TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


VERÓNICA ALVA

 VIRTUS

A todos nos desconcertó la historia que nos contó la abuela sobre la muerte de su única hermana, Adela, la curandera del pueblo. Cuando falleció, su cuerpo exhalaba un perfume exquisito, "olor de santidad", dijo la abuela.

Lo cierto es que todavía nadie conoce del asunto. La sepultaron inmediatamente. Prefirieron callar por tratarse de algo tan insólito y, sobre todo, para evitar que profanaran el cuerpo.

Me obsesionó la idea de comprobar si fue un hecho concreto, y no una alucinación de mi familia. Si fuera santa, quizá podría curar mi mal. Desde pequeña percibo olores que no existen, dicen que son alucinaciones olfatorias. Es terrible, a veces el sentido del olfato repercute en el del gusto y comer se vuelve desagradable.

Esperé una noche sin luna, una noche ideal para tan macabra operación. Cargué mi mochila con una linterna, un hacha y otras herramientas que pudieran servirme. No sería fácil.

Me dirigí al cementerio, trepé el paredón más alejado del pórtico principal y salté hacia el interior esperando que no me viera el sereno. No me preocupaba demasiado, dicen que cada noche bebe hasta emborracharse porque asegura escuchar lamentos que ya no soporta.

Una vez adentro, encendí la linterna, me costó franquearme paso entre las tumbas. Todo se veía siniestro; las cruces, las esculturas, los panteones colosales.

Encontré el panteón de la familia. El mármol estaba helado y los ojos del ángel de la puerta me observaban vacíos. Tenía llave, se la saqué a mi abuela. Cuando entré, sentí pavor, un escalofrío recorrió mi cuerpo. Divisé el ataúd de Adela y acomodé la linterna. Comencé a dudar de lo que estaba a punto de hacer, pero la curiosidad fue mayor. Tomé coraje y empecé a dar hachazos cada vez más fuertes, hice palanca entre la tapa y el resto del ataúd hasta que logré abrirlo.

Una ola de suavísima fragancia empezó a inundar el lugar, olor a flores: rosas, jazmines, nardos. Allí estaba Adela.

Antes de darme cuenta, mi cara estaba a escasos centímetros de la suya; cuando me reconocí, retrocedí atónita. Me incorporé rápidamente y tartamudeé unas palabras imprecisas.

Nos quedamos un instante mirándonos. Sentí por fin el verdadero horror. Una de las dos es falsa.


MARÍA BELÉN GARRO

DOLOR DE CABEZA

Ya con solo sentir los pasos torpes y pesados desde el piso de arriba descender por la escalera, sé que esa noche no ha podido dormir absolutamente nada. A los pasos torpes le siguen unas ojeras como dos manchas en una pared blanca, tan marcadas que son imposibles de sacar. Y a las ojeras le sigue un despojo humano envuelto en una bata gruesa, un intento de ser vivo que desfila delante de mis ojos, ignorando por completo mi presencia.

Encojo mis hombros hasta tocar mis orejas, acercando la nariz aún más al vapor que despide la taza de café todavía muy caliente para tomar. El frío es insoportable, el diario del día anterior reposa bajo mi codo en la barra de la cocina, y sin embargo, aunque me había levantado con la idea de hojearlo antes de tirarlo a la basura y esperar la nueva edición, no era capaz de quitarle los ojos de encima a mi mujer, o a lo que yo pretendía que era mi mujer. A esa mujer, que ya por los pasos podía reconocer que otra vez no había logrado conciliar el sueño, y que seguramente en algún punto de la noche se habría despojado de mi abrazo en la cama para pasarse la madrugada en el estudio al final del pasillo.

Arriba se siguen escuchando ruidos secos, de inmediato me doy cuenta que no es solo ella la de los pasos pesados.

Un atropellado ruido de tazas y un vapor sutil de café cortan con mi afán de observarla fijamente y me hago el distraído cuando se sube a una banqueta de la mesada. Presiento que, por primera vez en el día, va a dirigirse hacia mí. Sale de sus labios secos un balbuceo ronco, tan bajito y desafinado que con mucho esfuerzo lo interpreto como un “Buenos días”.

–Buenos días –digo apenas y tomo un sorbo largo y ruidoso cuando considero que el café ya está listo para tomar. 

Las ojeras de ella se me clavan tanto en el corazón que decido bajar de mi lugar y rodear la mesada para poder darle, al fin, mi rutinario abrazo de buenos días. Hacía ya una semana que se había vuelto un hábito esperarla que baje a desayunar para darle un abrazo y simplemente dejar que en algún momento me dijera qué es lo que estuvo haciendo la noche anterior, que otra vez no pudo dormir. Su informe no se hace esperar. 

–Creo que al fin lo tengo –susurra sin gesticular y yo ya sé de memoria lo que sucede a continuación–. Se me ocurrió casi unas horas antes de que despertaras, pero creo que al fin pude encontrar algo.

–¿Algo cómo qué, Angélica?

No quiero soltarla y que vea mi cara de monotonía. Me estiro para alcanzar el diario y vuelvo a mi lugar, abriéndolo y fingiendo que lo leo.

–Algo que me sirva, al fin se me ocurrió una idea para poder escribir, te aseguro que esta vez no te va a molestar.


Y así sucedía día de por medio desde aquel fatídico suceso que mejor no recordarlo, porque bien sabemos yo y los neurólogos que esa sensación que dejó el olor a hospital y la ropa de bebé vacía, supone la raíz de los impulsos y la carencia mental de Angélica; un día aún más escarchado y gris que el de hoy, que se conserva nítido y fresco en la memoria de mi mujer y que la une para siempre con la escritura y las palabras, a fin de volver a encontrarse con su pequeño hijo en alguno de sus renglones.

Cuánto quisiera que esta historia terminara en un simple trauma, en unos meses de terapia y en un volver a intentarlo cuando nos sintiéramos listos. Porque al estrés y a sus simples noches de insomnio la acompañan los numerosos estragos que la “migraña del escritor” ha comenzado a causar. Dolores de cabeza tan desgarradores y destructivos que solo ella logra saciar con el ruidito persistente de las teclas de la computadora encendida toda la noche, un efecto que las pastillas no pueden igualar. Pasan los días (Dios sabrá cuántos días han pasado), y el afán de Angélica de encontrar la historia perfecta, una que logre acabar con los martillazos de su cabeza se ha vuelto cada vez más incontenible, de modo que no puedo tomarlo a la ligera. 


El día de hoy, como viene sucediendo, ella se deja abrazar y yo ruego que lo que sea que haya creado en la noche anterior no me ocupe tanto tiempo y, sobre todo, no quiera destruirnos. Esta vez me mira impaciente, como quien ha comprado un regalo y no puede aguantar a contarle a su destinatario lo que le tiene destinado. Espera mi reacción, diferente a la de ayer, y a mí ya se me han agotado las caras. 

No quiero preguntar nada, no mientras allá arriba sus renglones siguen caminando y golpeando cosas del estudio, del dormitorio o del baño (no sé por dónde se encuentra y tampoco quiero saberlo), y mientras debajo de la mesa del living yo escucho balbuceos y risas finitas, vaya a saber uno de quién son. 

Volteo mi cabeza hacia otro lado y veo cómo los bordes de las cortinas están estirados y hechos jirones, y las puntas del sillón donde me siento a trabajar se encuentran un poco mordisqueadas. Terminamos el desayuno en total silencio, quizás ella un poco dolida por mi desinterés, mientras yo finjo estar enfocado en el mapa mental de las cosas que debo hacer. Dejamos las tazas y cuando subimos hasta el cuarto, me avisa a que irá a bañarse. Yo voy a revisar el armario en busca de una camisa. Lo abro de par en par y noto que faltan algunas cosas, otras están volteadas, hechas un bollo o simplemente recortadas. Advierto que la ropa de bebé, que antes ocupaba su debido cajón, no está por allí ni por algún lado del armario. Paso la mano por los bordes de madera barata, la película de polvo que se despide al soplar la base confirma mis teorías: hace mucho tiempo que ha desaparecido de ahí y yo no he tenido el tino de darme cuenta. Sería muy raro que con la obsesión de Angélica, ella no se hubiese dado cuenta de que faltaban. Cierro el cajón, definitivamente si no me ha dicho nada, es porque ella las ha sacado de ahí y las tiene guardadas consigo en otro lado. 

La camisa que tenía en mente hace unos segundos desaparece de inmediato y en su lugar solo tengo la clara idea de devolver toda la ropa a donde corresponde. El pasillo hasta el estudio se me hace largo y propio de una de esas películas de terror donde el protagonista se acerca a su final acompañado por una música tétrica. Me detengo antes de entrar (¿es mi impresión o la puerta es mucho más alta?). Del otro lado escucho varios susurros, sé que saben que un intruso está por entrar y se arrastran hasta la ventana. Angélica no planea tardar mucho y yo necesito devolver toda esa ropa con la mayor discreción posible. La puerta se abre sola, dentro de la habitación me miran expectantes y preocupadas las poesías de mi mujer, largas hasta el techo y silenciosas como espectros. No me dicen nada, yo tampoco pienso dirigirles la palabra. 

Las ventanas del cuarto no deben haber sido abiertas desde hace bastante tiempo, a juzgar por el olor a encierro y humedad. El techo está atestado de esos bichos que no me quitan la mirada de encima y cada tanto simulan sumergirse, pasando por mi lado. Espero que mi esposa haya estado escribiendo esta vez textos pacíficos; se pone realmente complicado en sus días tristes. En la habitación hay hasta lo que uno no podría imaginarse, papeles impresos, encuadernados sin terminar, todas las tazas que faltan en la cocina, los platos de todas las cenas que prefería comer a solas, almohadones tirados en el piso, servilletas de papel usadas, libros arruinados. Qué desgracia para mí que la ropa no está sobre el simple escritorio ni sobre la estantería con libros. Ni siquiera un babero arrugado. Las poesías me rodean cortando el paso, supongo que ese es su lugar y no deben estar muy contentas de verme ahí. No tengo el tiempo para leerlas como suelo hacer habitualmente, cuando decido hacerlas desaparecer. La puerta se cierra sola cuando salgo, justo cuando escucho cerrarse la perilla de la ducha. Me da tiempo a volver a la habitación y disimular vagamente que estoy buscando la bendita camisa en mi armario. 

–¿No te vas a duchar? –saco la camisa y la veo preparando su ropa en la cama mientras me mira. 

La tranquilidad me invade y me despoja los hombros de todas las sombras de su estudio, de sus ojeras y su decadencia mental. Al otro lado de la cama ella se quita la toalla gruesa, se viste ignorando por completo mi mirada. Tiene la cara y el cuerpo desnudo, colorados por el vapor de la ducha, la panza de nuevo plana y vacía. Sus pelos alborotados aun mojados me dibujan una sonrisa sin darme cuenta y recuerdo por qué todavía no pude renunciar a ella. Angélica me mira para disimular, se pone las medias de lana, la pollera larga y el pullover mientras yo rodeo la habitación para ir a darle otro abrazo. Quizás tendría que haberle preguntado sobre qué estaba escribiendo y transmitirle un poco más que una cara de cansancio.

–¿Te vas a ir a duchar? –vuelve a preguntar entre mis brazos.

–Hace mucho frío, creo que lo voy a dejar para la noche. No me dijiste qué estuviste escribiendo. 

Quiero seguir escondiendo la cara en el cabello húmedo, pero me saca de mi trance deshaciendo mi abrazo. Yo, sorprendido, la miro y ella toma la toalla.

–¿Qué cosa? 

La observo sin soltarle los hombros. No entiendo si estamos hablando de lo mismo o si quedó otro tema pendiente en la cabeza del otro.

–Me dijiste que estuviste toda la noche escribiendo algo.

–Yo no te dije eso –mis ojos se abren como dos ventanas–. Te habrás confundido, dije que estuve toda la noche leyendo y al fin lo terminé, terminé el libro. 

Me deja allí solo y se va a colgar la toalla que había usado. Podía jurar que en el desayuno me había dicho que estuvo toda la noche escribiendo. Es más, puedo jurar que con los dolores de cabeza tan fuertes de Angélica, es imposible que pudiese leer algo por más de dos minutos.

Me saco las pantuflas y la ropa del pijama. No puede ser posible que con la atención que me esfuerzo en ponerle a Angélica, me hubiese confundido. Tampoco es coherente que mi mujer me evada o me mienta.


El día transcurre casi desapercibido y olvidable a mi parecer. Esa noche, las dudas simplemente me invaden. Otra vez me encuentro caminando con mi mujer por el pasillo de la clínica. Sus hombros tiemblan cada vez que llora y yo a duras penas puedo sostenerla con un brazo mientras nos dirigimos hacia el auto. Susurros inconfundibles se escuchan a nuestras espaldas, puedo adivinar por el inconfundible tono que se trata de aquellos que se esconden en el estudio de Angélica o debajo de las mesas, y que por la noche salen a dar vueltas por la casa, estirando las cortinas y destruyendo los bordes de mi sillón. Siento un vacío entre mis brazos, Angélica no se encuentra caminando conmigo. Ellos la rodean y la abrazan, le entregan baberos, bodys de colores, medias tejidas y chupetes que ella acepta sonriendo, agradecida y feliz. 

La puerta del estudio se cierra y un frío en la espalda me despierta. La oscuridad y el silencio del cuarto me abrazan mientras tanteo el otro lado de la cama. Como de costumbre, mi mujer no está durmiendo conmigo. Suspiro y vuelvo a acomodarme para seguir durmiendo. No es diferente a otra noche, yo suelo despertarme, noto que ella no está y a veces voy hasta la puerta del estudio a preguntar si necesita algo. Los primeros días se me hacía una rutina inquebrantable el despertarme a determinadas horas para poder vigilar el estado de mi esposa, pero con el tiempo y las sombras rondando por la casa entendí que era mejor hacerse el dormido. Y así pienso hacer en este momento.

Justo en el momento en que acomodo las mantas para volver a acostarme, un grito corta la casa entera. Mi cuerpo queda unido a la cama y me vuelvo más blanco que las sábanas. El corazón me da tantas patadas que presiento que ha entendido antes que yo la urgencia de salir corriendo. Sin embargo, no me muevo de mi lugar por el solo hecho de que estoy entendiendo todo. El llanto prolongado de un bebé, que le sigue al grito, me hace entender de golpe la ausencia de la ropa en el armario, la insistencia de las poesías por hacerme salir lo antes posible y el anonimato de lo que mi mujer estuvo escribiendo. 

El llanto de bebé se siente cada vez más cerca, mientras desfila por el pasillo hasta llegar al dormitorio. Yo comienzo a comprender, como un baldazo de hielos y piedras, que las migrañas de Angélica por fin han terminado.


SOFÍA BELTRAMO

CANTOS SECRETOS

Estaba llegando tarde, otra vez. Los viejitos se me iban a enojar. Eran las 7.55, entraba a las 8 y eran 20 cuadras a pie. Estaba jodida. Era mi último mes, así que me lo perdonarían.

Recuerdo que ese día llegaba una nueva señora al asilo, ellos estaban tan contentos, toda compañía es buena en esos lugares. Según me habían dicho, venía de La Falda. ¡Cómo me gusta La Falda! Más no me dijeron. No sé si es porque no podían decirme o porque no lo sabían. Desde que nos anunciaron que iba a venir, una sensación rara me invadió. Como soy un poco vergonzosa con las personas que no conozco, supuse que eran nervios.

Cuando llegué, ella ya estaba ahí, hablando con los demás, parecía un poco tímida. Me hizo acordar un poco a mí. De lejitos la escuché hablar. Su voz era tan dulce que enseguida pensé en lo lindo que sería escucharla cantar.

Al día siguiente llegué a tiempo al asilo. Entre presentaciones y guías por el lugar del día anterior, todavía no había podido conversar tranquilamente con Mora, la nueva viejita. Mora, Mora, qué hermoso nombre. No como el mío, Morgana.

Apenas despertó, la invité a desayunar. Era tan adicta al mate como yo. Así que preparé un buen mate amargo con unas galletitas y, entre mate y mate, empezamos a charlar. Teníamos muchas cosas en común. Además del mate amargo, el rock nacional (nuestra debilidad era Cerati) y la literatura, también nos gustaban las mismas películas. Fue raro y divertido encontrar a alguien tan parecida a mí. Ese día hablamos mucho. Recuerdo me contó que Mora no era su verdadero nombre, pero que el de ella no le gustaba, así que se quedó con Mora porque le gustaba cómo sonaba, que de niña se había caído del caballo en el campo de su papá, y que por eso ahora les tiene miedo a esos animales y que le gustaba mucho viajar, especialmente por Argentina.

En esas últimas semanas juntas se nos fue haciendo rutina desayunar con mates y galletitas hablando de todo un poco. En una de esas charlas le conté que no me quedaba mucho trabajando en el asilo. Cuando ella me preguntó el por qué, en su mirada sentí que ya sabía la respuesta. Le dije que me iba a vivir a La Falda, que había conseguido un trabajo allí y que siempre fue mi sueño vivir en esa ciudad. Ella me habló de cómo es la vida allá y me dio unos tips para que no pase lo que ella pasó. Escuché todo atentamente, tratando de memorizar cada detalle de lo que decía.

En mi último día en el asilo me organizaron una fiesta de despedida. Había mates y torta, muchas risas y algunas lágrimas. Tres años con ellos no es poca cosa. Cómo extraño a esos viejitos.

Antes de irme, todos se despidieron y dijeron palabras súper dulces y tiernas, no voy a negar que terminé hecha un mar de lágrimas. Pero Mora dijo algo que me quedó resonando en la cabeza:

- Tenés una voz preciosa, animate a cantar –me miró a los ojos y sentí como si me leyera el alma–. No terminemos en un asilo otra vez.

Al llegar a La Falda, todos empezaron a confundir mi nombre. Luego de un tiempo dejé de corregirlos y me quedé con ese porque, a pesar de todo, me gusta como suena.



VALENTINA BIAZZI

 ANUNCIOS IMPORTANTES

Abrí la librería a las 07:30 a.m como suelo hacerlo de lunes a viernes, maldije la cerradura de la antigua puerta de roble por lo mucho que cuesta abrirla. Mis manos ocupadas por el termo azul de café, mi libreta y mi bolsa de bizcochos para compartir con Bruna, no facilitaban el trabajo.

Bruna es la dueña de la librería más hermosa que conozco, nos conocimos hace tres años cuando entré a buscar el libro que me faltaba para completar mi colección de Harry Potter. Me contó sobre su esposo Antonio, un amante de la lectura, dueño de la librería, quien había fallecido hacía tan solo un mes. Ella, con 78 años, decidió continuar con el sueño de su esposo y llevar adelante la librería. Continuó diciéndome que se sentía perdida, que para ella sola era demasiado trabajo, por lo que me ofrecí a ayudarla sin ningún problema (vale aclarar que tener mi propia librería siempre fue mi sueño, trabajar allí sin dudas estaría cerca de cumplirlo). 

Adentro me esperaban siete cajas con el pedido que realicé la semana pasada para reponer el stock (el hecho de ordenar libro por libro en las estanterías me emociona demasiado). Pasé la mañana completa ordenando, limpiando estanterías y haciendo control de stock. Luego saqué de mi mochila mi almuerzo, y mientras comía advertí que Bruna no había llegado, pero al chequear nuestra pizarra de “Anuncios importantes” leí su nota en la que me avisaba que llegaría para el turno de la tarde. Hacíamos horario de corrido, desde las 08:00 hs. hasta las 19:00 hs. No era algo que me molestara, ya que amaba estar en la librería y me sentía como si estuviera en casa, pero al ser invierno y un día lluvioso, no había mucho movimiento de gente.

Decidí comenzar a leer uno de los libros nuevos que había acomodado en la estantería 28 esa mañana, para matar el tiempo. 

El título del libro me atrapó de inmediato: “Me esperas”. Comencé leyendo las primeras páginas y sin darme cuenta, luego de dos horas seguía sin poder sacarle los ojos de encima. 

Quedé profundamente enamorada de la historia, pero aún más del personaje principal cuyo nombre no se menciona en ningún momento. Se trataba de un joven alto y muy delgado, su cabello era castaño, sus ojos marrones, su cara pintada con alguna que otra peca acompañadas por una sonrisa hermosa; sus brazos tenían tatuajes muy delicados y era amante de la ciencia ficción, tanto como yo. Se sentía incomprendido y solo, tanto como yo. 

De repente el clima se puso furioso, el viento hacía que la lluvia chocara sólida contra los vidrios de la antigua puerta de roble, generando un corte de luz. Tuve que dejar mi lectura e ir por mi linterna al depósito, me costó encontrarla por la oscuridad, pero al hacerlo la dejé caer por el sonido de la campanilla de la puerta, eso significaba que alguien había ingresado. Estaba parado en la puerta junto a su paraguas verde, tal y como el libro lo describía.


JULIETA BITTI

CARTAS OCULTAS

Trabajo desde hace algunos meses en una editorial, por el momento no somos muchos los empleados, debido a que se trata de una editorial nueva y no es aún muy conocida.

Como somos pocos, trato de llevarme bien con mis compañeros y podría decirse que ya tengo algunos amigos aquí, uno de ellos es Luciana, quien ya es mi mejor amiga. La conocí unas semanas después de que empecé a trabajar. 

Al comienzo era muy reservada y no hablaba con casi nadie, así que un día decidí acercarme a ella. Era muy tímida al principio y no hablaba mucho, pero a medida que fueron pasando los días fue tomando más confianza y con el tiempo nos hicimos grandes amigas.

Me contó que no era de la ciudad, que venía de un pueblo no tan pequeño que queda a muchos kilómetros de acá, además que está casada y tiene un hijo llamado Lucas, pero su marido y su hijo todavía no se mudaron a la ciudad.  También me contó que tiene una hermana gemela que está enferma y se encuentra internada en un hospital, con la cual no hablaba, hasta que hace un mes recibió una carta y desde entonces han estado comunicándose. Además creo que pronto mi amiga planea ir a verla y de paso ir visitar a su familia.

Cuando llego a mi lugar de trabajo, observo que el sitio de Luciana está vacío, lo cual me parece raro, ya que ella por lo general suele llegar antes y esperarme con un café para ponernos al día.

Decido esperar y, mientras ponerme a trabajar. A medida que van pasando las horas mi amiga no viene y tampoco me ha llamado o mandado algún mensaje.

Empiezo a preocuparme. Había notado que desde hace varios días está rara, ha estado muy inquieta, nerviosa y con cambios repentinos de humor, quizás le pasó algo, será mejor que la llame.

Le marco a su celular, pero no me contesta, pruebo varias veces y obtengo la misma respuesta, nada. Preocupada decido buscar el número de su marido y llamarlo.

- Hola buenos días, ¿hablo con Marcos?

- Hola, sí. ¿Quién habla?

- Soy Ana, soy amiga de Luciana y trabajo con ella en la editorial, ¿de casualidad sabés dónde está ella? porque hoy no vino a trabajar.

- Ana, esto creo que se debe a un error.

- No lo creo, ella me dio tu número en caso de emergencia.

- Te repito que esto es un error, ya que mi esposa se encuentra internada desde hace varios meses y además ella nunca trabajó en una editorial. ¿A no ser que…? No, es imposible.

- ¿De qué estás hablando?

- Nada, nada cosas mías. Tal vez te equivocaste de nombre o de persona.

- Ehhh sí, quizás me confundí, adiós.

Confundida, me dirijo al escritorio de Luciana y decido hacer algo que sé que no corresponde, pero la situación lo amerita: buscar la carta de su hermana. Vaya sorpresa me llevo al descubrir que está dirigida a otra persona, lo cual me deja atónita. La preocupación me lleva a dar un paso más y empiezo a leerla, tratando de comprender.

A medida que avanzo línea tras línea no puedo creer que esto esté sucediendo, ¿todo este tiempo fui engañada?

No, esto no puede ser, esto no es cierto. ¿Quién es la persona con la que estuve trabajado estos meses? ¿Y quién se supone que es mi amiga en realidad?


VICTORIA PERETTI

CARTAS

Paulina miraba por la ventana y suspiraba. La manera en la que llovía hizo que recordara las cartas. Las buscó en el cajón de su mesita de luz, al lado de la cama. Las encontró junto a unas fotos que había guardado allí para que, de alguna manera, quedaran sepultadas en el olvido. Las comenzó a releer buscando respuestas, a ver si algo podía explicarle por qué Martín no quiso seguir con ella.

Encontró, sin embargo, una carta diferente, una carta escrita por ella misma, pero que jamás envió. Allí explicaba algunas cosas que, al releerlas, lograron que ciertos recuerdos regresaran a su mente.

Comenzó a visualizar sus recuerdos como en una especie de portal en la pared que se encontraba en frente. Se veía a sí misma, veía a Martín y cada uno de los momentos que compartieron juntos. Comenzó a llorar y a gritar de manera desconsolada, nada podía calmarla. Su corazón palpitaba con fuerza.

Al oírla, una encargada ingresó a la habitación, le quitó las cartas y las fotos de sus manos y le dio un sedante. La recostó en su cama y Paulina se quedó dormida, junto a ella ese portal se cerró. Sus palpitaciones bajaron, y al despertar estaría mejor.

Hacía ya quince años que llevaba internada por intentar matar a Martín en un ataque de locura, para luego intentar suicidarse y así poder vivir juntos por la eternidad.

Quince años en que aquel recorte de diario, primero arrugado en un puño y luego vuelto a estirar para ser doblado y guardado en un sobre, titulaba: Grave denuncia contra el empresario Martín Dellepiane. Se lo acusa de intentar homicidio contra su esposa, madre de cuatro hijos. Aún no se ha dado con el paradero de la misma, ni encontrado el eventual occiso.

Un sobre que, quizás, nadie descubriría hasta que Paulina, por fin, cumpliera su objetivo. Tan colmados de cosas se encuentran siempre los tristes muebles de las cárceles.


TANIA CIPRIANI

CASA DE MUÑECAS

Llego a la casa por fin, hacía tiempo que le debía una visita a mamá y qué suerte que vine, las cercas del jardín de la entrada necesitan pintura y el pasto ya debería cortarse, mamá siempre tan olvidadiza...

Entro sin llamar, la casa no parece tan grande ¡ay, la memoria y sus caprichos! Me cuesta hacer coincidir esta escenografía con la de mis recuerdos, quizás el polvo, quizás el olor a humedad. Al subir siento ese rechinar de la escalera, siempre estuvo un poco desvencijada, mamá promete arreglarla cada año y después lo olvida, así es mamá...

En mi habitación la casita de muñecas aún está rota, fragmentada por todo el piso y eso me entristece, quizás sea una buena idea repararla, me entrego a la tarea casi sin pensarlo, como atraída por una fuerza que promete redimirme. Acerco las partes formando a mi alrededor un círculo confuso e inconexo, comienzo por las cercas rotas que son muchas, la puerta de la casita también está partida, no recuerdo haber dado un portazo, la escalera es sin dudas la parte más difícil de la restauración, con una delicadeza de relojero logro que esas miniaturas vuelvan a tener sentido, siento que son capaces hasta de soportar mi peso y sonrío sintiendo paz. A fuerza de pegamento y tenacidad avanzo por las minúsculas habitaciones con un deseo afiebrado de sellar para siempre esas ligaduras y ¡sí! lo consigo. Las partes se vuelven una, un aroma inconfundible desde la cocina me obliga a bajar, mamá no se ha olvidado de preparar mi tarta preferida, en la mesa del comedor el café con leche está caliente y azucarado, la transparencia de las cortinas dejan filtrar la tibieza del último sol de la tarde.

Ya va siendo hora de irme, me acerco a la habitación principal para despedirme de mamá, siempre está helado este cuarto en el que me cuesta respirar, el aire es espeso con ese eterno olor a rosas y azufre al que nunca me acostumbro, miro a mamá descansar hundida entre las sábanas blancas, tan blancas como ella, está tan flaca ¡ay mamá y su memoria! sus uñas no mienten, ha olvidado cortarlas. 

Debo limpiar las telarañas, quizás ya no lo recuerde pero mamá le tenía terror a las arañas.

 

STEFANÍA HEREDIA

PUERTAS VAIVÉN 

Dijeron que este tratamiento es experimental, en julio entré en remisión. Como cada  mes estoy aquí postrado en esta cama en la misma habitación, solo cambian los números en la puerta pero la habitación siempre es la misma. Al ingresar se encuentra la antesala donde, todo aquel ajeno a mí, debe dejar sus pertenencias y realizar el protocolo de higienización y desinfección para poder ingresar. Después de las puertas vaivén blancas, esta mi habitación. La cama, al principio era cómoda,  ahora ya me da lo mismo. Los aparatos se encuentran a mi izquierda, y a mi derecha la mesa de luz con las pastillas junto a la botella de agua.  A unos pasos, está el sofá cama, parece un diván de psicólogo,   donde duerme ella,  cada movimiento allí es ruidoso, de todas formas ella duerme conmigo.  Las ventanas grandes y reciben mucha luz natural, aunque los barrotes (o y las gruesas cortinas) oscurecen el interior, recordándome que esto es un aislamiento. Una vez mi vieja encontró una pluma, todavía no sabemos cómo llegó aquí, cree que un ángel vino a visitarme, para mí entró por un pequeño respiradero que hay. Entresueño  a lo lejos escucho el llanto de un bebé, que raro por este sector y en esta época, me acuerdo de mi hijo Camilo y me pregunto qué estará haciendo, dos días sin verlo es una eternidad. El miorrelajante está haciendo su efecto. Las puertas vaivén tienen un sonido muy particular que cuándo se abren parecen avisar que alguien viene. Como yo estoy de espalda me quiso abrazar por detrás para sorprenderme pero la panza al tocar mi espalda primero la delató. Giro para verla, le doy un beso y puedo observar su expresión en el rostro, es hora. La doctora de la guardia nos dijo que son contracciones pero no las suficientes para ingresarla en una habitación. Para calmar la tensión decidimos dar una vuelta por la plaza del centro, hoy están los artesanos. En el paseo sobran las palabras.  Los dos tomados de la mano, llevo el bolso  colgando, y ella toca el vientre, mientras tomamos conciencia de que éste será el último paseo de dos, la próxima vez Camilo estará presente. Ya en casa, sólo nos queda esperar. Para calmar los nervios juego en la computadora, de reojo observo lo que ella hace. Parece tranquila y segura, aunque  acomoda lo acomodado, barre lo que ya está limpio, repasa una y otra vez para cuando regrese; charlamos mientras tanto de cómo esperamos que salga todo, sólo nosotros dos, después del parto le avisamos a la familia. Con las contracciones más seguidas pero sin titubear me dice “- mi amor, ¿por qué no intentas dormir un rato?, uno de los dos debe estar bien descansado para después”. Sin más, le doy un beso y hablo directo a la panza “- pórtate bien, no la hagas renegar mucho a mamá”. Desde lejos sigo escuchando los movimientos que hace, ahora la percibo un poco más nerviosa.  Cierro mis ojos e intento descansar, a lo lejos escucho el llanto de un bebé, qué raro pensé, serán las ansías que nazca. Estoy cansado  de estar acá me quiero ir a casa, ya me agota psicológicamente tener que volver. Tengo  todo listo para el arreglo de la pileta, pero capaz que necesite un poco de ayuda, todavía no tengo fuerzas. Me preocupa mi viejo que duerme en la camioneta desde que llegamos y con las hernias que tiene en la espalda sé que no le hacen bien, pero el viejo es porfiado. Con el oxígeno puedo respirar un poco mejor, me calma la molestia en el pulmón, trato de disimularlo pero ella se da cuenta, está en todo y me conoce demasiado. Ahora están mis viejos y ella, me cuentan que en un rato llegan mis hermanas a verme. Me colocan de nuevo el miorrelajante me siento incomodo, la molestia en el pulmón es cada vez mayor y tengo toda la piel brotada por el sarpullido y las úlceras en la boca, mis energías están limitadas pero a pesar de eso me siento bien. Intento apagar mi mente, pero es mi cuerpo lo que se ha adormecido.  Escucho todo lo que pasa alrededor, noto la puerta vaivén, personas que entran y salen, pierdo la noción del tiempo. En un momento escucho la voz de mi hermana, la del medio, me anclo en su voz tranquila y serena para aferrarme a la cercanía en el espacio que me rodea. Me habla de seguir luchando, de qué no pierda la fe ni la fuerza. Mi cabeza se va de nuevo con la puerta vaivén. Ahora percibo la voz de la más grande pero hay algo raro, ella no sabe disimular. Hago todo lo posible para que mi cuerpo me responda y tenga un dejo de reacción, intento con todas mis fuerzas emitir un sonido, realizar algún movimiento, pero sólo consigo que ellas se asusten y traten de tranquilizarme. Llega la enfermera y me duerme otra vez. Toda la noche en vela, ella estuvo haciendo trabajo de parto sin saberlo, la doctora está asombrada, ella está lista desde hace toda una vida, parece. Traspasan las puertas vaivén para llevarla a la sala de parto y yo me preparo para ingresar. Me encuentro entre el limbo del sueño y la vigilia, estoy desorientado y pierdo la noción del tiempo.  Mi cuerpo ya no responde. Retengo la imagen en algún momento de querer sacarme los cables y el oxígeno, ella desespera por contenerme. En la habitación se encuentra  ella, escucho que de las puertas vaivén ingresan mis padres, sólo estamos nosotros cuatro. De un momento para otro siento un sacudón y mi cuerpo se descontrola, como si no fuera mío. Ya no puedo respirar, el aire no me alcanza, siento que me asfixio y comienzo a convulsionar, escucho a mi madre llamar a los gritos a las doctoras y enfermeras que llegan corriendo a contener el ataque, intento pero ya no puedo, es más fuerte que mi voluntad. La escucho llorar “- no llorés mi amor,  estoy acá”. Se escucha el llanto del bebé.  

 

LEONARDO IBARRA

CAMBIO INESPERADO

Y estamos acá, a un mes de habernos casado, pero la verdad que no la siento cercana, ni siquiera lo sentí en la luna de miel. Cada vez que ella se acerca a abrazarme dejo los brazos en peso muerto y no siento la necesidad de responderle, pero no sé por qué. Sé que soy yo el problema, ella es muy cariñosa y atenta, también demostrativa.

Al volver a Buenos Aires a nuestra hermosa casa, cada uno comenzó su rutina. Catalina en sus horarios de clases, ya que es maestra en una escuela secundaria, y yo en el banco. Me recibí de contador en la universidad pública de Córdoba. En el trabajo me acortan el nombre, soy muy querido por mis compañeros, además de que tenemos una confianza inquebrantable, así también como la amistad genuina porque más que compañeros de trabajo, somos todos un gran equipo de amigos, con los demás contadores y secretarias. Ellos me llaman Will, de William.

Al pasar dos semanas de haber vuelto de la luna de miel, en octubre una de mis secretarias tuvo que dejar la empresa ya porque se iría al exterior; había conseguido trabajo en España. Yo sabía de ese cambio, pero no que al llegar a mi oficina me encontraría con un secretario. Eric, un chico más grande que yo, de unos 38 años, muy ordenado, tanto con los papeles como con el orden de las agendas, entrevistas y reuniones. Debo decir que no tengo quejas sobre su trabajo. Los días de trabajo marchan bien, reuniones por la mañana y papeleo por la tarde, y a la hora de volver a casa me encuentro con Catalina, mi esposa. Llegamos solo a compartir la merienda y la cena, y obviamente los viajes a Córdoba a ver a mi familia, mis papás la aman y ya quieren un nieto de mi parte. Pero no sé, lo siento muy próximo, no hace ni siquiera un año que estamos casados y ya quieren un nieto, se verá más adelante.

Al pasar ya dos meses de largas jornadas en la oficina y poco en casa, comprendo qué era que me tenía tan preocupado desde el momento de dar el sí en mi casamiento. Ahora entiendo por qué no la amo de verdad y por qué siento un rechazo. Ahora comprendo quién soy, mi corazón le pertenece a otra persona y esa persona es mi secretario Eric. Me enamoré de él, lo siento en mis latidos y al verlo en sus ojos. Cada vez que viene a traerme unos papeles a la oficina mi corazón comienza a latir de una forma inexplicable. Cómo haré para explicárselo a Catalina, es terrible saber que la estoy lastimando, siento que esto ya tiene que salir a la luz y no permanecer en las cuatro paredes de la oficina.

Al llegar a casa ella estaba esperándome para ver una película que habíamos acordado. Preparó el living y hasta conectó ella misma la vídeo casetera, como no íbamos casi al cine compramos la película que se estrenó esta semana, Las Crónicas de Narnia. Al verla ahí sentada, esperándome con esa alegría que la caracteriza, decidí ver la película tan esperada por los dos, para luego, con más calma, poder hablar del tema. Después de la cena le dije: no voy a dormir con vos esta noche. Ella, totalmente sorprendía me respondió: ¿por qué? Entonces di un suspiro y le dije sin más esperar: porque no te amo, me enamoré de otra persona, de alguien que trabaja conmigo. Catalina dejó caer el vaso que estaba terminado de secar, que al caer se rompió en mil pedazos, como su corazón. Pero ahí no terminó todo, ella prosiguió: yo sabía, por eso llegabas tarde todas las noches, yo sabía que estabas con alguien más en esa oficina, ¿quién es tu compañera de la cual ya te enamoraste? Entre lágrimas, desesperada, ella me hacía esas preguntas y yo sentía su sufrimiento. Le respondí, sin embargo, sin agachar la cabeza: no me enamoré de ella sino de él, mi nuevo secretario de hace dos meses, perdoname pero nunca te sentí, nunca me enamoré realmente de vos, Catalina, solamente te quiero como mi amiga.

En ese momento solamente lloramos ambos sin parar y su última palabra fue el pie para que esa misma noche durmiera en el living. Mirándome a la cara dijo: solamente voy a decir esto: este matrimonio fue arreglado por tus papás, no es culpa ni mía ni tuya, eso sí, solo te pido que de hoy en adelante no duermas más en esta casa, estoy muy herida y sé que no fue tu intención, solo quiero que sepas que te amé demasiado, pero entiendo lo que tu corazón siente, voy a dejarte libre y podés preparar el divorcio.

Fue como un alivio y a la vez tristeza, mis padres rompieron el corazón de dos personas, ahora sé el por qué no pude amarla y seguramente ellos sabían y por eso arreglaron este compromiso. En esa misma semana nuestros abogados y nosotros dos ya habíamos acordado el divorcio. Al firmarlo y salir de tribunales nunca más la volví a ver, entiendo su dolor y es por eso que también yo estoy herido por dentro. El prejuicio de una época donde no hay libertad hirió dos corazones y enamoró a uno, y ese uno será mi compañero hasta el fin de mis tiempos.


Al correr del tiempo, mi primo William y su pareja Eric estarían en sus siete años de haber compartido gratos y tristes momentos, pero lo que más le dolió a William fue el prejuicio de sus propios padres. No los dejaban salir cuando los visitaban en la ciudad de Córdoba, pero lo que nadie sabía esperaba era que, mientras los ocultaban, William comenzaría lentamente a transformarse en un ser de luz. Comenzó a sufrir una extraña enfermedad que pronto lo llevó a internarse. Llegó a estar completamente en coma.


Yo, William, siento mi cuerpo con sus defensas totalmente bajas, me siento morir lentamente, percibo cada caricia en mi frente y cada lágrima que cae por mis mejillas, oigo voces, casi todas de familiares. Sí, mis padres llorando y arrepentidos, por más que mi cuerpo esté dormido mi sistema auditivo y mi mente siguen vivos, escucho susurros que no son de mis familiares, llamados diciendo que me esperan, pero me siento encarcelado en este cuerpo.

Pasan días y horas y sigo escuchando arrepentimientos, sigo sintiendo caricias, hasta que en un momento mi corazón deja de latir. La veo a mi tía Ana con los brazos extendidos, pero cómo, ella murió de cáncer, sin embargo está ahí firme, vestida de blanco. A mi alrededor todos mis familiares buscando cosas y acomodando a una persona en una cama, no sé quién es, de pronto estoy en un funeral, sobre el ataúd hay una bandera rusa, veo a mi madre llorando desesperada y golpeando el ataúd.

Y entonces aparezco en un campo de trigal, veo a mi primo Leo pero es como si él no me viera. Despierto aletargado. Mientras me alisto para comenzar el día, llega un sobre y una carta dentro, al parecer es una invitación a una boda, la de William y Eric.

 

LUCÍA IMBERTI

RECUERDOS EN EL PATIO

Los viernes eran los días favoritos de Emma. Por la tarde, luego de hacer un par de cosas en casa, tomaba su sombrero y su bicicleta, y se disponía a ir a lo de Matilda, su abuela.

La casa de su abuela no estaba para nada lejos, a solo tres cuadras. Luego un giro a la derecha, se encontraba una linda residencia, con un hermoso frente repleto de rosales de todos los colores y algunas que otra variedad de flores.

Emma siempre se decía a sí misma que la verdadera joya de la casa era el enorme patio que tenía su abuela. Había muchos árboles y flores como margaritas, azucenas, hortensias y otras tantas llenaban parte del jardín.

En el medio del patio, con un árbol inmenso en cada costado, se encontraba un banco, de esos que hay en las plazas y en los que a veces la gente se sienta a tomar helados. Emma amaba ese banco, para ella era un lugar mágico y lleno de recuerdos.

Esa tarde de viernes la joven se sentó en su adorado banco. Una brisa sutil la recorrió, haciendo que dibujara, en su rostro, una cálida sonrisa. Minutos después sintió una presencia. Era su abuela que se encontraba a su lado. Emma la miró y le sonrió, y Matilda le devolvió la sonrisa.

Sentadas en el banco y disfrutando del hermoso día que hacía, la abuela sonrió frente a un recuerdo que se le hizo presente, y su nieta lo notó.

- ¿Qué estás pensando?, ¿por qué esa sonrisa? -preguntó la joven, y su abuela contestó como hablándole al viento.

- Te acordás cuando plantamos aquel árbol -señaló un Tilo que en ese momento estaba florecido, haciendo que el aire tuviera un aroma sumamente dulce y rico- ese día tu mamá te dejó conmigo. Por la tarde te dije que tenía una sorpresa y te traje hasta acá, al patio, y te mostré un pequeño árbol, y te dije “vamos a plantarlo para que crezca muy alto, a darle agua, y a cuidarlo para que sea sano y fuerte, como lo vas a ser vos”. Así que comenzamos a hacer un pozo. Lo plantamos, lo regamos, y también me acuerdo que terminaste toda embarrada, y tuve que cambiarte de ropa. Después hicimos una torta y nos sentamos acá, en nuestro banco…

Emma la miró todo el tiempo con una sonrisa, pero ella tenía recuerdos muy vagos de eso.

- Nona, no me acuerdo mucho de eso.

- Eras muy chiquita, tenías unos cuatro años.

La joven sonrió, y su abuela siguió hablando.

- También ese día miramos una película muy linda.

Emma se quedó pensando unos segundos, y le llegó un recuerdo, era pequeño, pero sí recordaba algo.

- Sí! Me acuerdo un poco -dijo con un tono de voz feliz- si no me equivoco vimos Mujercitas… Qué hermosa película, es una de mis favoritas. 

La señora dibujó una ligera y dulce sonrisa en su rostro.

Luego de unos minutos en completo silencio, uno que ya hacía tiempo era cómodo entre ellas, Matilda habló.

- La semana pasada fuimos al campo con tu tío -dijo con la vista puesta en una paloma que se encontraba en uno de los árboles del jardín-. Fuimos a buscar leña para la salamandra, y recorrimos el camino de eucaliptos, ese que hacíamos cuando vos eras más chica. Me acuerdo que un verano colgamos una hamaca en uno de los árboles y estuviste toda la tarde columpiándote, usabas un vestido verde agua que te había regalado para Navidad.

Emma recordaba ese día como uno de los mejores. Sonrió ante el recuerdo de su abuela. Se preguntó si la hamaca aún seguía colgada en aquel inmenso y hermoso árbol, y antes de que pudiera hablar, su abuela prosiguió.

- La hamaca sigue en el mismo lugar. Ya sé que estoy vieja, pero no me prohibí sentarme en ella, así que los otros días me columpié un rato, el día estaba hermoso, no hacía frío -dijo la abuela sonriendo.

La joven rió ante eso, y le contestó a su abuela.

- Nona, me alegra que hayas hecho eso. No hay edad para la diversión, además vos me decías que todos tenemos un niño dentro, un niño interior.Tal vez debería ir alguno de estos días -dijo mirándola amorosamente.

Su abuela vagaba con la mirada por todo el jardín, disfrutando de la linda brisa que pasaba cada tanto. Estuvieron un buen rato recordando y sonriendo.

Los minutos pasaron y la tarde comenzó a caer, haciendo ensombrecer poco a poco el gran jardín. Laura, la mamá de Emma, desde adentro de la casa, divisó a su madre sentada en el banco, y decidió salir a buscarla.

- Mamá, por qué no entrás, se está haciendo un poco tarde, qué hacés acá sola, ya casi es hora de cenar.


CAROLINA LLORENTE

DIARIO DE UN ENIGMA

Papá no llega, papá está atrasado. No sé qué habrá pasado con él.

Hoy es sábado, suele llegar a casa temprano. Y ya son las 23:05. Mi padre discutió fuertemente con mamá, ¿será por eso que no llega?, estoy preocupada, mi hermana Lilia llora por los rincones de la casa, ella siempre tan exagerada. Es entendible, tiene 9 años.

Se acercan las 00:00, entra por la puerta de atrás, qué raro. Mi hermanita y yo corremos a su encuentro, pero mamá lo ataca y comienza a hacerle una lluvia de interrogatorios. Sin esperar respuesta lo manda a ducharse y a dormir.

Llegó el lunes, mis padres salen juntos a sus respectivos trabajos. Mamá es odontóloga, y papá trabaja en la unidad de terapias intensivas.

Siendo las 12:10 salimos de casa para llegar temprano, Lilia a la escuela primaria y yo al curso de admisión de la universidad. Mis padres vuelven a las 14, supongo que cuando lleguemos nosotras, ellos se hayan arreglado.

Dos semanas después todo seguía igual. Mis padres ni siquiera se cruzaban. Papá dormía en el sofá del living. Mamá, como siempre, hacía de cuenta que papá ni estaba.

Lilia se acerca a papá y le pregunta, ¿cómo estás papá? ¿Necesitás algo? Lo hace bastante seguido, se percata de que mamá ya ni la comida le hace. Yo me acerqué a papá por la tarde del sábado. Papá me dijo que debía hablar conmigo, que con mamá era imposible. Pero me juraba que no era nada de lo que pensaba mamá. Ella piensa que salgo de rumba, con mujeres, alcohol y juegos, pero no es así. Así me decía con sus ojos vidriosos.

Luisa se acerca al sofá y nos grita a ambos, que por qué estamos tan sospechosos. Que por qué mi hija mayor lo apoya en los errores a su padre. Y mamá grita sola. Papá baja la cabeza y le caen lágrimas por su rostro.

Al ver esto no pude contenerme, abracé a papá como si supiera algo. No sé, lo presentía.

Hoy es 14 de octubre, han pasado varios meses de todo aquel barullo.

Papá llega de trabajar. Por lo menos eso pensábamos nosotras. Pero no, llegó de su cita con el médico.

Me mira y mira a mi hermanita, mamá aún no ha llegado. Hijas debo contarles algo, que es lo que me tiene así desde aquel día que discutí con su madre y ya no lo puedo ocultar más. Necesito comenzar a vivir un poco más tranquilo y dejar de sufrir tanto por los comentarios de mamá.

Hace unos meses me dijeron que tengo cáncer terminal, tomaba pastillas, pero ya está muy avanzado, y me quedan solo cuatro meses por vivir. No he dicho nada, porque no quería asustarlas, y sé que tú, mi pequeña Lilia, entiendes muy poco de esto. Pero ya entenderás mejor.

Papá nos abrazó y lloramos los tres juntos.

Unos cuarenta minutos después, llegó mamá. Me vio a mí preparando la comida, papá limpiando y Lilia poniendo la mesa.

Mamá se sorprendió. Nos miró a los tres con ojos llorosos y nos preguntó qué había hecho ahora mi padre.

Yo me acerqué, le hice una seña de silencio, la invité a que se sentara a la mesa.

Mamá, ahora que estamos tranquilos todos, debo decirte lo que está ocurriendo con el papi. Él no está engañándote como piensas, no está en juegos ni alcohol, ¡no, estás equivocada! Papá está enfermo y necesita de nosotras. Que estemos para él. Está sensible, no se atreve a mirarte, así como lo ves sentado aquí, no le sale contarlo.

Papá se desplomó en la mesa, mamá lloraba sin parar, Lilia la abrazaba. Yo percatada de que en algún momento iba a tener que actuar, llamé a la ambulancia, estaba asustada, con miedo y al mismo tiempo estaba tranquila. Los médicos llegaron, lograron estabilizarlo en casa, lo tuvieron que trasladar igual por su cáncer.

Al llegar al hospital, veía a través de la ventana de una habitación a la cual llevaron a papá cómo le daban unos choques eléctricos, no entendía qué pasaba, veía los médicos correr de un lado para el otro, hasta que en un momento vi un médico alto y canoso que miraba su reloj y daba indicaciones como que.. Sí, había fallecido. Papá nos dejó.

Mamá se retira del hospital antes de que el médico salga a darnos la noticia. Está rara. El Doctor Posso se acercó a mí, me dijo: El cáncer de tu padre sí es terminal, pero aún no le había llegado a todos los órganos, no murió de cáncer. Hace unos meses atrás le habíamos hecho una ecografía abdominal, para ver sus órganos, y nos extrañó mucho, el cáncer estaba pero también nos encontramos con un cambio drástico en uno de sus riñones, se veía esponjoso, eso era lo extraño.

Lo llevaron a hacer una biopsia para ver cómo estaba realmente el cuerpo de papá.

Al día siguiente me llaman sin previo aviso y me piden que por favor me llegue, le avisé a mamá y no quería ir, no sé qué le pasa, está muy a la defensiva. Llevé a mi hermanita menor a la escuela y fui a la cita con el doctor que le realizó el estudio a mi padre.

-Mire señorita, su padre sí tenía cáncer terminal, pero no solo por ese motivo falleció.

Yo no entendía nada, si bien el doctor me había explicado de su experiencia al ver la ecografía, yo estaba segura de que papá sufría solo por el cáncer.

-Ve eso blanco ahí, que se ve, ese es un riñón. Su padre ha estado tomando algo para terminar con su vida, eso es líquido de una pastilla que se disuelve fácilmente. La ha estado tomando por mucho tiempo.

Me puse a pensar, era imposible que mi padre pensara en un suicidio, él quería vivir de la mejor manera. Jamás pensaría en quitarse la vida. Mamá últimamente estaba rara, tenía actitudes feas con papá.


 

CELESTE CONTRERAS

 MAPA DESFIGURADO

Si hay que empezar por algo, cómo no contar esto que me abruma desde hace tiempo. Una suave brisa de viento se desprende por los contornos de la amplia puerta, los diminutos vellos se erizan, la piel se estremece al sentirlo.

Puedo oír el inconfundible vaivén de las puertas en los estrechos pasillos, unos ásperos pasos que se desplazan lentamente, un par de voces inteligibles, quejidos desgarradores que se asoman por algún rincón que desconozco.

Otro cuarto más, el dedo se desliza en paredes acolchonadas, a veces tímidamente como queriendo disuadir esto, otras veces tratando de desgarrar frenéticamente las hendiduras de las pieles de aquellas paredes. Mis párpados están tensos, los pestañeos son cada vez más pesados, la lámpara ilumina este rostro empalidecido y decaído, queriendo como adivinar si es de día o de noche, la mirada se dilata, vaga por profundidades, se encuentra desorbitada.

El silencio nuevamente está llegando, se acumula en el espacio, ese ligero zumbido molesto se agiganta, mis manos se mueven como tratando de fulminarlo, pero es inútil, se expande espantosamente hasta resultar ensordecedor, todo es en vano. Las horas, el tiempo, se encuentran amalgamados por cadenas que se aproximan a mí. De repente, manos dibujan un mapa desfigurado sobre este cuerpo, el roce furtivo se empecina con furia en lo desconocido, el grito ahogado se encuentra encapsulado, cómo explicarlo, no es fácil.

El pecho está exaltado, el bombeo del corazón adquiere otro ritmo semejante al de tambores latiendo con fuerza e inquebrantable coraje sobre este cuerpo desnudo. Escucho una especie de voces, pies descalzos que danzan en oscuridades lejanas, pieles morenas iluminadas por la luz del fuego, ardientes en libertad gritan bajo una luna resplandeciente.

Se desprenden del cielo gotas y se desploman súbitamente dejándose llevar por los contornos de este rostro, los ojos vidriosos dejan caer una más de tantas gotas ácidas que impacta en un suelo blanquecino que va olvidando sus matices y textura. Mis manos adoptan el color de otras tierras, mi cuerpo se hunde en un pantano del cual es muy difícil salir, el corazón está agitado, la voz lucha por salir, el aire es cada vez menor, me consume. Las cadenas pesan, son tan lejanas, cercanas a la vez, me lastiman, nos lastiman.

La habitación se invade, me invaden, me aferran a estas cuatro paredes, olor a tierra húmeda se impregna por todos lados. Quiero gritar, cuánto lo deseo, mis pies se retuercen en una bruma que me enreda, una espesa capa de una sustancia pegajosa arraiga este cuerpo. Pestañeos abren esta ventana que muestra un cielo abierto. La libertad era lo que queríamos.

La veo a ella sin escapatoria, esa libertad otra vez disuelta, perdida. Quiero gritar, intento gritar, el grito queda suspendido en el aire tibio. Qué indefensa se ve, nos vemos, dibujamos con nuestros dedos, no hay nada por hacer. Logro ver mis muñecas lastimadas, me extiende su mano, algo me retiene, aprieto mis puños tratando de luchar contra ellos. Intento mirarlos, mis ojos saturados, mi ropa empapada pesa, ellos no me escuchan, quiero ayudarla pero todo es inevitable.

Se está ahogando, nos ahogamos. Alguien me está llamando, todo es tan pálido, mis muñecas cuánto duelen, el líquido espeso fluye, decae mi cuerpo, extiendo mi dedo índice como intentando salvarla, puedo ver los rizados cabellos, su cabeza hundida entre la densa vegetación.

Alguien me está tocando, no me dejan en paz, mi cuerpo se adormece, cada extremidad se relaja poco a poco. Una vez más puedo correr, somos libres, esa figura esbelta y morena me sonríe, traduce a través de su lenguaje de señas lo que piensa hacer, la entiendo, nos entendemos. Danzamos bajo el resplandor de la luna llena, todo es tan placentero.

Las manos heladas juegan con aquellos cuerpos extraños, mientras los pasos van tomando distancia, todo va siendo de un color más pálido, mientras se aleja va dejando atrás un par de manchas rojizas, el suelo adquiere un color límpido, pero las oxidadas cadenas cubiertas de barro dificultan el poder avanzar.

Un chirrido y el estrepitoso impacto de una puerta que se cierra súbitamente me distrae, la pesadumbre de la vista cansada me provoca fastidio, miro hacia el techo, la lámpara continúa encendida, la observo con dificultad, mis manos están tan frías, las gruesas cadenas me lastiman, al correr la vista puedo ver sangre en mis manos. Un tímido quejido queda fragmentado en el aire, le sigue una expresión de sorpresa, otra vez ruido por todas partes. 

-De repente todo es tan blanco, ellos están aquí y ella ya no está.

MATÍAS SÁNCHEZ

REGALO DE NAVIDAD

El día de navidad era particular, el calor, el olor a pasto recién cortado, el aire de bondad impregnaba la calle y a toda la ciudad. Nuestra familia tenía una cita específica, la casa de mi abuela. Esa tarde, antes de ir de la “nona”, mi papá y mi mamá andaban comprando cosas, cocinando, hablando con los vecinos y los parientes que recién llegaban. Cuando no sentí sus miradas sobre mí, decidí hacer lo que tantas veces se me había negado: subir al árbol. Era un jacarandá hermoso, su color lila me llamaba tanto la atención que me sentía por ratos una de las tantas abejitas que veía.

El regalo de navidad se me presentaba unas horas antes y tenía forma de pulmón del mundo. Su tronco ancho, sus ramas bien abiertas, sus flores lilas inspiraban tanto admiración como suspiros. Me paré frente al tronco, ensayé con la mirada las ramas para llegar al extremo y sentirme el niño más alto del mundo. Las primeras ramas no fueron un problema, las segundas sí. Me di cuenta que estaban húmedas cuando mi mano miraba al piso, no al cielo. Recuerdo mi grito estremecedor, el de mi madre, sus pasos corriendo, el gusto a sangre en mi boca, mucho sueño.

Esa noche la mesa era particularmente larga, en total éramos unos catorce o quince, entre tíos, tías, primos, primas, sus novios y vecinos. Desde que tengo memoria siempre hubo dos mesas, la mesa de los grandes y la de los chicos. En la primera estaba mi abuelo, a su derecha mi abuela (cerca de la puerta para traer las cosas), a su izquierda mi tío Héctor, su preferido, mi tío Ricardo, mi papá y distribuidos por azar el resto. En la mesa de los chicos, yo y mis primos.

Llegaron las doce de la noche, nos saludamos entre todos, pude ver en la mesa de los grandes un sinfín de botellas vacías, chistes de mal gusto, discusiones políticas, de lo mal que se la estaba pasando. Las voces se iban tapando unas a otras y no podía huir de ese momento irritante. Todos y cada uno de mis intentos para salir de mi silla eran en vano, estaba como pegado. La miraba a mi mamá para que identificara mi grito de ayuda, pero no lo lograba. Cuando mis brazos se posicionaron para salir, uno de mis primos se para y me dice:

- Vos, acá.

En ese instante Héctor se levanta de la silla, apaga la música y todos me miran. Con los espasmos del llanto casi anulados siguen cada movimiento que hago. Héctor, a mi lado expresa:

- Hoy es un gran día...

Un halo de calor sale de las profundidades de la casa, mis primas, en un movimiento casi imperceptible, degüellan a sus noviecitos. La sangre se esparce por toda la mesa y el piso. Nadie se asombra, pareciera un rito. Mi tío arrastra los cuerpos tibios a mi lado, moja sus dedos, escribe sobre mi frente un símbolo.

- Hoy te vas a convertir en un Sánchez de verdad...

Sus dedos con sangre se posan sobre mis labios y furtivamente algo ansía despertar. Recobro los sentidos, veo a mi madre gritándole a mi padre para que busque a un médico, detrás de él veo a mi tío Héctor guiñando el ojo.


producción colectiva de cierre 2020

Compartimos una producción poética colectiva creada a partir de un patchwriting o escritura con retazos, reuniendo versos robados o pirateados a poemas que cada uno de los integrantes del taller eligió libremente. En una versión libre del cadáver exquisito, las editoras crearon un poema animado. 

Sobre la técnica de "cadáver exquisito":

A comienzos del siglo XX, los escritores surrealistas, influenciados por las investigaciones del campo de la Psicología, más específicamente por las publicaciones de Sigmund Freud, se dedicaron a investigar y elaborar técnicas y procedimientos de escritura que permitieran liberar la imaginación y la creatividad que, para ellos, eran reprimidas por la razón.

Apostaban a un trabajo con la escritura que dejara actuar al inconsciente, a través de lo que llamaron automatismo psíquico, para que, de ese modo, afloraran ideas nuevas y más ricas, imágenes como las que aparecen en los sueños, reuniendo cosas que, en la vigilia y bajo el dominio de la razón, resultan incompatibles o incongruentes.

Inventaron entonces, entre muchas otras, una técnica lúdica que consistía en tomar un papel donde alguien escribe una frase o una palabra y lo pliega para pasárselo al compañero. Quien lo recibe, escribe a su vez sobre la cara visible, lo vuelve a doblar y se lo pasa a otro. Así, al final se tendrá un escrito que, al desplegarse, mostrará el texto completo. En una ocasión se formó, azarosamente, entre un pliegue y otro, la expresión cadáver exquisito, y así bautizaron la técnica.

Luego fue recreada de mil maneras, inventando variantes. Lo básico es armar un texto con muchos pequeños aportes que se irán “tejiendo” azarosamente.

Entrevista realizada por Radio Universidad de la UNVM sobre la propuesta:

Nota en el programa radial "Amigos del rock"

Acceso al video animado de nuestro taller:

performance poética

LUCIANA SCARABOTTI

 La puntualidad de las desgracias

El tiempo es el mejor antagonista, o el único, tal vez.

JORGE LUIS BORGES

Se da una ducha de agua fría. Mientras se seca, siente como la canilla del antebaño pierde agua. Gota tras gota, parecen formar una melodía. Tic, tac, tic, tac…

Daniel cierra del todo la canilla y golpea con ímpetu el lavabo. Se sostiene sobre sus brazos apoyando ambas manos. Limpia el vapor que cubrió el espejo y contempla la imagen que este le devuelve. Un muerto en vida. Bolsas cuelgan debajo de sus ojos como si no hubiera dormido en semanas, pero solo transcurrieron cuarenta y ocho horas. Cierra los ojos y recuerda.

Es tarde, es tarde, repite entre dientes, consultando el reloj de muñeca que usa desde hace tiempo, religiosamente. Son las 7:50 de la mañana y él entra a su trabajo a las 8:00. Le sobra el tiempo, aunque las terminaciones nerviosas de su cuerpo no captan el mensaje. El tráfico es normal, pero el semáforo parece no tener apuro, despertando la picazón en sus dedos. Los aprieta en torno al volante. Pero, ¿será de Dios?, gesticula al ver que el conductor de enfrente no avanza cuando la luz cambia a verde. Toca la bocina, haciéndolo reaccionar. Siempre está el que va paseando. Arranca y llega a su trabajo cuatro minutos después. Se sorprende al no encontrar a Guillermo, su amigo y compañero, en la puerta de entrada, como sucede generalmente. Él suele avisarle en caso de retrasarse, con algún mensaje gracioso. Revisa su celular, pero no hay notificaciones nuevas. Toma el ascensor y llega a las oficinas.

–Agitado como de costumbre, Dan. Y cinco minutos temprano. –Nadia sale a su encuentro, alcanzándole un café.

–Con semejante recibimiento, llegaría hasta dos horas antes. –Le guiña un ojo.

Nadia rueda los ojos y sonríe.

–Reunión en diez minutos. –Da media vuelta.

 –¿Viste a Guille? –pregunta Daniel, todavía extrañado. Nadia niega con la cabeza sin volverse y se retira.

La mañana transcurre normal entre planillas, archivos, llamadas y nuevos cafés. A la hora del almuerzo, Daniel recibe una llamada telefónica de Alicia, la hermana de Guille. Frunce el ceño. La atiende y la voz temblorosa de la joven inunda sus oídos. “Guillermo tuvo un accidente automovilístico alrededor de las ocho menos diez de la mañana. Está grave.” Daniel siente que la sangre se drena de su cuerpo. Una imagen fugaz atraviesa su mente, pero la descarta de inmediato. Le pregunta en donde se encuentra internado y se dirige hacia la clínica. Al llegar, no tarda en ubicar a Alicia. Se saludan y se sientan en la sala de espera. Ella le cuenta los detalles del suceso. El doctor no aparece en ningún momento a dar noticias sobre Guillermo. Daniel comienza a recordar todos los momentos que vivió con su amigo de la infancia y ahora socio. De solo imaginar el hecho de perderlo logra que se le retuerzan las entrañas. Su pierna derecha se mueve ininterrumpidamente. Las palmas de sus manos transpiran, las seca sobre su pantalón azul. Se queda durante toda la tarde acompañando a Alicia, sin noticias nuevas sobre el estado de Guille. A las 19:40 PM revisa su reloj y recuerda que no tiene nada en su heladera y alacenas, y que tiene que terminar una presentación para el día siguiente. Se despide de la joven con un abrazo y un “todo va a salir bien”, para luego retirarse, suspirando pesadamente y refregándose la cara, a paso lento. Ay, Guille, Guille, Guille…justo a vos te fue a tocar.

Sube al auto y emprende camino al supermercado, demorando veinte minutos entre que va, hace las compras y regresa. Cuando está llegando a su departamento, lo sorprende un tumulto de gente frente a su edificio y una ambulancia con las sirenas encendidas. Baja del vehículo. Desconcertado, pregunta a la primera persona que cruza su camino qué es lo que está sucediendo. “La vecina del quinto piso se tiró del balcón, veinte minutos atrás, más o menos. Hace un rato llegó la ambulancia. Aparentemente, está muerta”. Daniel, con su cualidad de observador, minucioso y atento, no puede ocultar su perplejidad y toma aire. La vecina era Sarah, una morena bajita de ojos verdes y de tan solo veintidós años. La conocía, pero no es eso lo que lo asombra. Su cabeza empieza a maquinar. El muchacho con el que estaba hablando le pregunta si se encuentra bien. Daniel asiente y mira a su alrededor: todo le da vueltas. Se cuestiona su comportamiento. No comprende qué es lo que le afecta tanto. O quizás sí. Quizás sí que comprende y eso es lo que lo perturba sobremanera. Imágenes de las veces en que cruzó palabra con Sarah o que la ayudó con algún problema se proyectan en su mente. La risa despreocupada, los vívidos ojos verdes de Sarah. ¿Cómo que se tiró del balcón? ¿Cómo que está muerta?

 La ambulancia abandona el lugar a toda velocidad. Daniel saca las bolsas del auto y sube a su departamento. No cena. Tampoco termina el trabajo que era para el día siguiente. Se acuesta a dormir y sueña con cifras, tuercas, agujas, niños felices y un par de ojos felinos.

Despierta sobresaltado. El ruido de la alarma rebota entre las paredes de su habitación. Se levanta, se prepara y comienza otro día rutinario y laboral. Oficina, café y sonrisas de Nadia, cuentas y reuniones. Va a visitar a Guillermo a la clínica. “Está estable pero no despierta, el golpe en la cabeza fue muy fuerte”, relata Alicia entre lágrimas. Daniel le frota los hombros y le susurra que va a salir de esta, que Guille es un metro ochenta de puro músculo y tenacidad, que es demasiado guapo para pasar el resto de sus días en una cama de clínica. Alicia sonríe, sonándose la nariz, mientras observa a su hermano menor conectado a varios cables. Daniel también lo observa, a él y a los múltiples golpes y fisuras que sufrió su querido amigo.

Acompaña a Alicia y al durmiente Guillermo durante dos horas para luego irse. Regresa a su departamento para enfundarse en ropa deportiva y salir un rato a caminar, tomar aire y despejarse. Sale a la calle y no alcanza a hacer cinco pasos cuando se detiene abruptamente. Una silueta de color carmín se despliega sobre la vereda. Daniel palidece y recuerda los acontecimientos del día anterior. Reticente, chequea la hora en su reloj: son las 18:00 PM. Levanta la vista e inspecciona los alrededores: el viento sopla ligeramente; motos, bicicletas y autos pasan por la calle; los sonidos de la vorágine urbana forman la cotidiana orquesta que está acostumbrado a escuchar; el sol brilla. El mundo sigue girando. La vida continúa. No seas paranoico, hombre, se dice. Exhala. Retoma su camino y recorre los rincones más atractivos de la ciudad, intentando vaciar su mente, pero no logra eludir la imagen de Guillermo postrado con un tubo de aire sobre su cara en todas las pantallas que se le atraviesan, además del rostro de Sarah en cada ventana. Exactamente sesenta minutos más tarde está de nuevo en su edificio y para nada despejado. Esquiva la mancha de sangre que alguna vez transitó las venas y órganos de su vecina, sintiendo náuseas. Abre la puerta y se encierra en el baño. Vomita hasta lo que no ha comido. Cuando se recupera, decide que esa noche solo cenará un té.

Prende la televisión y se estira sobre el sillón para relajarse, pero acaba quedándose dormido. Sueña con números, sonidos estridentes, accidentes viales y cuerpos cayendo de edificios.

Se despierta al oír un ruido sordo y se da cuenta de que está en el suelo, temblando y sudando como un caballo. Se cayó del sillón. Es de noche aún, supone que es de madrugada. Revisa su reloj, adormilado: son las 4:00 AM.

Toca sus bolsillos y extrae de uno de ellos su celular. Desbloquea la pantalla. Descubre un mensaje de Nadia del cual no se había percatado. Sonríe ante el nombre de la mujer que lo vuelve loco. Pero su sonrisa se esfuma con la facilidad con la que se consume un fósforo.

“Me asaltaron hace tres horas. Me balearon en la columna. Desperté hace unos minutos, no siento las piernas. Estoy aterrada. Me ingresaron en la misma clínica que Guille.”

El mensaje fue enviado a las 21:00 PM.

Daniel se levanta sosteniéndose de lo que tiene más cerca y toma las llaves de su auto para encaminarse a la clínica como alma que lleva el diablo. Arriba y traspasa las puertas de cristal con avidez. Le recita a la recepcionista el nombre completo de la joven y miente diciendo que es su novio. Segundo piso, habitación 27. Daniel camina apresurado a su destino. No pierde tiempo tomando el ascensor, sube las escaleras de dos en dos. Abre la puerta y lo primero que ve son los ojos cerrados de Nadia. La cierra y ella se remueve entre las sábanas. Levanta los párpados y lo ve. Rompe en llanto. Daniel acude a ella y la rodea con sus brazos delicadamente.

Permanece allí hasta que amanece. Despierta, contracturado y poco descansado, sentado en una silla junto a la cama. Lo primero que ve es la melena anaranjada de Nadia. La acaricia suavemente durante unos instantes. Revisa su celular y descubre quince llamadas perdidas y treinta mensajes de su hermano, Sergio. Había puesto el celular en silencio para no molestar a Nadia. Todas las alarmas se encienden en su cuerpo. No se para a leer los mensajes, directamente le devuelve una llamada.  

–¡¿En dónde carajo estás?! ¡¿Por qué no respondías?! ¡Es mamá! Sufrió un ACV durante la madrugada, cerca de las cuatro. Estamos en el hospital central.

Daniel, estupefacto, deja de sostener el celular, que se estrella contra el piso sobresaltando a Nadia. Daniel comienza a hiperventilar, pero se las arregla para comunicarle a Nadia lo sucedido y salir de la clínica para ir hacia el hospital. Cuando llega, Sergio lo está esperando afuera. Le comunica que está grave. Ingresan al establecimiento y se dirigen a la habitación donde su madre yace con las máquinas emitiendo sonidos a su alrededor. Daniel no puede creer que Sandra, tan fuerte, tan sana, tan guerrera ante la vida, se encuentre en esa situación. Se agacha para besar su frente y cierra los ojos para contener las lágrimas, pero no lo logra. Empieza a sollozar sobre el pecho de su madre como un niño pequeño que se perdió en un parque de diversiones. ¿Qué tengo que hacer para que todo esto pare, mamá?. Suspira pesadamente y se incorpora. Sale a paso rápido fuera de las instalaciones. Su hermano mayor lo sigue por detrás.

Daniel patea el primer bote de basura que se interpone en su vista y pega un alarido que rasga las paredes de su garganta. Se inclina hasta que cae sobre sus rodillas. Los sollozos ahogados continúan. Sergio no entiende el comportamiento de su hermano pero se agacha a socorrerlo. Nota el fárrago de emociones que lo envuelven.

–Te voy a llevar a tu departamento, necesitás ducharte y descansar. Yo después vuelvo y me quedo junto a ella, no te preocupes.

Daniel lo deja hacer. Se sienta en el lugar de copiloto de su propio auto con la ayuda de Sergio y su mirada se pierde por la ventana. Su hermano enciende la radio y suena Clocks, de Coldplay. Daniel vuelve su cabeza con vehemencia hacia el aparato y lo apaga con violencia. Sergio lo observa, atónito.

–¡¿Se puede saber qué te pasa?! –grita, pegando un volantazo. –No te reconozco, Daniel. –Su hermano menor, el tranquilo, bromista y centrado Dan parece haber mutado en una especie desconocida de un día para el otro. Daniel no responde, solo atina a respirar con dificultad. –En estos momentos es cuando más necesitamos estar calmados. Con esa actitud, te vas a ir vos antes que la vieja. –Sergio ayuda a su hermano a llegar a su departamento porque parece no responder por sí mismo. Lo deja acostado sobre su cama y se retira, no sin antes advertirle que se cuide: “Yo no me asusto con nada, pero hoy das miedo, Daniel”.

Se duerme por unas horas. Cuando despierta, sigue el consejo de su hermano mayor.

Abre los ojos. El espejo se empañó de nuevo. Sale del antebaño para encaminarse a su habitación. Mientras se viste, se da cuenta de que olvidó quitarse el reloj antes de ducharse. Descubre que, sorprendentemente, funciona de maravilla. Tic, tac, tic, tac…

 Consternado, se lo quita desesperadamente y lo arroja al suelo con dureza. Busca, con manos temblorosas, la caja de herramientas que guarda en un espacio oculto de la cocina. Toma el martillo y se dispone a reventar a golpes el artefacto. Las piezas se dispersan por toda la habitación. Suelta el martillo y baja los pisos correspondientes para salir afuera.

Camina sin rumbo hasta que una calle lo separa de la catedral. Mientras cruza por la senda peatonal, dirige su mirada hacia los enormes relojes del templo: las 15:00 PM. Daniel no alcanza a discernir qué sucede. Vuela por los aires.

En la otra punta de la ciudad, Sergio revisa su reloj de muñeca.

VALENTINA GAMBA CIANCIO

 El cuarto

Todas las tardes caminaba en forma pausada por su casa en dirección a aquella habitación, esa donde guardaba recuerdos plasmados en imágenes, donde se apreciaban fácilmente los momentos en los que fue tan feliz o quizás no. Un cuarto, en él una biblioteca que lo transportaba a días entrañables con su tío Luis, ese hombre que en cada visita le repetía una y otra vez al oído: la soledad y el silencio son tesoros que nos da la vida, porque nos hacen pensar y recordar tantas cosas.

El muchacho pensaba que las fotografías lo ayudaban a entender por qué estaba ahí, y le permitían recordar a su familia.

Pasaba horas dentro del cuarto. Se recostaba en el sillón, cerraba sus ojos y sentía la brisa de ese lugar de su niñez que lo había llevado ahí. Una hamaca debajo de un enorme árbol, su madre mirándolo, murmullos y risas en su cabeza que le decían que debía hacer.

No dejaba de hamacarse queriendo alcanzar el cielo y tocar las nubes con las manos.

La alegría lo invadía, pero sus ojos estaban fijos en la dolorosa y preocupante mirada de su madre. Se baja de la hamaca y se acerca a ella lentamente.

A lo lejos se escucha el timbre. Asustado se levanta rápidamente del sillón y sale hacia la puerta. Un dolor lo persigue. Un gran vacío le invade el cuerpo. Sangre en sus manos.


SABRINA AVUNDO

 El libro mágico

Ángel era un niño retraído y solitario. En el aula siempre pasaba desapercibido, sus compañeros no lo incluían en los juegos, y en las fiestas de cumpleaños se las pasaba solo en un rincón.

A su madre le parecía raro encontrarlo siempre riendo solo, gritando o hablando como con alguien más. Sin embargo, no tenía compañía alguna.

Lo curioso es que en la vida de Ángel sí había alguien y era Tomás, su fiel amigo. Con él sí podía contar cuando el resto de sus compañeros no le llevaban el apunte o para estudiar alguna materia. Con gusto, Tomás lo ayudaba a repasar para sus exámenes orales.

En el patio había una casa del árbol y esa era su guarida donde vivían increíbles aventuras. Allí, Ángel pasaba horas y horas.

A la madre eso le preocupaba. Aunque lo consideraba un niño feliz, porque lo veía divertirse, que no tuviera algún compañerito le estrujaba el corazón de vez en cuando.

Una noche Ángel se quedó a dormir en la casita y con Tomás idearon un plan para hacerle una broma al vecino de la cuadra. Era un viejo cascarrabias, según su madre. Ninguna pelota podía caer en su jardín ya que se la quedaba y no volvían a verla nunca más. Una vez, de niño, pasó con su bicicleta por la vereda y ahí lo vio en el umbral, con su bastón y cara de enojado.

Recordaba haber vivido aquel momento como en cámara lenta, mientras contemplaba cada facción del anciano; fue el día que más temió. Por eso debía ir y asustarlo, tal vez rompiendo una ventana o solo tocando el timbre en mitad de la noche.

Cenó un rico bocadillo que le preparó su madre y conversó con Tomás sobre cómo sería todo. A las 00 de esa misma noche, emprendieron el recorrido hacia la vivienda del terror.

Al llegar a la puerta todo él temblaba como una hoja, pero logró poner el dedo en el timbre y un leve sonido se sintió. Logró ver cómo una luz se encendía. Corrió como pudo y regresó a la comodidad de su hogar. Todavía asustado, optó por taparse con las sábanas.

Esa misma noche tuvo un sueño de lo más extraño, con rostros conocidos y nombres que ni siquiera recordaba. Al otro día le contó su sueño a Tomás. Como en recuerdos estaba aquel viejo cascarrabias con una bella mujer y de lo más amable.

Sin embargo, no recordaba haber visto jamás una mujer en esa casa, no le sonaba de nada. Le relató la secuencia a su amigo y optaron por correr a preguntarle a su madre, quien, para su sorpresa, les habló sobre María, aquella señora cariñosa y dedicada que no era otra que el amor de ese vecino y había fallecido por una triste enfermedad. La tragedia lo había hecho odioso y solitario al señor José, que se dedicó a cuidar ese jardín como a su más valioso tesoro, donde María solía pasar sus horas en su juventud y cuando aún conservaba la salud.

Pero además Raquel, la mamá de Ángel, también contó que de chiquito él quedaba al cuidado de la señora, mientras ella y el papá trabajaban. Así fue como Ángel comenzó a recordar aquellas tardes en esa casa, llenas de historias contadas por esa increíble mujer.

 

Sorprendido por su descubrimiento ideó un nuevo plan para tratar de alegrar a aquel vecino cascarrabias, ahora que comprendía todo. Habló un poco más con su madre y planeó con Tomás cómo comprar aquella flor tan querida por María y entregársela.  

¡Cómo se le ponían vidriosos los ojos y comenzaba a temblar aquel anciano, parecía tan indefenso!

Todo eso Ángel lo observó, sin embargo, desde su guarida, ya que no se atrevió a dársela personalmente. La dejó enfrente y esperó hasta que José saliera a regar su jardín como hacía cada tarde.

Desde ese día su vecino comenzó ser un poquito más amable, aunque poco le duró porque había muchos niños traviesos dispuestos a perturbar sus tardes.

Con el correr de los años, Ángel fue haciéndose más cariñoso y sociable.

Las sesiones con una psicóloga y los talleres por la tarde en la escuela habían dado sus frutos. Poco a poco se olvidó de Tomás.

En una ocasión, recostando a su hija Sofía, encontró un libro de su infancia con un dibujo en la tapa de dos niños abrazados. Abajo decía Ángel y Tomás, y estaba firmado por María. El libro relataba las aventuras vividas por él mismo y su amigo.

Esa misma noche le contó a su esposa. Cómo era posible que María hubiese escrito esas increíbles aventuras.

ROSA CRISTINA CENTENO

Josefa

Josefa está acostada muy cómoda, viendo, mirando el cielo gris, ¿una tormenta será? se pregunta, recordando que su madre le contaba al oído que las tormentas limpiaban el alma de aquellos que necesitan alivio.

Todos los días mira al cielo desde un lugar muy cómodo, pequeño, pero cómodo y escucha el sonido de los árboles cuando los acaricia el viento, se siente tan sola. El zumbido de las abejas revoloteando las flores le recuerda los juegos en el patio con su hermana mayor, corriendo sin tener en cuenta el peligro. Recuerda a su madre llorando sin entender por qué.

Otro día más Josefa mira al cielo, un día de sol los rayos atraviesan la tierra y la calientan de una manera que ni el mismísimo infierno podría soportarlo. Ella no siente el calor, está tranquila.

Mientras mira al cielo, aparecen pensamientos y sensaciones que la perturban provocándole llanto, dolor, como si fuera una noche oscura que la lastima. De pronto siente la voz de su madre, diciéndole al oído - ¡tranquila, todo va a estar bien, el dolor pasó! -, mientras toma su mano. Siente voces a su alrededor, que relatan anécdotas divertidas de su vida, no logra distinguir quiénes son, pero las cuentan con alegría. Ella no participa de la conversación, pero los escucha atentamente, ya no se siente sola.

Josefa siempre fue alegre, con muchos amigos y miles de historias que contar. Pero esta vez no cuenta nada.

Siempre mirando al cielo, hacia arriba, donde todo lo bueno pasa. Siente tan cerca el beso de su madre y su perfume que la transporta a su niñez donde todo estaba bien. Siente esa tibieza de los labios de su madre en la mejilla.

Todos los días Josefa mira al cielo, siente el aroma del pasto, el sonido de los árboles, el canto de los pájaros. Y la voz de su madre diciendo ¡Tranquila, todo va a estar bien, el dolor se fue! 



EMMANUEL IRASTORZA

 La demencial monotonía

Qué noche fría, este invierno no está perdonando y mañana tengo que empezar el pedido nuevo, espero esta noche dormir bien dice mientras camina a su pequeña habitación en el final del pasillo de madera, que conecta el comedor y el baño.

 Al llegar a su cama, ya con la luz apagada, mira por la ventana que le enseña una hermosa luna llena que refleja una abrigadora luz La luna del cazador solía decir mi padre, ¿o no?, mientras remueve muy cuidadosamente las zapatillas sobre una pequeña alfombra al costado de la cama, dejándolas apuntando hacia la ventana, en una posición paralela muy cuidada.

 

  Cuántos recuerdos trae este viejo telón rojo,  anuncia una voz muy cálida, mientras que me encuentro en el centro de una habitación, con dos reflectores que solamente alumbran a un viejo trozo de tela raso, ya lastimado por el paso del tiempo, de un color desgastado pero de un fuerte tono rojizo como sangre.

 Mañana toca partir, quién sabe cuándo vamos a volver a vernos, espero que pronto... dice la voz de niña mientras se aleja del cuarto por la izquierda. Volteo la cabeza pero no veo nada.

 

La alborada despierta a las aves y Romero comienza a entreabrir los ojos.  Se sienta con un gran bostezo al costado de la cama, y comienza a acariciar sus manos, fija su atención en los pies, los mueve de izquierda a derecha, de arriba a abajo, limpia su cara de lagañas, mientras que lentamente retira los dedos de su piel, se pone su rutinario pantalón ya alborotado, y ajusta con mucha tranquilidad los zapatos, primero el derecho, luego el izquierdo.

 Se levanta, se mira al espejo de cuerpo entero que tiene suspendido al lado del placar, con un hermoso marco de madera tallada y pulida a mano. Un último pequeño bostezo y gira la manivela de la puerta para unirse de nuevo por ese angosto pasillo en el cual cuelga un pequeño retrato, se detiene pequeños segundos a mirarlo, ve lo que él recuerda, la última vacación familiar. Que hermoso vestido que traías, qué chiquita eras. Cruza para llegar a la cocina, agarra la pequeña pava de metal, vierte agua, prende la hornalla y la deja hervir, abre la alacena, saca un paquete de yerba, prepara el porongo: los monótonos pasos diarios, la execrable hermosa rutina, y con el equipo en mano, se pone en camino otra vez, hacia el living que conecta con la otra parte de la casa, su estudio de trabajo, un gran cuarto que podría verse como un depósito.

 

 Al atravesar una puerta pequeña de color blanco, echa un vistazo al enorme cuarto lleno de maniquíes. Buen día, espero que hayan dormido bien declara con una voz ronca. Hoy nos espera un largo día, me pregunto si me habrá llegado otro correo continúa diciendo mientras se acerca a su pequeña silla de escritorio. Al tomar asiento lee un pequeño documento que detalla el pedido que debía realizar para el fin de la semana  Querido Romero, el pedido de este mes bla bla … Tres con brazos, tres sin brazos, todos pulidos... susurra mientras sigue leyendo. Tal parece que vamos a tener poco tiempo para entrelazar charlas dice mientras esboza pequeñas sonrisas.

  Ya son alrededor de las tres de la tarde cuando su rutina laboral concluye, y emprende una caminata lenta hacia la parte de atrás del estudio, donde se encuentran piezas de maniquíes que ya están en desuso: brazos, cabezas, torsos, de porcelana, de madera, que se  funden en lo que parece un museo histórico, apilados y resguardados. Mientras los recorre, toca muy suavemente las piezas de madera: pino, roble, arce, cerezo, caoba, que lástima que ya no los hagan más de esta forma, todo el arte, el entallado, se siente perdido, ¿no? murmura al aire, pero se detiene un tiempo extra tras tocar unas manos de roble que parecen de un maniquí infantil, a las que mira, y no entiende porqué las siente tibias, y familiares.

 Su respiración no cambia, sus ojos no se inmutan con el objeto, toca sus propias manos y siente su piel helada, arrugada y quebrajada por el frío, da un último vistazo a las manos de roble en la estantería y empieza a dirigirse hacia su pequeña cocina.

 Una vez allí, abre un modesto cajón que se encuentra al lado de la puerta en una mesada, saca un papel, y una lapicera. “Querida hija…” empieza a escribir borroneando una y otra vez “otra nueva carta que te escribo, sabiendo que no podrás responderme. Como ves,estoy bien,  disfruto mucho verte correr con esos hermosos zapatos carmesí que tanto te gustaban, y el sombrero que usaste ayer es mi preferido: déjame decirte que te realza los ojos. En caso de que te lo hayas preguntado, el dolor en mi pierna me aqueja sólo en las noches de invierno, ya va a pasar, en unas semanas; y quedate tranquila, desde el accidente no he vuelto a manejar, pero es el menor de los castigos que padezco…

  Querida hija, ¿hablaremos otra vez? ¿me contarás cómo estás, cómo has crecido, qué cosas te gustan ahora?  Espero que esta carta llegue a vos, aunque sé que es imposible. Y te adjunto mi número de teléfono, se agregó un prefijo nuevo en estos años, ya te lo he dicho, ¿verdad? En todo caso, va de nuevo en el dorso de la hoja.

            Espero tu llamada, aunque sé que es imposible.

Papá”

 

 Esa noche Romero volvió a caminar por el diminuto y friolento pasillo que conecta las habitaciones, para terminar su día. Al llegar al cuarto, nuevamente, se sienta en el costado de su cama con la luz apagada, se quita sus zapatos, los deja alineados, se saca el pantalón y mira de nuevo por la ventana: otra vez la luna menguando, como yo susurra y se acuesta como de costumbre boca arriba. Mientras intenta conciliar el sueño escucha un aullido, y abre los ojos con rapidez ¿Un lobo ibérico, acá? no escuchaba ese aullido desde Canadá, ¿cuándo estuve en Canadá? Preocupado distrae su mente diciéndose que era el viento, seguramente eso debió ser pensó por unos momentos, el viento rozando con los viejos árboles del patio.

 Intenta abordar la calma lentamente para relajar su corazón y  su conciencia así poder darle paso a la noche de descanso, pero de nuevo se encuentra enfrentado a un telón, aunque la voz que habla es otra.  Mañana mismo hay que desarmar todo y transferirlo al depósito se le escucha decir a una mujer que usa un extraño sombrero alborotado con accesorios y de un color rosa que inadvertía sus rasgos faciales.

 Espero que vos también estés listo, mientras esboza una mueca con su mano hacia mi dirección. Intenté no despertarme para ver a donde iba: el telón de seda, de un color francia azulado, tapaba el grosor de una pared con unos finos detalles en lino dorado que era retirado con brusquedad, para mostrarme solo una pared en blanco al frente. Siento que agarran mi mano, y un velo me empieza a envolver.

 

 Romero abre los ojos y se queda un segundo enfocando la vista en su techo, los rayos del sol ya están entrando en su habitación. Se sienta al costado de la cama, toca sus manos, se pone su pantalón, vuelve muy delicadamente a calzarse sus zapatillas, y con una mano con un pulso inquieto busca su cara para sacar las lagañas.

 *Ring ring* El teléfono suena desde el fondo del pasillo.

Es muy temprano para los proveedores piensa mientras se levanta a atender.

El tubo negro del teléfono tirita insaciable.

Hola... dice con voz firme.

Hola, papá. -Una voz femenina se escucha del otro lado del teléfono.