeño niño con las bolitas entre medio de las paredes de la casa.

VIEJA CASONA por Giuliana Capellino

Estaba sola en mi casa de campo, era una de esas tardes lluviosas de finales de otoño, donde el dorado de las hojas de los árboles pierde su brillo, y las que yacen en el suelo, se encuentran sucias y embarradas. El cielo plomizo daba a la arboleda que rodeaba a la vieja casona un aire misterioso y lúgubre.
Comencé a prender las farolas a gas… en mi interior sentía que no estaba sola, que algo o alguien más estaba conmigo. Me arrimé por enésima vez a la ventana, cuando de repente me pareció ver un resplandor entre la arboleda, algo así como un fino rayo de luz. Me quedé tranquila, pensando que mi imaginación me había jugado una mala pasada, entonces, tomé un buen libro y me acerqué al calor de la chimenea que desprendía una luminosidad brillante.
Yo era consciente de que por mi propia voluntad había querido aislarme por un par de días y permanecer allí para reencontrarme a mi misma. Me sentía abrumada por el peso de las responsabilidades y por el stress que me producía la ciudad, necesitaba esa paz que da la soledad.
A la vieja casona de campo la había heredado hacia un par de años de mi tía abuela, y solamente había venido una vez acompañada de mi novio para cubrir los muebles con grandes telas blancas y así poder protegerlos. Teníamos el proyecto de convertirla en un pequeño hostal para personas que quisieran disfrutar del aire puro y de la paz que da el campo, pero al poco tiempo todo se fue al demonio, el proyecto y mi novio; por este y otros motivos fue que decidí estar sola unos pocos días para poner las cosas en claro.
Era común en aquella casona escuchar el crujir de las escaleras de madera que suben a la planta alta, pero una noche escuché muy fuerte ese crujir, lo que hizo que un escalofrío recorriera todo mi cuerpo, luego supuse que era el ruido que hacen las maderas viejas por estar resecas y volví a tranquilizarme, pero no del todo. Me levanté y decidí ir a la cocina a prepararme una taza de chocolate bien caliente para reconfortar mi espíritu; fue en ese momento cuando volví a divisar a través del visillo de las ventanas halos de luz. Ya estaba segura de que no estaba sola, que alguien más rondaba la casa.
Rápidamente coloqué los cerrojos y trancas, el temor comenzó a invadirme. De repente, pude ver como una figura muy desdibujada pero llena de luz se deslizaba por la escalera hacia la sala. Me desmayé, no se cuento tiempo estuve tirada en el suelo. Cuando volví en sí, con el tizne de las cenizas en el gran espejo que adornaba la vieja sala encontré escrito: “Te estoy esperando”.
Mi corazón más que latir galopaba a pasos agigantados, las manos frías y mojadas me temblaban, ¿Quién me está esperando?, ¿Dónde me está esperando?, ¿Por qué me está esperando?...
Pasé el resto de la noche acurrucada en el sillón cerca del fuego cubierta con mi manta de viaje, no me animaba a subir las escaleras, no podía moverme, mi cuerpo se encontraba paralizado.
Al amanecer, comenzaron a llegar los peones a realizar sus tareas diarias, recién ahí me animé y salí de la casona, pude divisar a lo lejos que Aurelia, la casera, se acercaba para darme la bienvenida y ordenar la casa. Nos saludamos y entramos, preparé café y le convidé, mientras tanto quería contarle lo sucedido, pero nuestra conversación se deshilvanaba en asuntos triviales.
Comenzamos a destapar los muebles y cuadros, ella fue hablando de cada uno de los retratos familiares que colgaban en la pared; sus abuelos habían sido caseros de la casona, más tarde sus padres y ahora ella y su esposo. Sabía más cosas de mi familia que yo misma. Cuando llegamos al retrato de mi abuela me contó que había enloquecido y que la habían internado, pero que sus últimos años los había pasado allí. Me contó que la pobre alucinaba y decía ver halos de luz en la arboleda que rodeaba la casa, decía reiteradamente que había descubierto que eran duendes y hadas; esto se lo contaba a todo el mundo y la gente se reía, solían llamarla “la loca de las luces”. Me estremecí cuando escuché el relato y le pregunte cuál era su cuarto, me contestó que hacía años había acondicionado el altillo para ella, de esta manera evitaba que las visitas y los empleados escucharan sus locuras. Me dio pena, mucha pena. ¿Acaso estaría yo imaginando las mismas cosas? Estaba segura que todo era producto de mi mente cansada y estresada. ¿Me volvería loca como mi abuela?
Cuando todo quedó en orden Aurelia se marchó.
Sin dudas pero con muchísimo temor subí inmediatamente al altillo, y allí encontré escrito en la media luna del espejo: “sé que las viste”.

LAS VEQUELÓ por Milena Melgarejo

Corría una noche de verano, allá por el año mil novecientos noventa y ocho, en el polideportivo de Alto Alegre, mi pueblo. Habíamos organizado un campamento con mis compañeros de la colonia de vacaciones.
Nos levantamos muy contentos para comenzar el día con un rico desayuno y luego hacer todo lo que se hace en un campamento de niños, jugar, correr, meterse a la pileta y demás cosas.
Pero llegó la noche nuevamente, y como era costumbre, el segundo día se haría un fogón. Todos las patrullas estaban en sus respectivas carpas ordenando sus cosas para luego ir al fogón del terror, así lo llamábamos.
Nos sentábamos alrededor de éste y allí se comenzaban a contar historias de terror. Hasta acá todo iba bien, nos asustábamos pero no era la gran cosa. Al último, quien narraba la historia más temerosa de todas, era Esteban, nuestro profesor.Esa noche, comenzó a contar que hacía muchos años, en un campo que estaba bien pegado al polideportivo, mas exactamente detrás de donde estábamos haciendo el fogón, vivían tres hermanas con su madre, de apellido Vequeló. Se decía que la madre de estas chicas practicaba la magia negra y que cierto día la hija del medio la encontró haciendo este hecho y desde ese momento le enseñó a ella y a sus otras dos hermanas.
Luego de haber pasado esto, en el pueblo empezaron a pasar cosas raras, por ejemplo, se cortaba la luz a diario, el agua salía sucia y desaparecían personas. Obviamente después de estos acontecimientos, ya nadie salía de noche, estaban todos atemorizados.
Mientras oíamos esta interesante y temerosa historia, todos sentados como indios, muy juntitos, casi pegados con el compañero del lado, alrededor del fogón, nos comenzó a correr un escalofrío por la espalda, a todos por igual. Se levantó un ventarrón, el agua de la pileta comenzó a hacer olas como si fuera un mar embravecido, giramos la cabeza hacia el campo donde antes habitaban estas mujeres y se escuchó la voz del profesor, que gritó desde lo mas profundo de su ser. ¡¡¡Las Vequeló!!! En ese mismo instante se apagó el fuego que habíamos encendido para el fogón y todos salimos corriendo en medio de la oscuridad, prendimos las luces del predio, agarramos nuestras linternas y estaba claro que faltaba una persona, faltaba quien había pronunciado su apellido y las hizo regresar.

NADIE ME LO VA A QUITAR por Alejandro Hu

Una vez en una noche oscura, un joven quería tomar el colectivo para volver a su casa. Cuando llegó a la parada, ya era tarde y no estaba seguro de que hubiese otro. Sin embargo él no quería caminar, porque su casa quedaba muy alejada; por eso se quedó a esperar para ver si llegaba otro colectivo.

Cuando él pensó en dejar de esperar, después de un largo tiempo
apareció un colectivo desde lejos, y él se puso contento y le hizo señas para que lo lleve.

Al final, subió y sintió algo extraño, porque
lógicamente no debía haber tanta gente en el colectivo que iba a un lugar solitario a esa hora. No obstante él se acercó al único asiento que quedaba y a su lado estaba sentada una mujer que le habló en voz baja: “–Tu no deberías estar aquí, porque este colectivo no es para llevar a los vivos-”. Ella siguió hablando mientras señalaba a los pasajeros “–Si subes al colectivo ellos te van a agarrar para ser su chivo expiatorio-”

El joven se quedó muy asustado y no supo qué hacer, entonces la mujer le dijo: “-No te preocupes, yo te voy a ayudar escapar-”.
Ella abrió la ventana que estaba al lado y saltó hacia afuera junto con él. Cuando ellos saltaron se escucharon los gritos enojados de los pasajeros que decían: “–Se escapó, él se escapó-”

El joven se levantó del piso y se dio cuenta de que ellos ahora estaban en una ladera deshabitada, él se sintió aliviado y rápidamente dio gracias a esa mujer, sin embargo ella le reveló una extraña sonrisa y dijo: “-ahora
nadie me lo va a quitar-”

MI RECÁMARA por Julieta Dominguez

Al fin he terminado con mis obligaciones, acomodaré los ficheros a mi izquierda y los libros a mi derecha para dejar el centro del escritorio libre de todo trabajo. Tal cual he concluido mi día, sin nada pendiente para mañana; Sólo queda guardar lo requerido para mis alumnos ya que debo devolver sus exámenes antes de que llenen mi casilla de e-mail nuevamente.
Ahora me dedicaré a mí mismo, debo bañarme, lavar mis dientes, buscar la ropa que aún tengo que planchar y lo más importante: preparar mi “CAMA” para el descanso que merezco después de haber estado extrayendo de mi mente tanto jugo. Por suerte esta vez ha sido de limón y no por agrandarme diría que estaba “DELICIOSO”, en fin, siempre hago algo más productivo que sólo mis tareas para con mi vida profesional. El jugo estaba tal cual lo deseaba luego de semejantes evaluaciones.
Por suerte, el año pasado con cinco meses de ahorrar el ochenta por ciento de sueldo pude cambiar el manómetro de temperatura de mi cuarto. Lo vinieron a instalar la semana pasada. Me dio nostalgia tirar el viejo después de seis años de muy buen servicio.
Quien colocó el nuevo se sorprendió al ver el lugar, por suerte no descubrió del todo mi secreto.
Ya pasada una hora de la media noche, mis ojos no lograron mantenerse abiertos, con extrañeza y mucha alegría me fui a dormir. Ajusté el nuevo termómetro en la temperatura indicada para conciliar mi sueño como noches anteriores. Muy buenas noches he pasado en mi cuarto y amaneceres increíbles, la satisfacción de tirar de la palanca de la puerta y quitarme la escarcha hermosa de mis labios, mi corto pelo y poner el pijama de hielo en su molde para que conserve siempre mi figura es inexplicable.
Cada noche o siesta siempre, siempre, invierno, verano, otoño o primavera, con lluvia o sol en mi habitación a los 30º bajo cero, dormitábame al son del motor, que para mí era y es como un concierto de primera clase.
Todos los momentos en este cuarto son muy especiales, cada mueble tallado en el hielo con mis propias manos a gusto son parte de mi corazón, algo helado pero de sangre caliente capaz de sentir como ninguno.
Han pasado ya cuatro horas de la medianoche, pero cuando mi mente recorre y apoyo la cabeza sobre mi almohada con decoro de pingüino no mido el tiempo, sólo visualizo el espacio y vuelo…aunque aterrizando. Mañana ha de ser un día largo, trabajar con adolescentes no es tarea fácil para cualquiera.
Ahora hecho una última mirada, asegurándome de que todo está en orden, cierro mis ojos que de a poco van endureciéndose como cada parte de mi cuerpo.

Para disfrutar a CORTÁZAR...

http://www.youtube.com/watch?v=w4-LVYUVdjY&feature=related

AMELIA por Victoria Giraudo

La casa estaba en penumbras y sólo entraba un haz de luz desde un pequeño ventanal que daba al jardín. Los muebles, de un roble macizo, estaban impregnados de un polvo denso que apenas permitía distinguir la separación de los cajones. Los sillones de color pastel estaban cubiertos de grandes telas oscuras al igual que la mesa y las sillas. Las ventanas, cubiertas de cartones, dejaban ver grandes telas de araña al igual que la araña de cristal ubicada en el centro de la sala, que ya había adquirido un color marrón a causa de la tierra.

El paso del tiempo había dejado sus huellas y esto pensó Amelia cuando ingresó a la casa. Amelia era nieta de los difuntos y tras cumplir los dieciocho años se le informó que sus abuelos la habían dejado como la única heredera de aquella vivienda. Sus padres estaban separados y vivían en ciudades distintas, y ella estaba viviendo hasta hace apenas unos días atrás como pupila en un colegio de la zona. Pero se acababa de recibir y estaba saliendo del colegio cuando su tutora la llamó y le dio la carta con la noticia.

Al entrar a la casa tuvo sentimientos encontrados. Sintió felicidad por tener una casa, una casa para ella sola, pero tristeza por tener a sus padres lejos y estar sola en la vida. Su madre la había tenido siendo muy joven y al no poder mantenerla, la entregó a un orfanato que al cumplir la niña cinco años, la derivó al colegio en el cual vivió como pupila hasta cumplir los dieciocho. Su padre, quien también era muy joven, tuvo que dejarla cuando se mudó con su familia a otra zona a causa de cuestiones laborales.

Amelia no tenía prácticamente recuerdos de ellos ni de sus abuelos, pero pensó que era momento de seguir adelante. Estudiaría una carrera o conseguiría un trabajo, haría amistad con sus nuevos vecinos y más adelante tal vez se casaría y tendría hijos. Pero acababa de llegar y ya habría tiempo para pensar en todo eso. Siguió recorriendo la casa, la cocina le pareció igualmente tétrica, lo mismo que el baño. Subió las escaleras y encontró dos habitaciones, en una había una cama matrimonial, un espejo y un ropero. En la otra había un taburete, cuadros en las paredes, retratos. Pensó que quizás sus abuelos eran pintores o que era un hobbie que tenían.

Todas las pinturas estaban cubiertas de un plástico duro, que las protegía de la suciedad. Tendría que hacer un gran trabajo de limpieza y de decoración. Probablemente la tarea le llevaría varios días o incluso semanas para poder dejar la casa en condiciones.

En aquella época era invierno, y casi sin darse cuenta, había caído la noche. Recorrer cada habitación le había llevado bastante tiempo, puesto que quiso observar con detalle cada rincón de la vivienda. De pronto sintió sueño. Aquel día le había parecido demasiado extenso. Se dirigió al dormitorio. El cubrecama estaba cubierto de polvo, pero al levantarlo, vio que la sábana estaba en buenas condiciones. Se durmió casi instantáneamente.

El día siguiente amaneció lloviendo. Miró su reloj y eran casi las doce del mediodía. De pronto recordó que en la carta, le habían informado que aparte de la vivienda, había heredado una pequeña suma de dinero para poder remodelar la casa y que debía retirarla en una oficina, cuya dirección estaba consignada en el escrito. A pesar de que llovía imperiosamente, decidió ir al lugar para poder esa misma tarde comprar todos los elementos de limpieza que necesitaba. La oficina quedaba bastante lejos de allí y como llovía decidió tomar un taxi. El trámite duró casi cuarenta y cinco minutos, y al salir, al observar que había dejado de llover, decidió volver caminando.

El día anterior no había tenido posibilidad de conocer su nuevo barrio, por lo que comenzó a observar todo a su alrededor. El barrio parecía excesivamente tranquilo, no había grandes edificaciones y la mayoría de las casas conservaban sus antiguas fachadas. Los pocos comercios estaban cerrando y pudo llegar con lo justo al local de limpieza y al almacén para comprar lo que necesitaba. Hizo dos cuadras más y llegó a su casa. Ya eran casi las dos de la tarde por lo que almorzó y comenzó prontamente con las tareas de limpieza. Empezó por barrer toda la casa y pasar el piso. Luego quitó los cartones de las ventanas y limpió los vidrios; sacó las telas de araña, y quitó las telas que protegían los sillones y demás muebles. Limpió la cocina y el baño. Luego subió las escaleras y comenzó a limpiar la habitación, quitó el cubrecama, y limpió el espejo. Abrió el ropero, vio que aún había ropa colgada. Eran vestidos y trajes, la ropa de sus abuelos, pensó. Pero no quiso tocarlos. A continuación se dirigió a la habitación de pintura. Hizo lo mismo que en las otras piezas. Vio los retratos colgados. Decidió quitarles el plástico que los cubría. Las pinturas estaban en buenas condiciones a pesar del paso del tiempo. Eran retratos de diferentes épocas. En todos había una persona, con su nombre y fecha de nacimiento y defunción escritos en bronce. Sintió escalofríos. Esas personas eran sus antepasados y ahora le parecía que todos la miraban a ella de manera inquisitiva. Estaban todos pintados de perfil, vestidos de gala y con grandes peinados. De pronto la luz comenzó a tener intermitencias. Amelia se estaba asustando, decidió apagar la lámpara y salir de la habitación, poniéndole llave tras su paso. Al igual que el día anterior, ya había caído la noche, pero esta vez además había tormenta, por lo que decidió llevar una vela que había comprado, por si se cortaba la luz. Se dirigió a su dormitorio, a través de la ventana veía los relámpagos. Se quedó dormida. Alrededor de las dos de la mañana se despertó bruscamente. Le pareció escuchar que alguien había abierto la puerta principal.

Un gran miedo recorrió todo su cuerpo. No sabía qué hacer. Si era un hombre, le ganaría en fuerza si tuviera que defenderse y si era una mujer tal vez estaría armada. Tomó fuerzas y bajó las escaleras. En ese instante se cortó la luz por lo que apenas ingresaba la claridad de los relámpagos por los ventanales.

Pero no había nada, sólo una ventana que se había abierto a causa del viento. Suspiró.

Se dirigió nuevamente al dormitorio, pero ya no podía dormirse, sintió nuevamente el ruido de la puerta, pero esta vez, más cerca de ella. Se dio cuenta que provenía de la habitación de pintura. Otra vez estaba frente al mismo dilema, quedarse allí o ir a ver si había algo. Decidió ir. La puerta estaba entreabierta, a pesar de que ella le había puesto llave. Era evidente, había ingresado un intruso. Abrió la puerta de manera brusca y encendió la luz. Pero nuevamente no había nadie. Miró los retratos. Estaban todos sus antepasados de frente, y la miraban de manera burlona. Se frotó los ojos. Estaba segura de que los retratos estaban pintados de perfil. ¿Qué era todo eso?, ¿Era fruto de no haber prestado atención a los retratos, debido a su imaginación, o al miedo que le provocaba estar viviendo sola en aquella casa? Las noches siguientes transcurrieron igual.

Sentía ruidos, voces, pero no había nadie. Creyó estar volviéndose loca. Por lo que un día agarró las pinturas y las prendió fuego en el patio. Vio como sus antepasados se convertían en cenizas y una lágrima corrió por su mejilla.

Todo aquello le había parecido excesivo y sintió que tal vez había ido demasiado lejos al quemar las pinturas. Qué pensarían sus abuelos si presenciaran aquella situación, que decepcionados estarían.

Esa noche caía nuevamente lluvia, y cada choque del viento contra la ventana, le traía recuerdos de los días anteriores. Sintió frío y espanto al comenzar a oír nuevamente ruidos. Vio cómo se prendía la luz de la habitación contigua. Por primera vez sintió realmente miedo. Pero ya estaba harta de todo aquello. Fue a la habitación y lo que vio la paralizó totalmente. Le parecía verse a ella misma empalidecer, las piernas nunca le habían temblado de ese modo, y su mirada nunca había mostrado tanto espanto. Vio a sus antepasados, de carne y hueso frente a ella. Uno al lado del otro, la miraban con odio. ¿Por qué Amelia?, ¿Por qué?, gritaban todos al unísono. Sus ojos desprendían fuego, el mismo fuego que ella había provocado al quemar las pinturas. Todo a su alrededor giraba, ¿Eran ellos que estaban a su lado, o ella que estaba a punto de desvanecerse? Ya en el piso comenzó a percibir el humo y vio una llama que se propagaba. Intentó levantarse, pero las piernas no le respondían, intentó gritar, pero no le salía la voz. Solo escuchaba el eco de risas rencorosas, cargadas de odio.

Varios años después remataron la casa. La nueva familia que la habitó, la encontró del mismo modo que Amelia la había visto varios años antes. Pero en la habitación de las pinturas había un único cuadro. Eran personas mayores junto a una chica de unos dieciocho años, era evidentemente el retrato de una familia. Se los veía felices y la nueva dueña decidió colgar el cuadro en la parte central de la sala. Pero nunca imaginó lo que vivirían esa noche.

VOCES por Gabriela Zavala

Apagué el despertador y luego de unos minutos tomé conciencia del día que comenzaba. Había esperado aquel momento con muchas ansias: empezar la universidad. Nunca me consideré una persona nerviosa, pero especialmente ese día lo estaba. Un nudo en el estómago daba cuenta de ello. En mi mente se planteaban miles de preguntas acerca de cómo sería el nuevo ámbito y las nuevas personas.

Comencé a cambiarme y fui al baño a lavarme la cara. Me arreglé y cuando me dispuse a plancharme mis rulos desprolijos sentí una sensación diferente, algo en mi cabeza dolía. Sin darle mucha importancia continué mi vida.

Fui a la universidad y luego de conocer personas muy amables, mis nervios se esfumaron, pero algo en mi cabeza continuaba molestando.

Al día siguiente la sensación se hizo más intensa cuando fui al baño a alisarme mis rulos. Un dolor fuerte dentro de mi cabeza punzaba mi sien, mi piel, mi cerebro. Fue allí cuando me hablaron. Voces internas y agudas me empezaron a aturdir, gritaban, sollozaban, se quejaban. Era el infierno en mi propia mente.

Pensé en algo malo que hubiera hecho y podría estar despertando mi conciencia pero nada justificaba tales voces. - ¡Maldita! ¡Asesina! ¡Jamás dejaremos de molestarte!... decían sin dejarme en paz. Yo les hablaba, les preguntaba, les suplicaba que se detuvieran.

De un día para otro mi vida cambió totalmente. Ya no había tranquilidad y el nudo en el estómago jamás se iba, me demostraba que los nervios estaban allí, que no podía tener paz. En la universidad me llamaban “la loca”, y comprendo que me veían así con razón. ¿Quién no pensaría que una chica está fuera de sus casillas cuando habla sola en plena clase, se agarra la cabeza, se queja y grita cuando todos están en silencio? Lamentablemente eso parecía, por momentos hablaba con las voces, les suplicaba que pararan, hasta alguna lágrima aparecía en plena clase. A veces gritaba sin razón cuando ya estaba saturada, tomando conciencia enseguida que todas las miradas de mis compañeros estaban sobre mí.

¿Por qué no dejaste la universidad y fuiste al médico? Se preguntarán. Lo cierto es que comencé a hablar con las voces y encontré la forma de calmarlas en el momento justo, fue como manejar la conciencia. Entonces logré escucharlas sólo en solitario. Hasta les pedía perdón, sin saber lo que había hecho. Se hicieron mis compañeras tal vez.

Luego que empecé a convivir con ellas, un nuevo problema surgió. Lo descubrí cuando fui al baño. Tal vez este sitio de mi casa estaba maldecido, pero allí me di cuenta que mi cabello estaba desapareciendo: ¿los nervios? Pensé. ¿La plancha para alisar? Dudé. Sin encontrar una miserable respuesta estallé en llanto. Me encerré en el baño y decidí no salir y allí las voces me hablaron como nunca antes. Estaban calmas, pero acechantes, se quejaban, me decían que me lo merecía y disfrutaban de mi dolor. ¿Quiénes son? ¿De una vez díganme quiénes son?... Finalmente me contestaron: somos tus rulos.

A partir de este momento debería escribir en presente, pues estoy ahora mismo redactando esta confesión. En un lugar cerrado como este hay que rogar para que te den papel y lápiz, pero lo logré por mi buen comportamiento. Agradezco que me hayan sacado del baño, tal vez me ocurrieran más desgracias.

LA PUERTA por Soledad Meiler

Abrí mis ojos lentamente, era ya de día, mi cabeza se hallaba apoyada sobre una mesada de mármol, el frío corría por mi cabeza, e iba dirigiéndose al resto de mi cuerpo. Me levanté de la silla sobresaltado, y comencé a observar a mi alrededor. Me pregunté qué hacía en esa casa, no era parecida en nada a la mía, ni a la de gente amiga, ni vecinos, ni nada… era completamente extraña, lo mismo el paisaje que se vislumbraba por la pequeña ventana de la cocina, en el había montañas rocosas, con pequeños senderos circulares rodeándolas. Me quedé perpleja unos instantes presenciando como el sol se iba marcando en las montañas cada vez iluminándolas más, y se veía como el hielo se comenzaba a derretir. Era la primera vez que veía montañas, viví toda mi vida al lado del mar.

Me quedé un largo rato en la cocina, pensando, reflexionando, las cosas últimamente no estaban bien en mi vida, había muchas cosas de las que me arrepentía, muchos errores cometidos, cosas que debía solucionar, y encima ahora estaba atrapado en esa casa extraña.

Luego de un rato de estar allí, sentí como temblaba el piso, el techo, los muebles. Eran temblores pasajeros, pero esa fuerza superior me causaba miedo. Cada vez que sentía los temblores, voces daban vueltas por mi cabeza. Mientras pude mantenerme en pie, un poco aturdido, decidí mirar más la casa. Comencé a inspeccionar más las puertas habidas y por haber en la casa. Mientras lo hacia, los temblores aumentaban de intensidad, igualmente las voces, iba de habitación en habitación tambaleando, tropezando sobre los muebles, y así encontré la sala de estar, los baños y habitaciones principales, todas vacías, al parecer hasta el momento, el único habitante era yo. Tan sólo me quedaba una puerta por abrir, esta era diferente a las demás, no tenía el mismo color algarrobo, ni estaba barnizada, más bien era una madera añeja, descolorida, y poco cuidada, con manijas antiguas. Me imaginé que podía ser un viejo sótano. Mi curiosidad me ganó, y además me apuré, porque el temblor comenzaba a abrir grietas en el piso, y las maderas se encontraban medias flojas. Abrí una puerta que daba a un largo pasillo, oscuro, y en el fondo una mesita desteñida, llena de tierra, con un velador antiguo prendido, con telarañas colgando alrededor, que alumbraba pobremente el espacio. Me pregunté desde cuando estaba prendida esa lámpara, tal vez desde una eternidad, también pensé si alguna vez alguien además de mí había entrado allí, ya que el pasillo estaba muy sucio, había telarañas colgadas del techo que me rozaban la cabeza, y las tablas del piso estaban muy gastadas y llenas de polvo también. La casa brillaba de tanto resplandor, pero al meterme al pasillo, la obscuridad abundó, a causa de no haber ventanas en él, tanto que parecía que allí era de noche. Comencé a caminar rápido, los temblores eran espeluznantes, encontré una puerta a mi derecha a pocos pasos, también vieja y desteñida, tal vez era una habitación y encontraría a alguna persona, era reconfortante pensar que alguien más estaba conmigo allí, eso me hacía sentir que no estaba tan solo.

La primera puerta se abrió, más fácil que la anterior, mis ojos no podían creer lo que observaban, había otro pasillo, oscuro y muy frio. Se veía un living de fondo, había una mesa rectangular de algarrobo, una sola silla, y perpendicular a la mesa, una puerta vidriada que daba a un patio, donde claramente se notaba que era de noche. La luz exterior del patio alumbraba el pasto tornándolo de un color verde esmeralda. Entré, el temblor allí dentro había cesado, al igual que las voces. Mire el lugar, era confortable, era un ambiente cálido, miré la mesa, y se encontraba llena de aperitivos deliciosos, mis preferidos, tabla de fiambres, mesa con frituras, jamón ahumado, y el vino que siempre me deleitaba. Pensé en sentarme y comer, pero me sentí extraño, el lugar, el ambiente, todo me atraía, pero los problemas comenzaron a atormentarme y las voces se volvieron más potentes tanto que sentía que mi cabeza iba a explotar. La pregunta era, ¿dónde estaba, y quien había puesto al alcance de mí esas exquisiteces? ¿Alguien que me conocía me estaba esperando? ¿Porque aquí era de noche si afuera en la casa era de día? Muchas preguntas me hicieron dudar… el miedo se apoderó de mi, y salí, así como hacía unos minutos había entrado.

Volví hacia el pasillo, el terremoto era feroz, estaba sacando sus dientes, el piso tenía enormes grietas, la tierra se estaba abriendo cada vez más. Esa fuerza brutal me intimidaba el alma, sacudiéndome, zamarreándome, haciéndome sentir insignificante y frágil. Apurado seguí hasta el fondo del pasillo, las voces aumentaban y ya eran gritos desgarradores retumbando en todo mi ser. Encontré otra puerta, me frené de golpe de lo apurado que estaba, y me detuve a escuchar… Las voces se callaron, ahora se sentían bajas, eran cuchicheos, susurros, y provenían de esa última puerta. Caminé sigilosamente, no quería que me escucharan, pegué mi oreja bien contra la puerta, seguía oyendo gente, hablando muy bajo, no se les entendía nada. ¿Había gente escondida? ¿Serían los dueños de la casa? Pero si lo eran ¿por qué estaban allí, es que algo malo pasaba afuera? Las dudas y los temores me abrumaron, el piso cada vez era más intransitable, entonces decidí abrir la última puerta de ese largo pasillo. Estaba entregado, pensaba en cómo les explicaría qué estaba haciendo allí, capaz pensarían que soy un ladrón, y querrían reportarme a la policía. Ya no importaba, en cuestión de segundos todo terminaría. Abrí la puerta, era un armario lleno de sacos, camperas, tanto de mujer como de hombre, puestas en diversas perchas. Las voces cada vez las sentía más cerca. Moví las perchas y detrás en el fondo del armario, encontré una manija pequeña, gire la perilla, y de pronto una luz enceguecedora cubrió mis ojos, una fuerza me rodeó y me animó a caminar, primero agachado, porque el corredor era de poca altura, después me fui incorporando. Sentí una extraña sensación en mis pies, estos se desprendieron del suelo y comencé a flotar, era una sensación estremecedora pero increíble, las voces se habían ido de mi, miré hacia abajo… se veían nubes, muchas de ellas, de repente algunas se corrieron y pude observar montañas, parecían de terciopelo, era una belleza inquietante, un hermoso engaño, el sol hacía que mis ojos se entrecerraran, era una helada tarde entre los picos montañosos, y yo flotando allí, un poco de dulzura a la espera de un amargo fin.