TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


producción colectiva de cierre 2020

Compartimos una producción poética colectiva creada a partir de un patchwriting o escritura con retazos, reuniendo versos robados o pirateados a poemas que cada uno de los integrantes del taller eligió libremente. En una versión libre del cadáver exquisito, las editoras crearon un poema animado. 

Sobre la técnica de "cadáver exquisito":

A comienzos del siglo XX, los escritores surrealistas, influenciados por las investigaciones del campo de la Psicología, más específicamente por las publicaciones de Sigmund Freud, se dedicaron a investigar y elaborar técnicas y procedimientos de escritura que permitieran liberar la imaginación y la creatividad que, para ellos, eran reprimidas por la razón.

Apostaban a un trabajo con la escritura que dejara actuar al inconsciente, a través de lo que llamaron automatismo psíquico, para que, de ese modo, afloraran ideas nuevas y más ricas, imágenes como las que aparecen en los sueños, reuniendo cosas que, en la vigilia y bajo el dominio de la razón, resultan incompatibles o incongruentes.

Inventaron entonces, entre muchas otras, una técnica lúdica que consistía en tomar un papel donde alguien escribe una frase o una palabra y lo pliega para pasárselo al compañero. Quien lo recibe, escribe a su vez sobre la cara visible, lo vuelve a doblar y se lo pasa a otro. Así, al final se tendrá un escrito que, al desplegarse, mostrará el texto completo. En una ocasión se formó, azarosamente, entre un pliegue y otro, la expresión cadáver exquisito, y así bautizaron la técnica.

Luego fue recreada de mil maneras, inventando variantes. Lo básico es armar un texto con muchos pequeños aportes que se irán “tejiendo” azarosamente.

Entrevista realizada por Radio Universidad de la UNVM sobre la propuesta:

Nota en el programa radial "Amigos del rock"

Acceso al video animado de nuestro taller:

performance poética

LUCIANA SCARABOTTI

 La puntualidad de las desgracias

El tiempo es el mejor antagonista, o el único, tal vez.

JORGE LUIS BORGES

Se da una ducha de agua fría. Mientras se seca, siente como la canilla del antebaño pierde agua. Gota tras gota, parecen formar una melodía. Tic, tac, tic, tac…

Daniel cierra del todo la canilla y golpea con ímpetu el lavabo. Se sostiene sobre sus brazos apoyando ambas manos. Limpia el vapor que cubrió el espejo y contempla la imagen que este le devuelve. Un muerto en vida. Bolsas cuelgan debajo de sus ojos como si no hubiera dormido en semanas, pero solo transcurrieron cuarenta y ocho horas. Cierra los ojos y recuerda.

Es tarde, es tarde, repite entre dientes, consultando el reloj de muñeca que usa desde hace tiempo, religiosamente. Son las 7:50 de la mañana y él entra a su trabajo a las 8:00. Le sobra el tiempo, aunque las terminaciones nerviosas de su cuerpo no captan el mensaje. El tráfico es normal, pero el semáforo parece no tener apuro, despertando la picazón en sus dedos. Los aprieta en torno al volante. Pero, ¿será de Dios?, gesticula al ver que el conductor de enfrente no avanza cuando la luz cambia a verde. Toca la bocina, haciéndolo reaccionar. Siempre está el que va paseando. Arranca y llega a su trabajo cuatro minutos después. Se sorprende al no encontrar a Guillermo, su amigo y compañero, en la puerta de entrada, como sucede generalmente. Él suele avisarle en caso de retrasarse, con algún mensaje gracioso. Revisa su celular, pero no hay notificaciones nuevas. Toma el ascensor y llega a las oficinas.

–Agitado como de costumbre, Dan. Y cinco minutos temprano. –Nadia sale a su encuentro, alcanzándole un café.

–Con semejante recibimiento, llegaría hasta dos horas antes. –Le guiña un ojo.

Nadia rueda los ojos y sonríe.

–Reunión en diez minutos. –Da media vuelta.

 –¿Viste a Guille? –pregunta Daniel, todavía extrañado. Nadia niega con la cabeza sin volverse y se retira.

La mañana transcurre normal entre planillas, archivos, llamadas y nuevos cafés. A la hora del almuerzo, Daniel recibe una llamada telefónica de Alicia, la hermana de Guille. Frunce el ceño. La atiende y la voz temblorosa de la joven inunda sus oídos. “Guillermo tuvo un accidente automovilístico alrededor de las ocho menos diez de la mañana. Está grave.” Daniel siente que la sangre se drena de su cuerpo. Una imagen fugaz atraviesa su mente, pero la descarta de inmediato. Le pregunta en donde se encuentra internado y se dirige hacia la clínica. Al llegar, no tarda en ubicar a Alicia. Se saludan y se sientan en la sala de espera. Ella le cuenta los detalles del suceso. El doctor no aparece en ningún momento a dar noticias sobre Guillermo. Daniel comienza a recordar todos los momentos que vivió con su amigo de la infancia y ahora socio. De solo imaginar el hecho de perderlo logra que se le retuerzan las entrañas. Su pierna derecha se mueve ininterrumpidamente. Las palmas de sus manos transpiran, las seca sobre su pantalón azul. Se queda durante toda la tarde acompañando a Alicia, sin noticias nuevas sobre el estado de Guille. A las 19:40 PM revisa su reloj y recuerda que no tiene nada en su heladera y alacenas, y que tiene que terminar una presentación para el día siguiente. Se despide de la joven con un abrazo y un “todo va a salir bien”, para luego retirarse, suspirando pesadamente y refregándose la cara, a paso lento. Ay, Guille, Guille, Guille…justo a vos te fue a tocar.

Sube al auto y emprende camino al supermercado, demorando veinte minutos entre que va, hace las compras y regresa. Cuando está llegando a su departamento, lo sorprende un tumulto de gente frente a su edificio y una ambulancia con las sirenas encendidas. Baja del vehículo. Desconcertado, pregunta a la primera persona que cruza su camino qué es lo que está sucediendo. “La vecina del quinto piso se tiró del balcón, veinte minutos atrás, más o menos. Hace un rato llegó la ambulancia. Aparentemente, está muerta”. Daniel, con su cualidad de observador, minucioso y atento, no puede ocultar su perplejidad y toma aire. La vecina era Sarah, una morena bajita de ojos verdes y de tan solo veintidós años. La conocía, pero no es eso lo que lo asombra. Su cabeza empieza a maquinar. El muchacho con el que estaba hablando le pregunta si se encuentra bien. Daniel asiente y mira a su alrededor: todo le da vueltas. Se cuestiona su comportamiento. No comprende qué es lo que le afecta tanto. O quizás sí. Quizás sí que comprende y eso es lo que lo perturba sobremanera. Imágenes de las veces en que cruzó palabra con Sarah o que la ayudó con algún problema se proyectan en su mente. La risa despreocupada, los vívidos ojos verdes de Sarah. ¿Cómo que se tiró del balcón? ¿Cómo que está muerta?

 La ambulancia abandona el lugar a toda velocidad. Daniel saca las bolsas del auto y sube a su departamento. No cena. Tampoco termina el trabajo que era para el día siguiente. Se acuesta a dormir y sueña con cifras, tuercas, agujas, niños felices y un par de ojos felinos.

Despierta sobresaltado. El ruido de la alarma rebota entre las paredes de su habitación. Se levanta, se prepara y comienza otro día rutinario y laboral. Oficina, café y sonrisas de Nadia, cuentas y reuniones. Va a visitar a Guillermo a la clínica. “Está estable pero no despierta, el golpe en la cabeza fue muy fuerte”, relata Alicia entre lágrimas. Daniel le frota los hombros y le susurra que va a salir de esta, que Guille es un metro ochenta de puro músculo y tenacidad, que es demasiado guapo para pasar el resto de sus días en una cama de clínica. Alicia sonríe, sonándose la nariz, mientras observa a su hermano menor conectado a varios cables. Daniel también lo observa, a él y a los múltiples golpes y fisuras que sufrió su querido amigo.

Acompaña a Alicia y al durmiente Guillermo durante dos horas para luego irse. Regresa a su departamento para enfundarse en ropa deportiva y salir un rato a caminar, tomar aire y despejarse. Sale a la calle y no alcanza a hacer cinco pasos cuando se detiene abruptamente. Una silueta de color carmín se despliega sobre la vereda. Daniel palidece y recuerda los acontecimientos del día anterior. Reticente, chequea la hora en su reloj: son las 18:00 PM. Levanta la vista e inspecciona los alrededores: el viento sopla ligeramente; motos, bicicletas y autos pasan por la calle; los sonidos de la vorágine urbana forman la cotidiana orquesta que está acostumbrado a escuchar; el sol brilla. El mundo sigue girando. La vida continúa. No seas paranoico, hombre, se dice. Exhala. Retoma su camino y recorre los rincones más atractivos de la ciudad, intentando vaciar su mente, pero no logra eludir la imagen de Guillermo postrado con un tubo de aire sobre su cara en todas las pantallas que se le atraviesan, además del rostro de Sarah en cada ventana. Exactamente sesenta minutos más tarde está de nuevo en su edificio y para nada despejado. Esquiva la mancha de sangre que alguna vez transitó las venas y órganos de su vecina, sintiendo náuseas. Abre la puerta y se encierra en el baño. Vomita hasta lo que no ha comido. Cuando se recupera, decide que esa noche solo cenará un té.

Prende la televisión y se estira sobre el sillón para relajarse, pero acaba quedándose dormido. Sueña con números, sonidos estridentes, accidentes viales y cuerpos cayendo de edificios.

Se despierta al oír un ruido sordo y se da cuenta de que está en el suelo, temblando y sudando como un caballo. Se cayó del sillón. Es de noche aún, supone que es de madrugada. Revisa su reloj, adormilado: son las 4:00 AM.

Toca sus bolsillos y extrae de uno de ellos su celular. Desbloquea la pantalla. Descubre un mensaje de Nadia del cual no se había percatado. Sonríe ante el nombre de la mujer que lo vuelve loco. Pero su sonrisa se esfuma con la facilidad con la que se consume un fósforo.

“Me asaltaron hace tres horas. Me balearon en la columna. Desperté hace unos minutos, no siento las piernas. Estoy aterrada. Me ingresaron en la misma clínica que Guille.”

El mensaje fue enviado a las 21:00 PM.

Daniel se levanta sosteniéndose de lo que tiene más cerca y toma las llaves de su auto para encaminarse a la clínica como alma que lleva el diablo. Arriba y traspasa las puertas de cristal con avidez. Le recita a la recepcionista el nombre completo de la joven y miente diciendo que es su novio. Segundo piso, habitación 27. Daniel camina apresurado a su destino. No pierde tiempo tomando el ascensor, sube las escaleras de dos en dos. Abre la puerta y lo primero que ve son los ojos cerrados de Nadia. La cierra y ella se remueve entre las sábanas. Levanta los párpados y lo ve. Rompe en llanto. Daniel acude a ella y la rodea con sus brazos delicadamente.

Permanece allí hasta que amanece. Despierta, contracturado y poco descansado, sentado en una silla junto a la cama. Lo primero que ve es la melena anaranjada de Nadia. La acaricia suavemente durante unos instantes. Revisa su celular y descubre quince llamadas perdidas y treinta mensajes de su hermano, Sergio. Había puesto el celular en silencio para no molestar a Nadia. Todas las alarmas se encienden en su cuerpo. No se para a leer los mensajes, directamente le devuelve una llamada.  

–¡¿En dónde carajo estás?! ¡¿Por qué no respondías?! ¡Es mamá! Sufrió un ACV durante la madrugada, cerca de las cuatro. Estamos en el hospital central.

Daniel, estupefacto, deja de sostener el celular, que se estrella contra el piso sobresaltando a Nadia. Daniel comienza a hiperventilar, pero se las arregla para comunicarle a Nadia lo sucedido y salir de la clínica para ir hacia el hospital. Cuando llega, Sergio lo está esperando afuera. Le comunica que está grave. Ingresan al establecimiento y se dirigen a la habitación donde su madre yace con las máquinas emitiendo sonidos a su alrededor. Daniel no puede creer que Sandra, tan fuerte, tan sana, tan guerrera ante la vida, se encuentre en esa situación. Se agacha para besar su frente y cierra los ojos para contener las lágrimas, pero no lo logra. Empieza a sollozar sobre el pecho de su madre como un niño pequeño que se perdió en un parque de diversiones. ¿Qué tengo que hacer para que todo esto pare, mamá?. Suspira pesadamente y se incorpora. Sale a paso rápido fuera de las instalaciones. Su hermano mayor lo sigue por detrás.

Daniel patea el primer bote de basura que se interpone en su vista y pega un alarido que rasga las paredes de su garganta. Se inclina hasta que cae sobre sus rodillas. Los sollozos ahogados continúan. Sergio no entiende el comportamiento de su hermano pero se agacha a socorrerlo. Nota el fárrago de emociones que lo envuelven.

–Te voy a llevar a tu departamento, necesitás ducharte y descansar. Yo después vuelvo y me quedo junto a ella, no te preocupes.

Daniel lo deja hacer. Se sienta en el lugar de copiloto de su propio auto con la ayuda de Sergio y su mirada se pierde por la ventana. Su hermano enciende la radio y suena Clocks, de Coldplay. Daniel vuelve su cabeza con vehemencia hacia el aparato y lo apaga con violencia. Sergio lo observa, atónito.

–¡¿Se puede saber qué te pasa?! –grita, pegando un volantazo. –No te reconozco, Daniel. –Su hermano menor, el tranquilo, bromista y centrado Dan parece haber mutado en una especie desconocida de un día para el otro. Daniel no responde, solo atina a respirar con dificultad. –En estos momentos es cuando más necesitamos estar calmados. Con esa actitud, te vas a ir vos antes que la vieja. –Sergio ayuda a su hermano a llegar a su departamento porque parece no responder por sí mismo. Lo deja acostado sobre su cama y se retira, no sin antes advertirle que se cuide: “Yo no me asusto con nada, pero hoy das miedo, Daniel”.

Se duerme por unas horas. Cuando despierta, sigue el consejo de su hermano mayor.

Abre los ojos. El espejo se empañó de nuevo. Sale del antebaño para encaminarse a su habitación. Mientras se viste, se da cuenta de que olvidó quitarse el reloj antes de ducharse. Descubre que, sorprendentemente, funciona de maravilla. Tic, tac, tic, tac…

 Consternado, se lo quita desesperadamente y lo arroja al suelo con dureza. Busca, con manos temblorosas, la caja de herramientas que guarda en un espacio oculto de la cocina. Toma el martillo y se dispone a reventar a golpes el artefacto. Las piezas se dispersan por toda la habitación. Suelta el martillo y baja los pisos correspondientes para salir afuera.

Camina sin rumbo hasta que una calle lo separa de la catedral. Mientras cruza por la senda peatonal, dirige su mirada hacia los enormes relojes del templo: las 15:00 PM. Daniel no alcanza a discernir qué sucede. Vuela por los aires.

En la otra punta de la ciudad, Sergio revisa su reloj de muñeca.

VALENTINA GAMBA CIANCIO

 El cuarto

Todas las tardes caminaba en forma pausada por su casa en dirección a aquella habitación, esa donde guardaba recuerdos plasmados en imágenes, donde se apreciaban fácilmente los momentos en los que fue tan feliz o quizás no. Un cuarto, en él una biblioteca que lo transportaba a días entrañables con su tío Luis, ese hombre que en cada visita le repetía una y otra vez al oído: la soledad y el silencio son tesoros que nos da la vida, porque nos hacen pensar y recordar tantas cosas.

El muchacho pensaba que las fotografías lo ayudaban a entender por qué estaba ahí, y le permitían recordar a su familia.

Pasaba horas dentro del cuarto. Se recostaba en el sillón, cerraba sus ojos y sentía la brisa de ese lugar de su niñez que lo había llevado ahí. Una hamaca debajo de un enorme árbol, su madre mirándolo, murmullos y risas en su cabeza que le decían que debía hacer.

No dejaba de hamacarse queriendo alcanzar el cielo y tocar las nubes con las manos.

La alegría lo invadía, pero sus ojos estaban fijos en la dolorosa y preocupante mirada de su madre. Se baja de la hamaca y se acerca a ella lentamente.

A lo lejos se escucha el timbre. Asustado se levanta rápidamente del sillón y sale hacia la puerta. Un dolor lo persigue. Un gran vacío le invade el cuerpo. Sangre en sus manos.


SABRINA AVUNDO

 El libro mágico

Ángel era un niño retraído y solitario. En el aula siempre pasaba desapercibido, sus compañeros no lo incluían en los juegos, y en las fiestas de cumpleaños se las pasaba solo en un rincón.

A su madre le parecía raro encontrarlo siempre riendo solo, gritando o hablando como con alguien más. Sin embargo, no tenía compañía alguna.

Lo curioso es que en la vida de Ángel sí había alguien y era Tomás, su fiel amigo. Con él sí podía contar cuando el resto de sus compañeros no le llevaban el apunte o para estudiar alguna materia. Con gusto, Tomás lo ayudaba a repasar para sus exámenes orales.

En el patio había una casa del árbol y esa era su guarida donde vivían increíbles aventuras. Allí, Ángel pasaba horas y horas.

A la madre eso le preocupaba. Aunque lo consideraba un niño feliz, porque lo veía divertirse, que no tuviera algún compañerito le estrujaba el corazón de vez en cuando.

Una noche Ángel se quedó a dormir en la casita y con Tomás idearon un plan para hacerle una broma al vecino de la cuadra. Era un viejo cascarrabias, según su madre. Ninguna pelota podía caer en su jardín ya que se la quedaba y no volvían a verla nunca más. Una vez, de niño, pasó con su bicicleta por la vereda y ahí lo vio en el umbral, con su bastón y cara de enojado.

Recordaba haber vivido aquel momento como en cámara lenta, mientras contemplaba cada facción del anciano; fue el día que más temió. Por eso debía ir y asustarlo, tal vez rompiendo una ventana o solo tocando el timbre en mitad de la noche.

Cenó un rico bocadillo que le preparó su madre y conversó con Tomás sobre cómo sería todo. A las 00 de esa misma noche, emprendieron el recorrido hacia la vivienda del terror.

Al llegar a la puerta todo él temblaba como una hoja, pero logró poner el dedo en el timbre y un leve sonido se sintió. Logró ver cómo una luz se encendía. Corrió como pudo y regresó a la comodidad de su hogar. Todavía asustado, optó por taparse con las sábanas.

Esa misma noche tuvo un sueño de lo más extraño, con rostros conocidos y nombres que ni siquiera recordaba. Al otro día le contó su sueño a Tomás. Como en recuerdos estaba aquel viejo cascarrabias con una bella mujer y de lo más amable.

Sin embargo, no recordaba haber visto jamás una mujer en esa casa, no le sonaba de nada. Le relató la secuencia a su amigo y optaron por correr a preguntarle a su madre, quien, para su sorpresa, les habló sobre María, aquella señora cariñosa y dedicada que no era otra que el amor de ese vecino y había fallecido por una triste enfermedad. La tragedia lo había hecho odioso y solitario al señor José, que se dedicó a cuidar ese jardín como a su más valioso tesoro, donde María solía pasar sus horas en su juventud y cuando aún conservaba la salud.

Pero además Raquel, la mamá de Ángel, también contó que de chiquito él quedaba al cuidado de la señora, mientras ella y el papá trabajaban. Así fue como Ángel comenzó a recordar aquellas tardes en esa casa, llenas de historias contadas por esa increíble mujer.

 

Sorprendido por su descubrimiento ideó un nuevo plan para tratar de alegrar a aquel vecino cascarrabias, ahora que comprendía todo. Habló un poco más con su madre y planeó con Tomás cómo comprar aquella flor tan querida por María y entregársela.  

¡Cómo se le ponían vidriosos los ojos y comenzaba a temblar aquel anciano, parecía tan indefenso!

Todo eso Ángel lo observó, sin embargo, desde su guarida, ya que no se atrevió a dársela personalmente. La dejó enfrente y esperó hasta que José saliera a regar su jardín como hacía cada tarde.

Desde ese día su vecino comenzó ser un poquito más amable, aunque poco le duró porque había muchos niños traviesos dispuestos a perturbar sus tardes.

Con el correr de los años, Ángel fue haciéndose más cariñoso y sociable.

Las sesiones con una psicóloga y los talleres por la tarde en la escuela habían dado sus frutos. Poco a poco se olvidó de Tomás.

En una ocasión, recostando a su hija Sofía, encontró un libro de su infancia con un dibujo en la tapa de dos niños abrazados. Abajo decía Ángel y Tomás, y estaba firmado por María. El libro relataba las aventuras vividas por él mismo y su amigo.

Esa misma noche le contó a su esposa. Cómo era posible que María hubiese escrito esas increíbles aventuras.

ROSA CRISTINA CENTENO

Josefa

Josefa está acostada muy cómoda, viendo, mirando el cielo gris, ¿una tormenta será? se pregunta, recordando que su madre le contaba al oído que las tormentas limpiaban el alma de aquellos que necesitan alivio.

Todos los días mira al cielo desde un lugar muy cómodo, pequeño, pero cómodo y escucha el sonido de los árboles cuando los acaricia el viento, se siente tan sola. El zumbido de las abejas revoloteando las flores le recuerda los juegos en el patio con su hermana mayor, corriendo sin tener en cuenta el peligro. Recuerda a su madre llorando sin entender por qué.

Otro día más Josefa mira al cielo, un día de sol los rayos atraviesan la tierra y la calientan de una manera que ni el mismísimo infierno podría soportarlo. Ella no siente el calor, está tranquila.

Mientras mira al cielo, aparecen pensamientos y sensaciones que la perturban provocándole llanto, dolor, como si fuera una noche oscura que la lastima. De pronto siente la voz de su madre, diciéndole al oído - ¡tranquila, todo va a estar bien, el dolor pasó! -, mientras toma su mano. Siente voces a su alrededor, que relatan anécdotas divertidas de su vida, no logra distinguir quiénes son, pero las cuentan con alegría. Ella no participa de la conversación, pero los escucha atentamente, ya no se siente sola.

Josefa siempre fue alegre, con muchos amigos y miles de historias que contar. Pero esta vez no cuenta nada.

Siempre mirando al cielo, hacia arriba, donde todo lo bueno pasa. Siente tan cerca el beso de su madre y su perfume que la transporta a su niñez donde todo estaba bien. Siente esa tibieza de los labios de su madre en la mejilla.

Todos los días Josefa mira al cielo, siente el aroma del pasto, el sonido de los árboles, el canto de los pájaros. Y la voz de su madre diciendo ¡Tranquila, todo va a estar bien, el dolor se fue! 



EMMANUEL IRASTORZA

 La demencial monotonía

Qué noche fría, este invierno no está perdonando y mañana tengo que empezar el pedido nuevo, espero esta noche dormir bien dice mientras camina a su pequeña habitación en el final del pasillo de madera, que conecta el comedor y el baño.

 Al llegar a su cama, ya con la luz apagada, mira por la ventana que le enseña una hermosa luna llena que refleja una abrigadora luz La luna del cazador solía decir mi padre, ¿o no?, mientras remueve muy cuidadosamente las zapatillas sobre una pequeña alfombra al costado de la cama, dejándolas apuntando hacia la ventana, en una posición paralela muy cuidada.

 

  Cuántos recuerdos trae este viejo telón rojo,  anuncia una voz muy cálida, mientras que me encuentro en el centro de una habitación, con dos reflectores que solamente alumbran a un viejo trozo de tela raso, ya lastimado por el paso del tiempo, de un color desgastado pero de un fuerte tono rojizo como sangre.

 Mañana toca partir, quién sabe cuándo vamos a volver a vernos, espero que pronto... dice la voz de niña mientras se aleja del cuarto por la izquierda. Volteo la cabeza pero no veo nada.

 

La alborada despierta a las aves y Romero comienza a entreabrir los ojos.  Se sienta con un gran bostezo al costado de la cama, y comienza a acariciar sus manos, fija su atención en los pies, los mueve de izquierda a derecha, de arriba a abajo, limpia su cara de lagañas, mientras que lentamente retira los dedos de su piel, se pone su rutinario pantalón ya alborotado, y ajusta con mucha tranquilidad los zapatos, primero el derecho, luego el izquierdo.

 Se levanta, se mira al espejo de cuerpo entero que tiene suspendido al lado del placar, con un hermoso marco de madera tallada y pulida a mano. Un último pequeño bostezo y gira la manivela de la puerta para unirse de nuevo por ese angosto pasillo en el cual cuelga un pequeño retrato, se detiene pequeños segundos a mirarlo, ve lo que él recuerda, la última vacación familiar. Que hermoso vestido que traías, qué chiquita eras. Cruza para llegar a la cocina, agarra la pequeña pava de metal, vierte agua, prende la hornalla y la deja hervir, abre la alacena, saca un paquete de yerba, prepara el porongo: los monótonos pasos diarios, la execrable hermosa rutina, y con el equipo en mano, se pone en camino otra vez, hacia el living que conecta con la otra parte de la casa, su estudio de trabajo, un gran cuarto que podría verse como un depósito.

 

 Al atravesar una puerta pequeña de color blanco, echa un vistazo al enorme cuarto lleno de maniquíes. Buen día, espero que hayan dormido bien declara con una voz ronca. Hoy nos espera un largo día, me pregunto si me habrá llegado otro correo continúa diciendo mientras se acerca a su pequeña silla de escritorio. Al tomar asiento lee un pequeño documento que detalla el pedido que debía realizar para el fin de la semana  Querido Romero, el pedido de este mes bla bla … Tres con brazos, tres sin brazos, todos pulidos... susurra mientras sigue leyendo. Tal parece que vamos a tener poco tiempo para entrelazar charlas dice mientras esboza pequeñas sonrisas.

  Ya son alrededor de las tres de la tarde cuando su rutina laboral concluye, y emprende una caminata lenta hacia la parte de atrás del estudio, donde se encuentran piezas de maniquíes que ya están en desuso: brazos, cabezas, torsos, de porcelana, de madera, que se  funden en lo que parece un museo histórico, apilados y resguardados. Mientras los recorre, toca muy suavemente las piezas de madera: pino, roble, arce, cerezo, caoba, que lástima que ya no los hagan más de esta forma, todo el arte, el entallado, se siente perdido, ¿no? murmura al aire, pero se detiene un tiempo extra tras tocar unas manos de roble que parecen de un maniquí infantil, a las que mira, y no entiende porqué las siente tibias, y familiares.

 Su respiración no cambia, sus ojos no se inmutan con el objeto, toca sus propias manos y siente su piel helada, arrugada y quebrajada por el frío, da un último vistazo a las manos de roble en la estantería y empieza a dirigirse hacia su pequeña cocina.

 Una vez allí, abre un modesto cajón que se encuentra al lado de la puerta en una mesada, saca un papel, y una lapicera. “Querida hija…” empieza a escribir borroneando una y otra vez “otra nueva carta que te escribo, sabiendo que no podrás responderme. Como ves,estoy bien,  disfruto mucho verte correr con esos hermosos zapatos carmesí que tanto te gustaban, y el sombrero que usaste ayer es mi preferido: déjame decirte que te realza los ojos. En caso de que te lo hayas preguntado, el dolor en mi pierna me aqueja sólo en las noches de invierno, ya va a pasar, en unas semanas; y quedate tranquila, desde el accidente no he vuelto a manejar, pero es el menor de los castigos que padezco…

  Querida hija, ¿hablaremos otra vez? ¿me contarás cómo estás, cómo has crecido, qué cosas te gustan ahora?  Espero que esta carta llegue a vos, aunque sé que es imposible. Y te adjunto mi número de teléfono, se agregó un prefijo nuevo en estos años, ya te lo he dicho, ¿verdad? En todo caso, va de nuevo en el dorso de la hoja.

            Espero tu llamada, aunque sé que es imposible.

Papá”

 

 Esa noche Romero volvió a caminar por el diminuto y friolento pasillo que conecta las habitaciones, para terminar su día. Al llegar al cuarto, nuevamente, se sienta en el costado de su cama con la luz apagada, se quita sus zapatos, los deja alineados, se saca el pantalón y mira de nuevo por la ventana: otra vez la luna menguando, como yo susurra y se acuesta como de costumbre boca arriba. Mientras intenta conciliar el sueño escucha un aullido, y abre los ojos con rapidez ¿Un lobo ibérico, acá? no escuchaba ese aullido desde Canadá, ¿cuándo estuve en Canadá? Preocupado distrae su mente diciéndose que era el viento, seguramente eso debió ser pensó por unos momentos, el viento rozando con los viejos árboles del patio.

 Intenta abordar la calma lentamente para relajar su corazón y  su conciencia así poder darle paso a la noche de descanso, pero de nuevo se encuentra enfrentado a un telón, aunque la voz que habla es otra.  Mañana mismo hay que desarmar todo y transferirlo al depósito se le escucha decir a una mujer que usa un extraño sombrero alborotado con accesorios y de un color rosa que inadvertía sus rasgos faciales.

 Espero que vos también estés listo, mientras esboza una mueca con su mano hacia mi dirección. Intenté no despertarme para ver a donde iba: el telón de seda, de un color francia azulado, tapaba el grosor de una pared con unos finos detalles en lino dorado que era retirado con brusquedad, para mostrarme solo una pared en blanco al frente. Siento que agarran mi mano, y un velo me empieza a envolver.

 

 Romero abre los ojos y se queda un segundo enfocando la vista en su techo, los rayos del sol ya están entrando en su habitación. Se sienta al costado de la cama, toca sus manos, se pone su pantalón, vuelve muy delicadamente a calzarse sus zapatillas, y con una mano con un pulso inquieto busca su cara para sacar las lagañas.

 *Ring ring* El teléfono suena desde el fondo del pasillo.

Es muy temprano para los proveedores piensa mientras se levanta a atender.

El tubo negro del teléfono tirita insaciable.

Hola... dice con voz firme.

Hola, papá. -Una voz femenina se escucha del otro lado del teléfono.

AMPARO GUTIÉRREZ SOLÍS

 El libro 302: fuego y justicia

Aquí hay pocas palabras pero yo sé que los silencios cuentan.

                                                                                                             Julio Cortázar

 

No me dejes así
Quiero volver a empezar
Este día lo perdí
Otra vez lo deje ir
No me hables así
Allá afuera voy a caer

“Destrucción” de Él mató a un policía motorizado

 

   Sale con su cargada mochila en la espalda, repleta de libros, comprados, regalados, encontrados y robados, también; los apuntes de historia y los de filosofía, una carpeta con tres hojas paupérrimas, un cuaderno con poemas que desean tener título y una lapicera trazo fino, azul, por supuesto. Apura sus propios pasos porque cree no llegar, mientras escucha “Destrucción”, de El mató a un policía motorizado, siente que sus piernas se han apoderado de su cuerpo y camina casi mecánicamente, su mente le repite: se te hace tarde. Llega, por fin; el alivio a sus pensamientos de desesperación cuando ve a pocos cien metros el cartel de la feria de libros. Para ese entonces, tiene un ajustado reloj para elegir el libro, o los libros, que se llevará. Vagabundea por los stands hasta que elige uno, lo recoge de entre medio de una pila de pocos afanes y pocos amores, lo guarda en su mochila de los mil kilos y sale, ahora sí, menos densa y menos pedante. Ya se sienta, mientras escucha en la radio sobre la venida de tormentas eléctricas a la ciudad, en su cómodo sillón, descalza, inmaculada, desnuda de dudas, impermeable a los temores, a leer su nuevo libro.

   Marlene levanta su mirada y siente la necesidad de tomar una taza de café. Como si tal escenario no fuera parte de sus rutinarios días, ahora presiente que el anhelo radica en algo más profundo; el cotidiano café está más sabroso. Vaya a saber por qué. Con quietud y una pizca de solvencia, realiza la tarea. Pretende entonces, satisfecha, sacar sus paraguas y salir a cometer andanzas por las calles desoladas, inquietas, indiferentes. Las miradas de quienes en soledad se sienten apuntan a ella, pareciera que jamás hubieran visto un individuo con sentimientos de justicia. O, por lo menos, jamás han visto aquello a lo que la gente común llama: diferente. Menudas miserias cargarán. Su recorrido sigue hasta una plaza de esas a las que siempre acuden aquellos quienes sienten arraigadas las misiones de hacer justo lo injusto.

   Sus zapatillas negras se mojan, y sus ojos. Aquello que poco puede decir, que poco puede explicar, se queda en la profundidad de sus recuerdos. Recapitula el número de la página, 87, por allí ha quedado, son 302, largo trecho ha de recorrer. Sale, porque adentro quiere desaparecer. Acudiendo a la humanidad, y a sus propias esperanzas, envía un mensaje de texto a su amiga Eva para terminar el trabajo sobre Edad Media que deben entregar el próximo miércoles para la facultad. Instantáneamente su compañera responde que la espera en la plaza ya que estaba haciendo compras en el centro, para ir juntas hacia su casa. 87, lo recuerda, lo debe recordar porque no hubo marcas que rememorasen la pausa. Caminan, lado a lado, turbadas, hasta llegar, y entran. Realizan la tarea y se va.

   De nuevo en las calles, ansía en su cabeza crear el escenario irreal y utópico que quisiera para el mundo. Porque si de este mundo habla y piensa entonces, ¿qué busca?

   Imagina los placeres mundanos sin susodichos, ni retenciones, ni pagos, ni inquietudes, ni perezas; imagina que la gula a veces está bien y que es real que la venganza hace mal al corazón, imagina las muertas que injustamente han muerto revivir para entonces, concretar sus cometidos, pero, aquello, piensa, es distinto a venganza; es justicia. Imagina las vidas de los terrenales sin excesos pero, por supuesto, con permitidos. Imagina la parsimonia de aquellos que se sienten perseguidos e imagina también, el fin de las violencias y el fin de las guerras. En esa atmósfera, los humanos están libres de pesares y los pies podrán caminar sin atormentarse. Y es que el orden social la abruma. Imagina mucho, la verdad.

   87, no lo ha olvidado. Sigue, con un nuevo y sabroso café, la lectura. Sorprenden su indigente fe las figuras que la historia cuenta, habla, grita o enmudece, incluso escalofríos recorren su cuerpo. Parece sentir algo que jamás ha sentido: el miedo de seguir leyendo, y al mismo tiempo, la necesidad, como si algo mas allá de lo que ella puede controlar la incitara a seguir y a seguir. La sensación es algo así como estar dentro de una habitación repleta de espejos. Ya está en la 198.

   Recrea en sus pensamientos esquemas “des-quematizados” y flores que marchitas reviven. Deconstrucción y reconstrucción. Sigue leyendo, porque parar ya no puede. Ya no. Mira hacia abajo, 267. Ya es de madrugada, y sabe: los desolados, desamparados, perturbados, inquietos, impredecibles, son su mejor versión, a esta hora. Será tal vez el arte que los conmueve o simplemente sus vacíos. 278. Sigue.

   Al abrir sus ojos, somnolienta, reconoce unos ruidos extraños, incómodos y casi incomprensibles. Se levanta de su sillón, tambaleando, deseando ya volver a la brevedad, para salir e investigar de dónde provienen aquellos sonidos. Se alerta cuando interpreta que son voces que conversan en su puerta, escucha: “bruja, insolente, hoguera”. Reúne fuerzas, vaya a saber el motivo que la alienta a hacerlo, y su puerta abre. 299, casi el desenlace.

  Jamás será maldito aquello por lo que se ha luchado. 300. Siente un golpe en su mejilla izquierda y cae. Casi que al instante el calor se apodera de su cuerpo y su mirada es dirigida a quienes han sido injustos. Porque unos ojos convincentes, saben a dónde mirar. Se escucha arder: ella, sus palabras, sus silencios, los gritos, la valentía. Fuego, mujer. Marlene, destruye; como suena en “Destrucción”.

   301, el humo purifica las almas de aquellas que han venido a desistir, no teman las que prosiguen a este hoy, no teman.

    302, no teme. El fuego ha llegado: justicia por el porvenir. El silencio enmudece, pero dice mucho.

    El libro en su biblioteca tiene su lugar. Ahora solo resta gritar lo que aquellas han callado.


TIZIANA ARAYA

 La vida desde un segundo plano

Como era costumbre, Mariana se despertó temprano, al igual que toda su familia, ya que todos comenzaban los días juntos. Esa mañana, sin embargo, tuvo una sensación rara al despertar, como si tuviese un vacío interior. Se dirigió a la cocina para desayunar con el resto y se sintió muy molesta porque nadie le dirigía la palabra, sencillamente la ignoraban. Luego el enojo se tornó en pánico, cuando advirtió que su visión se tornaba a blanco y su tensión bajaba hasta el desmayo.

Al despertarse se encontraba en una habitación de hospital, y lo peculiar era que se veía a ella misma en una cama, con un cuello ortopédico y un par de sondas. No se trataba, sin embargo, de un espejo, sencillamente se veía como si fuese un cuerpo ajeno, otra persona. Lo más desesperante fue darse cuenta, una vez más, de que parecía que todos la ignoraban. Comenzaron las preguntas y dudas, ¿cómo era posible que esto pasara? ¿Por qué las personas no la veían? ¿Se habría convertido en un fantasma? ¿cual habra sido el insidente para estar en ese estado?

Decidió comenzar a investigar qué era lo que estaba pasando o por lo menos que había sucedido con su cuerpo. Logró entrar a los archivos del hospital, revisó hasta encontrar su nombre, leyó su expediente y comenzó a tener algunos flashes.

Queda en shock y se sienta en la sala de ingreso con la esperanza de que llegue algún familiar. Mientras tanto mira una película sobre fantasmas malditos y se le ocurre una idea. Corre hacia la habitación y se recuesta nuevamente sobre ella misma. Se despierta con mucho dolor en todo el cuerpo, pero con el alivio de porfin sentirse. Intenta contar lo que le pasó, se rien de ella, dicen que fue la anestesia y los calmantes. Pero ella sabe, sabe que fue real. Sonríe con gratitud al recordar.  


ANTONELA CEBALLOS

 La máquina

Todo sucedió una mañana, cuando con mi familia nos mudamos a una nueva casa en Santiago del Estero. Dejé mis bolsos y decidí ir a recorrer el barrio.

En el andar de mis pasos me encontré con un descampado en el que se encontraba un objeto extraño cubierto por una lona negra. Mi curiosidad había despertado y quise descubrir de qué se trataba. Observé a mi alrededor para corroborar que nadie me viera y retiré la lona. Cuánta fue mi sorpresa al ver que se trataba, como decía su propio rótulo, de una “máquina viajera”. Rápidamente comencé a buscar que tuviera algún instructivo para usarla, y por fortuna, sí había.

Luego de unos segundos empiezo a seguir los pasos para encenderla y de pronto aparece escrito en una pantalla: ¿Te gustaría viajar a través de esta máquina? ¿sí o no?, me puse muy nervioso, no sabía qué tan malo podía ser acceder a ella, pero tomé coraje y presioné sí. Rápidamente se abrió una pequeña puerta, entré y de inmediato una luz blanca me trasportó a un lugar extraño. Todas las personas que se encontraban allí tenían un aspecto raro, medio punk, escuchaban música metálica y rock, hasta incluso todas las casas estaban pintadas de negro y los autos volaban.

Al rato, una persona se me acerca y dice:

-Hola, me llamo Enoc, espera… eres igual a mí…

Para mi sorpresa Enoc era igual a mí. Luego de titubear un momento, le respondí:

- Vos sos igual, ¿cómo eso es posible?

- No lo sé…

De inmediato le digo que el mundo del que yo vengo no es para nada parecido a este, las casas tienen distintos colores y los autos no vuelan. Enoc me contesta:

- Tengo una idea: ¿por qué no cambiamos nuestras vidas?, así tú vivirás la mía y yo la tuya, ¿no te parece divertido?

Pensé… No lo sé, podríamos intentarlo.

En ese momento recordé que había leído en las instrucciones que para volver debía buscar la máquina por el lugar al que me había trasportado. Así fue que comenzamos a buscar. Enoc ingresó a ella y se despidió de mí.

De pronto se oyeron los gritos de mi madre que me buscaba muy preocupada. ¡Dónde te habías metido Estocolmo! Ahí estaba yo, en pleno mediodía santiagueño saliendo de debajo de los restos de una lona vieja y sucia, en un baldío de mi barrio nuevo donde no había más que trastos y basura, abrazado a algo que ella juzgó como un juguete roto y desteñido lleno de pulgas y de barro seco.

Hoy, después de tantos años, ya casi ni me acuerdo de que alguna vez me llamé Enoc.


FLORENCIA PESCE VERA

 El brillo de la luna

Una noche de verano como tantas otras me incita el insomnio, quizá me despierto de alguna pesadilla, no lo sé porque no logro recordar, solo sé que me siento asustada porque mi corazón late fuerte, algo me da tranquilidad y es que presiento que no estoy sola, quizás esta noche ha venido a verme. Miro para el costado de la cama pero se encuentra vacía, apoyo la mano en la tela fría y sedosa que resbala hasta que en algún momento se detiene. Intento dormirme de nuevo pero no puedo y al instante me levanto para tomar agua fresca, noto la soledad de la noche, es el momento exacto donde nada se ve ni se oye, todo está en calma. Camino por el pasillo hacia la ventana que da al patio y miro el vacío donde ni el viento mueve las hojas, todo está quieto, pienso en la posibilidad de tener un perro, pero como a veces viajo a ver a mamá y a ella no le gustan porque dice que le dan alergia o algo así, no tendría con quien dejarlo. Siempre pensé que eso de la alergia era la excusa perfecta para decir que simplemente no le gustan los animales, nunca tuve uno de chica. Miro el reloj y marcan las 4:15 am, me quedan tres horas para descansar, voy a volver a la cama y procurar dormirme, pero otra vez fallo en el intento, siempre pensé que el sueño era algo preciado, algo así como un regalo de los dioses por tanto pensar, por tanto agitar la mente durante el día, de aquí para allá… evidentemente no soy una amiga de esos dioses, vuelvo a levantarme, siento que en el silencio maquiavélico de la noche la luna me observa, camino hacia el comedor, miro por la ventana pero nadie está conmigo, excepto la luna de ojos brillantes que se ríe de mi insomnio, que conspira con los dioses negándome el derecho a descansar, el derecho a la soledad.

-          Pero qué hago pidiéndole razones a la luna?

De chica solía confundirme, decía mamá. Esta niña sueña despierta, porque está hipnotizada por la luna. Decía que los sonámbulos estaban hipnotizados por la luna y que eran sus esclavos.  

No sé sí es que vuelvo a confundirme, pero lo que tengo en claro es esa sensación de que alguien me observa, de que sigo sin poder estar en soledad, y es culpa de la luna.

Cuando vos estabas siempre me decías vamos al rincón oscuro, pero no lo encuentro, la luna la luna la maldita luna!!

No quiero olvidar tu olor, ya perdí tu voz, pero tu olor está ahí, en todas partes, no quiero seguir adelante si te pierdo del todo.

La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo quiere ser dolor de sangre, decía Federico Lorca. No sé porque te obsesionaba tanto esa frase, no sé cómo la oscuridad de Lorca te mantenía ocupado y siempre hablabas de él, de repente una idea viene a mi mente, y si quizá quiere hablarme la luna, si quizá la luna intenta decirme algo… pero es su voz la que perdí no la de la luna, estoy confundida, será mejor echarme a dormir…

Cuando por fin el agotamiento llega, escucho tu voz que vuelve a susurrarme entre el silencio de la noche - … la luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo, quiere ser dolor de sangre.

Ya no sé si estoy dormida o estoy despierta, intento pensar en algo habitual, en algo banal pero nada me sale, nada puedo pensar, solo escucho esa frase una y otra vez, quizá mamá tenía razón y estoy poseída por la luna.

La luna no tiene luz propia y yo tampoco, pero desde que no estás siento que ya no brillo, solo soy sombras, solo soy un recuerdo constante, siento que estoy atrapada en otra dimensión, que estoy en modo automático, que soy una puta computadora, un maldito zombi, un ente sin decisión propia.

Cuando era niña quería ser famosa, una estrella, me imaginaba siempre rodeada de elogios y aplausos, teniendo un amor, envejeciendo juntos. Qué crédulos los tontos que hacen del amor un estandarte, creemos tener el tiempo para hacer todo lo posible para vivir esa historia utópica de amor, de éxito… creemos tener el tiempo… pero qué estúpidos, el tiempo nos tiene a nosotros.

Cuando estábamos juntos nos acostumbrábamos a planificar, fantasear con tener tiempo… nada de todo eso pudimos cumplir, el tiempo nos cortó los planes como quien corta una hoja de papel.

La hoja quedó en blanco, mi mente no deja de pensar en eso.

Me doy cuenta de que estoy parada en nuestro jardín, junto a la higuera que plantamos ese verano hace unos años, mis pies están mojados, mis manos heladas, advierto frente a mí la luna toda esplendorosa que me trajo hasta acá - Que quieres de mi? Que hago acá? Me siento y lloro, lloro tanto, lloro profundo, siento que mi alma se hace gotas y sale por mis ojos y mi boca… Ahora sí estoy vacía, no quiero pararme, no quiero moverme de acá, no sé quién soy, no sé qué quiero… Y otra vez escucho esa voz… La luna deja un cuchillo abandonado en el aire, que siendo acecho de plomo, quiere ser dolor de sangre.

Sin fuerza y sin voluntad propia me dirijo a la cocina, tomo un cuchillo vuelvo a la higuera, corto una breva de nuestro árbol, siento el sabor dulce en mi boca, y veo brotar esa savia blanca por la rama…

Despierto, la savia es sangre y la rama mi brazo… ya no siento… ya no soy… ya brillo con luz de luna.


AGOSTINA RIGONELLI

 Recuerdos

Florencia mira atentamente a través de la ventana: otra noche más de tormenta. Los indicios están claros: el cielo nublado, la luna casi desaparecida y las fuertes oleadas de viento que mecen a los árboles y a algunas plantas más pequeñas que había plantado su hermano menor ayer nomás, para darle un toque de color al jardín. Después de las arduas remodelaciones que sufrió la casa, ese toque de color era como un listón final.

Mirar por la ventana, con sus ojazos color chocolate, era una rutina que Florencia se había impuesto durante varios meses, después de lo que pasó. Siempre a la misma hora y en el mismo lugar. La pequeña sala en donde la familia solía reunirse a desayunar casi todos los días, ahora estaba repleta de libros, plantas y de una mecedora gastada, en donde Florencia se sentaba para cuidar de la casa que con tanto esfuerzo habían logrado reconstruir.

Los gritos llegaron cuando las primeras gotas tocaron el suelo. Sonrió ante aquello, se recostó y empezó a mecerse para relajarse, mientras su vestido desgastado y un poco sucio tocaba el piso y se movía al compás de sus movimientos.

El crujido del piso gastado de madera delataba el sonido de los pasos. El perfume del muchacho se impregnaba en todos los muebles, en todos los libros, en todas las plantas, las voces se intensificaban, parecía como si cada vez estuvieran más cerca. 

La felicidad la invadió de nuevo. Florencia se mece relajándose, con la ventana abierta para sentir la brisa, el frío y algunas gotas de agua que logran tocarle la piel. En el jardín, el muchacho sonriente, de ojos color chocolate, acomoda las coloridas plantas que son como el listón final de la casa recién remodelada.


JÉSICA MEDINA

 Estela

La salsa con hojas de albahaca, cebolla y tomates, bien natural. Nada de procesados. Cerca de las doce del mediodía, es un permitido que una vez por mes me doy en preparar. El ritual siguiente de lavar los platos no me desespera. Más que cocinar, me apetece limpiar, aunque no lo hago tan a menudo. Solo tres veces por semana. Suficiente cuando no hay niños ni mascotas.

La siesta, que no siempre está, pero cuando estoy rendida luego de una mañana atareada, resulta reparadora.

La tarde es tranquila en el barrio, solo se sienten algunos perros o las chicharras en verano bajo el calor abrumador. La merienda y los libros suelen ser mi pasatiempo más común. Alguna que otra visita de amigos. Meditación o entrenamientos en alguna parte de la casa que tenga buena iluminación. Poco contacto con el exterior. Solo lo necesario para el abastecimiento de comida y un trabajo parcial que proporcione ingresos para sostener algunos de los gustos y gastos.

Llegada la noche, el baño y la cena son protagonistas. Nada de TV.

Salir de casa a dejar la basura, higienizar las manos y cerrar la puerta del frente. Salir a caminar. Paso ligero hasta llegar a uno de los postes de alumbrado público ubicado a unas cinco cuadras. Este ritmo de vida lo vengo sosteniendo por al menos un par de meses. Es bueno para mejorar la circulación y oxigenar los pulmones.

Justo debajo del poste, la luz comenzaba a titilar y de pronto se apaga. Es entonces que sentí no estar en el sitio donde hacía segundos me hallaba. Oscuridad absoluta y siniestra.

Me desplace, con esfuerzo. Al menos pude llegar hasta casa. Me miré al espejo. Vi a Janis Lyn Joplin, la cantante de rock estadounidense. ¿Tendría que haberme bañado, sacado la ropa para que al otro día nadie sospeche? O tal vez esperar a que todo vuelva a la normalidad. ¿Ocurriría eso?, me cuestioné.

Entre tanto pensar, me quedé dormida.

 

7 de la mañana, levantarse y mirarse al espejo. Mis rasgos, el cabello lacio intacto, las mejillas bien rosadas y el mentón pronunciado.

Las tareas del día ocurren una tras otra. No me animé a contarle a nadie lo que ha pasado.

Llegada la noche salí a caminar. Mismo recorrido, ya cerca del poste de luz.

Esta vez, Aretha Louise Franklin​​, cantante de soul, también fallecida.

De tanto cantar, me quedé dormida.

Con una lista en mano, fui referenciando días tras día las personalidades que se apoderaron de mí por las noches: Whitney Elizabeth Houston; Laura Ann Branigan, y otras.

Cada noche, tomé fotografías con mi cámara. Las guardé en una caja con llave. Una noche de invierno decido volver a mirarlas: veo a la Estela de siempre, eso sí, un poco más vieja, pero con el mismo mentón pronunciado. Tal es la angustia que me envuelve, que creo haber olvidado detalles de aquellos días.

Luego, me puse a escuchar música. Conectar con algo de Jazz, Rock y Soul. 

Entre los variados artistas que suenan, me encontré con un viejo disco de A. Franklin, que guardaba. Al tomarlo noté que estaba autografiado, o alguna cosa por el estilo. Yo jamás marcaría una tapa de disco.


LUCÍA PÉREZ

La niña pájaro

Era una mañana tranquila y cristalina. En un pequeño pueblo rodeado por árboles y animales, ya era miércoles, mitad de la semana. Eran las nueve en punto de la mañana cuando Zaira, una niña con ojos claros y piel morena, ya estaba lista para saltar de la cama e ir a despertar a su abuela con un enorme abrazo, y así lo hizo: bajó de la cama de un salto, buscó debajo sus pantuflitas de conejo y, despeinada, cruzó el pasillo que separaba los cuartos.

-¡Abuela!

Finalmente, ya echada sobre el inmenso cuerpo, escuchó la risa de Sarabi; Zaira sabía que la abuela siempre se despertaba bien temprano, sólo que le gustaba hacer fiaca porque era muy pronto para levantarse.

-¡Zaira! ¡Cómo estás, mi niña?

-Hoy tengo que estar muy bien abuela, ¡ya tengo nueve!

Sarabi sonrió con nostalgia, no quería recordar cuánto había crecido su nieta, estaba segura de que si no resistía, varias lágrimas se le escaparían. Rodeó a la niña en un fuerte abrazo, uno de esos que le das a alguien cuando no quieres que se vaya, y rápidamente la soltó para levantarse.

-Vamos a la cocina, m’hija

-¡Sí! ¿Puedo cocinar yo, abuela?

-Claro que no, te vas a quemar

La casa de Sarabi era sencilla y de un piso. La cocina estaba en el primer cuarto, pintado del color de la esperanza. Los dos dormitorios, que se miraban de frente, estaban en el pasillo, y el baño se encontraba al final.

El ambiente se pintaba de serenidad cada mañana; esta vez, estaba coloreado de felicidad: por fin retornaría a la escuela, su abuela se lo había prometido. Con aquello en mente pudo degustar su desayuno favorito, aunque en el fondo de su corazón algo la agobiaba.

-¿Qué te pasa, mamita?

-Es que… otra vez soñé lo mismo, abuela

Sarabi intentó tranquilizarse, pero no le era fácil. Hacía varias noches que Zaira se despertaba traspirada y agitada. La abuela quería pensar que era normal tener pesadillas, aunque Zaira nunca recordaba el sueño. Lo más raro era que la niña siempre se levantaba con una pluma azul en la mano, y ninguna de las dos podía explicarse cómo ni porqué. Posiblemente fuera sonámbula, ¡quién sabe qué hace una cuando está dormida!

-Después discutiremos eso, ahora… te tengo un regalo

-¿¡En serio!?

Sarabi le mostró un gran paquete que sacó de sus espaldas y la morena corrió hacia él con emoción. No quería romper el lindo envoltorio así que, con cuidado, lo abrió hasta descubrir una brillante mochila.

   -¡Te acordaste!

-Pero claro, vos pediste ir a la escuela, ¿no? Pues ahora tienes lo necesario, vamos que se hace tarde

-Gracias abue

Ya preparada, juntas partieron hacia el centro del pueblo, que se encontraba lejos ya que la casa de la abuela se situaba a las afueras, a unos pasos de la arboleda.

Zaira disfrutaba mucho cada paseo por esa arboleda, le gustaba ver a los pájaros cantar e ir de rama en rama. Por alguna extraña razón, sentía que ellos la miraban y que se entendían.

Una vez, estando en el bosque, alguien del pueblo la descubrió y salió corriendo a contarles a los demás. Desde entonces la llamaban “Niña Pájaro”, aunque luego no se escuchó más y se esperaba que lo hubiesen olvidado.

Después de caminar varias cuadras, llegaron a la escuela. Una mujer alta y seria la condujo a su aula, y allí la presentó a sus compañeros y maestra. Algunos estaban cansados, otros la miraban raro y cuchicheaban entre sí. La enviaron a sentar con una niña que ni siquiera se había percatado de su presencia. Zaira, entonces, intentó iniciar un diálogo:

-Hola –la niña se giró hacia ella sorprendida y de inmediato le sonrió simpática.

-Hola, ¿sos nueva? –Zaira asintió e inconscientemente se rascó el brazo. Su compañera parecía estar contenta.

-¿Y cómo te llamas?

-Zaira, ¿y vos?

-Eva

Al final de la clase, las dos ya eran amigas. El inconveniente ocurrió después, durante el recreo. Eva le contaba anécdotas de su vida cuando otras niñas decidieron acercarse.

-Eva, no te juntes con ella, es la que habla con los animales

Los demás que habían escuchado la miraron sorprendidos, no podían creer que Ella estuviera allí. Eva se volteó a su amiga preguntando en silencio si era verdad, pero Zaira sólo agachó la cabeza. Durante el resto de la clase, Eva se apartó de ella.

Luego de la escuela, muy triste, se dirigió al bosque; estaba segura de que sus amigos de los árboles la entenderían y se sentiría mejor nuevamente.

A la mañana siguiente, Eva seguía ignorándola y los demás niños todavía susurraban sobre ella. Pero esta vez no fue al bosque, hacía tiempo que no veía a su amigo Milo y decidió visitarlo.

   Milo vivía en el pueblo, en una casa bien pintoresca, envuelta de plantitas y flores. La morena saludó a Doña Teresa, una anciana encorvada muy bondadosa que la quería mucho y la guió a un cuarto cubierto de plantas, allí encontró a Milo en la ventana, dentro de la misma jaula que recordaba.

-¡Milo! Te extrañé, ¿cómo has estado? –éste comenzó a pitar dulcemente.

Milo era un guacamayo azul que Doña Teresa tenía desde que conoció a Zaira, solían tener largas charlas y a veces cantaban juntos. Esta vez no fue diferente, excepto por la picazón en el brazo de la niña.

De repente, se le ocurrió una idea; le pidió permiso a la doña para llevar el ave a la escuela y enseñarles su canto a sus compañeros, tal vez así podrían descubrir la maravilla de los pájaros. Doña Teresa aceptó y Zaira se lo llevó a casa para contarle a la abuela. Al llegar, se lo escondió detrás de la espalda tal como había hecho la abuela con la mochila, y entró emocionada a la cocina.

-Abuela, se me ocurrió una idea para presentar en la escuela

-¿Ah, sí? A ver

-¿Te acordás de Milo? El guacamayo que iba a visitar

-Ah, sí. Todavía me pregunto cómo lo encontraste en el bosque

-No abuela, Milo de Doña Teresa –Sarabi frunció el ceño tratando de recordarla.

-¿Qué Doña Teresa, mamita?

-La que vive en la esquina de la panadería –comentó, rascándose el brazo, extrañada de que no la recordase.

Sarabi se quedó mirándola en silencio por unos minutos, congelada. Bajaba la mirada al brazo que Zaira se frotaba y volvía a su cara. Algo andaba mal.

-Zaira, esa casa… es decir, Doña Teresa ya no vive ahí

-¿Cómo que no? Si yo fui hace un rato

-Zaira, mamita, no vive nadie en esa casa porque Doña Teresa murió

-Pero… no, mirá, acá está Milo –dijo levantando la jaula, vacía y oxidada. La abuela se llevó las palmas a la boca, sin poder contener las lágrimas.

Zaira comprendió de pronto, dejó caer la jaula y siguió rascándose el brazo con furia. Sarabi no sabía qué hacer, lo único que le dictó su conciencia fue correr lejos de allí.

-¡Abuela!

-Zaira, ¿qué pasó, cariño? –la niña se aferró fuertemente a su cintura.

-Otra vez soñé lo mismo, fue horrible

-Tranquila, fue una pesadilla, ya pasó –Sarabi le acaricia el cabello suavemente mientras la niña abre la mano y deja ver una larga pluma azul.