TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Carolina González

El proyecto

El reloj marca las 00:15. Con Pedro quedamos en que llegaría en quince minutos para seguir el proyecto “Argentina Habla”. Hoy se cumple un año desde que lo comenzamos. Ya preparé su postre favorito, lemon pie, y compré un Casa Boher para brindar y acompañar la velada. Me dirijo hacia la sala, donde se encuentra el escritorio, y poso mi mirada en mi biblioteca. Recorro las tapas con la punta de mis dedos y los acaricio. Esas distracciones que cuestan tiempo y que llenan el alma.
Advierto que ya pasaron diez minutos. Vuelvo a transitar, con la mirada,  la habitación y, al distinguir la calidez y elegancia en su punto máximo, me zambullo en el sillón y prendo el televisor. Mis nervios van seminando un notable malestar. De a poco el murmullo de los programas me va fastidiando y los sonidos de los autos allá abajo retumban en mi cabeza. Intento levantarme en busca del control pero el dolor aumenta y me mareo. No entiendo qué pasa y cierro fuertemente los ojos. Escucho bocinas y mucha gente hablando. Mi cabeza retumba y el dolor no para de crecer minuto a minuto. Reconozco una voz. Balbucea algo y un escalofrío logra besar mí alma, inundando sorpresivamente de paz: “te quiero”, oigo nítidamente. Abro los ojos y veo casas. Casas altas, bajas, blancas, amarillas, marrones. Reconozco el auto donde estoy sentada. Es el auto de Pedro. Pero, ¿dónde estamos?
Vuelvo a marearme intentando girar la cabeza y mirarlo, de pronto me desespera mi situación. De nuevo, de forma natural, cierro los ojos con todas mis fuerzas esperando un poco de sanación. Y aquí estoy. La tele prendida y yo en el sillón.
Pedro aún no llega, el tránsito debe estar retrasándolo, pienso. Mi ansiedad aumenta y comienzo a morderme las uñas. Insisto en llamarlo, pero es en vano, él no contesta el teléfono.
El reloj marca las 00:50. ¿Dónde estás Pedro? Se supone que estaríamos juntos en casa. Algo anda mal. Mi dolor de cabeza es tremendo, siento como si fuera a estallar. Vuelvo a marearme.
Me acerco a la silla y voy sentándome poco a poco mientras me sostengo en el escritorio. El dolor me hace llorar, y todo empeora.
Hago fuerza para abrir los ojos, y al hacerlo vuelvo a ver el auto de Pedro. Estamos parados frente al semáforo. Puedo ver cómo la gente se desprende desde una vereda a otra atravesando la calle.  Hay un sinfín de individuos que distingo por sus ropas, sus cortes de pelo, sus alturas, la compañía a su lado, sus rostros. Todos llaman mi atención. Una señora grande cruza de la mano con un nene. Parece ser su abuela. Su sonrisa muestra paletas blancas y amor de punta a punta. Pedro me dice algo de unas vacaciones juntos. Consiguió una habitación para dos en Cuba para cuando presentemos el libro. Una puntada me distrae de lo que dice. Pedro, por favor,   ¡Ayudame! ¡Pedro! 
Exaltada me levanto del sillón. Mi cabeza da vueltas. Yo sólo quería festejar nuestro año en el proyecto y en la vida.
Como puedo voy hacia la cocina. Algo me empuja y caigo, lentamente, sobre el capó del auto.

Siento mucho dolor. Tengo un vidrio muy grande dentro de mi pierna, y me sangra la frente. Dentro del auto está Pedro. Tiene sangre y parece dormido sobre el volante. Logro levantar un poco mi cabeza y veo otro auto. Está pegado al nuestro y los dos abollados. No puedo mover mi cuerpo y duele. Mi cabeza de a poco se va apoyando, de nuevo, sobre el capó. Desvaneciéndome en el sillón. 

Lucía Ocampo de la Cruz

Persecuta

Me observan. Lo sé desde hace un tiempo. Me miran mientras camino, me miran mientras trabajo, me miran mientras ceno. Sé que hay ojos detrás de mí, siguiendo mis pasos. Los siento venir constantemente, como si tuviera otro par de pies pegados a los míos pero, cada vez que volteo, ya no hay nada. No hay un lugar al que vaya solo ni un momento en el que no sienta esta presencia a mis espaldas.
Sospecho que es una mujer por su delicadeza, por la manera en que deja todo en su lugar cada vez que vuelvo a casa, por su imperturbable silencio, por su sigiloso andar mientras duermo.
A veces imagino que podría ser alguien que me busca para entregarme algo, como una carta extraviada en el correo desde hace años. Aunque probablemente sólo sea mi necesidad de calor o las ganas de que, después de tanto tiempo de soledad, alguien venga a hacerme compañía. O tal vez sólo sea ella. Ella. La que no me animo a pensar, ni siquiera a nombrar.
Esta presencia ya se ha convertido en amiga y, poco a poco, ha comenzado a invadir todos los aspectos de mi vida. Mi casa, mi trabajo, mi café, mi escritorio, mi cama. El costado de mi cama, que antes estaba ocupado por papeles y calculadoras, ahora tiene dueña. Y, mientras pasa el tiempo, más me acostumbro a ella. No me incomoda tenerla detrás de mí, siguiendo cada uno de mis movimientos. A este punto puede llegar la soledad.
No la puedo ver pero la puedo sentir. Siento su silueta caminando alrededor de mi cama, siento la brisa que deja su largo vestido al pasar a mi lado, siento los escalofríos al pensar en ella. Imagino que está esperando a que me disponga, está esperando que sea yo el que decida pero no lo voy a hacer. Es paradójico pensar que me preparé toda la vida para este momento y, ahora que llegó, desearía que nunca lo hubiera hecho. Siempre pensé cómo sería, cuándo llegaría y si tendría tiempo para organizar mis cosas. Para dejar los cálculos listos, para acomodar mí casa, para ordenar mi escritorio en la oficina para el próximo que venga a ocuparlo y, tal vez, si sobrara algo de tiempo, podría llamar a mi madre.
Pasan los días y ya puedo percibir que se acerca el momento. Hice todo lo que tenía que hacer. Me gustaría tener amigos para poder dar una fiesta, una esposa a quien besar, hijos a quienes aconsejar. Pero lamentablemente no tengo nada de eso, no tengo nada. Quizás sea esa la razón por la que viene a buscarme.
La puedo ver por primera vez. Veo sus largos cabellos, su vestido rasgado, sus ojos que reflejan el dolor, sus delgados dedos cuando me toma la mano, agarro la suya y caminamos juntos.


Romina Viotti

Leónidas

El único sonido que escucho es el de mi corazón que late cada vez más fuerte mientras sus palabras rebotan por las paredes de mi mente. Del otro lado del teléfono ya no hay nadie, pero aún lo sostengo junto a mi boca reseca, por intentar sin resultados mover mi cuerpo que se ha convertido en mármol.

Todavía estaba ahí mismo, en el comedor, el bolso de viaje. Llegué por la madrugada tan cansada  que fui del tren a la cama. Y ahí estaban, en un bolsillo del costado junto al boleto de tren cambiado, sus balerinas negras, y la cámara con las fotos que hoy mismo tengo que llevar a revelar  y seleccionar una para la portada de la revista. Todos en la agencia tenemos muchas expectativas, ya que recién dentro de 33 años se podrán volver a tomar imágenes como las que obtuve ayer en Cantabria.  Para eso me ausenté unos días de mi casa en Madrid, y cogí el tren, como hago cada vez que mi espíritu aventurero y mi pasión por la fotografía se combinan y me llevan a lugares soñados, a contemplar el milagro de la vida en variadas formas, a presenciar fenómenos naturales impensados como lo fueron esta vez las Leónidas, una constante lluvia de meteoritos que se pudo observar en cielo español durante dos horas.
Pero la lluvia de estrellas no fue lo único que me quedé mirando sorprendida. De regreso, creí haberla visto en la estación. Lo dudé unos segundos hasta que comenzó a acercase a mí y pude verla claramente, ¡Laurita!
-Diez años no son nada! –me dijo, y nos abrazamos tan fuerte que el tiempo nos regresó  a la infancia, cuando éramos dos niñas que se subían la tapia del patio para cruzarse a la casa de la otra y cometer alguna travesura, treparse a los arboles añejos y empacharnos  de moras. También nos trasladó a la adolescencia que pasamos juntas entre museos y teatros, entre pinceles y coreografías, flashes y tutús. Ella siguió su camino con la danza clásica y no nos habíamos vuelto a ver.
Y ahí estaba Ella, blanca, con su pelo enrollado en un rodete, su cara pintada, y aunque se había cambiado el vestido, llevaba en los pies sus balerinas. La función habría terminado media hora antes de que nos encontrásemos, y Laura había decidido alejarse del teatro y salir a  pasear, respirar el aire tranquilo de una cálida noche de noviembre. Al encontrarnos, me invitó a sumarme en su paseo para ponernos al día, yo sin dudarlo cambié el boleto de mi tren que salía en diez minutos, para el último de la noche, y nos fuimos caminando hacia la orilla del mar…
-Me casé y tuve un hijo. Vivimos en Paris, aunque paso mucho tiempo de gira estrenando obras, hoy fue la quinta función del Lago de los Cisnes...
- Yo vivo sola, por ahora.  Solemos viajar con mi pareja a  fotografiar eventos, los dos trabajamos en la misma editorial. (Flash).
A Laura le había comenzado doler su rodilla izquierda, nos sentamos en la orilla con los pies en el agua mientras seguimos charlando y recordando, pero pronto tuvimos que regresar a la estación. Ya se hacían las once de la noche, yo debía regresar a Madrid y ella al teatro a encontrarse con su familia. Guardamos los calzados en mi bolso para no mojarlos y volvimos a la estación caminando descalzas, con pliés, arabesques y algún flash que iba hacia la luna y ésta se quedaba con su luz.

Otro fuerte abrazo selló nuestra despedida, y la vi hacerse cada vez más chiquita mientras me alejaba en el tren, hasta que mis párpados se cerraron silenciosamente y se volvieron a abrir al llegar a Madrid, y esta mañana de nuevo, aunque de una forma muy repentina, las náuseas me obligaron a levantarme y hacerme un té.
Hace tres semanas que las náuseas van y vienen. Sí, debería haberlo pensado antes pero con tanto trabajo no podía pensar en otra cosa. Sí, estoy embarazada, y por cambiar el boleto de tren hoy estamos los dos acá. El accidente era lo único que pasaban por televisión, el choque de frente de los trenes sin sobrevivientes, por eso decidí llamar a casa de Laura, para agradecerle el paseo por el mar y darle la nueva noticia.
No esperaba que me atienda su marido, y menos que me diga que Laura tuvo un aneurisma en su rodilla izquierda y que no logró superar la operación, anoche, al terminar la función.

Iliana Ramos

Dublin

Estoy sentada  muy tímidamente en una esquina mirando como todos se comportan. Con guitarras, cantos, fotos, alcohol y algún que otro extraño cigarro la fiesta sigue en la casa de mis amigas. Mientras canto cada rock que suena, mis ojos no se apartan de él. Observo cómo toca la guitarra, cómo sus manos se mueven, cómo su voz suena y también su concentración en lo que hace.
Ese  parecido que tiene con aquel baterista que me encanta me desconcierta mucho, no puedo sacarle los ojos de encima pero trato de no mirar tanto y corro la mirada para donde se encuentra mi amigo que también está tocando la guitarra, para no levantar sospechas.


La noche comenzó cuando me encontré con mis amigas, en el bar de siempre, aquel sobre la calle 9 de julio. Nos juntamos todos los sábados durante el año, pero en vacaciones uno que otro viernes también. Y este es un viernes de esos. No había nada que hiciera  pensar que algo diferente podía suceder. Todo tipo de excusa era perfecta para un trago más. Nada fuera de lo normal, las risas y charlas a gritos con la música de fondo demostraban que la noche era como cualquier otra.
Las chicas fueron a buscar otra cerveza pero yo ya no quería más, o tal vez, sólo quería descansar un rato; de todas maneras todavía mi vaso no estaba vacío. Me quedé en la mesa con el vaso en la mano mirando los letreros de la pared, mientras pensaba en volver a mi casa porque la noche ya no prometía más. Cuando de repente alguien se sentó enfrente. Hablaba como si me conociera desde siempre y sólo pude mirarlo. Pensé en la posibilidad de conocerlo de algún otro lado pero no recordaba haberlo visto en mi vida. Me llevó un momento darme cuenta que no me hablaba a mí, sino a mis amigas y que no venía solo sino con otras personas que yo sí conocía.
Desde ese momento no pude decir más nada. Me quedé observando cómo todos charlaban y más que nada lo miraba a él, concentrado en las charlas y riendo, cómplice de todo. Los vasos circulaban de la barra a la mesa, como si esa noche en el bar hubiera habido canilla libre. De ese modo, la noche de viernes con amigas recomenzó con los de siempre y uno más.
Cada gesto al hablar me llamaba la atención y seguía preguntándome quién era, y no lograba saber su nombre.
De pronto, Ya era hora de que el bar cerrara y yo seguía mirando a todos. Me dedicaba a rechazar cada trago que me ofrecían porque simplemente quería averiguar si todo era producto de una alucinación por el alcohol o estaba sucediendo. Cuando los escuché decir que querían seguir con un after en otro lugar, dije que sí sin dudarlo y me fui con ellos.

Cada copa de alcohol que tomo me suelta más, pero prefiero, disimuladamente, mantenerme a una distancia prudente de ese extraño. Aun así, siento que comienza a hacer el alcohol efecto en mí, lo necesario para que me anime a sentarme al lado de él. Tomo coraje, me apoyo en mis brazos sobre la mesa y lo miro. Con una voz tímida muy por lo bajo le digo lo único que se me viene a la cabeza para empezar la conversación.
 -Te pareces a un chico-
 Me mira con sus ojos marrones y sonriendo me responde
-¡Menos mal!-
Siento ganas de desaparecer, porque no era lo que quería decir. Me pongo toda roja y sólo puedo mirar para otro lado. Ya no quiero decirle más nada. Esta es una de esas situaciones donde se desea que la tierra te trague.
Estoy pasando este momento de incomodidad pero todo sigue como si nunca le hubiera hablado, como si nunca hubiera tomado coraje para acercarme a él, a pesar de morir de la vergüenza. Siento que ya no tengo nada más que hacer en este lugar, ya cumplí con mi meta, la que me puse en el bar cuando lo vi por primera vez. Sólo me queda agarrar mis cosas.
Me despido y me marcho.
Estoy volviendo a mi casa y pienso en la situación, me siento boba por las únicas palabras inservibles que le dije, que no me llevaron a ningún lado, sólo hicieron que me sintiera más incómoda. Pienso en cómo lograr volver a tener contacto con él.
Prendo la computadora, podría buscarlo por internet, pero antes tengo que saber su bendito nombre, le escribo un mensaje a mi amigo que se encontraba en la reunión tocando la guitarra junto a él, que probablemente lo conocía…
-Martin, ¿Cuál es el nombre del chico que estaba  tocando la guitarra con vos?- le pregunto convencida y segura de lo que estaba haciendo.

-Nena, no había nadie más tocando la guitarra, sólo era yo- me responde.

Camila Neira

365 días
“Si te caes te levanto y sino me acuesto contigo”, es abrir los ojos y leer cada mañana esa frase del gran Julio que Sofía había pintado en el techo de mi habitación. No me gusta Cortázar, nunca me gustó, pero a ella sí, es una loca fanática. Es de esas mujeres que disfrutan la vida como si no hubiese mañana. Es una loca linda. Y esa loca linda fue la que cambió mi vida. Personas como ella son las que aparecen cuando vos sentís que ya no podés más, aparecen de repente y ¡pum! De un momento a otro, con tan sólo una sonrisa tu vida da un giro de 360º.
Todavía no podía creer que ya había pasado un año de aquella noche en que la conocí, la vi entrar al boliche con un vestido negro con flecos, el pelo recogido, sus labios rojos y una sonrisa espléndida. Recuerdo claramente haber hablado toda la noche con ella, me contó sobre la facultad, su familia, sus pasatiempos. Yo estaba encantado. Al finalizar la noche me ofrecí a llevarla, estacioné al frente de su casa y antes de que bajara del auto, tomé su mano, me acerqué y la besé. Muchas gracias, cuidate -fueron las palabras que me dijo minutos antes de escuchar ese fuerte ruido y de ver esa luz tan clara y luminosa que me encandiló-.
Ya estaba todo listo, preparé su comida favorita, compré flores; rosas blancas, como le gustan a ella, una botella de vino blanco, y velas. Todo lo necesario para una cena romántica ideal. Sobre el escritorio dejé el regalo que había comprado, una cadenita con un dije en forma de corazón, y atrás nuestras iniciales grabadas.
Me siento, el reloj marca las 22:50, Sofía todavía no llegó, debería haber llegado hace cincuenta minutos; la llamo, no me contesta, vuelvo a insistir y nada. Abro la botella de vino, me sirvo un poco; llamo de nuevo, y nada. La botella está casi vacía, son las 23:45 y Sofía todavía no llegó.

Mis ojos se van cerrando de a poco, no sé que me pasa. Ya no veo nada, sólo siento un pi pi pi que aturde mis oídos. Logro por fin abrir los ojos, estoy en una habitación y me duele mucho la cabeza, no entiendo que pasó. Bienvenido de nuevo Joaquín –me dice una enfermera– 365 días de sueño no son nada.

Carlos Robledo

Cuestión de tiempo
Se sentó en su silla favorita para escribir, en la soledad y tranquilidad que aseguraba precisar para poder concentrarse. En el escritorio y junto a la computadora, una taza de café se enfría olvidada.
Hacía un par de meses que se había mudado solo a este departamento por su conflictivo divorcio. Desde entonces estaba convencido que debía escribir al respecto; utilizar su forma de decir las cosas que no había podido decir en el momento porque las discusiones y los reproches no se lo habían permitido.
Comenzó con su idea que parecía un ensayo sobre la separación conyugal, tenía argumentos de sobra que esperaban salir a luz. Ejemplos, citas textuales, testigos. Una procesión de analepsis que se encadenaban unas a otras para tener más fuerza. Y sólo iba por la primera línea cuando escuchó el primer ruido desde el departamento de al lado. Eso lo distrajo por un par de segundos y volvió a leer su línea para seguir, lo que bastó para retomar su idea. Agregó un par de palabras y se detuvo por otro ruido pero esta vez más fuerte. Parecía un grito de dolor. Él, que no se interesaba mucho por los desconocidos, leyó una vez más desde el principio y quitó una de las dos palabras que había agregado al final y puso un punto. El griterío y desorden vecino ya era algo continuo y lo sacaron totalmente de la paz que había conseguido para escribir. Enojado, pegó una oreja a la pared compartida y trató de averiguar de qué se trataba todo ese escándalo.
El estruendo de un único disparo lo estremeció hasta dejarlo sentado de espalda a la pared que lo sostenía, y al mismo tiempo lo convertía en cómplice y/o testigo de lo sucedido en el departamento de al lado. El miedo era una posibilidad pero, lo que en verdad lo dominaba era la necesidad de saber qué había sucedido ahí, justo al lado de su soledad y tranquilidad. Cuando la policía llegó al edificio, estaba todavía sentado. Luego se asomó al pasillo y se puso junto al portero del edificio que les preguntaba a un par de oficiales qué había sucedido. Contestaban que se trataba de un suicidio. En un descuido de los uniformados, el escritor pudo meterse al departamento vecino y notó el desorden de los muebles, seguramente lo que provocó el ruido. Empezó a caminar lentamente y los policías aun no le decían nada. Con distintas perspectivas se fue dando cuenta de que los muebles no estaban desordenados, sino que estaban girados y todos apuntaban hacia una misma foto del vecino y su socio. Una gran historia policial que nunca fue a confesar a la justicia.
Casi un mes más tarde, decidió retomar el tema de su divorcio, pensó en lo instantáneo que puede ser todo. Aprovechó la calma del domingo y se preparó un café, que ya se enfría en una pequeña mesa junto al sillón del balcón. Cómodamente en su portátil borró aquella vieja oración y empezó a escribir en presente y con una doble perspectiva temporal; con un pie adentro y otro afuera. Metafóricamente describió con “un portazo” su salida de la casa donde había vivido con su ex, al mismo tiempo que escuchó otro que parecía literal y venía desde el balcón de abajo.
El llanto era incontenible; lloraba por la boca, por las manos que golpeaban la baranda. La mujer en cuestión, apenas cortaba para respirar, y su teléfono sonaba sin parar. Cuando dejó de golpear atendió una llamada y entre tanto que le hablaban del otro lado, ella solo decía “Se fue. Él, me dejó” una y otra vez. Seguía llorando y cortaba de a ratos porque el celular volvía a sonar. Lejos de seguir escribiendo, se quedó escuchando e incluso se asomó un par de veces desde arriba cuando llegó otra mujer a consolar a la primera, que no paraba de llorar. Dos señoritas de 30 años más o menos. El escritor pensó en qué mal podría ser el que le pesara tanto a su vecina; la amiga, sin éxito, la abrazaba y le decía que “todo iba a estar bien” y “tiene una gran vida por delante”; a la desdichada solo se le entendían balbuceos de “teníamos tantos proyectos”, “no sé cómo seguir”. El teléfono sigue sonando. La mujer no deja de llorar y preocupa a los demás. Su amiga llama a la madre como santo remedio, pero ni aun así. Al rato, el escritor baja un piso con una pequeña caja de antidepresivos. Irrespetuosamente, antes de tocar la puerta, una señora casi lo atropella y se le adelanta para entrar al departamento junto con un par de médicos de urgencias. El desahogo se interrumpe sólo por profundos suspiros, pero la piel se le pone pálida, no puede comer. Su cara se vuelve más y más extraña. Nadie se sorprende de la presencia del vecino desconocido. Deciden sedarla, la recuestan y cuando todos se encuentran en el silencio, se dan cuenta de que las lágrimas siguen saliendo de sus ojos cerrados hasta la que fuera la última lágrima de su vida.
Aunque nadie entendiera, en las historias de amor lo trágico es la posibilidad irónica de que pueda ser amor eterno.
Le tomó semanas librarse de esa emoción. La decisión de que ahora escribiría una carta, la tomó por la noche. Se pasó el café de una, para mantenerse despierto, y abrió la ventana de la habitación porque le dio calor. Se acomodó para escribir en la cama.
“Querida, sabrás que te escribo porque te extraño y viceversa. No quiero redundar en las cosas que pasan”. Incluso ahora que debería cerrar la ventana por lo fuerte que ladra un perro de la calle y lo molesta, no la cierra porque hace calor. Primero piensa que es cosa de un momento, pero el perro insiste con los ladridos que retumban en las paredes de los edificios logrando que las ondas de sonido lleguen más alto y se escuche claro y fuerte, como es el caso de la habitación con la ventana abierta del escritor.
Es normal escuchar a los perros a la noche cuando la ciudad descansa de la rutina. Incluso en el centro que parece no perder del todo el movimiento de gente, ya que en ese momento no se veía a nadie. El escritor se asomó y con medio cuerpo fuera de la ventana vio al perro que, de a ratos también aullaba. Pero el perro tenía correa y en el otro extremo estaba un hombre tirado en el piso. Daba la impresión de que se había descompensado o quizás, desmayado. Esperó un rato pero nadie pasó. Se volvió a vestir y salió a la calle para darse con la sorpresa de que ya no estaba ni el hombre en el suelo ni la mascota. Poca gente caminaba, como siempre de noche. Subió a su departamento con una mezcla de desconcierto y despreocupación. Se descambió y se sentó en la cama al instante que escuchó otra vez al mismo perro ladrar. El calor era insoportable, y más con la actividad de bajar y subir. Se asomó de nuevo por la ventana y gritó para ver si el hombre en el piso le hacía alguna seña de respuesta, pero nada. Repitió la intención de esperar a que alguien pasara, y nadie pasó. Se puso rápido el pantalón solo y bajó. Ya no fue sorpresa no encontrar al hombre desmayado ni al perro.  Y la resignación de subir y asomarse por la ventana para ver ahí mismo al perro que seguía ladrando junto a su dueño sin reacción, lo hizo tomar el teléfono y llamar a emergencias. Desde la central le pidieron que bajase y se quede junto al hombre en el piso hasta que llegara la ambulancia. Él sabía lo que iba a pasar si bajaba, pero la moral lo pudo. En la calle, obviamente, no había nadie, ni perro. Se sentó en el lugar donde debería estar el desmayado y de lejos ya se escuchaba la ambulancia en camino. Levantó la cabeza para mirar hacia su departamento y quedó con la boca abierta al ver medio cuerpo asomado por la ventana de su habitación. En estado de shock no se dio cuenta que un perro de la calle se le acercó y cuando lamió su mano apoyada en el piso como sostén, perdió el equilibrio y cayó desconcertado. Se recuperó en el hospital pero sin entender lo que había pasado. Le dijo a la doctora que lo atendía, que el calor le había jugado una mala pasada y regresó a su casa. Todo volvió a la normalidad, no se oían más ladridos y pudo dormir.

Se levanta al día siguiente frustrado por no poder escribir nada respecto a su divorcio. Culpa a las paredes, los balcones y las calles. Y termina por mudarse de nuevo, pero esta vez a la calma pura del campo. Una vez instalado, no se siente cómodo y no se le ocurre qué escribir. Del divorcio sólo firmó los papeles. Es cuestión de tiempo. Y ya las plantas tienen nombre de personas y hay que ver lo que hacen después de la fotosíntesis.