La puntualidad de las desgracias
El tiempo es el mejor
antagonista, o el único, tal vez.
JORGE LUIS BORGES
Se da una ducha de
agua fría. Mientras se seca, siente como la canilla del antebaño pierde agua.
Gota tras gota, parecen formar una melodía. Tic, tac, tic, tac…
Daniel cierra del todo
la canilla y golpea con ímpetu el lavabo. Se sostiene sobre sus brazos apoyando
ambas manos. Limpia el vapor que cubrió el espejo y contempla la imagen que
este le devuelve. Un muerto en vida. Bolsas cuelgan debajo de sus ojos como si
no hubiera dormido en semanas, pero solo transcurrieron cuarenta y ocho horas.
Cierra los ojos y recuerda.
Es tarde, es tarde, repite entre dientes,
consultando el reloj de muñeca que usa desde hace tiempo, religiosamente. Son
las 7:50 de la mañana y él entra a su trabajo a las 8:00. Le sobra el tiempo,
aunque las terminaciones nerviosas de su cuerpo no captan el mensaje. El
tráfico es normal, pero el semáforo parece no tener apuro, despertando la
picazón en sus dedos. Los aprieta en torno al volante. Pero, ¿será de Dios?, gesticula al ver que el conductor de enfrente
no avanza cuando la luz cambia a verde. Toca la bocina, haciéndolo reaccionar. Siempre está el que va paseando. Arranca
y llega a su trabajo cuatro minutos después. Se sorprende al no encontrar a
Guillermo, su amigo y compañero, en la puerta de entrada, como sucede
generalmente. Él suele avisarle en caso de retrasarse, con algún mensaje
gracioso. Revisa su celular, pero no hay notificaciones nuevas. Toma el
ascensor y llega a las oficinas.
–Agitado como de
costumbre, Dan. Y cinco minutos temprano. –Nadia sale a su encuentro,
alcanzándole un café.
–Con semejante
recibimiento, llegaría hasta dos horas antes. –Le guiña un ojo.
Nadia rueda los ojos y
sonríe.
–Reunión en diez
minutos. –Da media vuelta.
–¿Viste a Guille? –pregunta Daniel, todavía
extrañado. Nadia niega con la cabeza sin volverse y se retira.
La mañana transcurre
normal entre planillas, archivos, llamadas y nuevos cafés. A la hora del almuerzo,
Daniel recibe una llamada telefónica de Alicia, la hermana de Guille. Frunce el
ceño. La atiende y la voz temblorosa de la joven inunda sus oídos. “Guillermo
tuvo un accidente automovilístico alrededor de las ocho menos diez de la
mañana. Está grave.” Daniel siente que la sangre se drena de su cuerpo. Una
imagen fugaz atraviesa su mente, pero la descarta de inmediato. Le pregunta en
donde se encuentra internado y se dirige hacia la clínica. Al llegar, no tarda
en ubicar a Alicia. Se saludan y se sientan en la sala de espera. Ella le
cuenta los detalles del suceso. El doctor no aparece en ningún momento a dar
noticias sobre Guillermo. Daniel comienza a recordar todos los momentos que
vivió con su amigo de la infancia y ahora socio. De solo imaginar el hecho de
perderlo logra que se le retuerzan las entrañas. Su pierna derecha se mueve
ininterrumpidamente. Las palmas de sus manos transpiran, las seca sobre su
pantalón azul. Se queda durante toda la tarde acompañando a Alicia, sin
noticias nuevas sobre el estado de Guille. A las 19:40 PM revisa su reloj y
recuerda que no tiene nada en su heladera y alacenas, y que tiene que terminar
una presentación para el día siguiente. Se despide de la joven con un abrazo y
un “todo va a salir bien”, para luego retirarse, suspirando pesadamente y
refregándose la cara, a paso lento. Ay,
Guille, Guille, Guille…justo a vos te fue a tocar.
Sube al auto y emprende
camino al supermercado, demorando veinte minutos entre que va, hace las compras
y regresa. Cuando está llegando a su departamento, lo sorprende un tumulto de
gente frente a su edificio y una ambulancia con las sirenas encendidas. Baja
del vehículo. Desconcertado, pregunta a la primera persona que cruza su camino
qué es lo que está sucediendo. “La vecina del quinto piso se tiró del balcón,
veinte minutos atrás, más o menos. Hace un rato llegó la ambulancia.
Aparentemente, está muerta”. Daniel, con su cualidad de observador, minucioso y
atento, no puede ocultar su perplejidad y toma aire. La vecina era Sarah, una
morena bajita de ojos verdes y de tan solo veintidós años. La conocía, pero no
es eso lo que lo asombra. Su cabeza empieza a maquinar. El muchacho con el que
estaba hablando le pregunta si se encuentra bien. Daniel asiente y mira a su
alrededor: todo le da vueltas. Se cuestiona su comportamiento. No comprende qué
es lo que le afecta tanto. O quizás sí. Quizás sí que comprende y eso es lo que
lo perturba sobremanera. Imágenes de las veces en que cruzó palabra con Sarah o
que la ayudó con algún problema se proyectan en su mente. La risa
despreocupada, los vívidos ojos verdes de Sarah. ¿Cómo que se tiró del balcón?
¿Cómo que está muerta?
La ambulancia abandona el lugar a toda
velocidad. Daniel saca las bolsas del auto y sube a su departamento. No cena.
Tampoco termina el trabajo que era para el día siguiente. Se acuesta a dormir y
sueña con cifras, tuercas, agujas, niños felices y un par de ojos felinos.
Despierta
sobresaltado. El ruido de la alarma rebota entre las paredes de su habitación.
Se levanta, se prepara y comienza otro día rutinario y laboral. Oficina, café y
sonrisas de Nadia, cuentas y reuniones. Va a visitar a Guillermo a la clínica.
“Está estable pero no despierta, el golpe en la cabeza fue muy fuerte”, relata
Alicia entre lágrimas. Daniel le frota los hombros y le susurra que va a salir
de esta, que Guille es un metro ochenta de puro músculo y tenacidad, que es
demasiado guapo para pasar el resto de sus días en una cama de clínica. Alicia
sonríe, sonándose la nariz, mientras observa a su hermano menor conectado a
varios cables. Daniel también lo observa, a él y a los múltiples golpes y
fisuras que sufrió su querido amigo.
Acompaña a Alicia y al
durmiente Guillermo durante dos horas para luego irse. Regresa a su
departamento para enfundarse en ropa deportiva y salir un rato a caminar, tomar
aire y despejarse. Sale a la calle y no alcanza a hacer cinco pasos cuando se detiene
abruptamente. Una silueta de color carmín se despliega sobre la vereda. Daniel
palidece y recuerda los acontecimientos del día anterior. Reticente, chequea la
hora en su reloj: son las 18:00 PM. Levanta la vista e inspecciona los
alrededores: el viento sopla ligeramente; motos, bicicletas y autos pasan por
la calle; los sonidos de la vorágine urbana forman la cotidiana orquesta que
está acostumbrado a escuchar; el sol brilla. El mundo sigue girando. La vida
continúa. No seas paranoico, hombre,
se dice. Exhala. Retoma su camino y recorre los rincones más atractivos de la
ciudad, intentando vaciar su mente, pero no logra eludir la imagen de Guillermo
postrado con un tubo de aire sobre su cara en todas las pantallas que se le
atraviesan, además del rostro de Sarah en cada ventana. Exactamente sesenta
minutos más tarde está de nuevo en su edificio y para nada despejado. Esquiva
la mancha de sangre que alguna vez transitó las venas y órganos de su vecina,
sintiendo náuseas. Abre la puerta y se encierra en el baño. Vomita hasta lo que
no ha comido. Cuando se recupera, decide que esa noche solo cenará un té.
Prende la televisión y
se estira sobre el sillón para relajarse, pero acaba quedándose dormido. Sueña
con números, sonidos estridentes, accidentes viales y cuerpos cayendo de
edificios.
Se despierta al oír un
ruido sordo y se da cuenta de que está en el suelo, temblando y sudando como un
caballo. Se cayó del sillón. Es de noche aún, supone que es de madrugada.
Revisa su reloj, adormilado: son las 4:00 AM.
Toca sus bolsillos y
extrae de uno de ellos su celular. Desbloquea la pantalla. Descubre un mensaje
de Nadia del cual no se había percatado. Sonríe ante el nombre de la mujer que
lo vuelve loco. Pero su sonrisa se esfuma con la facilidad con la que se
consume un fósforo.
“Me asaltaron hace tres horas. Me balearon en la
columna. Desperté hace unos minutos, no siento las piernas. Estoy aterrada. Me
ingresaron en la misma clínica que Guille.”
El mensaje fue enviado
a las 21:00 PM.
Daniel se levanta
sosteniéndose de lo que tiene más cerca y toma las llaves de su auto para
encaminarse a la clínica como alma que lleva el diablo. Arriba y traspasa las
puertas de cristal con avidez. Le recita a la recepcionista el nombre completo
de la joven y miente diciendo que es su novio. Segundo piso, habitación 27. Daniel camina apresurado a su destino.
No pierde tiempo tomando el ascensor, sube las escaleras de dos en dos. Abre la
puerta y lo primero que ve son los ojos cerrados de Nadia. La cierra y ella se
remueve entre las sábanas. Levanta los párpados y lo ve. Rompe en llanto. Daniel
acude a ella y la rodea con sus brazos delicadamente.
Permanece allí hasta
que amanece. Despierta, contracturado y poco descansado, sentado en una silla
junto a la cama. Lo primero que ve es la melena anaranjada de Nadia. La
acaricia suavemente durante unos instantes. Revisa su celular y descubre quince
llamadas perdidas y treinta mensajes de su hermano, Sergio. Había puesto el
celular en silencio para no molestar a Nadia. Todas las alarmas se encienden en
su cuerpo. No se para a leer los mensajes, directamente le devuelve una
llamada.
–¡¿En dónde carajo
estás?! ¡¿Por qué no respondías?! ¡Es mamá! Sufrió un ACV durante la madrugada,
cerca de las cuatro. Estamos en el hospital central.
Daniel, estupefacto,
deja de sostener el celular, que se estrella contra el piso sobresaltando a
Nadia. Daniel comienza a hiperventilar, pero se las arregla para comunicarle a
Nadia lo sucedido y salir de la clínica para ir hacia el hospital. Cuando
llega, Sergio lo está esperando afuera. Le comunica que está grave. Ingresan al
establecimiento y se dirigen a la habitación donde su madre yace con las
máquinas emitiendo sonidos a su alrededor. Daniel no puede creer que Sandra,
tan fuerte, tan sana, tan guerrera ante la vida, se encuentre en esa situación.
Se agacha para besar su frente y cierra los ojos para contener las lágrimas,
pero no lo logra. Empieza a sollozar sobre el pecho de su madre como un niño
pequeño que se perdió en un parque de diversiones. ¿Qué tengo que hacer para que todo esto pare, mamá?. Suspira
pesadamente y se incorpora. Sale a paso rápido fuera de las instalaciones. Su
hermano mayor lo sigue por detrás.
Daniel patea el primer
bote de basura que se interpone en su vista y pega un alarido que rasga las
paredes de su garganta. Se inclina hasta que cae sobre sus rodillas. Los
sollozos ahogados continúan. Sergio no entiende el comportamiento de su hermano
pero se agacha a socorrerlo. Nota el fárrago de emociones que lo envuelven.
–Te voy a llevar a tu
departamento, necesitás ducharte y descansar. Yo después vuelvo y me quedo
junto a ella, no te preocupes.
Daniel lo deja hacer.
Se sienta en el lugar de copiloto de su propio auto con la ayuda de Sergio y su
mirada se pierde por la ventana. Su hermano enciende la radio y suena Clocks, de Coldplay. Daniel vuelve su
cabeza con vehemencia hacia el aparato y lo apaga con violencia. Sergio lo
observa, atónito.
–¡¿Se puede saber qué
te pasa?! –grita, pegando un volantazo. –No te reconozco, Daniel. –Su hermano
menor, el tranquilo, bromista y centrado Dan parece haber mutado en una especie
desconocida de un día para el otro. Daniel no responde, solo atina a respirar
con dificultad. –En estos momentos es cuando más necesitamos estar calmados.
Con esa actitud, te vas a ir vos antes que la vieja. –Sergio ayuda a su hermano
a llegar a su departamento porque parece no responder por sí mismo. Lo deja
acostado sobre su cama y se retira, no sin antes advertirle que se cuide: “Yo
no me asusto con nada, pero hoy das miedo, Daniel”.
Se duerme por unas
horas. Cuando despierta, sigue el consejo de su hermano mayor.
Abre los ojos. El
espejo se empañó de nuevo. Sale del antebaño para encaminarse a su habitación.
Mientras se viste, se da cuenta de que olvidó quitarse el reloj antes de
ducharse. Descubre que, sorprendentemente, funciona de maravilla. Tic, tac,
tic, tac…
Consternado, se lo quita desesperadamente y lo
arroja al suelo con dureza. Busca, con manos temblorosas, la caja de
herramientas que guarda en un espacio oculto de la cocina. Toma el martillo y
se dispone a reventar a golpes el artefacto. Las piezas se dispersan por toda
la habitación. Suelta el martillo y baja los pisos correspondientes para salir
afuera.
Camina sin rumbo hasta
que una calle lo separa de la catedral. Mientras cruza por la senda peatonal,
dirige su mirada hacia los enormes relojes del templo: las 15:00 PM. Daniel no
alcanza a discernir qué sucede. Vuela por los aires.
En la otra punta de la
ciudad, Sergio revisa su reloj de muñeca.