Cuestión de tiempo
Se sentó en su silla favorita para escribir, en la soledad y
tranquilidad que aseguraba precisar para poder concentrarse. En el escritorio y
junto a la computadora, una taza de café se enfría olvidada.
Hacía un par de meses que se había mudado solo a este departamento por su
conflictivo divorcio. Desde entonces estaba convencido que debía escribir al
respecto; utilizar su forma de decir las cosas que no había podido decir en el
momento porque las discusiones y los reproches no se lo habían permitido.
Comenzó con su idea que parecía un ensayo sobre la separación
conyugal, tenía argumentos de sobra que esperaban salir a luz. Ejemplos, citas
textuales, testigos. Una procesión de analepsis que se encadenaban unas a otras
para tener más fuerza. Y sólo iba por la primera línea cuando escuchó el primer
ruido desde el departamento de al lado. Eso lo distrajo por un par de segundos
y volvió a leer su línea para seguir, lo que bastó para retomar su idea. Agregó
un par de palabras y se detuvo por otro ruido pero esta vez más fuerte. Parecía
un grito de dolor. Él, que no se interesaba mucho por los desconocidos, leyó
una vez más desde el principio y quitó una de las dos palabras que había
agregado al final y puso un punto. El griterío y desorden vecino ya era algo
continuo y lo sacaron totalmente de la paz que había conseguido para escribir.
Enojado, pegó una oreja a la pared compartida y trató de averiguar de qué se
trataba todo ese escándalo.
El estruendo de un único disparo lo estremeció hasta dejarlo
sentado de espalda a la pared que lo sostenía, y al mismo tiempo lo convertía
en cómplice y/o testigo de lo sucedido en el departamento de al lado. El miedo
era una posibilidad pero, lo que en verdad lo dominaba era la necesidad de
saber qué había sucedido ahí, justo al lado de su soledad y tranquilidad.
Cuando la policía llegó al edificio, estaba todavía sentado. Luego se asomó al
pasillo y se puso junto al portero del edificio que les preguntaba a un par de
oficiales qué había sucedido. Contestaban que se trataba de un suicidio. En un
descuido de los uniformados, el escritor pudo meterse al departamento vecino y
notó el desorden de los muebles, seguramente lo que provocó el ruido. Empezó a
caminar lentamente y los policías aun no le decían nada. Con distintas
perspectivas se fue dando cuenta de que los muebles no estaban desordenados,
sino que estaban girados y todos apuntaban hacia una misma foto del vecino y su
socio. Una gran historia policial que nunca fue a confesar a la justicia.
Casi un mes más tarde, decidió retomar el tema de su
divorcio, pensó en lo instantáneo que puede ser todo. Aprovechó la calma del
domingo y se preparó un café, que ya se enfría en una pequeña mesa junto al
sillón del balcón. Cómodamente en su portátil borró aquella vieja oración y
empezó a escribir en presente y con una doble perspectiva temporal; con un pie
adentro y otro afuera. Metafóricamente describió con “un portazo” su salida de
la casa donde había vivido con su ex, al mismo tiempo que escuchó otro que
parecía literal y venía desde el balcón de abajo.
El llanto era
incontenible; lloraba por la boca, por las manos que golpeaban la baranda. La
mujer en cuestión, apenas cortaba para respirar, y su teléfono sonaba sin parar.
Cuando dejó de golpear atendió una llamada y entre tanto que le hablaban del
otro lado, ella solo decía “Se fue. Él, me dejó” una y otra vez. Seguía
llorando y cortaba de a ratos porque el celular volvía a sonar. Lejos de seguir
escribiendo, se quedó escuchando e incluso se asomó un par de veces desde
arriba cuando llegó otra mujer a consolar a la primera, que no paraba de
llorar. Dos señoritas de 30 años más o menos. El escritor pensó en qué mal podría
ser el que le pesara tanto a su vecina; la amiga, sin éxito, la abrazaba y le
decía que “todo iba a estar bien” y “tiene una gran vida por delante”; a la
desdichada solo se le entendían balbuceos de “teníamos tantos proyectos”, “no sé
cómo seguir”. El teléfono sigue sonando. La mujer no deja de llorar y preocupa
a los demás. Su amiga llama a la madre como santo remedio, pero ni aun así. Al
rato, el escritor baja un piso con una pequeña caja de antidepresivos.
Irrespetuosamente, antes de tocar la puerta, una señora casi lo atropella y se
le adelanta para entrar al departamento junto con un par de médicos de
urgencias. El desahogo se interrumpe sólo por profundos suspiros, pero la piel se
le pone pálida, no puede comer. Su cara se vuelve más y más extraña. Nadie se
sorprende de la presencia del vecino desconocido. Deciden sedarla, la recuestan
y cuando todos se encuentran en el silencio, se dan cuenta de que las lágrimas siguen
saliendo de sus ojos cerrados hasta la que fuera la última lágrima de su vida.
Aunque nadie entendiera, en las historias de amor lo trágico
es la posibilidad irónica de que pueda ser amor eterno.
Le tomó semanas librarse de esa emoción. La decisión de que
ahora escribiría una carta, la tomó por la noche. Se pasó el café de una, para
mantenerse despierto, y abrió la ventana de la habitación porque le dio calor. Se
acomodó para escribir en la cama.
“Querida, sabrás que te escribo porque te extraño y viceversa. No quiero
redundar en las cosas que pasan”. Incluso ahora que debería cerrar la ventana
por lo fuerte que ladra un perro de la calle y lo molesta, no la cierra porque
hace calor. Primero piensa que es cosa de un momento, pero el perro insiste con
los ladridos que retumban en las paredes de los edificios logrando que las
ondas de sonido lleguen más alto y se escuche claro y fuerte, como es el caso
de la habitación con la ventana abierta del escritor.
Es normal escuchar a los perros a la noche cuando la ciudad
descansa de la rutina. Incluso en el centro que parece no perder del todo el
movimiento de gente, ya que en ese momento no se veía a nadie. El escritor se
asomó y con medio cuerpo fuera de la ventana vio al perro que, de a ratos
también aullaba. Pero el perro tenía correa y en el otro extremo estaba un
hombre tirado en el piso. Daba la impresión de que se había descompensado o
quizás, desmayado. Esperó un rato pero nadie pasó. Se volvió a vestir y salió a
la calle para darse con la sorpresa de que ya no estaba ni el hombre en el
suelo ni la mascota. Poca gente caminaba, como siempre de noche. Subió a su
departamento con una mezcla de desconcierto y despreocupación. Se descambió y
se sentó en la cama al instante que escuchó otra vez al mismo perro ladrar. El
calor era insoportable, y más con la actividad de bajar y subir. Se asomó de
nuevo por la ventana y gritó para ver si el hombre en el piso le hacía alguna
seña de respuesta, pero nada. Repitió la intención de esperar a que alguien pasara,
y nadie pasó. Se puso rápido el pantalón solo y bajó. Ya no fue sorpresa no
encontrar al hombre desmayado ni al perro. Y la resignación de subir y asomarse por la
ventana para ver ahí mismo al perro que seguía ladrando junto a su dueño sin
reacción, lo hizo tomar el teléfono y llamar a emergencias. Desde la central le
pidieron que bajase y se quede junto al hombre en el piso hasta que llegara la
ambulancia. Él sabía lo que iba a pasar si bajaba, pero la moral lo pudo. En la
calle, obviamente, no había nadie, ni perro. Se sentó en el lugar donde debería
estar el desmayado y de lejos ya se escuchaba la ambulancia en camino. Levantó
la cabeza para mirar hacia su departamento y quedó con la boca abierta al ver
medio cuerpo asomado por la ventana de su habitación. En estado de shock no se
dio cuenta que un perro de la calle se le acercó y cuando lamió su mano apoyada
en el piso como sostén, perdió el equilibrio y cayó desconcertado. Se recuperó
en el hospital pero sin entender lo que había pasado. Le dijo a la doctora que
lo atendía, que el calor le había jugado una mala pasada y regresó a su casa.
Todo volvió a la normalidad, no se oían más ladridos y pudo dormir.
Se levanta al día siguiente frustrado por no poder escribir
nada respecto a su divorcio. Culpa a las paredes, los balcones y las calles. Y
termina por mudarse de nuevo, pero esta vez a la calma pura del campo. Una vez
instalado, no se siente cómodo y no se le ocurre qué escribir. Del divorcio sólo
firmó los papeles. Es cuestión de tiempo. Y ya las plantas tienen nombre de
personas y hay que ver lo que hacen después de la fotosíntesis.
2 comentarios:
Muy bueno tu cuento Carlitos. Cuando lo leí encontré mucho de lo que vimos en el taller durante el año acerca del cuento fantástico, además le diste un toque de otro tema lo que hace que me haga sentir un poco parte del cuento por más raro que suene. Lo sentí, por decirlo de alguna forma, como algo familiar. La historia fue muy atrapante, el knock-out “me pegó un viaje”, sin dudas se te ha pegado un poco (bastante) la magia cortazariana. Felicitaciones Carlos seguí escribiendo así que “va como piña”.
Tío. Ya te he dicho más de una vez lo que pensaba sobre este cuento! Hemos hablado de los rasgos quijotescos del personaje..La verdad es que me gustó mucho como se va llevando la historia. Tenés una gran habilidad para conducir al lector de la misma manera en la que el protagonista-escritor se conduce a través de las historias que presentas. El final me encantó. Muy adecuado y contundente. A decir verdad, me sentí un poco identificado con el personaje. Felicitaciones por tan logrado trabajo!
Un abrazo grande!
Tío Franco.
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