Grata compañía
Alguien entra en silencio
y me abandona.
Ahora la soledad no está
sola.
Tú hablas como la noche.
Te anuncias como la sed.
Alejandra Pizarnik
Finalmente lo había conseguido, por fin estaba lejos de
casa estudiando lo que quería y, lo mejor de todo, lejos de mamá. Al terminar
el secundario, pasé meses enteros contando los días y los pesos para irme. Por
supuesto que a ella no le gustaba ni un tercio, “te vas a ir a vivir a otro
lado cuando ni siquiera podés lidiar con la soledad por las noches”, me dijo, y
debo admitir que ese comentario me había dolido, aunque también me había
motivado aún más. La ausencia de papá, Eduardo, había trasformado en muchos
sentidos mi existencia.
El departamento se encontraba en un edificio un poco
desgastado, un solo ambiente, el revoque se deslizaba sutilmente por las
paredes, pero no me quejaba ya que era accesible para mi condición. Ya estaba
amoblado, la cama frente al único ventanal y a cada lado una mesa de luz; el
placar sobre la pared ocultando una mancha de humedad y, finalmente, una
pequeña mesita de madera con dos sillas. Un hogar, mi hogar.
Mis clases empezaban en un mes y medio, había llegado a
Córdoba antes para ponerme a buscar un trabajo de medio día. Esa tarde me puse
a realizar una lista de cosas que necesitaría. Luego tomé uno de mis libros
favoritos, de Alejandra Pizarnik, y me sumergí en sus palabras. Me entredormí,
no sé cuánto tiempo estuve hundida en una especie de sopor. Solo recuerdo que
después de muchas horas oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía “ahora
podés rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de
enfermo, sino de convaleciente. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que
me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso. Sentí el
trepidante y violento silencio del departamento, la inmovilidad increíble que
afectaba a todas las cosas. Y ahí estaba, la noche había caído sin previo aviso
y con ella, una sensación de angustia, el deseo de huir, el miedo a lo que no
existe.
De pronto tuve un fuerte deseo de agarrar mi bolso y
salir del departamento en busca del calor de la multitud, un día de invierno, a
las diez de la noche, en una ciudad que apenas ese mismo día había conocido.
Sabía que era osado pero lo hice, me metí en el saco de polar y envolví mi
cuello en una chalina de mi madre que aún conservaba su aroma, tomé la llave y
abandoné la habitación bebiendo la sensación de alivio como si fuera el mejor
trago.
Caminé por las calles oscuras de Córdoba sin rumbo y sin
destino, pero con algo claro: no habría retorno hasta el amanecer. La gente
parecía estar alborotada, en la antena de un auto flotaba locamente una bandera
con la cruz roja y los demás corrían detrás a ochenta kilómetros por hora hacia
las luces que crecían poco a poco, yo no sabía bien por qué tanto apuro, por
qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de
los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente
hacia adelante.
Cuando me encontraba sumergida en mis pensamientos,
repasando una y otra vez si la decisión de haberme ido de casa había sido la
mejor, me encandiló la luz de un bar-café que se destacaba bajo la débil
claridad de un par de faroles, y entonces pensé que pasar un par de horas en
este lugar no era mala idea. Al entrar me abrazó el calor que tanto necesitaba
y me embriagó el aroma a café, tanto que sentí un dolor de estómago que me
recordó que estaba sin comer. Me senté a una mesa que se encontraba en el medio
de otras dos filas de mesas. Así, de alguna manera, me sentía más abrigada y
protegida.
- Señorita, ¿Qué le puedo ofrecer? – preguntó el mozo
- ¿Qué? Ah, sí – espeté, casi olvidando que para estar
allí debía consumir algo. - ¿un té de tilo puede ser? Y también, dos medialunas
por favor. Y una pregunta, ¿a qué hora cierran?
- Excelente, estamos las veinticuatro horas señorita.
Las medialunas son de hoy temprano, ¿le importa? – Negué con la cabeza
sonriéndole cordialmente, él devolvió la sonrisa y se retiró.
Mientras esperaba y más tarde consumía mi pedido, saqué
del bolso un libro que tenía empezado, ya dispuesta a terminarlo. Fui a verlo
por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba la mirada
tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de espera. El
lugar daba pena; un amplio salón de paredes descascaradas e iluminado por tubos
fluorescentes cuyas ventanas estaba atravesadas por dos clases de enrejados,
uno interno de barrotes gruesos, y otro externo, de alambre oxidado. Un inusual
escalofrío me removió bruscamente, cuando entonces lo vi, a cuatro mesas de
distancia, enfrentado a mí y entre sus manos “Árbol de Diana”, un libro que yo
conocía muy bien. Lo vi, y vi sus ojos enredarse en las palabras que dominaban
aquellas hojas intrigantes y deseosas. No sé cuánto tiempo estuvo ahí, sentado
frente a mí.
Cuando terminé el libro miré la hora, eran casi las
cinco de la madrugada, sin embargo no estaba sola, los empleados escuchaban la
radio (que hacía lo que podía) discutiendo por deporte, y a cuatro mesas de la
mía, el muchacho de “Árbol de Diana” seguía allí, era inevitable no admirar el
placer que emanaba su rostro sobre las páginas. Podría jurar que ni siquiera
reparó en mi mirada. Levanté mis cosas, me puse el saco y saludé con un ademán
y una sonrisa al amigable mozo. Me dirigí a la puerta, me di la vuelta para
admirar una vez más al extraño que ya estaba cerrando su libro, y me fui.
Cuando llegué a casa, puse la pavita para el mate y cuando el sol apenas se
dibujaba en el cielo me acosté, pensando lo buena que había sido la idea de
meterme en el café.
El resto de la semana y de la que continuó fue igual:
durante el día en mi casa y en las noches en el bar, el mozo amigable, el pibe
extraño de las poesías que ni siquiera reparaba en mis miradas, el té de tilo y
las lecturas hasta la madrugada.
Una noche, mientras leía La vuelta al mundo en ochentas
días, noté que unas manos un poco torpes apoyaban algo en mi mesa. Cuando
levanté la mirada, era un platito en el que se encontraba una taza en la que
nadaba un saquito de tilo, con un pedacito de hoja arrancada con descuido que
decía “un agujero en la noche súbitamente invadido por un ángel”. Al leerlo fue
inevitable no reír, el mozo amigable me señaló con sutileza al joven de las
cuatro mesas de distancia, que entonces, ahora sí, me estaba mirando. Se
levantó con ligereza permitiéndome apreciar su importante altura y lentamente
cruzó las cuatro mesas que nos separaban hasta sentarse frente a mí, a unos
cuantos centímetros. Su tez era bastante pálida; su cabello, negro azabache;
sus cejas muy pobladas y casi unidas y su rostro muy pronunciado; la seriedad
que emanaba era abundante hasta para mí. No era tan atractivo, pero aun así al
ver sus ojos claros tan de cerca, sentí que pude hallarme en ellos, era
enigmático, intrigante.
- ¿Conque té de tilo y Pizarnik, no? – le dije,
desafiándolo.
- Bueno, supuse que te gustaba cuando me di cuenta de
que no podías sacarle los ojos de encima a mi libro, y con respecto al té, te
vas a intoxicar con tanto tilo –respondió con superioridad. No sé qué es lo que
más me llamó la atención, el hecho de que sí se hubiera fijado en mí, o su
extravagante acento.
- Soy Julio.
- Virginia… Juárez – me presenté, dándole la mano y
segura de que ya lo conocía.
- Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, debo
admitir que es una buena lectura, un tipo visionario digno de ser admirado
–sonrió. Uno de mis sueños en la vida es transformar su arte, no sé, algo así
como La vuelta al día en ochenta mundos –confesó, haciendo un marco con las
manos. ¿Qué decís?
- Digo que… es quizá un poco ambicioso –y solté una
carcajada cuando me guiñó un ojo. Las horas pasaron, y mientras tanto encontré
en Julio un abrigo especial, había encontrado el calor de la multitud en una
sola persona. Me levanté para irme, tomé el pedazo de papel escrito que aún
estaba sobre el plato y lo metí en el bolsillo de mi saco, nos despedimos. El
resto de la semana y de la que continuó fue igual: durante el día en mi casa,
en la noche en el bar, el mozo amigable, el pibe extraño que ya no era tan
extraño, el té de tilo y las charlas enlazadas.
- Mira piba, la tormentita que se viene –me comentó esa
noche, y era cierto, el cielo tenía un color especial y la luz de los
relámpagos nos dejaron apreciarlo con detalle. Unos treinta minutos después, el
cielo aturdía y las luces encandilaban. La lluvia empapó las calles amenazando
con inundarlas.
- Creo que deberíamos irnos cuando pare un poco, mi casa
está a un par de cuadras – e ofrecí, y él asintió con su estable seriedad.
Al llegar puse la pavita para el mate, él colgó el saco
en una de las sillas y enseguida se dirigió hacia mi biblioteca, recorriéndola
con sus ojos de una manera especial. Tomó con curiosidad “Las penas del joven
Werther” y reparó en cada uno de mis clásicos. Yo lo miraba y lo vi sonreír
cuando sacó un recopilado de los cuentos de Allan Poe.
-Tu biblioteca tiene mucho que ver con tu personalidad –me
miró, y metió las manos en sus bolsillos. Digamos que esta literatura no es
aquella con la que te podes morir de risa, pero…
-Te gusta Allan Poe –lo interrumpí. Me miró con
curiosidad. Yo también suelo sonreír con tanta magnitud al ver los libros que me
gustan tanto.
Pasamos un par de horas. Mientras me contaba de sus
viajes por el mundo, de sus aventuras en el extranjero, lo vi trazar con mis
llaves dos letras en la mesa de madera: VJ
-¿VJ? – Le pregunté.
-Sí, Virginia y Julio. Y no me mires como si fuera un
cursi ridículo, flaca, es para que tengas siempre presente la inmortalidad de
la letra, y que entiendas que todo dura siempre un poco más de lo que
debería. Se levantó de la silla y sacó
de la biblioteca el libro de Poe, desarmó la cama, se sacó los zapatos y se
desparramó en uno de los extremos. Bueno, atenta, que te voy a leer el
escarabajo de oro, me dijo con tanta seriedad que me hizo sonreír. Júpiter
todavía no había hecho pasar el escarabajo de oro por el ojo izquierdo de la
calavera cuando Julio se sumió en lo que parecía ser un anhelado descanso. Lo
observé durante varios minutos Me saqué los zapatos y me tiré en el otro
extremo de la cama.
- Piba, sos una grata compañía.
La claridad del nuevo día animó mi vaga gana de
despabilarme, miré la hora y eran ya las 08:15, después de tantos días había
conseguido dormir por lo menos ocho horas de corrido gracias a Julio…
“¡Julio!”, pensé, pero cuando di la vuelta, él no estaba. Ese lado de la cama
estaba hecho, intacto. Su saco ya no colgaba en la silla y el libro de Poe
reposaba sobre la mesa de Luz.
Como de costumbre esa noche volví al bar, no ya con la
intención de buscarlo sino por la costumbre de asistir, aunque por un momento
sentí ganas de estar en mi casa. Todo era igual, el calor del bar, el mozo
amigable, mi mesa en el centro, pero sin Julio, ni siquiera a cuatro mesas de
distancia. Esa noche me fui a casa después de tomar el té de siempre. Cuando
llegué me tiré en la cama a deleitarme con una buena poesía y disfruté cada
minuto, cada hoja y cada palabra. No apareció la sensación de angustia, ni el
deseo de huir, ni el miedo a lo que no existe. Solo era yo, disfrutando la
noche, después de mucho tiempo.
“Ahora podes rodar la cama para ese lado” me despertó aquella
voz en la madrugada, pero esta vez la escuché más cerca, como en un murmullo,
me pareció tan conocida que me erizó la piel. Salté de la cama y precipitada encendí
la luz, mi única reacción fue correr la cama y entonces las vi, grabadas en el
piso de madera: “EJ”.
Por la mañana puse la pavita para tomar unos mates y
cuando finalmente me senté a disfrutarlos, allí estaban, claras e inmortales.
Busqué con desesperación el saco y del bolsillo saqué la nota. Al leerla, noté
en la caligrafía algo demasiado familiar.
Nota: se han intervenido
fragmentos de los cuentos Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García
Márquez; Autopista del sur, de Julio Cortázar; y Letras modernas,
de David Voloj.