TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


MICAELA VEREA


Noche siniestra


Eran como la una y media de la mañana, y ahí estaba él, saliendo solo del bar, como todos los sábados a la madrugada. No le podía sacar los ojos de encima. Llevaba puesto lo mismo de siempre, una camisa blanca y jeans azules. Hacía desde la medianoche que lo estaba esperando. No aguanté las ganas de ir a hablarle, así que arrimé el Falcon al cordón de la vereda y empecé a andar en segunda, a la par de él. Iba caminando con las manos en los bolsillos, silbando bajito y noté que estaba distraído, tanto que no se percató de que lo seguí casi treinta metros. Como no me prestaba atención, tuve que frenar y llamarlo en voz alta para que se diera vuelta. Al escucharme, se quedó parado en el medio de la vereda, parecía algo confundido, así que volví a llamarlo. Miró con cara de incredulidad, yo me reí.
-          ¿A mí, señora? –me dice, arrimándose.
-          Sí –le digo. ¿No sabe dónde se puede comprar un paquete de americanos?
Fue lo primero que se me ocurrió preguntar, estaba nerviosa y no podía evitar reírme. Él se inclinó sobre la ventanilla.
-          ¿Americanos? ¿Cigarrillos americanos?
-          Sí.
-          De acá a tres cuadras hay un bar. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida. ¿Conoce?
-          Más o menos. Si no está apurado, ¿me quiere acompañar?
-          Ya debe de estar cerrado, y no sé en qué otra parte puede haber.
Me desilusioné un poco, era mi oportunidad de conocerlo y él no demostraba mucho interés. Pensé que probablemente desconfiaba de algo, así que insistí.
-          ¿Tenés miedo? –le dije riéndome, mientras encendía la luz del auto–. ¿No ves que estoy sola?
Se tildó por un instante, lo noté algo nervioso y me sorprendió la palidez de su rostro. Se apoyó en el marco de la ventanilla y comenzó a observarme.
-          No, qué voy a tener miedo. ¿Miedo a qué?
-          Y, no sé. Como no querés acompañarme…
Ahí cambió la actitud, comenzó a tutearme.
-          ¿Acompañarte adónde?
-          No te hagas el gil –le digo, sonriendo–. Ando buscando gente para ir a una fiesta.
-          No estoy vestido –me dice, con un gesto sorpresivo.
-          Por primera vez lo miré fijo a los ojos, sentí escalofríos. Fue una sensación extraña.
-          Subí –casi le ordené.
Enseguida abrió la puerta, ahora era él quien no me sacaba la mirada de encima. Apenas me corrí al volante, se sentó sobre el tapizado y puso la mano sobre mi pierna, la tenía helada, me pareció algo extraño ya que estábamos en pleno enero. Ignoré la situación y seguí conduciendo, luego se me encimó un poco más y colocó su mano en mi hombro.
-          ¿Dónde es la fiesta?
-          En mi casa –le contesté, sin apartar la mirada del camino.
Doblé en la primera esquina y aceleré. Dejamos atrás las calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Como todos los sábados, los autos corrían en varias direcciones y mucha gente bien vestida andaba en grupos por las veredas; hombres de traje o en mangas de camisa, y mujeres con vestidos floreados. Entré en la Avenida con el Falcon y nos dirigimos hacia el norte.
-          Separate un poco hasta que pasemos unas cuadras –le dije.
Al final de la avenida doblé por una calle oscura y aminoré la marcha. Él volvió a encimarse y yo, un poco nerviosa, me reí. Me besó el cuello y le pedí un cigarrillo para tranquilizarme.
-          Fumo negros.
-          No importa.
Me puso el cigarrillo en los labios y me lo encendió con la carucita. Mantuvo fijamente sus ojos en mí, yo seguía con la vista intacta en el oscuro camino iluminado por la luz de los faros. Una vez más apoyó su mano sobre mi pierna, y volví a sentir esa extraña sensación de frío correr por mi cuerpo. No voy a negar que estaba algo asustada. A mitad de la cuadra clavé los frenos y estacioné el auto al lado del cordón, apagué las luces, me eché contra el respaldar del asiento, le di un par de pitadas más al cigarrillo y lo tiré a la vereda.
-          Llegamos –le dije.
Se me acercó y comenzó a recorrer mi cuerpo con el suyo. Si con sólo tocarme la pierna había sentido ese frío estremecedor, no sabría cómo explicar lo aterrorizada que estuve en aquel momento. Pasaron cinco minutos, mi cuerpo estaba endurecido.
-          Vení, vamos a bajar. No hagas ruido –le dije al oído.
Bajamos, cerré la puerta silenciosamente. El ingreso al bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de uno de los cuartos. Lo observé y por un momento pareció tener desconfianza, lo tomé de la mano, que seguía fría y pálida, me apoyé en la pared y lo apreté contra mí. Me sorprendí de mí misma, dejé mis temores atrás, lo agarré de la manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, lo empujé hasta el dormitorio, que era la pieza con la luz encendida. No había más que la cama de dos plazas y una silla.
Nos desnudamos de inmediato y comenzó a besarme. Cuando se inclinó a mí, advertí un gesto extraño en su rostro, como si se le deformara, los ojos se le tornaron de un color rojizo y embruteció. Le pedí por favor que saliera de encima, pero se negó y continuó con lo suyo de manera voraz. Escuché suspiros en mis oídos, llamándome por mi nombre, cada vez se escuchaban más y más fuertes. Yo estaba aterrada, traté de defenderme como pude, pero no lo logré, el tipo terminó e hizo como si nada hubiera pasado, sentí una impotencia terrible. Comencé a llorar, estaba rota, como si de pronto algo se hubiera muerto en mí.
Cuando levanté la vista, estaba mi esposo en la puerta de la habitación fijándome la mirada. No podía parar de llorar, traté de explicarle la situación, pero no me dejó continuar. Me preguntó por la sangre sobre las sábanas.
-          ¿No me vas a preguntar quién es éste tipo? –le dije, confundida.
-          ¿Qué tipo? –me preguntó él.

Nota: el relato resulta de una intervención sobre el cuento Verde y negro, de Juan José Saer.

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