TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


SIGRID FERREYRA SILVA


La cicatriz


Allí estaba, fingiendo que no le importaba y tomando cada vaso con fervor, como si fuera el último. Obligando al licor que hiciera efecto en su memoria porque así ya no podría recordar. Siempre se sentía miserable, así era, desde ese día, desde que Eli se fue, sus vidas nunca fueron las mismas. Peleas todos los días, violencia verbal, a veces física. Ellos eran felices antes, cuando no tenían nada, solo el amor. Luego fueron haciendo cada vez más dinero y al cumplir cuarenta descubrieron las delicias de la vida sibarítica e hicieron un plan riguroso de comidas donde no faltaban las macadamias ni los cocos, ni las castañas de cajú, ni las salsas espesadas con crema, con el propósito de engordar en un año no menos de sesenta kilos. Capaz eso era lo que había destruido su matrimonio, tanta riqueza y tan poco tiempo entre ellos dos, tan poco tiempo  pensando en Eli, su hija que fue al principio la luz de sus vidas y luego, cuando se fue, lo peor de ella, solo recuerdos dolorosos. Pero había algo, eso que no les permitía separarse y dar fin al inestable matrimonio que tenían desde hacía ya meses.

Música suave. Parejas que bailaban tranquilamente. Mujeres bonitas, hermosos hombres, alguno que otro intruso alrededor de las mesas. El clima en el bar esa noche estaba más calmado que otros días. Parecía que la música hechizaba cada oído de cada persona en el lugar. Las hacía sumergirse a un lugar único en sus mentes, fantasías casi palpables en el aire. Un clima caóticamente hermoso que parecía irreal.
Perdida en los efectos instantáneos del alcohol, ella veía lo que quería ver. Pero algo en especial llamó su atención, había un hombre que la observaba, el señor de la casa grande. Ahora la atención era mutua, la tensión tangible, la mirada que el viejo le daba era piadosa. Cuando apartó la vista, a lo lejos vio al comisario entrando al bar que, abriéndose paso entre la multitud, marchaba hacia ella.
-          Comisario – dijo ella
-          ¿Le importaría concederme un minuto? Tengo que hablar con usted a solas
-         ¿Ahora? Pero ¿Qué…? – quería quedarse en el bar, pero cuando vio lo serio que estaba el comisario supo que algo bueno no había pasado – Salgamos – dijo y se levantó
Como en la mayoría de los pueblos de la zona la población no era mucha, y ya para las tres de la madrugada no eran sino puros gatos y perros callejeros los que se adueñaban del pueblo. Las calles silenciosas, como escuchando. La dama y el comisario se alejaron un poco de las puertas del bar, ella seguía escuchando a lo lejos la suave música de la que había sido presa unos minutos atrás. Con su cabeza algo confundida por los tragos, haciendo un esfuerzo por atender al comisario, se paró, consciente de que debía mantener el equilibrio, hasta que por fin el comisario habló.
-          ¿Sabía usted qué su marido iba a ir esta noche a Saint- Terre?
-          No entiendo lo que dice. Él es libre de…
-          Estoy diciendo si él le informó que iba a visitar la mansión.
-          No.
-          ¿Alguno de los dos había estado allí después de…?
Ella negó rápidamente con la cabeza.
-          Jamás
-          Su marido… ha ido solo
La mirada impaciente de la mujer le indicó al comisario que continuara.
-          Ha ocurrido un accidente
-          Con el coche ¿verdad? Le dije que…
-          No, señora. Su marido ha atentado contra su vida.
Los ojos de Amelie se llenaron de asombro y duda, toques de tristeza. Por un instante casi empezaba a reír. Aunque no sabía si era por los tragos, por lo irreal que sonaba lo que oía, o alivio. Ajena al sigiloso peligro inminente continuo.
-          Eso no… ¿Antoni?
-          Se ha disparado un tiro en la…
-          Está bien.
Ella ya sabía dónde había terminado esa bala, porque días atrás lo había encontrado practicando, casi ensayando lo que iba a hacer. A regañadientes ella lo detuvo, no sabía si lo hacía por llamar su atención, o si era realmente por la depresión. Aunque ella nunca pensó que sería tan valiente como para suicidarse. No pensó que sería tan egoísta como para dejarla tan sola. Después de todo lo vivido, después de todo lo que habían hecho.
Cuando dejó que sus pensamientos se alejaran de su mente con las piernas temblorosas se alejó del lugar, dejando al comisario atrás, entró a su auto y lo puso en marcha. El camino parecía aún más largo de lo que era, por un momento pensó si siempre había sido tan escalofriante como esa noche. Iba maquinando, preparándose para lo peor, su casa. Cuando se estacionó, bajó del auto, caminó hasta su puerta y entró, no sin antes respirar profundamente. Allí estaba, vacía, solo ella.
La luz, consecuente inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada, cajones abiertos…aunque todo permanece. Faltan del cajón de la ropa de hombre una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.
Fue hacia su cuarto y se quedó helada al ver un sobre en la mesa de noche. Caminando como no queriendo, fue sin embargo hasta él. Era una carta de despedida. La tomó en sus manos y comenzó a leerla, cada línea era más despedazante que la anterior, cada palabra la fracturaba en lugares que ni ella sabía que tenía. Y el final la dejó tiesa.

Cada paso que daba era una tortura. La tristeza que me carcomía y finalmente me devoró por completo. La depresión era más fuerte de lo que pensé.
Yo no hice nada malo. Cuando él me dijo tan calmado que fue por mi personalidad, pensé que era muy fácil para un doctor. Muchas personas me culparon, sé que no es así como sucedieron las cosas. Me dijeron que fuera por ayuda, fui con un médico, me dijo que buscara la razón del dolor. Eso lo sé muy bien. El dolor es culpa mía. Todo es mi culpa, porque nací así. Doctor, ¿eso era lo que querías oír? No me ayudó para nada.
Hay gente que vive vidas más difíciles que la mía y parecen estar bien. Hay gente que es más débil que yo, que también lo parecen. Pero eso no debe ser cierto. Entre las personas del mundo, nadie tiene una vida más difícil que la mía, nadie es más débil que yo, yo era el que peor se sentía. Tu lugar en el purgatorio no existe, yo lo sabía, lo sé. Es mentira lo del cielo y el infierno, es mentira que te juzgan, uno se muere, y solo deja de existir. Aquí están esas consecuencias irreparables. Aunque no puedas despedirme con una sonrisa decime que lo he hecho bien. Lo hice bien.

Cuando terminó de leer, apretó la carta, la estrujó. Como si quisiera exprimir lo poco que quedaba de aquel hombre. Después de haber derramado un par lágrimas fue hacia su armario, vistió su pijama y se dispuso a dormir. Al otro día iba a ser una jornada más que larga.
El día más largo de su vida. El sol que odiaba en todo su esplendor, el cajón color negro, ese rostro tan muerto.
Al regresar a la casa lo menos que podía hacer era descansar. Los recuerdos la atormentaban. La iglesia, la sala, los pésames que le habían dado, la mirada del señor Saint Terre que nunca pudo descifrar. Se obligó a descansar, se acostó en la gran cama que no estaba lo suficientemente deshabitada. En un movimiento de cabeza, cuando su vista se acostumbró a la oscuridad logró ver algo. Parado en el umbral de la puerta, alguien mirándola, ojos amantes, cargados de odio, esos ojos que la culpaban. Amelie se levantó inmediatamente de la cama, buscó el interruptor y cuando encendió la luz, no había nadie. Su corazón palpitaba a mil, supuso que lo había imaginado. Se decía a sí misma que bajar a la cocina para tomar poco de agua la calmaría. Pero algo la espantó, porque el vaso de agua cayó en el suelo haciéndose añicos.

Sus ojos cansados comenzaron a cerrarse, luego se abrían lentamente, el lapsus de tiempo que estuvo inconsciente fue mínimo. Se dio media vuelta y como algo que no existiera lo ignoró, aunque inmediatamente sintió cómo la tomaban de la parte trasera de su cuello. El sujeto tiró de su pijama y la arrodilló en contra de su voluntad en el suelo. Vio la sombra, la mujer gritaba. Ella sabía que alguien la escuchaba. Las manos familiares que la agarraban del cuello se acomodaban perfectamente en él. Esos robustos dedos que estaban le estaban quitando su último respiro. Quiso zafarse pero fue en vano, aunque logró estirarse lo suficiente para agarrar del suelo pedazos de vidrio, que llevó directamente a las muñecas de la ilusión del terror. La acción parece que tuvo algún efecto, porque él la soltó. Amelie desesperada corrió hacia la puerta principal para poder huir de la situación, cuando el viene y le pega en el rostro, la agarra de los pelos y la estampa nuevamente en el suelo. Con el vidrio que ella no sabía que él tenía en la mano la apuntó, ella estiro sus manos y se cubrió en el momento justo. En las pupilas del suicida se reflejaba la mano que chorreaba sangre tibia de la viuda. Una sonrisa de lado, una risita apenas sonora, una ilusión suficientemente larga.

Se despertó cuando la anestesia comenzaba a dejar de hacer efecto, habitación blanca, el cuerpo más relajado de lo que esperaba. Cuando quiso levantarse su esfuerzo fue inútil, su cuerpo estaba encarcelado en una especie de camisa de fuerza, comenzó a gritar, pero nadie contestó a sus súplicas, nadie le prestó atención. 
Se quedó resignada, sabía que nadie vendría. No supo cuánto tiempo estuvo hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sabía que después de muchas horas incontables oyó una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: “Ahora puedes rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Después oyó el ruido de los ladrillos en el agua. Permaneció rígida antes de darse cuenta de que se encontraba en posición horizontal. Entonces sintió el vacío inmenso. Sintió el trepidante y violento silencio de la sala, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas.
Luego de mucho tiempo un médico entró en la sala, con la aguja más puntiaguda que en su vida había visto. Ella con sus ojos suplicantes le decía que parara, que era verdad, que le mirara la cicatriz, que allí estaba.
El médico, con una sonrisa falsa, fingía comprender lo que la mujer le decía, dándole el pinchazo. Cayendo en el mismo abismo otra vez, lo que había sido su vida. La ilusión era interminable, así como la cicatriz que estaba hacía ya mucho tiempo, olvidada en su mano.

Nota: se han intervenido fragmentos de los cuentos El abandono y la pasividad, de Antonio Di Benedetto; Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García Márquez; y Cacería, de María Teresa Andruetto.

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