La niña pájaro
Era una mañana tranquila y cristalina. En un pequeño pueblo rodeado por
árboles y animales, ya era miércoles, mitad de la semana. Eran las nueve en
punto de la mañana cuando Zaira, una niña con ojos claros y piel morena, ya
estaba lista para saltar de la cama e ir a despertar a su abuela con un enorme
abrazo, y así lo hizo: bajó de la cama de un salto, buscó debajo sus
pantuflitas de conejo y, despeinada, cruzó el pasillo que separaba los cuartos.
-¡Abuela!
Finalmente, ya echada sobre el inmenso cuerpo, escuchó la risa de
Sarabi; Zaira sabía que la abuela siempre se despertaba bien temprano, sólo que
le gustaba hacer fiaca porque era muy pronto para levantarse.
-¡Zaira! ¡Cómo estás, mi niña?
-Hoy tengo que estar muy bien abuela, ¡ya tengo nueve!
Sarabi sonrió con nostalgia, no quería recordar cuánto había crecido su
nieta, estaba segura de que si no resistía, varias lágrimas se le escaparían.
Rodeó a la niña en un fuerte abrazo, uno de esos que le das a alguien cuando no
quieres que se vaya, y rápidamente la soltó para levantarse.
-Vamos a la cocina, m’hija
-¡Sí! ¿Puedo cocinar yo, abuela?
-Claro que no, te vas a quemar
La casa de Sarabi era sencilla y de un piso. La cocina estaba en el
primer cuarto, pintado del color de la esperanza. Los dos dormitorios, que se
miraban de frente, estaban en el pasillo, y el baño se encontraba al final.
El ambiente se pintaba de serenidad cada mañana; esta vez, estaba
coloreado de felicidad: por fin retornaría a la escuela, su abuela se lo había
prometido. Con aquello en mente pudo degustar su desayuno favorito, aunque en
el fondo de su corazón algo la agobiaba.
-¿Qué te pasa, mamita?
-Es que… otra vez soñé lo mismo, abuela
Sarabi intentó tranquilizarse, pero no le era fácil. Hacía varias noches
que Zaira se despertaba traspirada y agitada. La abuela quería pensar que era
normal tener pesadillas, aunque Zaira nunca recordaba el sueño. Lo más raro era
que la niña siempre se levantaba con una pluma azul en la mano, y ninguna de
las dos podía explicarse cómo ni porqué. Posiblemente fuera sonámbula, ¡quién
sabe qué hace una cuando está dormida!
-Después discutiremos eso, ahora… te tengo un regalo
-¿¡En serio!?
Sarabi le mostró un gran paquete que sacó de sus espaldas y la morena
corrió hacia él con emoción. No quería romper el lindo envoltorio así que, con
cuidado, lo abrió hasta descubrir una brillante mochila.
-¡Te acordaste!
-Pero claro, vos pediste ir a la escuela, ¿no? Pues ahora tienes lo
necesario, vamos que se hace tarde
-Gracias abue
Ya preparada, juntas partieron hacia el centro del pueblo, que se
encontraba lejos ya que la casa de la abuela se situaba a las afueras, a unos
pasos de la arboleda.
Zaira disfrutaba mucho cada paseo por esa arboleda, le gustaba ver a los
pájaros cantar e ir de rama en rama. Por alguna extraña razón, sentía que ellos
la miraban y que se entendían.
Una vez, estando en el bosque, alguien del pueblo la descubrió y salió
corriendo a contarles a los demás. Desde entonces la llamaban “Niña Pájaro”,
aunque luego no se escuchó más y se esperaba que lo hubiesen olvidado.
Después de caminar varias cuadras, llegaron a la escuela. Una mujer alta
y seria la condujo a su aula, y allí la presentó a sus compañeros y maestra.
Algunos estaban cansados, otros la miraban raro y cuchicheaban entre sí. La
enviaron a sentar con una niña que ni siquiera se había percatado de su
presencia. Zaira, entonces, intentó iniciar un diálogo:
-Hola –la niña se giró hacia ella sorprendida y de inmediato le sonrió
simpática.
-Hola, ¿sos nueva? –Zaira asintió e inconscientemente se rascó el brazo.
Su compañera parecía estar contenta.
-¿Y cómo te llamas?
-Zaira, ¿y vos?
-Eva
Al final de la clase, las dos ya eran amigas. El inconveniente ocurrió
después, durante el recreo. Eva le contaba anécdotas de su vida cuando otras
niñas decidieron acercarse.
-Eva, no te juntes con ella, es la que habla con los animales
Los demás que habían escuchado la miraron sorprendidos, no podían creer
que Ella estuviera allí. Eva se volteó a su amiga preguntando en silencio si
era verdad, pero Zaira sólo agachó la cabeza. Durante el resto de la clase, Eva
se apartó de ella.
Luego de la escuela, muy triste, se dirigió al bosque; estaba segura de
que sus amigos de los árboles la entenderían y se sentiría mejor nuevamente.
A la mañana siguiente, Eva seguía ignorándola y los demás niños todavía
susurraban sobre ella. Pero esta vez no fue al bosque, hacía tiempo que no veía
a su amigo Milo y decidió visitarlo.
Milo vivía en el pueblo, en una
casa bien pintoresca, envuelta de plantitas y flores. La morena saludó a Doña
Teresa, una anciana encorvada muy bondadosa que la quería mucho y la guió a un
cuarto cubierto de plantas, allí encontró a Milo en la ventana, dentro de la
misma jaula que recordaba.
-¡Milo! Te extrañé, ¿cómo has estado? –éste comenzó a pitar dulcemente.
Milo era un guacamayo azul que Doña Teresa tenía desde que conoció a
Zaira, solían tener largas charlas y a veces cantaban juntos. Esta vez no fue
diferente, excepto por la picazón en el brazo de la niña.
De repente, se le ocurrió una idea; le pidió permiso a la doña para
llevar el ave a la escuela y enseñarles su canto a sus compañeros, tal vez así
podrían descubrir la maravilla de los pájaros. Doña Teresa aceptó y Zaira se lo
llevó a casa para contarle a la abuela. Al llegar, se lo escondió detrás de la
espalda tal como había hecho la abuela con la mochila, y entró emocionada a la
cocina.
-Abuela, se me ocurrió una idea para presentar en la escuela
-¿Ah, sí? A ver
-¿Te acordás de Milo? El guacamayo que iba a visitar
-Ah, sí. Todavía me pregunto cómo lo encontraste en el bosque
-No abuela, Milo de Doña Teresa –Sarabi frunció el ceño tratando de
recordarla.
-¿Qué Doña Teresa, mamita?
-La que vive en la esquina de la panadería –comentó, rascándose el
brazo, extrañada de que no la recordase.
Sarabi se quedó mirándola en silencio por unos minutos, congelada.
Bajaba la mirada al brazo que Zaira se frotaba y volvía a su cara. Algo andaba
mal.
-Zaira, esa casa… es decir, Doña Teresa ya no vive ahí
-¿Cómo que no? Si yo fui hace un rato
-Zaira, mamita, no vive nadie en esa casa porque Doña Teresa murió
-Pero… no, mirá, acá está Milo –dijo levantando la jaula, vacía y
oxidada. La abuela se llevó las palmas a la boca, sin poder contener las
lágrimas.
Zaira comprendió de pronto, dejó caer la jaula y siguió rascándose el
brazo con furia. Sarabi no sabía qué hacer, lo único que le dictó su conciencia
fue correr lejos de allí.
-¡Abuela!
-Zaira, ¿qué pasó, cariño? –la niña se aferró fuertemente a su cintura.
-Otra vez soñé lo mismo, fue horrible
-Tranquila, fue una pesadilla, ya pasó –Sarabi le acaricia el cabello
suavemente mientras la niña abre la mano y deja ver una larga pluma azul.
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