TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Nuestro nudo por Cristian Cabrera

Melisa vive cansada, aturdida. Bajo su singular apariencia, detrás de su tez lívida y de sus gestos escuetos, se esconde un monstruo; una especie de ratón pestilente que lanza sórdidos ronquidos capaces de alejar toda posibilidad de bienestar de su cuerpo tensionado. Melisa siente que su mente no le pertenece, no puede controlarla.

Suelo pasar horas viéndola recostada sobre el sillón, sintiendo ese dolor que alguna vez fue mío. Veo detrás de sus lentes, que resaltan su angustia un poco más que sus ojos, y por momentos me veo. Siento a la bestia murmurando dentro de su cabeza como alguna vez lo hizo en la mía.

Anoche, mientras dormía a mi lado, pude ver el espantajo asomándose desde su oreja. Yo sé que no va a desaparecer si no desparece el nudo que enlaza nuestros pensamientos más infames, el verdadero causante de nuestras penas. Mientras tanto, ella pasa sus días sufriendo nerviosa, esperando como único consuelo ese momento a la noche, cuando el ratón despierta y sus músculos se relajan.

Los viejos por Jésica Gassino

Una fría neblina bañaba la costa del mar. Venia del océano y atravesaba los bosques cercanos como un leve suspiro; como un suspiro hondo y helado capaz de aterrar a cualquier ser viviente. El mar a pocos metros, el bosque más cerca aún. Las olas batallándose sin treguas, las hojas agitándose enardecidas. Aquella noche dormía en la cabaña, aquella que de niño conocía como nadie, aquel lugar al que no había regresado durante años.
Desde hacía varias noches, un sueño curioso lleno de estas imágenes extrañas desvelaba mis sueños, voces profundas, lejanas, y siempre presente sobre un fondo suave, la cabaña, el mar a pocos metros, el bosque más cerca aún.
Hacía varios días que planeaba unas vacaciones; los últimos exámenes de la facultad habían acabado mi paciencia y unos merecidos días alejado de todo, creí, serían eficaces. Mi padre en Buenos Aires por viajes de trabajo, mi madre de visitas en casa de la abuela, los tiempos eran ideales para tomar un descanso en la tan ansiosa cabaña. Pronto organicé mis cosas y luego de un apresurado almuerzo a solas, partí rumbo al sur. En pocas horas la carretera se volvió oscura y apenas si unas estrellas iluminaban la noche, y mientras una luna redonda y naranja comenzaba a asomar en aquel cielo negro, me hallé dentro encendiendo la hoguera. Dispuse las cajas junto a la puerta, y corrí a hacer mi cama, el viaje me traía fatigado y fue fácil dejar caer los parpados en la espesura de aquella ausencia.
Un silencio aterrador cubría mi cuarto, mientras los susurros del mar hacían crujir las maderas de cada habitación. Mi cabeza en blanco, como suspendida sobre una niebla invisible a mis ojos, intentando huir de los pensamientos que atacaban desde todas partes en aquel vacio horroroso, en aquella diminuta cabaña, tan lejana y solitaria, con el mar a pocos metros, con el bosque más cerca aún. Afuera el viento soplaba incesante, y la brisa empañaba los vidrios calientes por el calor del fuego. Los leños poco a poco iban consumiéndose, y entre tanto, oía a la madera desgarrarse en huecos quejidos.

Una furiosa ráfaga de viento separó bruscamente las hojas de la ventana, rompiendo un cristal que saltó en todas las direcciones, impartiendo trozos de vidrio blanco iluminado por la luna, por esa luna que ahora se aventuraba fuerte, sumergida en las alturas de la noche. Desperté sobresaltado y tardé unos minutos en recomponerme del golpe; el ruido alteró por completo mis sueños hundidos en la liviana tranquilidad del lugar, y ya nada parecía ser como antes. El viento continuaba agitando sus brazos de un lado a otro, amenazando a los cristales por poco habían logrado escapar de su furia, y un frio inaguantable corría libre por mi apenada habitación.
Una fría neblina bañaba la costa del mar, de ese mar que se hacía sentir cada vez más cerca, y atravesaba los bosques inmediatos como un leve suspiro, como un suspiro hondo y helado capaz de aterrar a cualquier ser viviente.


Tomé el colchón, algunas mantas y me dirigí a la cocina, sería imposible seguir durmiendo en aquel sitio escarchado por la nieve que el viento había invitado a entrar, además la hoguera se mostraba demasiado deliciosa como para darle vueltas al asunto. Acomodé más o menos mi cama allí, acerqué mis manos al fuego por un momento, y tras recuperar mi cuerpo la tibieza anterior, me dispuse a cerrar nuevamente los ojos, y a pesar de que la luz dificultaba un poco la tarea, el cansancio aún pudo más.
Lo que no sabía es que aquella noche no había sido inventada para dormir, no suponía que no podría cerrar los ojos hasta que un nuevo amanecer devolviera vida al mar, que se hallaba a pocos metros, y al bosque, más cerca aún. Pasaron unos minutos que caminaron eternos, pausados, como a la espera de lo que yo jamás esperaría. Creo que por unos instantes mis ojos pudieron volar dormidos, pero fueron apenas unos instantes, porque el viento y el frio parecían empecinados en mantenerme despierto.
Un ruido seco proveniente de mi habitación volvió a despertarme, alertó mis oídos de un modo extraño y pronto, sin siquiera llegar a imaginarlo, me cubrió la sensación de no encontrarme solo. Intenté arrodillarme sigilosamente sobre las mantas esparcidas en el piso, y espié por la ventana de la cocina. La noche seguía allí tan fría y ventosa, la nieve cercaba por completo la cabaña con su manto blanco y la luna, tan poderosa, continuaba erguida en el cielo, sin dar rastros de haberse movido apenas unos centímetros. Un fuerte impulso debilitó mis extremidades, me obligó a sentarme, a cubrirme tras la ventana; un fuerte impulso que dejó dolor en mis rodillas, que aterró definitivamente mis latidos.
Sin dar por vencido mi coraje volví a levantarme, esta vez de pie, escondiéndome a un lado de los cristales. El frío se hacía cada vez más fuerte, y ahora un viento desesperado corría por toda la cabaña, venía desde mi habitación y envolvía las paredes de la cocina. Quise volver a mirar, pero un grito quejoso desde mi habitación, heló la sangre en mis venas. Permanecí inmóvil durante unos minutos. Oía pasos marcados por una respiración fuerte, bruta y pesada. Oía un lamento lloroso acercarse cada vez más, atravesar el pasillo, extenderse con cada pisada.

Abrí los ojos. Me hallaba empapado junto a la hoguera, temblando de frio y sin comprender lo que ocurría. Apenas pude recuperarme pensé en todo lo que había pasado y los hechos, el viaje, el sueño, el frio, la nieve, todo pasó tan pronto como si un álbum de fotos hubiese caído sobre mi cabeza, sobre mi cabeza que ahora empezaba a dolerme.
Una respiración fría, el mismo quejido, el viento convertido en susurro.
Miré a mi lado y no pude contenerme. No supe cómo explicármelo, quise gritar y llorar al mismo tiempo, quise, con todas las fuerzas, escapar de allí. Pero nada salió de mi boca, ni un solo centímetro de mi cuerpo pareció avanzar, permanecía inmóvil, aterrorizado.
Allí estaban, calmos, serenos, sin muestras de furia. Allí estaban los viejos. El mar a pocos metros, el bosque más cerca aún. Sus rostros demacrados, sus lágrimas secas, sus ojos penetrantes pidiendo auxilio. Sus formas, sus contornos y relieves, sus almas volando a mí alrededor.

Jamás pude imaginarlo, jamás quise remontarme y volver a narrar aquella historia, pero hoy son mis hijos los que desean oírla, hoy son ellos los que preguntan, hoy son ellos los que creen saberlo todo.
Estoy a punto de irme para no volver, y he aquí el desvelo del gran misterio. Aún hoy me pregunto qué pasó, aún hoy sigo en busca de respuestas ausentes. Aún hoy me desespero al no saber qué fue de aquella noche, adónde quedó aquel mar a pocos metros, aquel bosque más cerca aún.
Y entonces me entrego, y entonces le pido ¡muy bien, llévame a verlos!.

La extraña furia de Pedro por Nadia Alvarez

Todo comenzó un frio invierno del ’76. Me encontraba en el hospital, con la mano de mi madre entre las mías. Me habían avisado que mamá estaba agonizando en el hospital y decidieron sacarme de clases para pasar mis últimas horas a su lado.
Ella se hallaba postrada en una cama desde hacía ya largo tiempo, víctima de una enfermedad letal que había empeorado en las últimas horas.
Con su último aliento, decidió contarme la historia del tío Pedro, su único hermano y mi único tío, ya que jamás había conocido a papá porque nos había abandonado cuando yo tenía tan sólo un año de vida. Comenzó por aclararme que si ella moría yo iba a quedar a cargo de él y que si eso sucedía necesitaba antes saber un par de cosas.
El tío Pedro era un hombre mayor, de unos 50 años. Siempre vestía ropa oscura y nunca hablaba demasiado. No conocía su casa ya que nunca nos había permitido ir a verlo y sólo iba a visitarnos para las fiestas. Siempre fui muy curiosa, y siempre me encantó saber todo de todos, y a mi corta edad de 13 años, la vida de mi tío siempre había sido un misterio muy tentador para mí, por eso es que me puse muy ansiosa cuando mamá, postrada en esa cama, con un hilo de voz mencionó al tío.
Mamá comenzó a hablar remontándose a su infancia. Nunca había sabido demasiado de ella, sólo que se había criado en una enorme casa en las afueras de un pueblo pequeño de Francia, junto a sus padres y a su hermano. Comenzó diciendo que cuando ella y el tío eran pequeños, jugaban siempre juntos y se llevaban muy bien.
Cierto día, estaban como siempre jugando en el patio de la inmensa casa que daba a la calle y mamá notó algo raro. Los vecinos que pasaban miraban a Pedro con cara de miedo, y luego de contemplarlo unos minutos huían despavoridos o corrían a encerrarse dentro de sus casas. Mamá se sintió algo asombrada al respecto, ya que siempre había visto a su hermano como un niño normal, por eso no podía entender que la gente lo mirara como si algo terrible fuera a suceder en cualquier momento.
Hasta que un día, mamá no pudo con su curiosidad innata, que luego fue heredada por mí, y fue a espiar a Pedro que se encontraba encerrado en su habitación. Miró silenciosamente por la cerradura de la puerta y pudo observar que los objetos que se encontraban en la habitación levitaban y hablaban, y que Pedro conversaba con ellos como si fueran personas reales. Puso la oreja contra la puerta y pudo escuchar cómo Pedro le decía al espejo que se cambiara de lugar, a la cama que ordenara sus sábanas y al ropero que acomodara su ropa. También pudo escuchar cómo los amenazaba diciéndoles que si no hacía lo que les ordenaba, algo muy malo iba a suceder y cómo los objetos obedecían con miedo y desesperación.
Al ver esto, mamá decidió tenderle una trampa a Pedro. Tomó un trencito de madera que era el juguete preferido de Pedro y lo hizo pedazos. Luego llamó a éste para mostrarle lo que había hecho y Pedro estalló de furia. Le dijo que nunca tendría que haber hecho eso y que pronto se iba a arrepentir.
Al cabo de unas horas se desató un viento tan fuerte que las tejas de la enorme casa se empezaron a soltar. Era un huracán y venía con deseos de atestar el pueblo y destruir su casa. Mamá se dio cuenta que Pedro tenía algo que ver en esto porque hacía unos minutos lo había visto concentrado diciendo una serie de palabras extrañas y moviendo los dedos en círculo. Le rogó que por favor terminara con esto, pero Pedro estaba tan enfurecido que no le hizo caso y siguió jugando con el huracán, aniquilando todo con su paso.
Después de unos minutos los padres de mamá llegaron a la casa y vieron a Pedro muy enojado repitiendo palabras extrañas y haciendo movimientos raros. Castigaron a mamá por haber hecho enojar a Pedro y hablaron con él para calmarlo.
Después de unos minutos, el huracán desapareció y el sol volvió a brillar. Mamá se enojó muchísimo ya que creyó que era muy injusto lo que sus padres habrían hecho, pero pensó y decidió hacer su vida normal y nunca más hacer enojar a Pedro hasta que fueran adultos.
Los años pasaron y los padres de mamá murieron. Mamá se fue a vivir sola y Pedro se quedó a vivir en esa enorme casa solo. Los vecinos del lugar dicen que a la noche se escuchan ruidos de camas que se corren y de ventanas que se abren solas, pero que nunca revelaron nada por miedo a desatar la furia de Pedro.
Mamá cuando terminó de hablar me miró. Yo estaba dura con los ojos en blanco, muerta de miedo y sin saber qué hacer. Mamá me dijo que no tuviera miedo, que a pesar de todo, Pedro era una persona callada y muy simple, y que no me iba a traer problemas vivir con él.
Luego de esto, mamá murió. Y yo tuve que mudarme a la casa del tío.
Los años pasaron y debo admitir que hoy, con 26 años todavía recuerdo el miedo que tuve cuando mamá me conto la historia del tío Pedro. Debo admitir que mamá tenía razón, ya que no se me hizo para nada difícil vivir con él, pues era una persona extremadamente callada y muy silenciosa, lo único que me costó fue acostumbrarme a las sillas y armarios que caminan y hablan con él a la medianoche. Por las dudas, seguí los consejos de mamá y nunca lo hice enojar, ya veo que en una de esas desato su furia y decide hacer añicos el nuevo escritorio que compré.

El negocio por Gabriela Rébola

Cuando el hombre flaco estacionó el coche, todos miraron hacia el luminoso amarillo de la carrocería. Era un viejo 125 del `68 que tenía un guardabarros todo abollado y el faro izquierdo hecho añicos. Pero la parte que brillaba estaba limpia, como recién lavada. Eso era muy llamativo para el paisaje sucio y asqueroso del cacerío, de callejas de tierra, polvo en el aire y moscas que parecían aviones revoloteando sobre un objetivo militar.
Todos miraron el coche y al hombre flaco, especialmente los chicos. Todos, excepto la vieja. Ella lo que hizo fue dar una pitada mas profunda al cigarro que tenía entre los labios, suspendido como un astronauta en el espacio, y tras soltar el humo por el costado le dijo al viejo:
-No lo atiendas.
El viejo se levantó lentamente, sin dejar de mirar al hombre flaco, y se aplanó el pantalón sobre los muslos. Era un gesto innecesario porque el pantalón ni tenía rayas ni estaba limpio. No era más que una de las tantas prendas miserables que los evangelistas traían un par de veces por año. A él le había tocado ese traje azul el otoño pasado, pero el saco no le había servido porque tenía una sola manga. Otro gesto innecesario fue aliarse el pelo con la palma de la mano: le quedaban muy pocos y todos parados y llenos de piojos.
Se mantuvo de pie, esperando, mientras la vieja entraba en la casilla apartando un pedazo de arpillera que hacía de puerta y jurando que había decidido no mirarle la cara al tipo y no se la iba a mirar.
Una bandaba de chicos se acercó al 125, lo rodeó y empezó a tocarlo. Uno de los más petisos, de patitas flacas y cara escoriada y pustulenta, fue el más audaz y se sentó al volante. Los demás lo miraron con envidia y todos se reían como se ríen los indios cuando están nerviosos y no saben como comportarse en determinada situación. El hombre flaco miró hacia atrás y decidió ignorarlos. No le importaba lo que hicieran, así que caminó hacia la casilla con paso lento y seguro. Antes de cruzar la zanja de aguas podridas se detuvo y encendió un Parliament con un encendedor de plástico.
Vestía camisa blanca a rayas azules, un jean gastadísimo y mocasines recién lustrados pero muy viejos. Era un hombre alto, de ojos chiquitos, y tenía la nariz puntuda y larga como un picahielos. No aparentaba los cincuenta años que tenía pero se notaba que había pasado los cuarenta.
Se dirigió al viejo y le dijo "buenas cómo anda", y después que el viejo respondió al saludo con un movimiento de cabeza le preguntó si ya tenía lo que habían arreglado anteriormente.
El viejo lo miró con una expresión hueca, mortecina, que tienen los indios en las postales que se venden en los hoteles de Resistencia, y no respondió.
- ¿Y, está listo mi paquete?.
El viejo se miraba la punta de su alpargata, acaso el exacto lugar por dónde asomaba un dedo. Y dijo:
- Y ... - que era como decir que sí, que como estar listo estaba listo el paquete pero que todavía faltaba algo-.
- Yo le traje lo suyo - dijo el hombre flaco. ¿Y, mi paquete donde está?
- Ahí´stá - dijo el viejo, señalando con el pulgar sobre su hombro la puerta arpillera- , pero mi esposa no quiere.
El hombre flaco hizo una mueca y negó suavemente con la cabeza:
- Usté y yo ya lo arreglamos ... ¿Qué quiere, ahora? ¿Más guita?
Hostil, lo dijo. Era un tipo tranquilo pero no le gustaba esa gente, ni el barrio, y probablemente tampoco su trabajo, si eso era un trabajo.
- Yo soy de una sola palabra -agregó, con aire digno.
El viejo asintió como si hubiese comprendido. Pero no había comprendido. Pensaba en lo que había dicho su mujer esa misma mañana: que no, que el no iba a vender nada de la casa. Le había dicho también muchas otras cosas.
El viejo pensaba en todo eso cuando se acercaron algunos chicos más. Del otro lado de la zanja, siete u ocho pasajeros llenaban ahora el auto amarillo. El que estaba al volante seguía manejando quién sabe por qué caminos. Ya estaría llegando a Norteamérica. A su lado, de pie contra la ventanilla, el que parecía el mayor de todos, de unos doce años, empezó a orinar oscilantemente contra el guardabarros sano y contra un laurel florecido. Todos se reían y decían cosas incomprensibles. Hablaban en toba. Uno que tenía el pelo muy largo y piojoso, caído sobre la frente y cubriendosé las cejas, se asomó por la ventanilla trasera y empezó a escupir al que orinaba. Dentro del coche todos empezaron a aplaudir y a saltar. El hombre flaco los miraba como se mira a un músico borracho que está desafinando.
Una indiecita, posiblemente hermana de todos ellos, salió de la casilla corriendo, urgida por alguna orden, y esquivó al viejo y se dirigió a otro rancho que estaba a unos cincuenta metros sobre la misma calle. A su paso dos o tres gallinas flacas revolotearon al huir hacia el montecito de jacarandaes y espinillos que estaban ahí atrás, a veinte metros. La niña tendría unos siete años y vestía un delantalcito gris como de reformatorio; o quizás era blanco y estaba roñoso. Descalza, sus pasos levantaron una inesperada polvaredita. Unos chicos, al verla, se rieron y uno gritó algo y otros se rieron aún más. Pero enseguida callaron porque el viejo les dijo algo, en toba, y señaló hacia el Fiat amarillo donde los demás seguían festejando como en un parque de diversiones. En dos segundos se fueron todos hacía el coche. El hombre flaco le preguntó de dónde salían. Entonces dijo:
- ¿Cuántos son?
- Collera -respondió el viejo-. Son una collera...
Y después de un rato, como si los hubiera recontado mentalmente, agregó:
- Y cuatro que se jueron.
El hombre flaco encendió otro cigarrillo. Como el viejo lo miraba con intención, le pasó el paquete de Parliament. El viejo lo agarró, sacó un cigarrillo que puso en su boca y se guardó el atado en el bolsillo. El otro hizo fuego con su encendedor y los dos fumaron.
Estuvieron así, en silencio, de pie. El viejo cada tanto espantaba una mosca. El hombre flaco se pasaba un pañuelo arrugado y grasiento por la frente y empezaba a cansarse.
- ¿Y ...?- preguntó- ¿Qué esperamos? Tráiga lo que ya sabe y le pago.
- Dame la plata- dijo el viejo, y tendió una mano de piel reseca y cuarteada, de palma infinitamente atravesada por líneas que parecían zanjas.
Pero se quedó con la mano abierta en el aire porque el otro negó con la cabeza mientras exhalaba humo por la nariz.
- Primero traé lo que hace rato te estoy pidiendo, así dijimos que iba a ser.
El viejo dijo:
- Gueno, pero dame algo. Pa mostrarle a mi esposa- y volvió a estirar la mano, con un movimiento de abajo hacia arriba como si sopesara una pelota imaginaria. Era su manera de decirle al hombre flaco que era su mujer la que no quería, la que no estaba de acuerdo y entonces había que mostrarle el dinero para convencerla.
- No seas ladino, Gómez. Ayer te di el adelanto que arreglamos.
El viejo bajó la mano.
- Andá a decirle - insistió el hombre flaco-
El viejo se metió en el rancho lentamente, mientras el hombre flaco buscaba con su mirada una silla, un tronco donde sentarse y miró luego al 125 donde ahora todos los pasajeros estaban serios, concentrados como cuando un avión entra en zona de turbulencias.
Al rato salió el viejo. Se había puesto un sombrero marrón, viejísimo, todo mordido por ratas o polillas.
- Ya `stá -anunció. Ahora dame
El hombre flaco metió lentamente una mano en el bolsillo del pantalón y sacó un fajo de billetes doblado al medio. Se mojó pulgar e índice con la lengua y tomando el fajo con el puño izquierdo contó los billetes. Cuándo terminó la operación, volvió a doblarlos y se los metió en el bolsillo de la camisa. Suspiró como si estuviera cansadísimo, encendió otro cigarrillo y se puso de pie. Caminó lentamente hacía el 125, seguido por la mirada codiciosa del viejo. Al cruzar la zanja dio vuelta la cabeza y lanzó un gargajo grueso y oscuro a las aguas podridas.
- Vía, vía - dijo cuando llegó al coche.
La pequeña tribu bajó dando portazos. Como cucarachitas que en la noche huyen de la cocina, corrieron en todas las direcciones. El hombre flaco miró el asiento en el que iba a sentarse y se quedó de pie, fumando apoyado contra la puerta abierta del lado del volante. Miró hacía el viejo inexpresivamente, como quien mira la desdicha de alguien que no le importa en absoluto. El viejo hablaba hacía adentro de la casilla, con un aire mas perentorio que imperativo.
Enseguida salió la vieja con el "paquete", mirando al viejo con odio. Se lo quiso entregar al hombre flaco y éste le hizo seña para que lo pusiera en el auto, al lado de dónde el iba a sentarse. El hombre flaco, tiró el cigarrillo al piso y mientras lo aplastaba con el zapato sacó los billetes de la camisa y los depositó en la mano ajada, abierta, del viejo. Enseguida se subió al coche, puso el motor en marcha y arrancó sin siquiera mirar a su acompañante.
Recorrió un par de kilómetros, giró su cabeza y el “paquete” no estaba a su lado. Volvió a mirar y nada. Pensó que estacionar y analizar la situación era lo mejor que podía hacer. Se paró, bajó del auto y observó que él era como invisible ante los ojos de los demás. No entendía lo que estaba pasando.
Rendido, el hombre flaco se paró en medio de la ruta y sobre el pasaron autos, camiones y demás. Pensó que se iba a morir si lo hacía, pero no, al pasar estos por encima él recuperaba la misma figura. Cada vez entendía menos.
Caminó hasta llegar no me acuerdo exactamente a donde y preguntó a una anciana que pasaba si lo podía ayudar. Ésta siguió su camino como si nadie le hubiera hablado. El hombre flaco pensó que seguramente era una pobre anciana sorda y al seguir caminando se encontró ahora con un adolescente, le habló y nada.
Volvió caminando hasta su auto, el “paquete” ahora si estaba ahí y él también lo estaba. Se miró y no lo podía creer, estaba muerto. Había mucha sangre y su corazón ya no latía. No podía dejar de mirarse y de preguntarle a su “paquete”, o mejor dicho a su acompañante porque lo había hecho, porque lo había matado. Si él no había hecho nada de malo, solo un negocio con un pobre hombre viejo.
Había muchas cosas que no entendía, no podía parar de llorar y de decir cada cinco minutos que era el peor negocio de su vida.
De súbito se da cuenta de que algo falla, hay cómo una velocidad en el momento y un vértigo irrefrenable en todo lo que acontece. Entonces advierte de súbito que vive una situación muy fea y necesita creer que todo es un sueño, otro de sus tantos sueños del que es probable que valla a despertarse, justo cuando de veraz empieza a creer que está en su auto muerto. Ese es el momento en que espera despertar.

Antonio y las botellas mágicas por Gina Lavini

Era un invierno criminalmente frío y Antonio se encontraba en ese horrible asilo, donde se sentía solo, triste, alejado de aquello que tanto le agradaba, la calle.
Sentado en aquel sillón destartalado que se hallaba cerca de la ventana, emitió una dolorosa exhalación recordando sus tan alegres hazañas y vio que el aire empañó el cristal. En ese instante se le ocurrió una brillante idea, pero para ejecutarla necesitaba salir de aquella prisión de ancianos, lo cuál le resultó muy fácil.
Durante los paseos matinales buscaba un lugar desolado para llevar a cabo su plan.
Lo halló una mañana divisando la pared trasera de aquella gran casona. Tomó la pala del jardinero que se encontraba muy cerca de allí, empezó cavar un agujero y a lo largo de una semana se advertía un pequeño túnel.
Al día siguiente de haberlo finalizado se aprontó a su partida, en un tramo de aquel trayecto lo picó un insecto cerca de su cabeza, sin importarle continuó hasta llegar a la salida.
Dio un suspiro de esos que lo animaban a inspirarse y se dirigió hacia la calle. Caminó vagando, disfrutando de aquel aire libre; cuando descubrió un carro pequeño con un cartel. Este decía``EN VENTA´´, automáticamente lo compró con sus ahorros lanzándose a realizar aquel gran proyecto liberador.
Encontró un lugar abandonado en donde se acomodó. Luego salió a la calle con un carrito de mano y casa por casa fue adquiriendo centenares de botellas. Cansado ya de caminar retornó aquel sitio inhabitado hizo una fogata, comenzando a efectuar su fabulosa idea; aspiró el aire abrasante y lo sopló en la primera botella, que tapó ajustadamente con un corcho. Así siguió con cada unas de ellas; más tarde se recostó logrando conciliar rápidamente el sueño. Luego con la brillante luz del día en sus ojos se encaminó nuevamente hacia las calles, ofertando las botellas de la felicidad.
La gente comenzó a amontonarse prestándole atención a los relatos de aquel anciano, el cual expresaba que la sustancia dentro de la botella era la generadora de lo que a él le había ocurrido, así las personas empezaron a comprarlas, dirigiéndose a sus casas con una ilusión en la mano.
Hizo un negocio redondo, las vendía en cajones de doce botellas cada uno y no daba abasto. Todas las noches seguía la misma labor.
De repente un día sintió cierta picazón en la oreja atribuyéndoselo a aquella picadura, la surgida durante su escape, pero nuevamente no se preocupó continuando con su flamante negocio.
Habiendo transcurrido un tiempo notó la ausencia de zonas del cuerpo, estas se iban paralizando. Él prosiguió con su negocio, pero dichas partes comenzaron a desprenderse inexplicablemente conservó hasta el final los labios y así prosiguió día tras día, vendiendo su magnifico invento.
Una noche posó sus labios para cargar las botellas con el aire y notó que estos se le desmoronaron. Cuando estos se le cayeron definitivamente le resultó imposible soplar el aire caliente dentro de las botellas siendo ese el fin de la brillante idea de Antonio que consistía en comprar la felicidad.

La playa por Ana Laura Mazuecos

Salíamos de casa en rumbo de las segundas vacaciones junto a los niños, las primeras fueron en las montañas, este año Janise eligió la playa, quería cambiar de aire, uno más alegre y tropical, antes que oler la triste y fría nieve que se acumulaba en la cima de los pinos, ocultando el hermoso verde que poseían.
Arriba del auto, listos para salir, observé a mi esposa pensativa, seguramente temía olvidarse de algo, pero giré la llave y una sonrisa iluminó su rostro, indicando que todo estaba de maravilla. Aunque, después de dos cuadras volvimos a casa porque Nachito quería ir al baño. Lo regañé por no haber ido a su debido tiempo cuando se lo había preguntado, y yo detestaba los retrasos.
Iniciamos viaje.
Comenzó a escucharse por los parlantes de mi auto “Don’t worry be happy”, suavemente, hasta que un brazo vi pasar y rozando mi oreja giró la ruedita del estereo al tope, era Cami, quien se sabía la letra completa, me sorprendió y me encantó saber con que facilidad aprende el inglés. Hora después, mi cara había cambiado de expresión y mis ojos rodeaban una y otra vez su cavidad, había repetido la canción mas de cien veces, la cabeza me estallaba, el tímpano le estaba teniendo poca paciencia, la culpable era esa maldita propaganda de pañales que contenía la música. Gracias al cielo olvidó cantar cuando frenamos en una cafetería, y junto a su hermanito bajaron corriendo, desesperados como si hiciera siglos que viajaban.
Sentado tomando un café con Jani, quien de tanto en tanto asomaba para ver los niños, fue cuando recibí un llamado de trabajo, “una propuesta importante, mucho dinero” dijo mi jefe, pero la consecuencia sería volver a casa urgente. Mi esposa me miraba cada segundo que pasaba mientras el celular seguía en mi oreja, analizándonos mutuamente los gestos que cada uno conocía del otro, yo trataba de disimular para tratar de ocultar información pero no hubo caso ella adivinó y después que corté dijo:
-“No regresaremos ahora”-
.-Es mucha plata – Dije poniendo cara de por favor
Su rostro había cambiado la expresión -No vamos a discutir esto, llama a tu socio para que se encargue de eso-
Subí nuevamente a mi Ford y esperé con el cinturón puesto. Subieron los tres, venían muy contentos, y ella les levantaba el entusiasmo, seguramente lo hacia para contradecirme. Se salió con la suya.
Oscureció, por fin se durmieron los niños, después de pelearse para ver quien juntaría más caracoles, mientras Janise hablaba con su madre contándole todo lo ocurrido y todo lo que haríamos en cuanto llegáramos (Cargamos combustible y continuamos). Bastante cansado de que supiera nuestra rutina queriendo interferir en ella, ahora se le placía influenciar a su hija para realizar actividades en la orilla del mar. No deseaba oír esa conversación, estaba agotado, mi suegra poseía un altavoz natural que desde mi ubicación claramente la escuchaba. Ya no quería hacerlo ¡No más! Tapé mis oídos, y tarareé una canción, y dejé que mi mente se expanda tapando todo sonido e imagen que pusiera mis nervios de punta.
La mañana siguiente me desperté con un rayo de luz en la cara, me hizo pestañear varias veces y por fin me corrí de su paso para abrir los ojos. La habitación olía a jazmín, aboyé las sábanas a mis pies y me levanté. El sol estaba sobre mi cabeza cuando asomé en la ventana, supuse que el medio día llegaba y Jani no me había levantado para ir a recolectar caracoles, debía estar enojada aún. Me duché y salí a dar un paseo, después de haberle dejado un mensaje con la recepcionista, que mientras me acercaba leí su nombre azul fuerte que resaltaba de su bolsillo izquierdo del pecho, Belén. – Señorita Belén comunico que no vendré a almorzar hoy- le dije y sonrío asintiendo.
Caminé por la playa conociendo el lugar, me gustaba, aunque imaginé que el calor derretiría mi piel, pero claro los folletos propaganda siempre exageran con tal de vender.
Janisse estaba enojada, pero no tendría que haberse ido sin mí, si creía que eso me afectaría y no podría divertirme solo, se equivocaba. Almorcé como nunca, sin discutir en la elección del menú, sin gritos, ni desperdicios o desparramos de papas sobre la mesa, ni caprichos por parte de los niños. Me lo merecía.
Luego de una siesta improvisada en la fina arena y el tumulto de gente. Salí a caminar bordeando la marea cristalina que de cuando en cuando saltaba sobre mis pies. Sentí que algo me rozó los dedos y agaché para recogerlo, era una estrella, quede tildado viéndola, nunca pensé que fuera tan hermosa pensé y al instante recordé los caracoles y seguí con mi esposa, decidí que era hora de volver al hotel.
Belén me miraba con una enorme y blanca sonrisa mientras mis pasos se dirigían hacia su mesa de recepciones.
Devolviéndole el mismo gesto y apoyando mis palmas sobre el escritorio dije – Hola de nuevo –
Ella saludó y preguntó.- ¿En qué puedo ayudarlo?-
Yo le dije - Quería saber si mi familia está en el cuarto o aún no han regresado- miré el reloj, que casualmente estaba parado.
Miró unos papeles y dijo - No sé de quién me habla señor, usted vino aquí solo- Hubo unos instantes de silencio, hasta que irrumpí:
- Ja, ja, ja ¡¿Cómo voy a venir solo?! Por favor revise los papeles, usted estará confundiéndose de persona…-Estaba tratando de ocultar el nerviosismo que se aproximaba en mí
-No señor, lamento decirle que no estoy errada, después del accidente… Usted llegó solo… -Una larga pausa se hizo, en mi mente todo se turbó, sentía que el cuerpo me vibraba y las manos me sudaban…Luego a la joven le pregunté -¿Cómo es que ha ocurrido un accidente? ¡¿Cómo es posible, como no me lo dijiste antes?! ¿Cómo puedo estar aquí tranquilo cuando mi familia…Está en un hospital?- Ella negó con la cabeza, mis piernas se aflojaron y tapé mis ojos con la manos para ocultar ver su próxima expresión que respondería a mi pregunta - ¡¿Están muertos?!-
No esperé respuesta me paré de golpe y salí corriendo del hotel en donde estaba. Corrí tan fuerte, tan fuerte que tropecé y quedé tendido en el suelo. Empecé a removerme en el suelo desarmonizando la arena que debajo yacía, pronto ella llegó hasta donde yo estaba, quiso agarrarme del brazo y frenar mi locura del momento diciendo:
- “Detente vas a lastimarte, no sirve de nada este castigo” –
Y sin descubrirme la cara dije sollozando - ¡Pues ya estoy bastante lastimado! ¿Pero cómo pasó? ¿Qué ocurrió?-
Ella frunció el seño y me dijo las palabras que no quería oír – Te dormiste manejando-
El pecho se me desgarró- ¡Lo sabía! Soy un tremendo idiota, sólo que no recordaba cuanto… ¡Me dormí! Cómo pude hacerlo y ahora…. –
Belén interrumpió - Para de llorar por Dios ¡ELLOS ESTÁN MUY BIEN…! Sólo lamentan una pérdida.

La mariposa azul por Tania Coronda

Todavía recuerda la impresión causada cuando descubrió en ella sus pequeñas alitas, cuando la tomó en brazos y el llanto de la niña parecía nunca acabar. “Me parece ver a su mamá”, pensó, aunque la carita permanecía rosada y aún no lograba dar con el color de sus ojitos. Sin duda, lo que a Rosa le llamó la atención en aquel entonces, fueron aquellas extremidades en su espaldita, no eran más que alas en la pequeña recién nacida. Aún nadie lo había notado, pero ella no dejaba de observarla, “ésta hermosa beba no sólo será un gran reflejo de su madre, sino también una bella mariposa” se decía a sí misma nuevamente. Rosa la cuidaría como a una hija, como lo había hecho con la madre de la criatura. Siempre formó parte de ese hogar como una integrante más de la familia, era una mujer querida, respetada e indispensable para todos.
Nunca imaginé cuando llegaría el momento de partir, viví desde muy joven allí. Empecé acompañando a doña Carmen, cuando se quedó solita con la nena, Sofía tenía 10 años y ella no se encontraba bien de salud. Cuando falleció la señora, decidí permanecer al lado de la pequeña por siempre. Pero bueno, uno nunca sabe.
Apenas Sofía me dio la noticia de su embarazo, empecé a preparar todo para la beba, mi intuición nunca fallaba y supe desde siempre que sería una nena.
A la niña le dieron por nombre Azul, era el color que empezaron a dar las alas desde su nacimiento, y así la llamaron. Éstas mantenían las características típicas a las de una mariposa, todo era demasiado extraño y sin dudas maravilloso. Pero aceptamos, sus padres y yo, felizmente la especial característica de la pequeña, sin temer la posibilidad que pudiera causarle daños futuros. Por el contrario, esta particular criatura mitad humana, mitad mariposa, despertaba en los demás, el asombro, la alegría y el placer por su cautivante belleza.
Ya con más de un año de vida, las aletas de la niña terminaban de formarse y se hacían aún más notables. Lo que nadie notaba verdaderamente, era el por qué del llanto a cada instante, a veces por capricho, otras sin motivos. Continuó comportándose del mismo modo en los años siguientes, no acostumbrábamos a prepararle fiestas de cumpleaños, el único y último festejo no fue nada grato para Azul, detestaba la presencia de los payasos. Recuerdo que asustada fue a esconderse dentro de un baúl y allí permaneció toda la tarde. Sucedía también que empezaba a tomar más conciencia de cada parte de su cuerpo, comprendía que no era igual a los demás niños. Azul sin duda era especial, y sus alas tan bellas, lástima que apenas podían llevar a cabo un vuelo de segundos y comenzaba a agitarse y a causarse un extraño dolor. Por momentos sólo caminaba, deseaba salir a jugar olvidando las pequeñas dificultades, buscaba a las niñas que habitaban siempre por el barrio de aquella pequeña ciudad, y solía pasar días maravillosos comportándose igual que cualquiera de ellas, otras veces, regresaba a casa molesta cansada de que jugueteen con sus alitas, o de ser motivo de risas, lo cual le provocaba una enorme tristeza. Por tales motivos, sus padres decidieron que no sería posible llevarla a la escuela, por lo tanto no dudaron en contratar a una maestra que le diera clases particulares en su propia casa. Lo que una vez más la alejaba de vivir una infancia normal como la de cualquier niña de su edad, sin problemas ni preocupaciones, rodeada de fantasías e ilusiones.
Pasaba el tiempo y aquellas bellas alas empezaban a perder color, y estaban cada vez más débiles. Seguramente si practicaba varias veces… quizás le faltaba empeño. Siempre le decía que se proponga firmemente que lo podía lograr, a lo que me respondía “No Rosita, no puedo”.
Su maestra siempre le decía que iba a aprender cosas que le gustarían mucho y eso al menos le daba algo de aliento. Desde que la joven llegó a su casa sus estados de ánimos cambiaron y de a poquito intentaba olvidarse de sus alitas y el dolor que estas solían causarle. Solíamos salir a pasear, sabía que no me diría que no, me quería tanto como yo a ella y por eso deseaba verla bien, y ver que sus alitas comenzaran a cumplir su función, me parecía extraño que aún no pudiera volar. La llevé a un lugar hermoso y tranquilo a las orillas del río. Deseaba que pudiera contemplar de cerca ese cielo inmenso, era un día maravilloso que no podía desaprovechar. Ese día llegó a volar más alto que nunca, pero luego el miedo la venció y no supo qué hacer, ni de donde agarrarse… mi pobre mariposa. Fui corriendo a buscarla, pero no quise mirar sus alas y ella llorando me decía “están rotas, estoy segura que están rotas”. Creo que a pesar del gran golpe que recibió, su dolor más intenso lo llevaba dentro de ella.
Ese día una parte de mi también se dañaba. Pasaban los años y ella seguía sin intención de salir de su casa, ni de volver a caminar juntas por el parque y mucho menos de intentar darle vida a sus alas. Con su madre buscábamos por todos los medios entretenerla para que su aflicción no fuera tan grande, pero ella dejaba de ser la pequeña Azul y de necesitarnos constantemente a su lado.
Otra herida, una más. Estaba acostumbrada, y sabía perfectamente como soportar el dolor, lo que no había aprendido era a volar, a dejarse llevar, no a temer, a salir a correr y a gritar, no a esconderse, a reír, no a llorar.
La joven maestra fue la primera en descubrir en Azul una gran sensibilidad hacia el arte, cuando era pequeña le llevaba láminas para que solita dibujara lo que quiera, era notable que a la pequeña le sobrara creatividad e imaginación, por lo cual no costaba enseñarle. Cuando se enteró que en el sótano guardábamos viejos cuadros, algunos pintados por su abuelo, no dudó en llevarlos a su cuarto, seguramente al mirarlos con gran admiración, se preguntaba por dónde empezar. Su maestra al finalizar las clases le había dejado un pincel como obsequio, lo dejaba al alcance de su mano, pero estaba en ella la decisión de tomarlo o no.
Finalmente, dedicarse a pintar fue su mágica salida, parecía que en esos días que se encerraba por horas, lograba volar más alto de lo que jamás le habían permitido sus alas.
Un día la fui a buscar a su habitación para que hablemos y me cuente como se sentía, quería que sepa que iba a estar a su lado siempre, hasta el día de mi muerte y después también. Quería aprovechar cada instante, que antes de partir me dijera que era completamente feliz. Hablamos mucho ese día, me contó que había salido a volar. Yo no entendía, si bien pasaba días encerrada en su dormitorio, creía que sus alas estaban rotas. Ella me contestó que sus alas habían estado siempre en su lugar, que se confundió al creer que estaban dañadas, sólo habían perdido el color, porque nunca las cuidó como merecían, me dijo que de a poco estaba perdiendo el miedo y que gracias a su valentía había llegado muy lejos, por eso estuvo tantos días encerrada, había pintado unas alas enormes de un azul intenso y logró colocarlas luego de sacar las viejas. Entendió la consigna, y estaba dando buen uso al pincel que le dejó su maestra, podía pintar y tomar de ello lo que quisiera, pintar un sol inmenso y olvidarse del día gris que pudo ser. Luego me contó que se había enamorado, que el amor le había provocado algo muy extraño, como si sus ojos ya no fueran los de antes, recién lograba ver el azul intenso de sus alas y del cielo inmenso al que me refería aquella vez. Al fin lograba reír, dejar atrás sus miedos, aprender a volar. Podía pintar su vida de los colores que quisiera.
Comprendió ese día que debíamos despedirnos, pero antes me mostró todos sus cuadros, y me expresaba su inmensa gratitud hacia su maestra, y hacia su abuelo por el preciado regalo, aquellos cuadros que encontró una vez en el sótano… Le entristece no haberlo conocido, pero se lo imagina sentado en aquella la misma silla, pintando, en el mismo dormitorio. Hoy que al fin lo encuentro, le transmito su mensaje; Azul lo recuerda con gran amor y le envía un eternamente GRACIAS.