TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Sarina Braun (alumna de intercambio proveniente de Alemania)

Almas captadas

Cuando llegué a la casa, todo era nuevo para mí. Había un aire antiguo, demasiado viejo para mi gusto. Las cosas parecían contar largas historias, buenas y malas. La guerra ya había terminado, pero el sufrimiento había sido devastador.
Todo comenzó en un boliche, él era amigo de mis amigos. Al principio no me gustó pero raramente a él le ocurrió todo lo contrario con respecto a mí. Con el paso del tiempo nos hicimos amigos y luego nos fuimos acercando aún más. Fuimos a bailar a boliches, al cine, de compras. Una noche fuimos a acampar con amigos. Bárbara y Franco durmieron en una carpa y Franzisco y yo en otra, porque todos sabíamos que ellos estaban enamorados. Así que después de una cena con ensalada de papas, albóndigas y pan asado sobre la fogata nos acostamos en una carpa arriba del cerro escuchando las voces susurrantes de los tilos mezcladas con las de los pinos en la respiración del viento. A punto de dormir escuchamos también el sonido del amor excitado, tímido como suena al principio en las parejas enamoradas: besos cuidadosos, respiraciones entrecortadas y reprimidas. Nos miramos en la oscuridad sabiendo que el otro sonreía por lo que estaba ocurriendo en la otra carpa. Lentamente su brazo pasó mis hombros, después se acercó. Me sentí insegura, sorprendida. Éramos amigos, nunca pensé en algo más. No me moví, me sentí rígida. Lentamente su boca se acercó a la mía. Yo era una mujer muy tímida en esta fase de mi vida. Tenía 22 años. Instintivamente me di la vuelta sin saber qué hacer ni qué sentir. Pero me quedé cerca, al lado suyo disfrutando su calor y así nos adormecimos.
Al día siguiente el clima entre nosotros estaba raro. Algo cambió, me miraba con ojos diferentes, suaves, tiernos, buscando una respuesta en mi expresión que, sin embargo, no le podía dar. Estaba muy confusa y mis sentimientos se anudaron a mis pensamientos.
Los días siguientes me llamó varias veces por teléfono, pero no respondí. Necesitaba tiempo para pensar en lo que quería. Resignado, me envió flores a la oficina donde trabajaba. Dos rosas rojas una vez en la semana durante dos meses. Finalmente, decidí llamarlo y acepté su invitación a una cena. Ya muchas veces antes habíamos salido juntos, pero esta vez no fue lo mismo. Estaba nerviosa. Me vestí con un vestido bonito, negro, me puse mi lápiz labial más hermoso y llevé los zapatos rojos de tacón con cinta. Esa noche nos pusimos de novios y ya el siguiente fin de semana me presentó a sus padres que vivían con él o, mejor dicho, en la misma casa en que él tenía su propio departamento. Sin embargo, no había una puerta que separaba las dos habitaciones, solamente una escalera de madera. Me invitaron a almorzar en la casa vieja, la casa en que ya vivían sus abuelos y sus bisabuelos. Puedo recordar que me sentí incómoda. Sus padres eran muy reservados y me inspeccionaron escépticamente. Los ojos azules fríos del padre se quemaron en mi mente como el fuego de carbón en la estufa de la cocina de su madre. Su mirada me penetró hasta causar un dolor en mi alma.
La casa era parecida a mi casa paterna  -una casa de campo con muchos prados alrededor y un huerto de papas, lechuga, zanahorias, zucchinos, guisantes y unas frutas de arbustos de frambuesa, zarzamora, grosella, manzanos y ciruelos para alimentarse-. Delante de la entrada había un pequeño parque infantil con un arenero, un columpio y una báscula. El aroma de las flores frescas y frutas de primavera prometió facilidad y alegría, y sin embargo me sentía incómoda desde el mismo momento en que bajamos del auto. Me sentí observada. Un sentimiento de un millar de ojos hambrientos, como las agujas de mi bisabuela que me atravesaron la piel. Intenté reconocer algo o alguien en las ventanas oscuras del edificio de dos pisos y al mismo tiempo no mirar, porque sentí como una succión que amenazaba devorarme. Cuando entramos nos esperaba un olor mohoso que parecía emanar de todas las cosas calladas e impasibles -un bodegón de fantasmas vivientes-; ni la mecedora que descubrí en la esquina del salón se movía. Solamente la crepita del fuego interrumpía el silencio oprimido.
Seguimos saliendo juntos, y dos semanas después del encuentro con sus padres tuve una pelea grave y fea con mi papá, quien terminó expulsándome de mi hogar. Me llamó una puta, una tonta, dijo que no podría sobrevivir sola. Supe que no había vuelta atrás, nunca más regresaría. Entonces tenía que buscarme un alojamiento, pero como secretaria en formación no tenía muchas chances. De modo que no me quedaba otra salida que la de aceptar la oferta de mi novio de entrar en su departamento en la casa siniestra. Pasó el tiempo y nunca se lo decía pero no me sentía “en casa”. No me sentí aceptada por parte de sus padres ni de la casa, ni siquiera por la gente en las fotos en blanco y negro en cuyas caras petrificadas y marcadas por la guerra se podía leer un sufrimiento indecible. No obstante los antepasados sonreían atormentados. Incluso los niños parecían adultos que me denunciaban desde sus ojos serios, las llaves para el alma. ¿Qué habrían pasado, vivido, sufrido: hambruna, enfermedades, angustia mortal, abuso sexual? Un dolor inimaginable. Yo bien conocía estas historias de las memorias de mi abuela y de mi bisabuela. Mi mamá nunca hablaba sobre la pena.
Durante mi estadía, sucedieron cosas raras en la casa. Siempre escuché un crujido, pero Franzisco y su mamá, que se llamaba María, me dijeron que estaba loca. Luego quedé embarazada y estos tipos de percepciones aumentaron y reforzaron. Escuché golpes, pasos marchando y vi sombras deslizándose por las habitaciones. Cada vez que subía al desván a explorar los sonidos veía rodarse el torno de hilar, tartalear la pantalla de una lámpara de mesa y tambalearse el péndulo del reloj de cuclillo que ya estaban llenos de telaraña porque nadie los había usado desde hacía muchos años de soledad.
La sensación opresiva y la falta de comprensión de parte de mi novio y de su mamá (con su papá no hablé mucho) me hicieron caer en una depresión profunda durante el embarazo de mi hija y empecé a alucinar y sufrir pesadillas. Muchas veces antes de dormir imaginé a un viejo gordo y feo sentado acurrucado en el pie de mi cama, la cabeza apoyando en su mano, basculando de arriba abajo y murmullando frases eternas que no entendí. ¿Quién era esa alma perdida -me pregunté- y por qué busca a mí? ¿Podría ser la luz de las brujas, mis antepasadas que sigo llevando en mi aura o sería un maldición familiar que impusieron a mi bisabuela, una gitana con los ojos negros, de Transilvania donde están los raíces de nuestra familia? En la noche de la procreación de mi hija tuve una pesadilla de un abuso sexual después del coito con mi novio. En este sueño muy feo el diablo me obligó a tener sexo en el infierno. Su cara grotesca gritó un bramido retumbante de manera que me pareció que el espejo en nuestro dormitorio se quebraba y de su garra goteaba la sangre de los muertos, de las almas malvadas en el purgatorio.
Mi hija como bebé lloraba mucho y con cuatro años empezaba a soñar pesadillas y a veces se levantaba sonámbula. Por eso dormía siempre en la cama de sus padres, entre mí y mi marido. Recuerdo una noche muy intensa cuando estuvimos en la cama, los tres. Franzisco ya se había dormido, mi hija también. Escuché algo como golpes en el armario, primero muy despacio, pero iban reforzándose. Sentí un corriente de aire sobre mi cabeza y de súbito mi hija gritó y no paraba de llorar. Desperté a mi marido que seguía dormido y cuando encendí la luz reconocimos que la cara de mi hija estaba llena de sangre. Sus gritos y los golpes fuertes e incesantes amenazaban explotarme la cabeza. No sabía cómo reaccionar. La tierra temblaba. Mi marido se levantó para buscar con su papá el malhechor en toda la casa y también en el jardín, armados con fusiles que quedaban como recuerdos de la guerra. Entonces el sismo paró y después de dos horas, mientras yo lavaba cuidadosamente la cara de mi hija, Franzisco volvió a la cama y se volvió a dormir. Me quedé despierta, llena de miedo y conmoción. Me asusté cuando el gato se acostó a mis pies. Por agotamiento al final caí en un profundo sueño.
El día siguiente nos fuimos con nuestra hija al parque del zoológico para divertirnos. No quería que ella pensara en los sucesos de la noche anterior. Pasamos un día muy lindo con muchas impresiones variadas. Pero cuando volvimos María ya nos esperaba con malas noticias: el abuelo de mi hija había fallecido de manera sorpresiva. No pudimos creer lo que contó ella: estaba en el baño duchándose y escuchó algo como tiros -dos- creía. Cuando salió del baño vio que el reloj había parado. Avanzaba despacio al salón dónde estaba su marido. ¡Estaba muerto! Nos miramos con cara de asombro y llorando nos abrazamos desesperados.

Al año siguiente, cierto día estábamos cenando en el comedor de mi suegra cuando vi una llamarada en el salón. Mi mirada se dirigió al calendario. Era el 30 de abril, un año después de la muerte de mi suegro. En este momento supe que ahora también su alma había sido captada en esa casa.

Valeria Arambuena

El tesoro del padre Juan

Sentado junto a la tumba del padre Juan, recordé los domingos en la iglesia y esa extraña sensación de escalofrío que tenía cuando lo escuchaba vociferar los evangelios, la misma que sentía en ese momento.

Su voz áspera y seca despertaba a los mismísimos ángeles, y a mí me estremecía las tripas al escucharlo, más aun cuando decía:
-                        - Acatad la voluntad de Dios o arderéis en el infierno!
Me imaginaba ardiendo en las llamas del infierno  por tomar una golosina, sin permiso, del frasco de la abuela.


Pero si en algo tenía razón el padre Juan, era cuando decía que él conocía el tesoro del Reino de Dios. Cuando lo oí decirlo por primera vez me pareció una frase más de las que él usaba a menudo en la iglesia, pero cuando entré aquella tarde a la sacristía supe que era cierto.
Hoy, una vez más, justo en el centro de la sacristía, perdido entre papeles, biblias y crucifijos, me tomo un descanso para jugar aquella partida de ajedrez que le debía al ángel Gabriel, mientras una hinchada de serafines  a mis espaldas apuestan al mejor jugador y alientan con una ola de nubes. San Pedro, un amargo, no quiere jugar más porque siempre le gano.

Laura Caballero


Entre el sueño y la realidad

Está anocheciendo, llueve de manera estrepitosa. El micro se detiene a dos cuadras. Frente a mi puerta tomo mis llaves, entro, el cansancio me vence y caigo en un sueño profundo. Y así conozco a Julieta; ella siente temor, se nota en sus manos. Él llegará pronto, puede oír sus pasos. Me despierto y siento cómo mi corazón palpita fuertemente, parece que se me va a salir. No logro comprender el porqué de esta sensación.
Los rayos del sol asoman por la ventana, cuesta ver con claridad. Esta es la realidad, vuelvo a la rutina. Clases y otra vez las horas se suceden entre libros.
De regreso a casa, me duermo y el sueño se repite: la joven le explica el porqué de su demora; él no lo comprenderá y la somete a insultos. La sacude con fuerzas y le da una bofetada. Julieta llora y me despierto.
Lo que ocurre es que Augusto no está  de acuerdo con el romance de Julieta y Saúl y no lo permitirá porque su amor es más fuerte.

La adolescente de 15 años era la menor de la familia, de cabellos largos como la noche y de tez blanca. Augusto, cegado por su egoísmo, decidió raptarla. Fue como una moneda, a cara o cruz (los periódicos informaron la desaparición de Julieta Méndez y de una madre desesperada que lloraba la ausencia de su quinceañera, como lágrimas de un sueño)

 Los encuentros de Saúl y Julieta quedaron guardados con los recuerdos de su vida…

Juan Ignacio Moyano


Tapa azul y vidrio tornasolado

Nombre: Ignacio Quevedo.                                        
Edad: 11 años.
Raza: Caucásica.
Domicilio: Cervantes 828, Capital Federal.
Extraviado desde el 23 de Junio de 2008.   
                               

 

















“Cuando llegue el momento lo sabrás”, me repetía el abuelo cada vez que le preguntaba sobre el misterioso frasco de vidrio tornasolado que se encontraba arriba de la alacena, en la cocina. “Las monedas que hay dentro tienen un valor inconmensurable”, me decía, y aunque yo no conocía el significado exacto de esa palabra me daba cuenta de que eran importantes: me daba cuenta por el tono de su voz, y también por el entusiasmo con que miraba el frasco de tapa azul, el mismo que tengo ahora en mis manos.
 Claro que el momento nunca llegó. El abuelo se murió la semana pasada; lo mató un infeliz que manejaba borracho, un estúpido que me dejó con el frasco en las manos y con una tristeza inconmensurable: ahora sí que entiendo el significado exacto de esta palabra.
  Lo extraño porque era todo para mí. Era mi mejor amigo, mi único amigo. Aunque intento, no logro sacarme de la cabeza los recuerdos, las muchas tardes en que después de prepararme una leche chocolatada me contaba las historias de sus aventuras, de sus viajes por todo el mundo.
  No entiendo cómo papá puede no quererlo. No entiendo por qué cada vez que me pasaba a buscar por la casa del abuelo, se quedaba esperando en el auto y mandaba a que mamá tocase el timbre. No me lo puedo explicar. Si yo hubiera tenido al abuelo como papá, habría sido el niño más feliz de todo el mundo.
  Ahora tengo que bajar a cenar, pero no tengo hambre. Desde la semana pasada que no le siento el gusto a las comidas, que todo me da lo mismo. No sé si a todos los nietos les pasará igual, pero de lo que estoy completamente seguro es que ninguno tuvo, ni tendrá, un abuelo como el mío.
  Creo que no voy a bajar a la mesa, me he decidido. ¿Para qué bajar? ¿Para escuchar a papá decir que el abuelo era un chiflado, que por su culpa jamás pudo conocer a su madre? Mejor no, mejor me acuesto en mi cama y espero que sea un nuevo día, aunque a decir verdad, tampoco eso me despierta demasiado interés.

De acuerdo, acá estoy. Parado frente a la gran biblioteca del abuelo. He traído el frasco con las monedas, por si acaso. “Buscá en el tercer anaquel, buscá en mi biblioteca”, han sido sus palabras. No recuerdo si fue un sueño, si estaba dormido cuando se me presentó, flotando en el aire y envuelto por una luz que casi me deja ciego; solamente recuerdo su rostro: se lo veía bien, aunque me dio la sensación de que estaba un poco triste.
A ver, ¿qué será lo que quiere que busque? Mmm, acá lo único que hay son libros de geografía, éste que habla sobre minerales, a ver este otro… “Antropología científica, volumen III”, ¿para qué corno quiero yo un libro de antropología? El abuelo era antropólogo, no yo. Tiene que haber alguno que sea para mí, uno que haya  tenido guardado y no pudo entregarme. Acá hay un uno sin título; parece uno de esos manuscritos antiguos que muestran en los documentales, veamos qué dice…



Memorias de Luis Quevedo

                                                                           22 de Junio de 1972

Esta anocheciendo. Hoy hemos dejado atrás la Meseta de Bie y nos acercamos a la frontera de Namibia. Recorrimos Angola de palmo a palmo sin tener éxito. Continuaremos nuestro trayecto por las sabanas de Namibia, en ellas radica mi última esperanza.


                                                                                                          23 de Junio de 1972

Vuelve a anochecer. Conducimos todo el día, solamente dos parates: uno para almorzar y otro para cargar combustible. La vegetación de las sabanas es mucho más copiosa que en Angola; no así su fauna: una manada de sprinboks saltarines y una pareja de elefantes han sido los únicos animales con que nos hemos topado en casi diez horas de manejo.
Mañana haremos un último intento, quizás todo sea un error, quizás esta travesía no haya sido más que una enorme necedad de mi parte…


                                                                           24 de Junio de 1972

Todavía no logro contener mi emoción. Agradezco a mi esposa, que se encuentra a mi lado, por haber sido la única que confió en mí; por haber respaldado mis propósitos a pesar de las crueles burlas de mis colegas, sin ella no hubiese llegado a ninguna parte.
Son ellos, no me cabe la menor duda. Son los Namecuyá. Su último registro fue el de un explorador inglés (siglo xv), inclusive hay quienes sostienen que forman parte de una de una leyenda, que son una tribu dada a luz por el imaginario colectivo del pueblo africano. Pero las evidencias tiran por la borda todo tipo de hipótesis, y la evidencia está aquí: debajo de este promontorio donde hemos aparcado. Mañana por la mañana, vamos a bajar por la colina y presentarnos ante ellos. Planeo dejar los rifles en el jeep para no mostrar señales de hostilidad, solo llevaré la Walther colgada de la cintura por si se tornase áspera la situación.


                                                                           25 de Junio de 1972

Escribo estas líneas bajo la trémula luz de una tea. Los Namecuyá nos han recibido con los brazos abiertos, hasta me pareció que se le alegraron de nuestra presencia. Eso me ha dejado desconcertado; en lugar de recibir el trato que comúnmente se les brinda a los forasteros, hemos sido acogidos como una suerte de invitados de honor. Vamos a pasar la noche en una de las tiendas de la tribu, es mejor que hacerlo en jeep, al menos aquí no debemos turnarnos para dormir.  


                                                                           26 de Junio de 1972

Segundo día junto a los Namecuyá. Gracias a dormir de corrido toda una noche, hoy pudimos disfrutar de un día de recreación junto a los nativos. Es increíble los cordiales y comunicativos que son. Compartimos junto a ellos dos comidas y al atardecer fuimos llevados a un enorme lago (indica el mapa que se trata del Etosha Pan) donde se dieron un gran baño grupal. No mostraron ningún tipo de reparo en desnudarse delante de nosotros, no obstante, han comprendido el sentimiento de pudor y nos han dejado a solas cuando llegó nuestro momento de asearnos.
Mañana, según he interpretado los gestos de uno de los caciques, nos harán parte de una de sus ceremonias. Esperamos no terminar atados a un poste y con decenas de Namecuyá danzando alrededor.



¿Qué fue eso?
Pareció un ruido en la puerta. ¿Será el tipo de la inmobiliaria? Escuché esta mañana decir a papá que había aparecido un comprador para la casa. Ya veo que entran y me encuentran acá: van a pensar que soy un ladrón. Nadie sabe que tengo una llave de la casa, el abuelo me la entregó como  signo de nuestra amistad. De acuerdo, espiaré por la ventana…
No hay nadie, voy a poder continuar leyendo. Todo esto es muy raro, el abuelo nunca me habló sobre un viaje a África. ¡Y en compañía de la abuela!




                                                                                      27 de Junio de 1972


No puedo creerlo. Sinceramente, no puedo creerlo. Soy conciente de lo que he visto, de lo que mis ojos fueron testigos, pero aun así mi inteligencia se niega a aceptarlo. Nélida comparte mi desconcierto y no ha dicho todavía una palabra.
Hoy hemos vuelto al Etosha Pan, esta vez se han sumado los caciques de la tribu. El mayor de ellos, ataviado con un manto escarlata que le daba un aspecto siniestro, mandó llamar a varios de los jóvenes. Éstos formaron una hilera y comenzaron a entonar fervorosamente una plegaria, una señal de agradecimiento tal vez… no lo sé, de lo único que estoy seguro es de sus espasmódicos rostros, de sus rostros y de lo que vino después…
Al anciano le fue otorgado un recipiente cóncavo, similar a una vasija, y éste sacó de él una reluciente moneda dorada que arrojó al lago. Cuando la moneda se sumergió, las aguas comenzaron a agitarse creando un remolino, un enorme torbellino cuya circunferencia abarcaba la totalidad del lago. De inmediato, el primero de la hilera de jóvenes se lanzó al agua; sí, eso hizo, ¡se lanzó hacia aquel abismo del cual emergían haces de luz de todas las tonalidades! ¡Hacia aquella inmensidad que parecía contener un universo entero en sus entrañas!
Le siguieron los demás, uno tras otro se arrojaban con una tranquilidad inconcebible, como si se tratase de un simple chapuzón en una pileta. La sucesión de saltos se prolongó, hasta que el remolino comenzó a cerrarse en una decreciente vorágine de círculos concéntricos. Una vez que hubo desaparecido por completo, las aguas del lago recobraron su habitual tranquilidad y el ritual se dio por finalizado.


                                                                      28 de Junio de 1972

Hoy un fue un día de suma tranquilidad en la aldea. Nélida insiste en repetir que lo vivido ayer no ha sido más que una alucinación, un engaño de nuestras sugestionadas mentes. Pero yo se que no es así. Estoy convencido de que ayer se ha abierto un portal, un pasadizo hacia un mundo desconocido, al menos para el resto de los mortales. Me he escabullido en la tienda de las caciques, a la hora en que estos acostumbran a meditar bajo la sombra de acacia, y he descubierto donde guardan la vasija, donde esconden ese sagrado recipiente repleto de talismanes dorados…


                                                                  
                                                                       
                                                                          29 de Junio de 1972

El crepúsculo ha llegado a su fin y la noche hace su majestuosa entrada en las sabanas. Nos encontramos en el jeep; yo, con mis manos ocupadas en este diario; Nelida, con la suyas sobre la sagrada vasija. Hemos manejado más de ocho horas, es imposible que los Namecuyá puedan habernos seguido el rastro.
Al amanecer continuaremos rumbo a Windhoek; puedo afirmar, sin exageración alguna, que éste es uno de los días más felices de mi vida.


                                                                           30 de Junio de 1972

Continuamos camino a Windhoek. En el día de hoy no ha sucedido nada que sea digno de mención (obviando el magnífico espectáculo de un guepardo que da caza a un impala, o el de unos leones cachorros aventurándose por primera vez en tierras que luego les pertenecerán, de las que pronto serán reyes y reinas). Hemos hecho un nuevo parate, para poder dormir algunas horas, proseguiremos ni bien el sol nos ilumine con sus primeros rayos.


                                                                            1 de Julio de 1972

Me encuentro a pocos kilómetros de Windhoek. En realidad no lo sé con certeza y tampoco me importa. Ya nada importa. Maldigo mi suerte, maldigo a Dios por tal suerte, y me maldigo a mí, por sobre todo me maldigo. Me maldigo por haber aceptado la petición de mi esposa, por arrastrar a Nelida hacia todo esto.
Cerca del mediodía nos detuvimos para almorzar, ella bajo del vehículo diciendo que necesitaba orinar. Se dirigió hacia unos arbustos y fue entonces que escuché su grito: su alarido de dolor.
Hice todo lo que pude. Juro por mi vida que hice todo lo que estuvo a mi alcance. Nelida acaba de morir. “Cuida a Damián, cuida de nuestro hijo”, han sido sus palabras de despedida; luego tomó mi mano ensangrentada debido a un último intento por extraer el veneno y cerró sus ojos para siempre.


Entonces era eso. Ése es el secreto de las monedas: mediante ellas se puede abrir un portal hacia otro mundo, hacia otra dimensión tal vez. Pero… ¿por qué el abuelo no dio a conocer su hallazgo al mundo entero? ¿Por qué no contó a nadie el secreto? Creo que me había elegido a mí para que fuera el primero en saberlo, pero… ¿por qué? ¿Querría el abuelo volver a África con las monedas? ¿Se habría arrepentido de robarlas?
Las anotaciones parecen acabar en esta página, pero aún tengo muchas preguntas sin respuesta, hasta siento que cargo con más dudas que antes.
¿Y esto? Parece que hay una última anotación en la página final, escrita con otro tipo de tinta. Mejor me apuro, llevo más de una hora leyendo y el tipo de la inmobiliaria puede aparecer en cualquier momento. 


                                                                                          13 de Febrero de 1984

Lo he hecho. Han pasado más de diez años para que me atreviese a volver a tocar estas mágicas reliquias, pero finalmente hoy lo he logrado. Necesitaba verlo de nuevo, poder cerciorarme de que las monedas son las portadoras de un poder ultra-terrenal.
Tomé una de ellas y la dejé caer en el aljibe del patio, fue entonces que el prodigio se repitió. Esta vez no se produjo un torbellino, pero sí irradiaciones procedentes del interior del aljibe, irradiaciones idénticas a las del día del ritual: haces de luz color zafiro, verde esmeralda, y rojo de distintos matices; todos ellos emitidos por una refulgente esfera violácea, y fue en aquel momento que lo comprendí… comprendí porque aquellos jóvenes Namecuyá se lanzaron sin vacilación hacia el interior del remolino. Era una voz, esa es la mejor manera de describir AQUELLO que me llamaba; sí, me llamaba, a pesar de no pronunciar ni una palabra me llamaba, me instaba a saltar.


Mi temor hacia esa fuerza desconocida hizo que retrocediera, dejando pasar la oportunidad de sumergirme en un universo nuevo y plagado de secretos. Un universo al cual no me animo a entrar, una puerta que no soy capaz de trasponer en soledad… 

Génesis Soria


Cada viaje es una experiencia única

Seguramente todo va a ir bien. Me estuve preparando muchos años para esto. Me merezco ese papel, tengo que estar en esa película.
¿Cuánto demorará este tren? ¡¿Y por cuánto tiempo este hombre va a roncar?! Tengo que estar ahí a la una en punto. Necesito calmarme, mejor duermo un poco, si es que puedo.
El tren para y me despierto, me dormí por media hora. Todavía me falta viaje. Veo que suben muchas personas con batas blancas buscando algo, ¿Qué será? Se acercan a las personas mirándolas fijamente y siguen su camino. Se están acercando a mí, ojalá se lleven a este intento de Pavarotti, ¡Quiero llegar a la maldita audición!!!
Uno de los señores me toca el brazo y me dice:

–“Doctora Steinberg ¿Dónde se había metido? Nos hizo perder mucho de nuestro valioso tiempo. Sabe que todo depende de usted”.
 -¿Qué todo depende de mí? ¿De qué estás hablando? ¿Doctora Steinberg? Ese no es mi nombre. Ahora por favor soltame que tengo que presentarme en una audición o voy a quedar de patitas a la calle.
-Por favor Doctora Steinberg, deje de jugar. Comprendemos la presión que debe estar sintiendo, pero deje las tonteras. Se nos acaba el tiempo.
-¡Ay! ¿Pero vos sos estúpido o te haces?! Por favor soltam…

Este hombre loco me lleva. ¿A dónde me lleva? ¡Mi audición! ¡Si no soluciono esto seguro voy a tener que vivir en la calle!
La cabeza me está dando vueltas, no me siento bien. Creo que me voy a…
¿DÓNDE ESTOY? ¿Quién sos vos? Es un hombre totalmente diferente al del tren. Parece un hombre de negocios.
-Doctora Steinberg, ¿no me recuerda?
-¡Ay! Otra vez con lo de la doctorcita Steinberg.¡ NO SOY YO!
-Entiendo que puede estar confundida, pero por favor, necesitamos su ayuda lo más rápido posible. El trato sigue en pie.
-¿Qué trato?
-El millón de dólares a cambio de que logre sacar nuestra máquina de su estado crítico.

¡¿Un millón de dólares?!¡ Uy! ahora sí soy toda la Doctora Steinberg que quieran. Con esa plata voy a poder dejar de hacer esas horribles audiciones.
Además, ¿qué tan difícil puede ser?

-Ejem…Creo que estoy recordando.
-Qué alegría que recuerde, Doctora. Por favor acompáñeme.

Subimos a un ascensor, y frente a mí hay una gran sala.
Uno de los señores con bata me indica que me siente. A  mi lado hay una máquina con muchos botones y es más ruidosa que mi vecino en el tren.
-Doctora, la vamos a dejar sola así puede solucionar esto tranquilamente. Cuando todo esté listo, solo llame por aquel teléfono y vendremos enseguida.
Al fin se van. Ahora… ¿Qué miércole es esto?
Hay demasiado botones con muchas luces, es como estar en una nave espacial. Encuentro un manual enorme, trato de entenderlo pero parece escrito en chino. ¿Qué es esto? ¿Por qué me está pasando esto? Yo sólo quería hacer la audición y llegar a casa para ver la novela. ¿Por qué? ¿¿¿Por qué??? 
El libro gigante se me escapa de las manos, cae sobre una palanca y empieza a sonar una sirena muy fuerte. Se cierran todas las puertas y no tengo forma de salir. En la desesperación comienzo a tocar los botones, pero nada.
Todo comienza a temblar, puedo escuchar gritos ¿Son personas? ¿Qué está pasando? ¡Holaaaaaaaaaa!

De pronto ya no escucho nada. Se detuvieron las sirenas. ¿Dónde están todos?
Miro la máquina, tratando de comprender, y ya no está. Hay un enorme agujero de mi tamaño ahí. ¿Por qué dije que era la Doctora Steinberg? ¡Ahora podría estar volviendo a casa, tranquila! Pero noooo, la señorita quería el millón de dólares.
Decido meterme ¿Qué más puede pasar? Avanzo, siento cómo algo trata de succionarme. Esto no se siente bien. ¿Qué está pasando? ¿Qué esta---
Comienzo a escuchar un ruido molesto, pero familiar. Giro mi cabeza y ahí está mi amado vecino. Nunca estuve tan feliz de escucharlo.
Pero…¿Qué fue lo que pasó? ¿Nadie notó que me fui?

-Queridos pasajeros hemos llegado a destino. Muchas gracias por viajar en “Dimensión” donde cada viaje es una experiencia única.

¿Eran gritos de personas?

María Virginia Bassano


Mi felicidad en el túnel

Él agonizaba, cada día peor, mis esperanzas eran las de siempre. Me sentía muy desanimado y angustiado, sumado a mi soledad.
 Mi casa ya era ese blanco, pálido y frío hospital; hasta mis ganas de nada me acompañaban allí.
Los médicos decían que rezar era lo único que podía salvarlo. Agradezco tanto haber tenido al frente la Capillita de Luján, seguro ella fue quien me ayudó en mis peores momentos, los más oscuros y desesperantes. Cada mañana, después de las diez desayunaba en un barcito pegado al hospital y después me cruzaba a rezar; salvo los jueves que me preparaba el bolso temprano para volver a casa los viernes, como de costumbre, a darme una vueltita. 

Mi casa, enorme y solitaria, con olor a encierro desde hace cuatro meses ya, por los gigantes ventanales de vidrio ni sol  se ve entrar, las cortinas oscuras están intactas, nadie las corre ni de mañana ni de tarde. Quizás mi prima, mi único pariente más allegado, tenía razón cuando apenas papá se accidentó, en contratar una mujer que ventilara la casa más seguido.
En minutos me encuentro descansando, meditando, acompañado de mi café batido. De pronto siento, como en cada regreso a casa, la necesidad de zambullirme de lleno en el túnel clandestino; hasta los canarios y loritas vinieron a llevarme, a esperarme. Ellos saben lo que me fascina ir al túnel, saben de esa mezcla de miedo, aventura y amor que pasa por mi interior en estos momentos. Sin embargo, ver en él la realidad que deseo, se transforma en desilusión al salir de allí. Fuera del túnel mi papá continúa en coma.

Les di las migajas de pan francés a mis amigos pájaros incondicionales, creo supieron entenderme.
En segundos me encuentro con papá, sentados en una aterciopelada butaca de avión, viajando a quién sabe dónde, con un único sentimiento mutuo que vibra en nuestros corazones y sobresale en nuestros rostros: felicidad eterna.
Tratamos de abrazarnos, de encontrarnos en tanta alegría, ambos deseamos que ese momento no termine jamás. Todo es tranquilo, reina la paz, la calidez; pero como siempre: se termina mi café y vuelvo a mi sillón rojo de patas refinadas de madera con el que me arrastro hasta llegar a la mesa a dejar mi taza.

Transito una pesadez que me lleva directamente a mi cama, necesito dormir, descansar y volver al día siguiente al hospital. En mi interior sólo quedan reproches hacia mí, siempre vuelvo a lo mismo, nunca debo entrar a la habitación de papá. Siempre el túnel de su placard me convence a entrar.

Romina Bossio


La noche

Es de noche, llueve, se podía sentir el silencio acompañado de ese sonido tan relajante y de ese vaivén  de los dedos en el teclado de la computadora de Marcos.
Un sorbo de jugo detiene por un momento sus manos, mientras mira fijamente el monitor; luego comienza de nuevo la orquesta.
Un ruido desencajante aparece, sin embargo, en el medio del recital: su madre tocando a la puerta, avisándole que ya es tarde y que necesita descansar para poder levantarse con ganas por la mañana, así la profesora no se queja más de que su hijo se duerme en clases.

 Marcos tiene dos grandes pasiones, su computadora y su madre, por esa razón aunque le cueste despegar las manos del teclado, prefiere hacer caso a su madre para no preocuparla demasiado. Después de todo,  la noche pasa rápido y mañana comienza la rutina nuevamente: clases por la mañana, almuerzo con su madre, y finalmente el encuentro más esperado.
En la comida, siempre la misma charla, el interés de su madre para que Marcos se haga de amigos. No tiene ningún tipo ni clases de amistades, pero él piensa que así está mejor. A veces medita el porqué de su soledad, quizás porque no es igual al resto del mundo, o tal vez algo pasó que hizo que fuera así, de esa manera. Concluye, sin embargo, que no es de mucha importancia el asunto, al menos para él.  En fin, finalizada la charla, se levanta de su silla, camina por el pasillo y prende su única amiga, toma el mouse con su mano derecha y comienza con el tipeo, no de letras, sino de códigos. Marcos sabe más de lenguaje de programación que del propio Castellano. Su habilidad por la creación de cosas en su computadora es un don inexplicable.
Sería algo así como Mozart con sus creaciones musicales, no exagero.
Su fanatismo por la programación y los códigos hace que pase horas y horas que a él sólo le parecen simples minutos, tanto es así que la noche se hace rápida y su madre lo llama para la comida. Pero él sigue muy concentrado y ni siquiera baja esta vez.
El cielo cada vez se cubre más de negro  y las horas pasan, es inevitable algún que otro bostezo y parpadeo de ojos, pero Marcos sigue sentado en su trono.
La lluviosa noche se convierte en una mañana radiante de sol y muy temprano toca a la puerta su madre.
-Marcos, hijo…
-¡¡¡Marcos!!!
-¿Qué pasa, mamá?
-Apurate, cambiate rápido que hoy tengo turno con el Doctor Ramírez, y de ahí te dejo en la escuela.
-Ma… Me duele un poco el estómago, no me siento bien…
La madre entra al cuarto y le pregunta qué le pasa, él repite que no se siente con ánimos de levantarse. La respuesta de la madre es que, por esta vez, si quiere quedarse que se quede pero que eso no es dolor de panza sino mañas, como dicen las madres, le da un beso en la frente mientras lo arropa con la frazada y se va.
Minutos más tarde, suena el celular… atiende la llamada pero no dice nada… del otro lado se escucha una voz exclamando: -Marcos, Marcos, ¿dónde estás? ¡Se te va hacer tarde! ¡Tenés que venir! -Y corta-.
En una abrir y cerrar de ojos llega su madre con esa mirada sonriente y triste a la vez.
-Hijo, ¿estás mejor? ¿Querés que te haga un té con galletitas o te levantás a comer conmigo? Si querés hago un arroz con un bifecito…
Marcos acepta la invitación del menú ofrecido y se levanta para comer con su madre. En el medio de la comida se puede sentir un difícil silencio entreverado con el sonido de los cubiertos. Entonces lo interrumpe con  una pregunta: -Y… ¿Qué te dijo el Doctor, Ma? Ella, como si un nudo en la garganta le impidiera decir una palabra y respondiendo sin responder le dice: - Comé, hijo…
No hace falta que sea mayor de edad para entender que algo está sucediendo, algo no anda bien.
Marcos va a su cuarto, toma su teclado y comienza a buscar información, necesita hacer algo para curar a su madre, aunque sea ayudarla, o encontrar algo que sea útil para los médicos así ellos puedan ayudarla mejor, sabe que es muy bueno en eso y que siempre algo se le va a ocurrir.
En el medio de su búsqueda incansable, otra vez suena el celular: - Marcos, ¡Tenés que venir al trabajo! ¡Hoy era el día de la presentación! ¡Apurate! Pero Marcos está muy concentrado en su programación. Además es un niño casi adolescente que va a  la escuela, cómo puede ser que lo estén llamando de un trabajo, estas líneas están todas saturadas, piensa en voz alta.
Marcos sigue escribiendo en su computadora, y de tanto tiempo de insistir y fracasar se queda dormido… Otra vez la molesta llamada del celular: -¡Es la última vez que te lo digo, si no venís ya, te van a echar y a mí también! ¡Vení ya porque te mato!!!
Una gota de lluvia resbala por la ventana entreabierta y cae sobre la frente de Marcos mojándola, él con los ojos entornados mira el retrato de su joven madre posado en su mesita de luz, al lado de su cama, lo abraza con todas sus fuerzas y se echa a llorar. Cuando gira su cabeza hacia el piso, ve una cadenita igual a la que usaba su madre, cerca de sus pantuflas, al lado de su cama.


Melina Isabel Diotto


¿Casualidades?

Aquí estoy, sigo en el psiquiátrico, me enteré que mis padres fallecieron en un accidente de tránsito, camino a este lugar. Mi hermano, mi querido hermano no apareció jamás, seguro se quedó con la herencia, sé que abona mi mes para que yo me quede en este lugar siempre, pero le deseo lo mejor, sin rencores.
Recordando, llegó a mi cabeza el apodo Alfi, así me llamaban la mayoría de las veces, pero cuando me retaban me decían mi nombre completo, Alfonsina, y a los gritos.
Recuerdo, también, que cuando me levantaba para ir a la universidad, mi vista se detenía en una chula, y yo optaba por otra. Al llegar a la institución, la misma chula en la que mis ojos se habían detenido, la tenía una alumna sosteniendo su cabello. A diario me sucedía algo similar, como aquella vez que fui a una librería a comprarme La divina comedia de Dante Alighieri pero me detuve en otro libro, Lengua Madre de María Teresa Andruetto, y días después, lo solicitaron en una materia de mi carrera. O aquella vez que, tras haber salido de ducharme y estar segura de haber tirado a la basura la esponja, mis ojos se detuvieron en ella, que había aparecido en la pileta del baño como si nada. Otra vez ocurrió que salí de casa, me dirigí al centro de la ciudad, me puse a mirar vidrieras y mi vista se detuvo en unos zapatos negros; quedé como tildada, giré mi cabeza hacia la izquierda y una señora que pasaba los llevaba puestos.
Así, siempre y en distintas circunstancias. Me acostaba a la noche y mi cabeza daba vueltas y vueltas pensando en cada una de las experiencias raras por las que pasaba. Hasta que lo hablé. Primero con mamá, ella decía que podían ser poderes sobrenaturales; mi papá, en cambio, decía que eran casualidades de la vida. Finalmente, mi hermano me consiguió un turno con un psicólogo, quien me derivó a un psiquiatra y éste dio la autorización para que me internen en un psiquiátrico porque no mejoraba ni con los medicamentos.
Sin embargo, yo no estaba loca. No eran casualidades de la vida lo que me sucedía, sólo que me fui acostumbrando a prestarle mucha atención a cada detalle de lo cotidiano, donde muchas veces aparece lo insólito. En el Psiquiátrico, siempre pensaba en cómo demostrar que yo no estaba loca, que en realidad era mi hermano quien me hacía pasar como tal, ¿cómo? ¡De no creer!
Intenté escapar tres veces de aquel espantoso lugar, pero no pude, quería salir del ambiente al que no pertenecía. Necesitaba libros y más libros para que se me pasara rápido el tiempo allí, logrando mantener mi cabeza ocupada con lo bueno de la vida, que es la literatura, y evitando así no volverme loca como mi hermano quería.
 Al fin y al cabo, logré demostrarle a mi psiquiatra que estaba bien sana; en varias oportunidades asistí a entrevistas con él y sus colegas, donde luego de un tiempo salió todo a la luz, como yo quería. También solicitaron entrevistas con mi hermano, obteniendo como resultado todo lo que yo pensaba e imaginaba respecto del resto de mi misma sangre que quedaba en vida. Lo internaron y allí se encuentra hasta ahora, fuera de sus cabales y de aquella vida falsa que llevaba.
Decidí, sin dudas, mudarme al campo luego de recuperar mi libertad. Aquí se disfruta al máximo la paz de la vida, aunque continúo visitando la ciudad para asistir a cursos de astrología y a la universidad, llevando mi carrera al día por sobre todas las cosas. También voy a visitar a mi hermano. Jamás lo dejaré solo, a pesar de todo.

Me siento bien acá, sin casualidades ni locuras, con paz y aquello que no sé cómo llamarlo, y que de vez en cuando lo denomino poder… Poder de ver para creer y de leer para ser. O para soñar que las cosas son (o pudieron ser) distintas.

Marianela Acosta

                                                                                                                                

29 de agosto, 2000
EL DIARIO    

Terrible femicidio

Una joven de veinte años, Julia Mozoni, fue encontrada esta mañana por efectivos de la policía en un descampado. Después de varios días de búsqueda ha sido encontrada sin vida. Lo impresionante fue que no presentaba golpes ni semejantes, sino algo aun más extraño: le faltaba su corazón.

Esta es la historia de Fran y Rebeca, dos jóvenes exitosos que se conocieron por casualidad. Una noche en una fiesta, a la que los dos habían ido por obligación, surgió su encuentro; entre palabras y copas entablaron una relación. Siempre él la visitaba a ella en su departamento, debido a que ella vivía sola. Después de un tiempo de salidas decidieron ponerle un título a esa relación y la llamaron noviazgo.                                                                                                      
Rebeca era una exitosa arquitecta graduada en una importante universidad de la ciudad. Vivía entre planos y bosquejos y no le daba mucha importancia al amor hasta que Fran apareció en su vida.  
La relación marchaba muy bien, hasta que un día Rebeca terminó muy enojada con su novio. Después de tantos meses que llevaban juntos ya era hora de que ella conociera su casa, pero Fran siempre tenía una excusa para ello. Al principio, no se quejaba pero luego de un tiempo quiso conocer más la intimidad de su novio. No le parecía que conocer su casa fuese un problema, pero  Fran no pensaba lo mismo.   
Él era músico, tocaba algunos instrumentos pero su verdadera pasión era el piano. Lástima que todo lo que sabía hacer con su música lo disfrutaba en la soledad de su departamento. Su novia moría por escuchar algo y conocer aquel dichoso piano, pero sólo se quedaba con lo que él le contaba.  Fran se pasaba horas y horas componiendo bellas canciones, todas de amor y odio, muerte y venganza. Casi nunca dormía, sólo componía.  Su piano era muy grande, ocupaba casi toda la sala del departamento, pero lo que lo hacía más bello era su color dorado.                                                                 
Un día, finalmente, él aceptó que Rebeca lo visitara allí, y ella quedó enamorada del lugar. Todo era color negro y el piano llamaba muchísimo la atención, su color era único e inolvidable. Fran tenía muchos cuadros de su país natal, España, que lo hacían sentirse como en casa. Los muebles eran demasiado antiguos para el gusto de Rebeca, de esos que ya ni se fabrican hoy en día, y se le dijo a Fran.  Sin embargo, el brillo del dorado era opacado por el gran olor a alcanfor que había en el lugar, de modo que el ambiente hacía imposible respirar, pero ella no dijo nada al respecto, y continuó allí como si todo estuviera bien.
En un momento, esperando que Fran trajera unas copas de vino, empezó a inspeccionar de cerca aquel piano, tocaba una que otra tecla y lo acariciaba suavemente por los bordes. Su suavidad otorgaba placer al tacto. En una de las patas tenía una inscripción que decía: Francisco Tonner, 20 de julio de 1900, España. –¿Francisco Tonner? se preguntó a si misma.
Al regresar le preguntó a Fran qué significaba eso, y él contestó que su bisabuelo tenía su mismo nombre y también era pianista. ¿Nació el mismo día que vos? – Ah, sí me olvidé de eso! – ¡Cuántas coincidencias!
Fran comenzó a tocar y cantar, y así pasaron las horas entre los dos, en apariencias dándole muy poca importancia a la última conversación.                                                                                  
Sin embargo, no había sido tan así para Rebeca, que al llegar a su casa se pasó horas y horas en internet buscando el nombre de Francisco Tonner o quizás algún pianista famoso de España que tuviese un piano dorado, pero su búsqueda fue en vano y esto provocó más dudas en ella.
Sabía que su novio era famoso antes de venir a Argentina, no podía ser que no hubiese nada sobre él.  Decidió entonces preguntarle directamente a Fran, pero él cambiaba constantemente de tema y no le daba importancia a sus interrogatorios. Y así pasaron los meses, siguieron juntos y felices. Rebeca continuó con su trabajo y lo que sabía acerca de su novio le bastaba para amarlo como lo hacía.
El día del cumpleaños de Fran ella decidió hacerle una sorpresa, compró algo de comida y fue hasta su departamento para estar con él. Al llegar, la puerta estaba sin llave pero no había nadie allí, o eso le parecía. Lo esperó un largo rato, lo llamó, pero nada. Decidió entonces recorrer el espacio, encontró una pequeña biblioteca y se puso leer. Era de revistas y viejos periódicos de España, y se puso a hojearlos sin interés, sólo para pasar el tiempo, hasta que encontró una noticia que le llamó la atención: trataba de una joven asesinada un tiempo atrás, cuyo cuerpo había sido encontrado sin corazón. La joven era de España, del mismo lugar de donde provenía Fran, pensó que seguramente por eso él había guardado la noticia, después le preguntaría.
Siguió recorriendo el departamento y encontró una cajita brillosa de cristal, decidió abrirla y vio que algo latía en su interior, la soltó de un salto y ésta cayó al piso. Al darse vuelta, Fran la estaba mirando, su aspecto era raro, estaba pálido y sus colmillos eran casi demasiado grandes.  Lo miró y sólo atinó a decirle: vos sos…                                               
Al llegar la policía Rebeca estaba boca abajo, no tenía golpes ni semejanzas, sólo un hueco en el pecho, apenas perceptible.
                                                                                                                         

María Sol Bastonero


Sueño inexplicable

  El sol, ya casi en el ocaso, me anunciaba que el día estaba por terminar y las corridas, las escondidas, los amigos y los juegos quedarían pendientes para repetirse una y otra vez, en cada nuevo encuentro.
  El cansancio y el agotamiento originados por la intensa actividad del juego diario se hacían presentes cada noche, por lo que el baño y la cena compartida con mi familia se realizaban rápidamente y culminaban con una curiosa costumbre: mi hermano y yo despejábamos la mesa de platos y utensilios e instantáneamente apoyábamos la cabeza entre las manos y nos dormíamos.
 Los días transcurrían principalmente entre diversiones y estudio. Sólo la noche tenía algunas complicaciones.
  Mi cabeza tomaba dimensiones inimaginables, mi cuerpo flotaba en el ambiente y un extenso campo verde se transformaba, de repente, en un inquietante objeto que me amenazaba.
   Primeramente y desde muy lejos, distinguía algo que no podía precisar, y que a medida que se iba acercando se enroscaba como si fuese una ola, haciéndose cada vez más grande. El liso y suave campo se transformaba en una alfombra gris y de superficie rugosa y áspera, imposible de tocar.
  Acompañaban a esta situación intensos ruidos, quizás por el desplazamiento de ese extraño objeto que pretendía aplastarme.
  Por la mañana, sin embargo, la luz que se filtraba por las hendijas de la ventana anunciaba un nuevo día, y la alegría de pensarlo con amigos hacía que me levantara rápidamente y preparara los útiles para ir al colegio, junto a mi hermano. El tazón de leche caliente, las tostadas y el acompañamiento familiar, hacían de mí una niña feliz.
 Me preguntaba, no obstante, muy a menudo y para mí misma (ya que nunca pude expresar ni compartir lo que me sucedía algunas noches), por qué soñaba, por qué me aterrorizaba con ese sueño. ¿Era un sueño?, o  realmente acontecía de verdad. Lo que sí sabía era que la imagen se desvanecía por temporadas, pero en otras aparecía con total desfachatez para movilizar mis pensamientos, mis miedos y mis silencios, hasta que -después de muchos intentos por instalarse y quedarse para siempre- desapareció por completo.
 La adultez me trajo lo que la vida presenta y lo que de ella esperaba: estudio, trabajo, familia. El tiempo pasaba casi sin sobresaltos, lo dedicaba exclusivamente a cumplir con mis obligaciones, hasta que una noche, sin previo aviso, reapareció. Sin dar explicaciones ni hacer preguntas, irrumpió con la idea de quedarse, aunque sólo lo logró en pocas oportunidades ya que poco a poco, para no experimentar más esa inexplicable experiencia, logré borrarla de mi mente.

Un día, una de mis tres hijas me comenta sobre un extraño sueño que la atormenta desde niña. El amenazante monstruo, sin rostro, que no daba señales de vida, estaba otra vez muy ocupado.

Lucila Brignone


La fuerza del amor

En un barrio fino se encuentra Lucrecia, una chica rubia, alta, de ojos claros que puede enamorar a cualquier hombre que se cruce en su camino.
Una noche tiene un sueño, el que menos podía imaginarse, ella caminando en medio de margaritas y viene a su encuentro Camilo, rubio, ojos marrones y atractivo, que vivía en un barrio pobre, donde se crió rodeado de amor y muchos amigos. Y ¡¡¡riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing!!! Suena la alarma.
Se levanta, se viste, desayuna, va al baño y se cepilla los dientes, toma las cosas de la escuela y sale.
Caminando sola por la calle recuerda el sueño, no le da importancia, hasta que en la entrada del colegio lo encuentra a él, el protagonista de su sueño, se miran como si algo sucediera entre ellos.
A la tarde se cruzan en la esquina de la plaza y a Lucrecia se le cae el celular, Camilo desesperado corre y lo agarra, aunque ella sin darse cuenta sigue y él no puede alcanzarla.
Marca en el teléfono de Lucrecia su número y se hace una llamada perdida para agendar los números en ambos teléfonos. Y se lo lleva a la casa de la muchacha.
El joven le escribe y comienzan una relación muy apasionada.
Una tarde de primavera se encuentran en la casa de una amiga de ella y Camilo observa que ambos tienen una mancha de nacimiento en el brazo, muy parecidas, le pareció raro y se va sin decirle nada, pero luego pensando se da cuenta de que tienen actitudes, gestos y formas de ser parecidas, casi se diría idénticas.
El joven toma cierta distancia, sin responder los mensajes ni las llamadas.
Luego de unos días Camilo le manda un whatsapp a Lucrecia diciéndole que quiere hablar y la muchacha lo invita a su casa.
El joven golpea la puerta y ella lo espera perfumada y con su mejor ropa, abre y ve en primer lugar una foto de Lucrecia con su madre, que le genera un extraño presentimiento. Desesperado le dice que debe irse y ella queda absorta, sin saber qué actitud tomar.
Camino a su casa, Camilo se imagina todo, su historia, sintiendo un dolor intenso en su corazón.
Llega, abre la puerta y se encuentra con su mamá. Le pide una foto de su embarazo y la madre le pregunta por qué la quería.  Sin responderle, le hace una nueva pregunta:
¿soy adoptado? Con tristeza, la madre asiente.
Al otro día vuelve a hablar con Lucrecia diciéndole que necesita un tiempo para pensar, la abraza y le quita un mechón de pelo.
Se hace un análisis de ADN. A los quince días retira el resultado.

Va al colegio a decírselo a la joven, ella derrama una lágrima y se convierte en mariposa.

Lucas Accastello


Un paciente de la infancia

Ahí estaba él, colgando su diploma como si su vida profesional fuera a durar muchos años. Se leía en su placa Licenciado en Psicología Juan Manuel Mons Morten por la Universidad de Buenos Aires. Lo que no sabía era el destino que iba a correr. Mientras caminaba por su consultorio recientemente pintado, casi con olor un poco molesto, se preguntaba cuánto faltaría para conocer su primer paciente. Los arreglos necesarios para tener una secretaria ya estaban hechos. Ella le cobraría una vez que él comenzara a ejercer, mientras tanto ella estudiaría en la sala de espera para no tener que perder tiempo en algo que no sabía cuánto duraría.
Muy dubitativo decide acomodar sus libros en su consultorio. Observó ese diván revestido en cuero negro profundo que le traía muy malos recuerdos. El era una persona repugnante. Nos hacia la vida imposible a los chicos. La hermana de mi mamá contaba que con todos y cada uno de los niños se llevaba pésimo. Por suerte ya no está más con nosotros. Nunca lo quise. Siempre me quiso molestar. Me atemorizaba desde chico con ese oso verde militar con esa mirada tan profunda. Me decía que me iba a comer, que me iba a matar si yo hablaba o no me quedaba quieto. Yo no quería que me pegara. Todo lo que hacía le molestaba. Le temía mucho. Siempre le temí. Desde la muerte de papá me sentía muy solo. En la escuela los chicos no me querían y me discriminaban porque no me relacionaba con nadie. Si ellos hubiesen sabido por la que yo pasaba en casa. Nadie me creía. El era muy malo conmigo, malísimo. Me hacia doler mucho. Yo lloraba antes de verlo y él me gritaba, callate que ya vas a ver que te hago si no te portás bien. Me dejaba encerrado con ese oso inmenso y yo ni me movía por el miedo que le tenía.
Al tercer día de trabajo, la secretaria pidió entrar unas horas más tarde porque tenía un parcial en la facultad y quería repasar un poco por la mañana. Suena el timbre. ¿Quién será? ¿Un nuevo paciente? Ansioso va por la puerta y lo recibe. Su aspecto le parecía un poco conocido pero su forma de caminar era rara.
Señor, el doctor me mandó al psicólogo. No sé para qué porque usted no tiene nada que ver con lo que a mí me pasa. No pienso contarle nada de mi vida, dijo el paciente.
El licenciado pensó para sí, este es un caso interesante. Lo veía en sus ojos. Guardé la orden del médico y se leía JMMM esquizofrenia. Durante el tratamiento que duró un par de semanas probé varias cosas pero para mí el paciente era normal. Nada que preocuparse hasta que un día lo inesperado sucedió. Un ataque en vivo y en directo. Los ojos se le pusieron raros. Negros intensos. El siempre venía de noche porque decía que la luz del día le hacía mal. La primera noche estaba exaltado, empezó a rugir y a hacer sonidos raros, como un lobo. Parecía el lobizón. Y se fue corriendo. El tiempo se me pasó volando. Para cuando mi secretaria llegaba él se había retirado por la puerta trasera.
Le pagué el primer mes a mi secretaria y me fui a tomar una siesta. La próxima sesión el ataque fue más repentino y ahora su cara era más redonda y peluda. Traté de calmarlo pero no pude. Me agarró de la mano y me pegó. Me apretó tanto que me dejó una marca. Al día siguiente le comenté a mi secretaria pero no me creyó. Cada vez se parecía más al oso ese feo. Me atacó varias veces. Todo peludo, negro, ojos sobresalientes y gritándome lo que me decía mi tío malo.
Los vecinos escucharon el grito desesperado de ayuda. Clamaba que lo dejara, que lo soltara, que no le hiciera más daño. Prometía que no lo iba a denunciar. Basta, basta, basta. Se escuchó un grito muy profundo.
La policía llega al momento que la secretaria estaba abriendo la sala de espera. Abren el consultorio y lo encuentran ahí tendido en el suelo. Inerte. Se citó a los vecinos a declarar. Todos coincidieron en que escucharon un grito pero nadie vio nada raro. Las cámaras de seguridad no registraron ningún sujeto extraño. Hacía tiempo que él comentaba sobre un paciente que venía por las noches, declaró la secretaria. Nunca lo vi. Solo vi las marcas en la mano.
El informe post mortem decía lo siguiente: el señor JMMM murió por falta de oxígeno a los pulmones. Las heridas en el cuello indican una fuerte presión ejercida ahí y unas marcas demuestran que un animal con garras lo arañó.


Juan Ignacio Guitian


Ella, Luna, cerraba la puerta del consultorio del Dr. Rodríguez.

–Pasá Luna. Tomá asiento.

En silencio, ella se sentó en ese cómodo sillón de cuero negro que yacía en el consultorio del psicólogo. Luna era una adolescente bonita. Tenía cabello castaño claro, era de tez blanca y mejillas rosadas. Sus ojos color verde denotaban una profundidad, una tristeza y una confusión inefables.

–¿Cómo estás? –Inquirió el Dr. –¿Te gustaría tomar algo? ¿Té? ¿Café?
–No, gracias doctor. –Luna dejó escapar de entre sus labios una voz temblorosa. La timidez audible.
–Entonces contame Lu. ¿Por qué motivo estás acá?
–No sé –comenzó diciendo ella –supongo que porque mi mamá cree que necesitaba hablar con un profesional. Ella y Fausto, su novio, creen que no es normal que yo esté así porque Felipe me dejó. Pero ellos no entienden. No. Nunca lo van a entender.
–Bueno, estás acá para que puedas hablar conmigo. Podés confiarme tus problemas Lu. Estoy para ayudarte a resolverlos y soy, además, un profesional. Nada de lo que digas sale de este consultorio.
–No se ofenda. No me gustan los psicólogos. A usted no lo conozco ¿Cómo sé que no va a contarle todo lo que yo le diga, a mi mamá? No puedo confiar mis intimidades a alguien que no conozco, no importa qué tan profesional sea.
–Es algo normal. Te entiendo, y no me ofende nada lo que me decís, Lu. Pero por lo menos contame ¿Quién era Felipe para vos? ¿Cómo lo conociste?

Ella contrajo los labios y eso produjo en su cara una mueca cómica. Suspiró. Levantó el rostro –sólo un poco –y miró con sus verdes y profundos ojos a los ojos marrón oscuro del Dr. Rodríguez. Ese psicólogo era un tipo joven. De unos treinta y cinco años, ella calculaba. Tenía una cara de bobo bueno y pese a eso, ella pensaba para sus adentros que algún atractivo tenía. El consultorio permaneció sumido en el silencio un buen rato, al menos de silencio por parte de los dos seres humanos que habitaban esa sala. El único sonido que ambos oían era el del aire acondicionado que estaba en funcionamiento.
Nada de lo que digas sale de este consultorio.
–Es largo, señor Rodríguez –dijo al fin, rompiendo el silencio. –Pienso que el destino es una concatenación de eventos cuyo propósito es empujarnos (a la mayoría) hacia el abismo. Yo a Felipe lo conocí allá por el 2009. ¿Sabe? En esa época salíamos siempre a bailar con mis amigas al mismo boliche todos los fines de semana. Llegó un punto en que conocíamos todo de aquel boliche. Todo. Incluso sabíamos quiénes estaban en tal o cual parte, sabíamos qué gente peleaba por lo general a la salida (o aveces ahí adentro) y conocíamos cada detalle de aquel lugar. Habíamos incluso encontrado el patrón que seguía el DJ a la hora de poner música. Quizás por eso mismo, mis amigas y yo habíamos decidido dejar de ir a ese boliche que nos tenía cansadas porque, bueno, siempre era lo mismo. Pero dio la casualidad de que una vuelta que salimos ahí porque no podíamos ir a otro lugar, nos encontramos que gente de otros lados había entrado. Así fue que lo conocí a él en la barra, que me habló y bueno, a mí me había gustado.
>>Seguimos viéndonos después de esa noche, cada fin de semana. A veces en el boliche de mi pueblo, y aveces en el boliche del suyo. Unas cuantas veces quedamos en encontrarnos por la tarde en una plaza de mi pueblo. Al tiempo empezamos una relación seria, que duró dos años más o menos. Ese fue para mí un tiempo maravilloso, porque estar con él era reparar algo que adentro de mí estaba como roto, estaba totalmente estropeado, doctor.
–¿Reparar qué, Lu? ¿Qué estaba estropeado?

Luna tomó aire y sintió que las lágrimas concurrían a sus ojos como corriendo una carrera desesperada. Hizo un enorme esfuerzo para no llorar. Se contuvo. Sintió en su interior una batalla de sentimientos inextricable. Una especie de guerra romántica y oscura que había sido desencadenada por la pregunta del Dr. Rodríguez. Por el intento de responderla, de afrontar toda una historia detrás de otra historia.  Empezó a pensar en cómo responder, qué palabras proferir, cómo evitar el llanto. Pasó un rato en silencio externo, mientras por dentro era un caos, y se encontraba escudriñando entre la podredumbre de su propia historia.

–Cosas –dijo al fin.
–Yo sé que quizá te cueste, a todos nos cuesta hablar cosas difíciles. 
–No sé. Yo de chica vivía en Buenos Aires, ahí tuve una infancia linda. Éramos felices, aunque mamá y papá cada tanto discutían encerrados en la pieza. Problemas de plata, creo. A veces papá desaparecía un día o dos. Yo siempre me acuerdo que mi mamá estaba muy nerviosa y triste esos días, pero después mi papá, que se llamaba Gastón, volvía y todo era lindo y feliz, y luminoso.
>>Un día –nunca supe por qué exactamente –empezamos a hacer bolsos y a prepararnos para mudarnos a Córdoba. Corría el 2003 entonces, yo tenía 11 años. Nos mudamos y fue un cambio inmenso. La escuela, los amigos, la forma de vida… Fue empezar de nuevo. Me pongo a hacer memoria y me acuerdo de que todos parecían más relajados. Sólo el tío Fernando, que nos había alojado, parecía un tanto disgustado por nuestra llegada. Pero a pesar de todo, nunca tuvo un mal gesto conmigo. El tío Fernando siempre fue un ser de una bondad enorme. Desde ahí tuvimos un tiempo bastante lindo en la casa del tío. Empecé a ir al colegio, conocí nuevas amistades, había empezado a echar mis raíces acá en Córdoba. Y entonces… Entonces…

Luna posó su cabeza entre sus manos y dejó escapar un sollozo desgarrador.

–Tomate tu tiempo, Lu. Todavía hay tiempo y podemos tomarnos unos minutos más si hace falta.

Ella no respondía nada. Sólo lloraba. Y lloraba. Y lloraba.

–¿Me puede dar un café? –dijo Luna entre llantos.
–Por supuesto –replicó el Dr. Rodríguez.
–Yo supongo que el verdadero motivo por el que estoy acá es porque a un año de haber llegado a Córdoba mi papá falleció. No asistí al velorio porque mi madre me decía que no era un lugar para nenas como yo. Y desde entonces mis días, mis tardes y mis noches y mis mañanas fueron grises y nubladas. No sé. Era echarme a llorar a la cama porque mi papá se había ido y no entendía por qué. Mi mamá estaba triste, pero como enojada a la vez y no me decía nada. Algunas veces creí ver en su rostro algo que manifestaba placer por la muerte de mi padre.
–Entonces conociste a Felipe. ¿Cierto?
–Sí. Me aferré a él, porque llenaba algo que estaba vacío. Y me hizo olvidar, en cierto sentido, todo lo que había sufrido por la muerte de mi padre, y ahora que se fue quedé desnuda. Me siento sola y succionada por la ausencia, el vacío y la soledad.

El doctor le entregó el café que había pedido.

Ausencia.
Vacío.
Soledad.

Ella tomó entre sus manos el café. Envolvió el vaso descartable con sus dedos, con las palmas de ambas manos. Sintió su calor. La imagen era la de alguien que gracias a la desdicha, había tocado fondo. Bebió un largo sorbo y permaneció en silencio, como pensando qué sería lo próximo que diría. Quizás esperara alguna palabra del doctor.

–Gracias –le dijo. –Lo necesitaba. –Luna, mientras decía esas palabras, se secaba los ojos llenos de lágrimas.
–Bueno, Lu. Lo importante es que sabemos cuáles son tus problemas, y de ahora en adelante, vamos juntos a intentar resolverlos.

El Dr. Rodríguez le dio una nueva cita para la semana siguiente, le dijo dos o tres palabras más, posó su mano sobre su hombro y le hizo una sonrisa como diciéndole “Todo va a estar bien”. Luna le agradeció y se despidieron cordialmente.
Caminaba por la calle Avellaneda. Distraída, leyendo un mensaje en su teléfono celular, choca con el pecho de una persona. Entonces un enorme abrazo, un abrazo cálido, inmenso, emocionado, como de oso, la envuelve.


–No sabés cuanto te extrañaba –le dice mientras la abrazaba con fuerza aquel que acababa de atropellar. –Extrañaba mirarte, abrazarte, verte crecer; Lunita, Lunita. Yo te extrañaba.