Cuando entramos, la casa estaba vacía, sólo encontramos a Eunice en el patio. Estaba sobre un árbol, no llamó mi atención porque estaba enterada de sus costumbres.
Hasta se cambió de casa por ella, solía vivir en un departamento, no muy grande, aunque cómodo para una persona sola. Apenas supo que llegaría a su vida, empezó la búsqueda intensiva por la casa, con patio tenía que ser, grande tenía que ser el patio, porque a ella le gustaba así y, tenía que tener árboles en lo posible, sino, tendría que plantar algunos, para que estuviera a gusto. Además, habría que confeccionar una especie de pileta de tamaño considerable que hiciera las veces de estanque, pues prefería las aguas quietas. Se mudaron y los arreglos necesarios fueron hechos.
Unos amigos suyos de Perú –una cualidad para destacar de Anaclara es que hacía amigos por todos lados- consideraron que era un excelente regalo –yo nunca lo entendí-, si bien siempre estuve al tanto del deleite que encontraba en esta especie, pensé que su adhesión era conceptual; por años se había instruído en el tema, investigaba y hablaba con expertos cada vez que podía. Pero bastaba ver su comportamiento con ella, llevándola a todos partes, para advertir que este apego se parecía en mucho al amor que uno tiene hacia un hijo. Era muy frecuente verla cargándola, acariciándola y, era habitual que le hablara. Repetidas veces la escuche referirse a ella con admiración.
Semanas después, cuando todavía estaba tratando de convencerme de la hipótesis que la policía aún sostiene, hablé con un zoólogo idóneo en eunectes murinus; fue una conversación larga, me explicó entre otras cosas que esta variedad es endémica de Sudamérica. Casi al final de la charla recordé que algún tiempo antes de desaparecer, Anaclara me había comentado su extrañeza acerca de un comportamiento anormal en Eunice. Resulta -le comenté al especialista- que al principio, como es lógico, ella dormía dentro de una jaula, pero al crecer, a Anaclara le dio pena que ya no entrara con comodidad y, le permitió pasar las noches sobre su cama, a los pies, enroscada en sí misma. Esto fue así, durante mucho tiempo hasta que una noche Eunice comenzó a dormir estirada, al lado de su dueña; en ese momento y para mi sorpresa, mi interlocutor abrió sus ojos notablemente y declaró exaltado: “la estaba midiendo, lo que hacía era medirla.”