Vivir en
soledad
“Cuando me hayan devuelto
mi casa y mi vida,
entonces encontraré mi
verdadero rostro”
Julio Cortázar
Somos una familia pequeña y humilde. De pronto nuestra
vida da un giro total, porque papá gana la lotería. Muchas cosas cambian, la
nueva posición social en la que nos encontramos nos aleja de algunas amistades,
el cambio de trabajo de mi papá, el nuevo colegio, y la nueva casa; creemos que
es lo mejor que nos pudo haber pasado.
La niñera sube a mi habitación. Me despierta a las siete
menos diez como todas las mañanas, porque tengo que prepararme para ir a la
escuela. Me llamo Luz, mi familia es creyente y agradecida, por lo que hago la
oración de siempre para cumplir con Dios ni bien me despierto. Mis papás me
esperan en el comedor con el desayuno listo, para arrancar feliz el día de mi
cumpleaños número nueve. Además de niñera, también tenemos un chofer que se
encarga de llevarnos donde sea.
Emprendemos el viaje de todas las mañanas dejando a papá
en la oficina y dirigiéndonos a la escuela. El chófer recibe un disparo en la
sien, lo que le provoca la muerte instantánea. Mi cabeza da contra el vidrio y
caigo. Un grupo de hombres me callan los gritos.
Escucho a uno de estos hombres que planea el cobro de mi
rescate, menciona que alguien cambió su amistad por dinero. Mientras, me
amarran de pies y manos y me tiran a un piso húmedo. Lloro hasta quedar dormida, o eso creo.
No sé cuánto tiempo quedo hundida en aquel estado. Sólo
recuerdo que después de muchas horas incontables oí una voz que decía: “ahora
podés correr la cama para este lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de
enferma, sino de convaleciente. Después oí a una chica sollozar.
Permanezco rígida antes de darme cuenta de que me
encontraba en posición horizontal. Entonces siento el vacío inmenso. El
estremecedor y violento silencio de ese lugar, la inmovilidad increíble que
afectaba a todas las cosas.
Algo está pasando, están muy emocionados, quiero creer
que voy a regresar a los brazos de mi familia. Es tanta la euforia que tienen,
que uno de ellos olvida trabar la puerta cuando me trae la comida: es el
momento de huir. Pero justo al cruzar el pasillo me encuentran:
- ¡Soltame! ¡Dejame! –grito sacudiendo la pierna.
-¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! – lloro imperiosamente.
Trato aún de sujetarme del borde, pero me siento arrancada y caigo.
-Mamá, ¡Ay! Ma… - No puedo gritar más.
De pronto la silueta de uno de ellos me parece muy
familiar, aunque no emita sonido alguno y tenga el rostro cubierto. Me arrojan
nuevamente al lugar del encierro. No sé cuántas horas pasan, pero regresa uno
de ellos y me dice que volveré a casa.
Después de mucho tiempo, aunque había noches en las que
me sobresaltaba y despertaba angustiada, creí que todo se había terminado. Una
vez, veo su cara tocar unas flores negras. Percibo débiles quejidos. Aquellas
flores se quejaban, en efecto, y de sus corolas oscuras surgía una pululación
de pequeñas ayes muy semejantes a los de un niño. La sugestión se había operado
en forma completamente imprevista, y aquellas flores, durante su breve
existencia, no hacían sino llorar.
Mi estupefacción había llegado al colmo, cuando de
repente una idea terrible me asaltó. Recordé las leyendas de hechicería: la
mandrágora llora también cuando se ha regado con la sangre de un niño; y con
una sospecha que me hizo palidecer horriblemente, me incorporé.
La gran sorpresa de la visita de un viejo amigo de mi
papá que hacía mucho tiempo que no veíamos, precisamente desde aquel día del
gran premio. Me quedo inmovilizada, tomo la mano de mi mamá y la aprieto con
todas mis fuerzas antes de romper en llanto. Su voz había quedado resonando en
mi cabeza.
Nota: se han intervenido
fragmentos de los cuentos Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García
Márquez; La gallina degollada, de Horacio Quiroga; y Viola Acherontia, de
Leopoldo Lugones.
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