Vuelo negro
Cerca de los crematorios, un hombre inclinado sobre una
tumba cambiaba flores. Hablaba solo, o con la melancólica compañía del recuerdo
de alguien. Yo volví a mi padre, era como si haber escrito no me hubiese
alcanzado para nada, pensé en que publicar podía ponerle fin al tema. Pero en
ese momento me di cuenta de que mi madre no iba a poder hacer lo que ese hombre
estaba haciendo, no iba a poder cambiar las flores de la tumba de mi padre.
Fue aquella tarde de fines de invierno cuando me
dijeron, una vez más, que me había vuelto un extraño. Las hojas secas
revoloteaban en el viento norte. El mate, ya lavado, fue el único testigo del
cesar de la sirena de la ambulancia. La mirada aliviada de los vecinos le
convidaba una tensa calidez a aquella siesta.
Todo pasó demasiado rápido. Cuando me di cuenta, me
encontraba en el patio cercado de una manzana pidiendo cigarrillos a los
transeúntes. Pero a ellos no les salían palabras, sólo balbuceos y mucha, mucha
saliva aguada y espesa, como el líquido del inyectable.
Al atardecer el aroma a sopa envolvía todo el
espacio. Se cenaba bien temprano, tan
temprano que aún me encontraba sin saber por qué había terminado ahí. En la
sobremesa de gelatina intenté atar cabos. Parece ser que a los cuerdos de
chaqueta blanca también les resultó extraño.
A medida que los días pasaron fui perdiendo la noción de
mi estadía. Me hice compadre de un ex aviador solo porque sus historias eran
las más interesantes. La sensación de despegue era tan real que al menos una
vez por día nuestra imaginación dejaba entrever campos de lavanda o hectáreas
de girasoles. Sentíamos cada costumbre como propia, de los lugares que Alberto
conoció en su juventud. A veces el té de media tarde era de China, otras, el
arroz nocturno era casi tan picante como el de Perú.
Una mañana no apareció para el desayuno. Me llamaron las
enfermeras por privado (ahí es cuando uno se da cuenta de que algo no está del
todo bien), así que fui a verlo por expreso pedido de su médico. El enfermero
de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo
pasar a la sala de espera. El lugar daba pena; un amplio salón de paredes
descascaradas e iluminado por tubos fluorescentes cuyas ventanas estaban
atravesadas por dos clases de enrejados, uno interno de barrotes gruesos y otro
externo, de alambre oxidado. La noche anterior mi amigo Alberto no soportó
mantener los pies sobre la tierra y se había colgado. Todavía no entiendo por
qué me llamaron a mí, pero se notaba que afuera, como adentro, nadie lo
esperaba.
Aquel día estuvieron todos bastante mal. Yo podía oír en
los murmullos la culpa que me tiraban encima. Decían que el comportamiento de
Alberto había cambiado desde que yo entré. No tuve manera de negarlo, al menos
yo fui notando más vitalidad en esos ojos de ayer, en esos labios que ya
estaban hartos de pronunciar el silencio.
Esa misma noche encontré una carta con un mapa, debajo
de mi almohada. La operación no parecía muy complicada, así que la puse en
marcha. Es raro que nadie antes le hubiese hecho la segunda. O la primera.
Porque él ya había volado.
Se puede decir que el insomnio fue bien aprovechado.
Cuando entre a casa aún estaba bastante ensordecido y me temblaban las piernas.
La pureza de la luz solar triunfaba sobre el amarillo tenue, ya extemporáneo,
que permanecía derivando de los dos focos. La luz solar, consecuente
inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada,
cajones abiertos… aunque todo permanece. Faltan del cajón de la ropa de hombre
una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra
camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios. Inmediatamente supe que en el
velorio estaríamos vestidos de igual a igual, como cuando yo era un niño.
Es martes y no puedo faltar. Tengo que estar para
cambiarle las flores también a mamá.
Nota: se han intervenido
fragmentos de los cuentos El abandono y la pasividad, de Antonio Di Benedetto;
Letras modernas, de David Voloj; y Réquiem para un laburante, de Pablo Ramos.
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