Noche siniestra
Eran como la una y media de la mañana, y ahí estaba él,
saliendo solo del bar, como todos los sábados a la madrugada. No le podía sacar
los ojos de encima. Llevaba puesto lo mismo de siempre, una camisa blanca y
jeans azules. Hacía desde la medianoche que lo estaba esperando. No aguanté las
ganas de ir a hablarle, así que arrimé el Falcon al cordón de la vereda y
empecé a andar en segunda, a la par de él. Iba caminando con las manos en los
bolsillos, silbando bajito y noté que estaba distraído, tanto que no se percató
de que lo seguí casi treinta metros. Como no me prestaba atención, tuve que
frenar y llamarlo en voz alta para que se diera vuelta. Al escucharme, se quedó
parado en el medio de la vereda, parecía algo confundido, así que volví a
llamarlo. Miró con cara de incredulidad, yo me reí.
-
¿A mí, señora? –me dice,
arrimándose.
-
Sí –le digo. ¿No sabe dónde se
puede comprar un paquete de americanos?
Fue lo primero que se me ocurrió preguntar, estaba
nerviosa y no podía evitar reírme. Él se inclinó sobre la ventanilla.
-
¿Americanos? ¿Cigarrillos
americanos?
-
Sí.
-
De acá a tres cuadras hay un
bar. Sabe tener de vez en cuando. Tiene que ir hasta Crespo y la Avenida.
¿Conoce?
-
Más o menos. Si no está
apurado, ¿me quiere acompañar?
-
Ya debe de estar cerrado, y no
sé en qué otra parte puede haber.
Me desilusioné un poco, era mi oportunidad de conocerlo
y él no demostraba mucho interés. Pensé que probablemente desconfiaba de algo,
así que insistí.
-
¿Tenés miedo? –le dije
riéndome, mientras encendía la luz del auto–. ¿No ves que estoy sola?
Se tildó por un instante, lo noté algo nervioso y me
sorprendió la palidez de su rostro. Se apoyó en el marco de la ventanilla y
comenzó a observarme.
-
No, qué voy a tener miedo.
¿Miedo a qué?
-
Y, no sé. Como no querés
acompañarme…
Ahí cambió la actitud, comenzó a tutearme.
-
¿Acompañarte adónde?
-
No te hagas el gil –le digo,
sonriendo–. Ando buscando gente para ir a una fiesta.
-
No estoy vestido –me dice, con
un gesto sorpresivo.
-
Por primera vez lo miré fijo a
los ojos, sentí escalofríos. Fue una sensación extraña.
-
Subí –casi le ordené.
Enseguida abrió la puerta, ahora era él quien no me
sacaba la mirada de encima. Apenas me corrí al volante, se sentó sobre el
tapizado y puso la mano sobre mi pierna, la tenía helada, me pareció algo
extraño ya que estábamos en pleno enero. Ignoré la situación y seguí
conduciendo, luego se me encimó un poco más y colocó su mano en mi hombro.
-
¿Dónde es la fiesta?
-
En mi casa –le contesté, sin
apartar la mirada del camino.
Doblé en la primera esquina y aceleré. Dejamos atrás las
calles oscuras y arboladas, y a las dos cuadras nos topamos con la Avenida
iluminada con la luz blanca de las lámparas a gas de mercurio. Como todos los
sábados, los autos corrían en varias direcciones y mucha gente bien vestida
andaba en grupos por las veredas; hombres de traje o en mangas de camisa, y
mujeres con vestidos floreados. Entré en la Avenida con el Falcon y nos
dirigimos hacia el norte.
-
Separate un poco hasta que
pasemos unas cuadras –le dije.
Al final de la avenida doblé por una calle oscura y
aminoré la marcha. Él volvió a encimarse y yo, un poco nerviosa, me reí. Me
besó el cuello y le pedí un cigarrillo para tranquilizarme.
-
Fumo negros.
-
No importa.
Me puso el cigarrillo en los labios y me lo encendió con
la carucita. Mantuvo fijamente sus ojos en mí, yo seguía con la vista intacta
en el oscuro camino iluminado por la luz de los faros. Una vez más apoyó su
mano sobre mi pierna, y volví a sentir esa extraña sensación de frío correr por
mi cuerpo. No voy a negar que estaba algo asustada. A mitad de la cuadra clavé
los frenos y estacioné el auto al lado del cordón, apagué las luces, me eché
contra el respaldar del asiento, le di un par de pitadas más al cigarrillo y lo
tiré a la vereda.
-
Llegamos –le dije.
Se me acercó y comenzó a recorrer mi cuerpo con el suyo.
Si con sólo tocarme la pierna había sentido ese frío estremecedor, no sabría
cómo explicar lo aterrorizada que estuve en aquel momento. Pasaron cinco
minutos, mi cuerpo estaba endurecido.
-
Vení, vamos a bajar. No hagas
ruido –le dije al oído.
Bajamos, cerré la puerta silenciosamente. El ingreso al
bulín estaba sin llave y el umbral estaba negro, no se veía nada. Al fondo
nomás se alcanzaba a distinguir una lucecita, reflejo de la luz encendida de
uno de los cuartos. Lo observé y por un momento pareció tener desconfianza, lo
tomé de la mano, que seguía fría y pálida, me apoyé en la pared y lo apreté
contra mí. Me sorprendí de mí misma, dejé mis temores atrás, lo agarré de la
manga de la camisa y caminando rápido, casi corriendo, lo empujé hasta el
dormitorio, que era la pieza con la luz encendida. No había más que la cama de
dos plazas y una silla.
Nos desnudamos de inmediato y comenzó a besarme. Cuando
se inclinó a mí, advertí un gesto extraño en su rostro, como si se le
deformara, los ojos se le tornaron de un color rojizo y embruteció. Le pedí por
favor que saliera de encima, pero se negó y continuó con lo suyo de manera
voraz. Escuché suspiros en mis oídos, llamándome por mi nombre, cada vez se
escuchaban más y más fuertes. Yo estaba aterrada, traté de defenderme como
pude, pero no lo logré, el tipo terminó e hizo como si nada hubiera pasado,
sentí una impotencia terrible. Comencé a llorar, estaba rota, como si de pronto
algo se hubiera muerto en mí.
Cuando levanté la vista, estaba mi esposo en la puerta
de la habitación fijándome la mirada. No podía parar de llorar, traté de
explicarle la situación, pero no me dejó continuar. Me preguntó por la sangre
sobre las sábanas.
-
¿No me vas a preguntar quién es
éste tipo? –le dije, confundida.
-
¿Qué tipo? –me preguntó él.
Nota: el relato resulta
de una intervención sobre el cuento Verde y negro, de Juan José Saer.
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