TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


MICAELA VEREA


Noche siniestra


Eran como la una y media de la mañana, y ahí estaba él, saliendo solo del bar, como todos los sábados a la madrugada. No le podía sacar los ojos de encima. Llevaba puesto lo mismo de siempre, una camisa blanca y jeans azules. Hacía desde la medianoche que lo estaba esperando. No aguanté las ganas de ir a hablarle, así que arrimé el Falcon al cordón de la vereda y empecé a andar en segunda, a la par de él. Iba caminando con las manos en los bolsillos, silbando bajito y noté que estaba distraído, tanto que no se percató de que lo seguí casi treinta metros. Como no me prestaba atención, tuve que frenar y llamarlo en voz alta para que se diera vuelta. Al escucharme, se quedó parado en el medio de la vereda, parecía algo confundido, así que volví a llamarlo. Miró con cara de incredulidad, yo me reí.
-          ¿A mí, señora? –me dice, arrimándose.
-          Sí –le digo. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?
Fue lo primero que se me ocurrió preguntar, estaba nerviosa y no podía evitar reírme. Él se inclinó sobre la ventanilla.
-          ¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
-          Sí.
-          De acá a tres cuadras hay un bar. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
-          Más o menos. Si no está apurado, ¿me quiere acompañar?
-          Ya debe de estar cerrado, y no sé en qué otra parte puede haber.
Me desilusioné un poco, era mi oportunidad de conocerlo y él no demostraba mucho interés. Pensé que probablemente desconfiaba de algo, así que insistí.
-          ¿Tenés miedo? –le dije riéndome, mientras encendía la luz del auto–. ¿No ves que estoy sola?
Se tildó por un instante, lo noté algo nervioso y me sorprendió la palidez de su rostro. Se apoyó en el marco de la ventanilla y comenzó a observarme.
-          No, qué voy a tener miedo. ¿Miedo a qué?
-          Y, no sé. Como no querés acompañarme…
Ahí cambió la actitud, comenzó a tutearme.
-          ¿Acompañarte adónde?
-          No te hagas el gil –le digo, sonriendo–. Ando buscando gente para ir a una fiesta.
-          No estoy vestido –me dice, con un gesto sorpresivo.
-          Por primera vez lo miré fijo a los ojos, sentí escalofríos. Fue una sensación extraña.
-          Subí –casi le ordené.
Enseguida abrió la puerta, ahora era él quien no me sacaba la mirada de encima. Apenas me corrí al volante, se sentó sobre el tapizado y puso la mano sobre mi pierna, la tenía helada, me pareció algo extraño ya que estábamos en pleno enero. Ignoré la situación y seguí conduciendo, luego se me encimó un poco más y colocó su mano en mi hombro.
-          ¿Dónde es la fiesta?
-          En mi casa –le contesté, sin apartar la mirada del camino.
Doblé en la primera esquina y aceleré. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Como todos los sábados, los autos corrían en varias direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas; hombres de traje o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. Entré en la Avenida con el Falcon y nos dirigimos hacia el norte.
-          Separate un poco hasta que pasemos unas cuadras –le dije.
Al final de la avenida doblé por una calle oscura y aminoré la marcha. Él volvió a encimarse y yo, un poco nerviosa, me reí. Me besó el cuello y le pedí un cigarrillo para tranquilizarme.
-          Fumo negros.
-          No importa.
Me puso el cigarrillo en los labios y me lo encendió con la carucita. Mantuvo fijamente sus ojos en mí, yo seguía con la vista intacta en el oscuro camino iluminado por la luz de los faros. Una vez más apoyó su mano sobre mi pierna, y volví a sentir esa extraña sensación de frío correr por mi cuerpo. No voy a negar que estaba algo asustada. A mitad de la cuadra clavé los frenos y estacioné el auto al lado del cordón, apagué las luces, me eché contra el respaldar del asiento, le di un par de pitadas más al cigarrillo y lo tiré a la vereda.
-          Llegamos –le dije.
Se me acercó y comenzó a recorrer mi cuerpo con el suyo. Si con sólo tocarme la pierna había sentido ese frío estremecedor, no sabría cómo explicar lo aterrorizada que estuve en aquel momento. Pasaron cinco minutos, mi cuerpo estaba endurecido.
-          Vení, vamos a bajar. No hagas ruido –le dije al oído.
Bajamos, cerré la puerta silenciosamente. El ingreso al bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de uno de los cuartos. Lo observé y por un momento pareció tener desconfianza, lo tomé de la mano, que seguía fría y pálida, me apoyé en la pared y lo apreté contra mí. Me sorprendí de mí misma, dejé mis temores atrás, lo agarré de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, lo empujé hasta el dormitorio, que era la pieza con la luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla.
Nos desnudamos de inmediato y comenzó a besarme. Cuando se inclinó a mí, advertí un gesto extraño en su rostro, como si se le deformara, los ojos se le tornaron de un color rojizo y embruteció. Le pedí por favor que saliera de encima, pero se negó y continuó con lo suyo de manera voraz. Escuché suspiros en mis oídos, llamándome por mi nombre, cada vez se escuchaban más y más fuertes. Yo estaba aterrada, traté de defenderme como pude, pero no lo logré, el tipo terminó e hizo como si nada hubiera pasado, sentí una impotencia terrible. Comencé a llorar, estaba rota, como si de pronto algo se hubiera muerto en mí.
Cuando levanté la vista, estaba mi esposo en la puerta de la habitación fijándome la mirada. No podía parar de llorar, traté de explicarle la situación, pero no me dejó continuar. Me preguntó por la sangre sobre las sábanas.
-          ¿No me vas a preguntar quién es éste tipo? –le dije, confundida.
-          ¿Qué tipo? –me preguntó él.

Nota: el relato resulta de una intervención sobre el cuento Verde y negro, de Juan José Saer.

MAGDALENA ROLÓN


Grata compañía

Alguien entra en silencio y me abandona.
Ahora la soledad no está sola.
Tú hablas como la noche.
Te anuncias como la sed.
Alejandra Pizarnik

Finalmente lo había conseguido, por fin estaba lejos de casa estudiando lo que quería y, lo mejor de todo, lejos de mamá. Al terminar el secundario, pasé meses enteros contando los días y los pesos para irme. Por supuesto que a ella no le gustaba ni un tercio, “te vas a ir a vivir a otro lado cuando ni siquiera podés lidiar con la soledad por las noches”, me dijo, y debo admitir que ese comentario me había dolido, aunque también me había motivado aún más. La ausencia de papá, Eduardo, había trasformado en muchos sentidos mi existencia.
El departamento se encontraba en un edificio un poco desgastado, un solo ambiente, el revoque se deslizaba sutilmente por las paredes, pero no me quejaba ya que era accesible para mi condición. Ya estaba amoblado, la cama frente al único ventanal y a cada lado una mesa de luz; el placar sobre la pared ocultando una mancha de humedad y, finalmente, una pequeña mesita de madera con dos sillas. Un hogar, mi hogar.
Mis clases empezaban en un mes y medio, había llegado a Córdoba antes para ponerme a buscar un trabajo de medio día. Esa tarde me puse a realizar una lista de cosas que necesitaría. Luego tomé uno de mis libros favoritos, de Alejandra Pizarnik, y me sumergí en sus palabras. Me entredormí, no sé cuánto tiempo estuve hundida en una especie de sopor. Solo recuerdo que después de muchas horas oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía “ahora podés rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio del departamento, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas. Y ahí estaba, la noche había caído sin previo aviso y con ella, una sensación de angustia, el deseo de huir, el miedo a lo que no existe.
De pronto tuve un fuerte deseo de agarrar mi bolso y salir del departamento en busca del calor de la multitud, un día de invierno, a las diez de la noche, en una ciudad que apenas ese mismo día había conocido. Sabía que era osado pero lo hice, me metí en el saco de polar y envolví mi cuello en una chalina de mi madre que aún conservaba su aroma, tomé la llave y abandoné la habitación bebiendo la sensación de alivio como si fuera el mejor trago.
Caminé por las calles oscuras de Córdoba sin rumbo y sin destino, pero con algo claro: no habría retorno hasta el amanecer. La gente parecía estar alborotada, en la antena de un auto flotaba locamente una bandera con la cruz roja y los demás corrían detrás a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, yo no sabía bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.
Cuando me encontraba sumergida en mis pensamientos, repasando una y otra vez si la decisión de haberme ido de casa había sido la mejor, me encandiló la luz de un bar-café que se destacaba bajo la débil claridad de un par de faroles, y entonces pensé que pasar un par de horas en este lugar no era mala idea. Al entrar me abrazó el calor que tanto necesitaba y me embriagó el aroma a café, tanto que sentí un dolor de estómago que me recordó que estaba sin comer. Me senté a una mesa que se encontraba en el medio de otras dos filas de mesas. Así, de alguna manera, me sentía más abrigada y protegida.
- Señorita, ¿Qué le puedo ofrecer? – preguntó el mozo
- ¿Qué? Ah, sí – espeté, casi olvidando que para estar allí debía consumir algo. - ¿un té de tilo puede ser? Y también, dos medialunas por favor. Y una pregunta, ¿a qué hora cierran?
- Excelente, estamos las veinticuatro horas señorita. Las medialunas son de hoy temprano, ¿le importa? – Negué con la cabeza sonriéndole cordialmente, él devolvió la sonrisa y se retiró.
Mientras esperaba y más tarde consumía mi pedido, saqué del bolso un libro que tenía empezado, ya dispuesta a terminarlo. Fui a verlo por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de espera. El lugar daba pena; un amplio salón de paredes descascaradas e iluminado por tubos fluorescentes cuyas ventanas estaba atravesadas por dos clases de enrejados, uno interno de barrotes gruesos, y otro externo, de alambre oxidado. Un inusual escalofrío me removió bruscamente, cuando entonces lo vi, a cuatro mesas de distancia, enfrentado a mí y entre sus manos “Árbol de Diana”, un libro que yo conocía muy bien. Lo vi, y vi sus ojos enredarse en las palabras que dominaban aquellas hojas intrigantes y deseosas. No sé cuánto tiempo estuvo ahí, sentado frente a mí.
Cuando terminé el libro miré la hora, eran casi las cinco de la madrugada, sin embargo no estaba sola, los empleados escuchaban la radio (que hacía lo que podía) discutiendo por deporte, y a cuatro mesas de la mía, el muchacho de “Árbol de Diana” seguía allí, era inevitable no admirar el placer que emanaba su rostro sobre las páginas. Podría jurar que ni siquiera reparó en mi mirada. Levanté mis cosas, me puse el saco y saludé con un ademán y una sonrisa al amigable mozo. Me dirigí a la puerta, me di la vuelta para admirar una vez más al extraño que ya estaba cerrando su libro, y me fui. Cuando llegué a casa, puse la pavita para el mate y cuando el sol apenas se dibujaba en el cielo me acosté, pensando lo buena que había sido la idea de meterme en el café.
El resto de la semana y de la que continuó fue igual: durante el día en mi casa y en las noches en el bar, el mozo amigable, el pibe extraño de las poesías que ni siquiera reparaba en mis miradas, el té de tilo y las lecturas hasta la madrugada.
Una noche, mientras leía La vuelta al mundo en ochentas días, noté que unas manos un poco torpes apoyaban algo en mi mesa. Cuando levanté la mirada, era un platito en el que se encontraba una taza en la que nadaba un saquito de tilo, con un pedacito de hoja arrancada con descuido que decía “un agujero en la noche súbitamente invadido por un ángel”. Al leerlo fue inevitable no reír, el mozo amigable me señaló con sutileza al joven de las cuatro mesas de distancia, que entonces, ahora sí, me estaba mirando. Se levantó con ligereza permitiéndome apreciar su importante altura y lentamente cruzó las cuatro mesas que nos separaban hasta sentarse frente a mí, a unos cuantos centímetros. Su tez era bastante pálida; su cabello, negro azabache; sus cejas muy pobladas y casi unidas y su rostro muy pronunciado; la seriedad que emanaba era abundante hasta para mí. No era tan atractivo, pero aun así al ver sus ojos claros tan de cerca, sentí que pude hallarme en ellos, era enigmático, intrigante.
- ¿Conque té de tilo y Pizarnik, no? – le dije, desafiándolo.
- Bueno, supuse que te gustaba cuando me di cuenta de que no podías sacarle los ojos de encima a mi libro, y con respecto al té, te vas a intoxicar con tanto tilo –respondió con superioridad. No sé qué es lo que más me llamó la atención, el hecho de que sí se hubiera fijado en mí, o su extravagante acento.
- Soy Julio.
- Virginia… Juárez – me presenté, dándole la mano y segura de que ya lo conocía.
- Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, debo admitir que es una buena lectura, un tipo visionario digno de ser admirado –sonrió. Uno de mis sueños en la vida es transformar su arte, no sé, algo así como La vuelta al día en ochenta mundos –confesó, haciendo un marco con las manos.  ¿Qué decís?
- Digo que… es quizá un poco ambicioso –y solté una carcajada cuando me guiñó un ojo. Las horas pasaron, y mientras tanto encontré en Julio un abrigo especial, había encontrado el calor de la multitud en una sola persona. Me levanté para irme, tomé el pedazo de papel escrito que aún estaba sobre el plato y lo metí en el bolsillo de mi saco, nos despedimos. El resto de la semana y de la que continuó fue igual: durante el día en mi casa, en la noche en el bar, el mozo amigable, el pibe extraño que ya no era tan extraño, el té de tilo y las charlas enlazadas.
- Mira piba, la tormentita que se viene –me comentó esa noche, y era cierto, el cielo tenía un color especial y la luz de los relámpagos nos dejaron apreciarlo con detalle. Unos treinta minutos después, el cielo aturdía y las luces encandilaban. La lluvia empapó las calles amenazando con inundarlas.
- Creo que deberíamos irnos cuando pare un poco, mi casa está a un par de cuadras – e ofrecí, y él asintió con su estable seriedad.
Al llegar puse la pavita para el mate, él colgó el saco en una de las sillas y enseguida se dirigió hacia mi biblioteca, recorriéndola con sus ojos de una manera especial. Tomó con curiosidad “Las penas del joven Werther” y reparó en cada uno de mis clásicos. Yo lo miraba y lo vi sonreír cuando sacó un recopilado de los cuentos de Allan Poe.
-Tu biblioteca tiene mucho que ver con tu personalidad –me miró, y metió las manos en sus bolsillos. Digamos que esta literatura no es aquella con la que te podes morir de risa, pero…
-Te gusta Allan Poe –lo interrumpí. Me miró con curiosidad. Yo también suelo sonreír con tanta magnitud al ver los libros que me gustan tanto.
Pasamos un par de horas. Mientras me contaba de sus viajes por el mundo, de sus aventuras en el extranjero, lo vi trazar con mis llaves dos letras en la mesa de madera: VJ
-¿VJ? – Le pregunté.
-Sí, Virginia y Julio. Y no me mires como si fuera un cursi ridículo, flaca, es para que tengas siempre presente la inmortalidad de la letra, y que entiendas que todo dura siempre un poco más de lo que debería.  Se levantó de la silla y sacó de la biblioteca el libro de Poe, desarmó la cama, se sacó los zapatos y se desparramó en uno de los extremos. Bueno, atenta, que te voy a leer el escarabajo de oro, me dijo con tanta seriedad que me hizo sonreír. Júpiter todavía no había hecho pasar el escarabajo de oro por el ojo izquierdo de la calavera cuando Julio se sumió en lo que parecía ser un anhelado descanso. Lo observé durante varios minutos Me saqué los zapatos y me tiré en el otro extremo de la cama.
- Piba, sos una grata compañía.
La claridad del nuevo día animó mi vaga gana de despabilarme, miré la hora y eran ya las 08:15, después de tantos días había conseguido dormir por lo menos ocho horas de corrido gracias a Julio… “¡Julio!”, pensé, pero cuando di la vuelta, él no estaba. Ese lado de la cama estaba hecho, intacto. Su saco ya no colgaba en la silla y el libro de Poe reposaba sobre la mesa de Luz.
Como de costumbre esa noche volví al bar, no ya con la intención de buscarlo sino por la costumbre de asistir, aunque por un momento sentí ganas de estar en mi casa. Todo era igual, el calor del bar, el mozo amigable, mi mesa en el centro, pero sin Julio, ni siquiera a cuatro mesas de distancia. Esa noche me fui a casa después de tomar el té de siempre. Cuando llegué me tiré en la cama a deleitarme con una buena poesía y disfruté cada minuto, cada hoja y cada palabra. No apareció la sensación de angustia, ni el deseo de huir, ni el miedo a lo que no existe. Solo era yo, disfrutando la noche, después de mucho tiempo.
“Ahora podes rodar la cama para ese lado” me despertó aquella voz en la madrugada, pero esta vez la escuché más cerca, como en un murmullo, me pareció tan conocida que me erizó la piel. Salté de la cama y precipitada encendí la luz, mi única reacción fue correr la cama y entonces las vi, grabadas en el piso de madera: “EJ”.
Por la mañana puse la pavita para tomar unos mates y cuando finalmente me senté a disfrutarlos, allí estaban, claras e inmortales. Busqué con desesperación el saco y del bolsillo saqué la nota. Al leerla, noté en la caligrafía algo demasiado familiar.

Nota: se han intervenido fragmentos de los cuentos Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García Márquez; Autopista del sur, de Julio Cortázar; y Letras modernas, de David Voloj.

ARIEL PRIAROLLO


Me encontré en el país de las maravillas
vuelvo a poner de nuevo mis pies
¿es real? ¿es inventado?
Alice – Avril Lavigne

Comienza mi primer día en la academia, la verdad que estoy un poco nervioso ¿Sabés la cantidad de personas que podría encontrarme? Montones y montones. Además de que todos van a ser muy diferentes, tantas personas como colores, letras, números y palabras diferentes puede haber ¿Te imaginás cuánto sería todo eso? La verdad que no creo que exista alguna cifra cercana de todas las infinitas posibilidades que puede traer eso. En fin, como estaba pensando, es mi primer día así que tengo que estar relajado y bien entusiasta.
Bien, dicen que dar el primer paso es lo que más cuenta ¿no es cierto? Bueno, ya que estoy delante de esta inmensa puerta tengo que dar el primer paso, como dije recién, el resto será pan comido, estoy muy seguro de eso, tan seguro como que me llamo Alistar Wonderland.

Es muy divertido pensar que tuve todos esos pensamientos en la gran puerta de lo que sería mi nueva vida, apenas puse ese pie, tan difícil de mover por primera vez, como es de costumbre, me di cuenta que sería muy divertido estar ahí, ya que estaba lleno de otras personas que parecían muy interesantes. Por ejemplo, había una pelirroja con otras seis chicas cerca de ellas, eran re parecidas entre sí, además de re lindas, aunque parecían un poco alteradas, hablaban siempre una seguida de la otra y como en emociones muy diferentes, por otra parte había una chica con el pelo blanco ¿Podés creerlo? Bueno, es obvio que lo puedo creer, ya lo vi, no sé porque me hago yo mismo estas preguntas. Volviendo a la chica de pelo blanco, super encantadora, parecía un poco fría lo único, estaba con mucha ropa celeste que le quedaba genial con su pelo, me encantaría tener una cabellera tan larga, linda y blanca como la suya. Aunque parecía un poco asustada, estaba como buscando a alguien, como cuando le hacés mal a alguien sin querer y te sentís culpable y querés ver como está pero no podés, así parecía ella, un poco triste, la verdad.
Bueno, mas allá de la cantidad de gente interesante que había, no puedo pasarme todo el tiempo describiéndolas, tardaría montón de horas, pasé por esa sala llena de personas y seguí observando con lujo y detalle todo ese lugar, estaba pintado con colores medios oscuros, uno se esperaría algo más alegre, pero no. Continué por ese lugar como si hubiera sido la primera vez que estaba ahí hasta llegar a una oficina donde mi primer instinto fue tocar la puerta. La mujer que abrió pareció confundirme, me llamó “señor Priarollo” y estoy casi seguro de no conocer a nadie que tenga ese apellido.
Luego de hablar con la señora tuve varias charlas con diferentes profesores, me preguntaban muchas cosas sobre mi vida y cosas que sabía y no, supongo que era para ver mi progreso a final de año como alumno, que estoy seguro va a ser más que genial. Lo único raro es que me preguntaban mucho si conocía a alguien llamado Ariel Priarollo, cosa que respondía siempre que no, ni idea por qué me preguntaban tanto eso.
El día terminaba y me iba para mi habitación, un poco desilusionado por no poder haber hecho tantas amistades, solamente el poco rato donde entré pude ver a otras personas, además de los profesores, pero bueno, siempre mañana sería otro día.
No recuerdo si les había contado, pero mañana es un día muy especial para mí, comienza mi primer día en la academia y la verdad que estoy nervioso ¿Sabés la cantidad de gente que voy a conocer?


MARIANA OJEDA


La vuelta a casa


Se hizo tarde, era una noche fría y tenía que laburar. Me quedaban pocas horas de sueño, al porteño le parecía muy raro que me quedara hasta tarde, sabiendo que tenía que trabajar. Pero esta vez era diferente, me encontraba raro y no sabía por qué, entonces decidí quedarme un rato más y se me pasó la hora pensando en cosas que no tenían sentido. Cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde, así que saludé a todos y salí afuera. Estaba decidido a irme a casa y dormir las pocas horas que me quedaban.
Con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, caminando despacio y silbando bajito, tomé el camino más corto por la costanera, no era de pasar por ahí, mucho no me gustaba, pero quería llegar rápido. Estaba fresco, no corría ni un perro por la calle, solo sentía el aire frío que cubría todo mi cuerpo.
De pronto, vi un auto que se acercaba de a poquito, con la luz muy alta, venía de frente y muy cerca del cordón, pasó al lado mío, tenía vidrios oscuros y la verdad que me llamó la atención, un auto de esa clase en Villa María, era raro.
Seguí caminando, estaba llegando al puente que supuestamente tiene mucha iluminación, pero esa noche no había ni luz. De atrás me sentía observado, pero no perdí la calma. Seguía caminando tranquilo, hasta que nuevamente el auto de alta gama se arrimó al cordón de la vereda y empezó a andar a la par mía, bajó el vidrio y era una mujer hermosa, no tengo palabras para describirla, solo puedo decir que era como una luz blanca que me iluminó esa noche tan fría.
Paro el auto y me llamó, yo sin entender nada me paré, pensé que se había confundido con alguien más, pero no, definitivamente quería hablar conmigo. Parecía que me conociera de toda la vida. Me miró fijamente y me dijo un chico tan guapo como vos está solo en esta ciudad, habiendo muchachas tan lindas. Lo dijo en un todo risueño, pensé que me estaba tomando el pelo, yo no soy tan guapo y con la facha que tenía, no se me acercaría ni un conocido. Por un momento pensé que había alguien más, cada tanto miraba por el espejo hacia atrás y sonreía.
Bah esta gente solo quiere fastidiar a las personas que andan solas por las calles a esta hora, empecé a caminar, ella me volvió a gritar y dijo estoy aburrida y solo quiero ir a una fiesta, pero no tengo con quien, y como veo que estas solo, me dieron ganas de invitarte. Le respondí diciendo que no estaba vestido para la ocasión y vi que ella estaba muy bien vestida, llevaba un vestido verde, tan llamativo que hasta me daban ganas de sacárselo.
Nuevamente me preguntó si estaba muy apurado y si quería acompañarla. Vaya, pensé, una mujer sola que necesitaba de una buena compañía o quizás no solo quiere que la acompañe a la fiesta si no a otro lugar más cómodo, para conocernos.
Nunca perdí la calma, pero estaba con algunas dudas ya que era todo muy raro. Después pensé que, si por casualidad, había algún amigo mío en la fiesta, iba a pensar que era un caradura por andar con una mujer de su clase. Aparte también pensé si me veían aparecer con semejante mina en el auto en el que manejaba, el barrio iba a decir cualquier cosa sin saber lo que pasaba, aun así, decidí acompañarla, al fin y al cabo, estaba solo en la ciudad y soy dueño de mi vida, no me importa un carajo lo que piensen.
Vamos le dije, prendió la luz del coche y me dijo que subiera ¿o tenés miedo? me preguntó, le dije que no y ahí me di cuenta que estaba sola, no había nadie en la parte trasera, entonces abrí la puerta del coche y me subí, pero al momento que me senté sentí una respiración suave en la nuca. Seguramente era mi imaginación y entonces decidí seguir la corriente, quien sabe quizás podía pasar una noche con buena compañía.
Era una mujer hermosa, me dejó muy encantado solo con verla, yo creo que si le contaba a alguno de los muchachos que estaban del porteño no me iban a creer, ya que soy un hombre solitario y no tenía nada de apuesto, iba a ser todo muy raro, nadie iba a creerme.
Le brillaban los ojos, tenía la piel blanca como una hoja y un cabello tan rubio que brillaba. Estaba sorprendido, es más creo que su voz era tan seductora y atractiva que no podía decirle que no a nada, solo quería estar con ella.
Sentí calor en los brazos, en las piernas y en el estómago. Tragué saliva y me incliné más, ella me dio lugar. Ya que había confianza la traté de vos, le pregunté donde era la fiesta. Se puso seria y me dijo pasando el puente, tenemos que ir por un camino de tierra, está un poco alejado. Le volví a decir que no estaba vestido, me volvió a mirar fijamente, es más, creo que me dio un escalofrío, sentí algo muy raro, una atracción por ella que nunca había sentido con alguna otra mujer.
No perdí el tiempo, le puse la mano sobre la gamba, tenía la carne dura, fría, musculosa, y sentí sus músculos contraerse cuando apretó el acelerador. No me lo van a creer cuando se los cuente, pensé, los muchachos van a pensar que estaba delirando. Como vi que la mina me daba calce me apreté contra ella y le puse, esta vez, la mano en el hombro.
Ni siquiera me miraba, era como si no sintiera nada.
Luego de un rato me dijo que la fiesta era en su casa. En ningún momento sacó la vista del camino, sus ojos se perdían en la noche, mientras tanto yo seguía sintiendo la respiración en la nuca, a medida que nos acercábamos a la casa se sentía más y más, parecía como si fuera una advertencia. Bah, no sé, seguramente era porque quería llegar rápido y estar con ella.
Doblamos en la primera calle de tierra y empezamos a correr por un camino totalmente alejado de la ciudad, dejando atrás las pocas luces y árboles. Llegamos al lugar donde supuestamente era la fiesta, pero la verdad es que no había ninguna fiesta ahí. Le pregunté qué estamos haciendo y lo único que me respondió fue que necesitaba mi ayuda.
Bajamos del auto, caminó hacia la casa y sin esperarme entró, yo iba por detrás de ella, muy despacio, mirando hacia todos lados, de pronto sentí un llanto, entré y era esta mina la que estaba llorando al lado de un charco de sangre, al lado de un cuerpo totalmente frío y tieso, escuché sonidos de sirenas, me cagué todo, no entendía nada y no me explicaba, ella solamente lloraba desconsolada. 
Luego llegó la policía, una ambulancia y no preguntaron nada de nada, parecía que supieran lo que había ocurrido.
Yo que pensaba llegar rápido a casa tomándome un atajo, qué perejil.

Nota: se han intervenido fragmentos del cuento Verde y negro, de Juan José Saer.

FACUNDO NIZETICH


Elíptico


Muy bien hubiera podido llamarme Nico. Todos empezamos como palabras. Mis viejos barajaron tantos nombres en mis comienzos que seguramente llegué a ser Nicolás, incluso si lo fui durante tan sólo un pensamiento pasajero. Así que mi farsa no era una mentira de pies a cabeza; en algún punto de ese cuerpo garabateado se escondía una mancha, la colisión de tintes donde sale a la superficie una verdad imborrable. Diría que eso hizo que mi acto resultara más fácil pero no, siempre fue fácil. Desde el primer instante en que puse pie dentro de esa casa me apoderé del vacío. Llené cada frasco, ocupé cada silla y me desprendí de cada foto. Ese caserón era mi aposento, mi reino de polvo. Encontraba inmenso placer en observar a la pobre vieja ir de un rincón de la casa al otro. Cada movimiento de sus pulmones, cada pasada temblorosa de la plancha. La lucha contra la tinta, la melodía torpe de sus pantuflas. Su cabeza gacha y gris soltaba la peste de lo obsoleto.
Por las noches, recostado sobre la cama, también me apoderaba del silencio. Con mi vista fija en el techo de madera, tosía a ritmos variantes. A veces lo hacía más rápido, a veces lo hacía más lento. Siempre lo hacía con la ligera silueta de una sonrisa dibujada en mi rostro. Como era de esperarse en alguien de su edad, la vieja dormía profundamente, pero así se encontrara a kilómetros dentro de sus propias fantasías yo me aseguraba de que mis ecos la alcanzaran; y cuando quedaba claro que lo había logrado empezaba a imaginarme a Laura, haciendo esos mismos movimientos desesperados, también al son de negativas inútiles.
A Nico no le gustaban mucho los perros, y al tenerlos frente a mí, moviendo sus colas y ansiando una caricia familiar de la mano de un extraño, lo entendí. Vaya que eran estúpidos. Ganarme a la vieja requirió poco esfuerzo, pero ganarme a esos bichos no requirió nada en absoluto. Boby, Negro, mamá. Ese brillo en los ojos que gritaba, cual caricatura absurda y retorcida, “no hay nadie en casa”. Y sí. Nadie antes de mi llegada, nadie tras mi partida.
El trayecto en barco fue como el pasar de una página a la otra. Eran las 11:45 cuando el tren se detuvo en Saint-Lazare. Tras observar brevemente el exterior a través de la ventana, bajé a la estación esquivando aquel fenómeno ajeno en que la multitud se fraccionaba en multitudes más y más pequeñas hasta que las porciones terminaban por descomponerse en meros individuos. Avancé hacia el portillo de salida, pasando al lado de quien sin dudas era el otro argentino. Se sintió raro el llevar la valija con la mano izquierda, aquella que solía relegar o, cuando menos, dar por sentada, pero sabía que así tenía que ser. Cuando me detuve frente al portillo y puse la valija en el suelo para buscar el billete, aproveché para girar mi rostro con disimulo. Allí estaba la mujer de la falda azul. Le entregué el papel al hombre y seguí mi camino, dejando el lapso suficiente para que Laura y Luis salieran por separado de la estación. Ella se fue a tomar el colectivo inmediatamente mientras que él se tomó su tiempo junto con su coñac. Palabra por palabra, ambos tan predichos.
Ese viernes Luis llegó justo a tiempo para la cena. Devuelto a lo de siempre, dibujó redondeles con su cuchara y los selló con sus labios y como a sus labios. Yo era su círculo. Abrazando el dedo de Laura, apretando el cuello de Luis. Yo lo era todo. Más amargo que el café, más espeso que el humo del cigarrillo. Y, después de un rato, el otro cuarto, la mesa de trabajo, la lámpara. Un papel tras otro y casi punto final para mi papel. La puerta se abrió, la pluma cayó.
― ¿A vos no te parece que está mucho más flaco? ―Laura exclamó de espaldas. No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.

Nota: el relato opera como una intervención artística a partir del cuento Cartas de mamá, de Julio Cortázar 

ABRAHAM MONTESINO



El principio siempre es más tardado que todo lo demás, se los juro era tarde quizás la media noche o algo más tarde, el Gallego cierra el café a la una a en punto, las manos metidas en el pantalón y el silbido de siempre, un sábado de siempre hasta que un Jetta se acerca sigilosamente, seguía mis pasos y yo las ruedas, una voz entonaba unas palabras que ignoré, pensaba que se había confundido; seguía vociferando desde dentro del Jetta, me detuve.
-¿Disculpe? Y me acerqué un poco.
-¿Sabes dónde puedo comprar cigarros? Una voz quebrada se le escuchaba, pero esos ojos firmes me confundieron, quizás los árboles en la penumbra jugaron conmigo.
-A tres cuadras un pequeño puesto vende, siga derecho y llegará, no tiene pierde.
Me dice que no conoce el barrio y si estaba a disposición de acompañarla. Mi cara fue de sorpresa o al menos eso creo pues ella se reía mucho. En la noche en un carro como ese no pude distinguir sus rasgos, pero los ojos y la voz daban indicios de vida perniciosa.
-Te digo está cercas y solo es derecho.
-Tienes miedo, verdad? Encendió la luz.
Veo un color cobrizo intenso y los ojos de gato buscando presa. Algo extraño, el instinto me decía corre pero subí al auto y emprendimos marcha. Las tres cuadras se pasaron en un instante y pregunté por los cigarrillos.
-No te hagas el tonto, busco a alguien para salir de fiesta.
Yo no podía ni mirarla.
-No creo que tardemos tanto.
Tomé aire y en el siguiente semáforo me animé a mirar el perfil de la chica que levanta hombres para ir de fiesta, nos miramos, ambos miramos hacia abajo y colocó mi mano en su muslo firme y terso. Recuerdo que en la cajetilla de Malrboro quedaba un último cigarro.
-Tengo un cigarrillo que guardo para el regreso a casa. Asiente con la cabeza y hurgo con la mano libre el bolsillo del pantalón. Lo coloco en sus labios y el encendedor revela unos faros de concreto.
-Me llamo Theresa, pero eso no importa mucho. El humo ocultaba la parte de la cara que podía mirar. El cuello sinuoso mostraba una cicatriz de tamaño considerable, como era una noche extraña no me importó preguntar.
-¿Esa cicatriz es grande?
-Nada, los arqueólogos son todos unos locos, pero más loca una por seguir un juego sin importancia.
Por primera vez sentí que decía algo con un tono diferente de voz, se pudo sentir su candor a través de la pared de humo que nos dividía; a pesar de eso sentía, sí, que me miraban y volví a apretar, con miedo, el terso muslo.

Nota: se han intervenido fragmentos del cuento Verde y negro, de Juan José Saer, en intertextualidad con El ídolo de las Cícladas, de Julio Cortázar.


MALENA MONTES


Iulius


La pureza de la luz solar triunfa sobre el amarillo tenue, ya extemporáneo, que permanece derivando de los dos focos. Consecuente inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada, cajones abiertos… aunque todo permanece. Faltan del cajón de la ropa de hombre una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.
Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas...
Guardé algo de ropa en un bolso y me dirigí al hospital. Fui a verla por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de espera. Cuando entré en la habitación, mamá me miró un tanto decepcionada.
¿Y tu papá? Ayer me dijo que hoy iba a venir…
¿Mi papá?
¡Estoy tan contenta de que haya vuelto! El Boby y el Negro, ¿cómo están? ¿Te acordás de darles de comer? Los extraño mucho…
La escuché un rato más, contesté las mismas preguntas de siempre, dejé la ropa en una silla y me fui. Entré al London City y pedí un coñac. Unos minutos más tarde entró un hombre de saco y corbata. Se sentó en una mesita, guardó su pipa, pidió un café y comenzó a escribir. Ver su máquina de escribir me recordó a la que hay en el sótano de casa.
Regresé y les di de comer a los perros. Desde que mi hermano volvió y Laura me dejó por él, mi vida es aún más monótona que antes. Me fui a vivir con mamá, no encontré trabajo y mis viejos amigos no me dieron bola. Cuando mamá enfermó comencé a ocuparme de ella, de cuidar la casa y pagar las cuentas. Solía ir al bar, me emborrachaba, recordaba a Laura, la llamaba y pasaba por su casa, hasta que me pusieron una orden de alejamiento. No la extrañaba a ella, sino a nuestra vida rutinaria en París.

Los perros ladraban. Seguramente habría un gato. Subí al baño y vi que el piso de la ducha estaba mojado. Ropa sucia, cajones abiertos, la ducha mojada. Quizás Nico habría tenido una pelea con Laura. A la mañana siguiente vi extrañado las boletas sobre la mesa y unas migas. -¿Nico?- llamé. No hubo respuesta. Recorrí la casa y no había nadie. Fui a la clínica y le pregunté a mamá si sabía algo de Nico. Había ido a visitarla ayer, después que yo.
¿Sabés si pasó por casa?
No creo.
¿Por qué preguntás?
Nada, ma. No importa.
Hoy vino a verme Julio. Cuánto me gustaría que me visiten los tres juntos…
Salí de la habitación y llamé a Nico. Para mi sorpresa, atendió.
¿Qué querés?
Te llamo porque estoy preocupado por mamá. Me dijo dos veces que papá la vino a visitar, y creo que está empeorando.
A mí también me dijo lo mismo. El médico dice que es un efecto de los remedios.
Otra cosa. ¿Estuviste yendo a casa?
No. ¿Por qué?
Por nada. Chau.
Me despedí de mamá, fui al London City (como siempre después de ir a la clínica) y pedí un coñac. Noté que el hombre estaba sentado en la misma mesa, con la máquina de escribir. Esta vez lo miré con mayor detenimiento. El ceño fruncido, el pelo negro peinado hacia atrás… aunque tenía barba.
Turbado, me fui a casa, todo el camino controlando que el hombre no me siguiera. Bajé al sótano y busqué las fotografías. Sí, era el mismo, unos 30 años atrás. En el reverso leí “Julio y Aurora, 1941”. Luego noté que la máquina de escribir no estaba en su lugar.  

Nota: se intervinieron fragmentos de los cuentos El abandono y la pasividad, de Antonio Di Benedetto; Carta a una señorita en París, de Julio Cortázar; y Letras modernas de David Voloj.


DEYSI GIORDANO


Calle Steinway


Doblo la esquina y me encuentro en un mundo blanco y negro, como el de las películas de antaño. En medio, una larga vereda de baldosas blancas.
Solo cada tanto existen algunas de color negro, que supongo son para ornamentar la larga e interminable vereda. Cansada de caminar me siento sobre una y percibo un gran y estruendoso sonido, profundo, redondo, oscuro si quieren. Entonces me levanto y comienzo a moverme, camino y se vuelven cada vez más estruendosos, cada vez más agudos y estridentes, voy corriendo rápido, y acelero, aumento el tranco y tropiezo contra la baldosa negra, un sonido aún más extraño se despliega, es como si ese sonido tuviera un color diferente.
Me incorporo y me predispongo para acelerar el paso, esta vez, por el cordón de la vereda, que no tiene la habilidad de desesperarme. Ya emprendo el camino pensando nuevamente en mis responsabilidades, en mis exámenes, en el concierto final, en el atuendo a usar y sin fin de detalles que no vienen al caso. La calle que transito me mantiene calma y enérgica a la vez, es como un mundo diferente, etéreo, limpio, bello; un lugar en el que podría quedarme. Casi la misma sensación que percibo al tocar esa pieza de Debussy, me sumerjo en el agua, y veo esa enorme mole creciendo bajo mis ojos, transmitiéndome paz.
Mi abstracción termina cuando un grupo se acerca corriendo hacia mí a un ritmo molto veloce, y en forte, un fortissimo, diría. Me asusto, me quedo inmóvil, en eso el grupo se aleja y todo se vuelve oscuro, grave, tormentoso. Siento que cabalgan, de nuevo el grupo, esta vez, más nítidamente los puedo ver, son cinco, cinco que cabalgan, cada vez más cerca… como si el rey de los alisos y sus secuaces me estuvieran buscando, maldito Schubert, pienso, y en mi cabeza vuelvo al momento en que ese barítono me desconcentró y perdí el hilo de ese tremendo acompañamiento. Voy corriendo, para que no me alcance, corro más y más fuerte, y caigo, mis rodillas caen de lleno en la baldosa negra, en medio de esa cuadra eterna. Sentada presto atención a la pared negra, a la izquierda, tiene inscripto un nombre, un apellido para ser más precisa, Steinway.

GASTÓN GALLARDO SEGUÍ


La violencia del silencio


Fui a verla por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de espera. El lugar daba pena; un amplio salón de paredes descascaradas e iluminado por tubos fluorescentes cuyas ventanas estaban atravesadas por dos clases de enrejados, uno interno de barrotes gruesos, y otro externo, de alambre oxidado. El salón estaba vacío, pero se sentía la desesperación de las que pasaron por ahí. Almas aterrorizadas y aterrorizantes que se aferraron a las paredes y nunca lograron descansar.
Cuando me llamó Clara quedé shockeada. “Violaron a tu hermana –me dijo– escuché un auto arrancar e irse volando y las gallinas se pusieron locas. La encontré en la casita del frente, mudó su habitación ahí”. Dieciséis años tiene, y estos hijos de re mil yuta le arruinan la vida por puro morbo. Cuando la encontró en el piso, llamó a la ambulancia del pueblo y arrancó para la ciudad. Hace quince años me fui y siguen usado la misma furgo para no invertir en una ambulancia en serio. Negligencia inaudita. No es que pase mucho en un pueblo de 2000 habitantes, pero… ahí fueron. En la antena de la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a cien kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.
Para cuando llegué al hospital, a Sofi ya le habían dado el alta, Clara había hecho la denuncia y el mundo mantuvo su vista al frente. Nada más que un “pobrecita”, o un “tan joven”. No dijeron nada de cómo iba vestida porque la encontraron en su propia casa, pero no me hubiese sorprendido. Nadie habla de lo violento que es el silencio. Callar lastima más que cualquier arma.
Dos meses pasaron sin que Sofi salga de su encierro. “No sale de la pieza” –me dijo Clara–. Me despierta el timbre de casa. Segundo shock: “quiero abortar –me dice llorando– No puedo ten… no quiero, no puedo, no”. ¿Qué le voy a decir? Contacto con el Colectivo Feminista, hablo con Jenny: “Clínica Clandestina. Son buena gente, pero no están equipados. No esperes más de lo que les estás pagando”. Turno: 23 de marzo, 2 am, en pleno centro. La acompaño, dejo la plata y me dejan afuera. Horas después, no sé cuántas –muchas–, me hacen pasar:
— El médico quiere que la veas —me dice el enfermero, como perdido.
Me encierran en la sala de espera. No podía definir si era una clínica o una cárcel. Poca luz, rejas, alambres. Quien supongo el médico me llama. Entro a la sala, lloro.
Desde ese día no puedo dejar de recrear lo que vivió aquella noche, tan vívido y brutal como me lo contó. Por odio, por morbo, por amor, por mi hermana y por todas las que lo vivimos, imagino:
—¡Soltame! ¡Dejame! —grito sacudiendo la pierna. Pero soy atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloro imperiosamente. Trato de sujetarme del borde, pero me arrancan y caigo.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No puedo gritar más. Uno de ellos me aprieta el cuello, apartando mis bucles como si fueran plumas, y los otros me arrastran de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándome la vida, segundo por segundo.

Nota: se han intervenido fragmentos de los cuentos Letras modernas, de David Voloj; Autopista del sur, de Julio Cortázar; y La gallina degollada, de Horacio Quiroga.


SIGRID FERREYRA SILVA


La cicatriz


Allí estaba, fingiendo que no le importaba y tomando cada vaso con fervor, como si fuera el último. Obligando al licor que hiciera efecto en su memoria porque así ya no podría recordar. Siempre se sentía miserable, así era, desde ese día, desde que Eli se fue, sus vidas nunca fueron las mismas. Peleas todos los días, violencia verbal, a veces física. Ellos eran felices antes, cuando no tenían nada, solo el amor. Luego fueron haciendo cada vez más dinero y al cumplir cuarenta descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de engordar en un año no menos de sesenta kilos. Capaz eso era lo que había destruido su matrimonio, tanta riqueza y tan poco tiempo entre ellos dos, tan poco tiempo  pensando en Eli, su hija que fue al principio la luz de sus vidas y luego, cuando se fue, lo peor de ella, solo recuerdos dolorosos. Pero había algo, eso que no les permitía separarse y dar fin al inestable matrimonio que tenían desde hacía ya meses.

Música suave. Parejas que bailaban tranquilamente. Mujeres bonitas, hermosos hombres, alguno que otro intruso alrededor de las mesas. El clima en el bar esa noche estaba más calmado que otros días. Parecía que la música hechizaba cada oído de cada persona en el lugar. Las hacía sumergirse a un lugar único en sus mentes, fantasías casi palpables en el aire. Un clima caóticamente hermoso que parecía irreal.
Perdida en los efectos instantáneos del alcohol, ella veía lo que quería ver. Pero algo en especial llamó su atención, había un hombre que la observaba, el señor de la casa grande. Ahora la atención era mutua, la tensión tangible, la mirada que el viejo le daba era piadosa. Cuando apartó la vista, a lo lejos vio al comisario entrando al bar que, abriéndose paso entre la multitud, marchaba hacia ella.
-          Comisario – dijo ella
-          ¿Le importaría concederme un minuto? Tengo que hablar con usted a solas
-         ¿Ahora? Pero ¿Qué…? – quería quedarse en el bar, pero cuando vio lo serio que estaba el comisario supo que algo bueno no había pasado – Salgamos – dijo y se levantó
Como en la mayoría de los pueblos de la zona la población no era mucha, y ya para las tres de la madrugada no eran sino puros gatos y perros callejeros los que se adueñaban del pueblo. Las calles silenciosas, como escuchando. La dama y el comisario se alejaron un poco de las puertas del bar, ella seguía escuchando a lo lejos la suave música de la que había sido presa unos minutos atrás. Con su cabeza algo confundida por los tragos, haciendo un esfuerzo por atender al comisario, se paró, consciente de que debía mantener el equilibrio, hasta que por fin el comisario habló.
-          ¿Sabía usted qué su marido iba a ir esta noche a Saint- Terre?
-          No entiendo lo que dice. Él es libre de…
-          Estoy diciendo si él le informó que iba a visitar la mansión.
-          No.
-          ¿Alguno de los dos había estado allí después de…?
Ella negó rápidamente con la cabeza.
-          Jamás
-          Su marido… ha ido solo
La mirada impaciente de la mujer le indicó al comisario que continuara.
-          Ha ocurrido un accidente
-          Con el coche ¿verdad? Le dije que…
-          No, señora. Su marido ha atentado contra su vida.
Los ojos de Amelie se llenaron de asombro y duda, toques de tristeza. Por un instante casi empezaba a reír. Aunque no sabía si era por los tragos, por lo irreal que sonaba lo que oía, o alivio. Ajena al sigiloso peligro inminente continuo.
-          Eso no… ¿Antoni?
-          Se ha disparado un tiro en la…
-          Está bien.
Ella ya sabía dónde había terminado esa bala, porque días atrás lo había encontrado practicando, casi ensayando lo que iba a hacer. A regañadientes ella lo detuvo, no sabía si lo hacía por llamar su atención, o si era realmente por la depresión. Aunque ella nunca pensó que sería tan valiente como para suicidarse. No pensó que sería tan egoísta como para dejarla tan sola. Después de todo lo vivido, después de todo lo que habían hecho.
Cuando dejó que sus pensamientos se alejaran de su mente con las piernas temblorosas se alejó del lugar, dejando al comisario atrás, entró a su auto y lo puso en marcha. El camino parecía aún más largo de lo que era, por un momento pensó si siempre había sido tan escalofriante como esa noche. Iba maquinando, preparándose para lo peor, su casa. Cuando se estacionó, bajó del auto, caminó hasta su puerta y entró, no sin antes respirar profundamente. Allí estaba, vacía, solo ella.
La luz, consecuente inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada, cajones abiertos…aunque todo permanece. Faltan del cajón de la ropa de hombre una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.
Fue hacia su cuarto y se quedó helada al ver un sobre en la mesa de noche. Caminando como no queriendo, fue sin embargo hasta él. Era una carta de despedida. La tomó en sus manos y comenzó a leerla, cada línea era más despedazante que la anterior, cada palabra la fracturaba en lugares que ni ella sabía que tenía. Y el final la dejó tiesa.

Cada paso que daba era una tortura. La tristeza que me carcomía y finalmente me devoró por completo. La depresión era más fuerte de lo que pensé.
Yo no hice nada malo. Cuando él me dijo tan calmado que fue por mi personalidad, pensé que era muy fácil para un doctor. Muchas personas me culparon, sé que no es así como sucedieron las cosas. Me dijeron que fuera por ayuda, fui con un médico, me dijo que buscara la razón del dolor. Eso lo sé muy bien. El dolor es culpa mía. Todo es mi culpa, porque nací así. Doctor, ¿eso era lo que querías oír? No me ayudó para nada.
Hay gente que vive vidas más difíciles que la mía y parecen estar bien. Hay gente que es más débil que yo, que también lo parecen. Pero eso no debe ser cierto. Entre las personas del mundo, nadie tiene una vida más difícil que la mía, nadie es más débil que yo, yo era el que peor se sentía. Tu lugar en el purgatorio no existe, yo lo sabía, lo sé. Es mentira lo del cielo y el infierno, es mentira que te juzgan, uno se muere, y solo deja de existir. Aquí están esas consecuencias irreparables. Aunque no puedas despedirme con una sonrisa decime que lo he hecho bien. Lo hice bien.

Cuando terminó de leer, apretó la carta, la estrujó. Como si quisiera exprimir lo poco que quedaba de aquel hombre. Después de haber derramado un par lágrimas fue hacia su armario, vistió su pijama y se dispuso a dormir. Al otro día iba a ser una jornada más que larga.
El día más largo de su vida. El sol que odiaba en todo su esplendor, el cajón color negro, ese rostro tan muerto.
Al regresar a la casa lo menos que podía hacer era descansar. Los recuerdos la atormentaban. La iglesia, la sala, los pésames que le habían dado, la mirada del señor Saint Terre que nunca pudo descifrar. Se obligó a descansar, se acostó en la gran cama que no estaba lo suficientemente deshabitada. En un movimiento de cabeza, cuando su vista se acostumbró a la oscuridad logró ver algo. Parado en el umbral de la puerta, alguien mirándola, ojos amantes, cargados de odio, esos ojos que la culpaban. Amelie se levantó inmediatamente de la cama, buscó el interruptor y cuando encendió la luz, no había nadie. Su corazón palpitaba a mil, supuso que lo había imaginado. Se decía a sí misma que bajar a la cocina para tomar poco de agua la calmaría. Pero algo la espantó, porque el vaso de agua cayó en el suelo haciéndose añicos.

Sus ojos cansados comenzaron a cerrarse, luego se abrían lentamente, el lapsus de tiempo que estuvo inconsciente fue mínimo. Se dio media vuelta y como algo que no existiera lo ignoró, aunque inmediatamente sintió cómo la tomaban de la parte trasera de su cuello. El sujeto tiró de su pijama y la arrodilló en contra de su voluntad en el suelo. Vio la sombra, la mujer gritaba. Ella sabía que alguien la escuchaba. Las manos familiares que la agarraban del cuello se acomodaban perfectamente en él. Esos robustos dedos que estaban le estaban quitando su último respiro. Quiso zafarse pero fue en vano, aunque logró estirarse lo suficiente para agarrar del suelo pedazos de vidrio, que llevó directamente a las muñecas de la ilusión del terror. La acción parece que tuvo algún efecto, porque él la soltó. Amelie desesperada corrió hacia la puerta principal para poder huir de la situación, cuando el viene y le pega en el rostro, la agarra de los pelos y la estampa nuevamente en el suelo. Con el vidrio que ella no sabía que él tenía en la mano la apuntó, ella estiro sus manos y se cubrió en el momento justo. En las pupilas del suicida se reflejaba la mano que chorreaba sangre tibia de la viuda. Una sonrisa de lado, una risita apenas sonora, una ilusión suficientemente larga.

Se despertó cuando la anestesia comenzaba a dejar de hacer efecto, habitación blanca, el cuerpo más relajado de lo que esperaba. Cuando quiso levantarse su esfuerzo fue inútil, su cuerpo estaba encarcelado en una especie de camisa de fuerza, comenzó a gritar, pero nadie contestó a sus súplicas, nadie le prestó atención. 
Se quedó resignada, sabía que nadie vendría. No supo cuánto tiempo estuvo hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sabía que después de muchas horas incontables oyó una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: “Ahora puedes rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Después oyó el ruido de los ladrillos en el agua. Permaneció rígida antes de darse cuenta de que se encontraba en posición horizontal. Entonces sintió el vacío inmenso. Sintió el trepidante y violento silencio de la sala, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas.
Luego de mucho tiempo un médico entró en la sala, con la aguja más puntiaguda que en su vida había visto. Ella con sus ojos suplicantes le decía que parara, que era verdad, que le mirara la cicatriz, que allí estaba.
El médico, con una sonrisa falsa, fingía comprender lo que la mujer le decía, dándole el pinchazo. Cayendo en el mismo abismo otra vez, lo que había sido su vida. La ilusión era interminable, así como la cicatriz que estaba hacía ya mucho tiempo, olvidada en su mano.

Nota: se han intervenido fragmentos de los cuentos El abandono y la pasividad, de Antonio Di Benedetto; Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García Márquez; y Cacería, de María Teresa Andruetto.