La violencia del
silencio
Fui a verla por expreso pedido de su médico. El
enfermero de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos,
me hizo pasar a la sala de espera. El lugar daba pena; un amplio salón de
paredes descascaradas e iluminado por tubos fluorescentes cuyas ventanas
estaban atravesadas por dos clases de enrejados, uno interno de barrotes gruesos,
y otro externo, de alambre oxidado. El salón estaba vacío, pero se sentía la
desesperación de las que pasaron por ahí. Almas aterrorizadas y aterrorizantes
que se aferraron a las paredes y nunca lograron descansar.
Cuando me llamó Clara quedé shockeada. “Violaron a tu
hermana –me dijo– escuché un auto arrancar e irse volando y las gallinas se
pusieron locas. La encontré en la casita del frente, mudó su habitación ahí”.
Dieciséis años tiene, y estos hijos de re mil yuta le arruinan la vida por puro
morbo. Cuando la encontró en el piso, llamó a la ambulancia del pueblo y
arrancó para la ciudad. Hace quince años me fui y siguen usado la misma furgo
para no invertir en una ambulancia en serio. Negligencia inaudita. No es que
pase mucho en un pueblo de 2000 habitantes, pero… ahí fueron. En la antena de
la radio flotaba locamente la bandera con la cruz roja, y se corría a cien
kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, sin que ya se
supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos
desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba
fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.
Para cuando llegué al hospital, a Sofi ya le habían dado
el alta, Clara había hecho la denuncia y el mundo mantuvo su vista al frente.
Nada más que un “pobrecita”, o un “tan joven”. No dijeron nada de cómo iba
vestida porque la encontraron en su propia casa, pero no me hubiese
sorprendido. Nadie habla de lo violento que es el silencio. Callar lastima más
que cualquier arma.
Dos meses pasaron sin que Sofi salga de su encierro. “No
sale de la pieza” –me dijo Clara–. Me despierta el timbre de casa. Segundo
shock: “quiero abortar –me dice llorando– No puedo ten… no quiero, no puedo,
no”. ¿Qué le voy a decir? Contacto con el Colectivo Feminista, hablo con Jenny:
“Clínica Clandestina. Son buena gente, pero no están equipados. No esperes más
de lo que les estás pagando”. Turno: 23 de marzo, 2 am, en pleno centro. La
acompaño, dejo la plata y me dejan afuera. Horas después, no sé cuántas –muchas–,
me hacen pasar:
— El médico quiere que la veas —me dice el enfermero,
como perdido.
Me encierran en la sala de espera. No podía definir si
era una clínica o una cárcel. Poca luz, rejas, alambres. Quien supongo el
médico me llama. Entro a la sala, lloro.
Desde ese día no puedo dejar de recrear lo que vivió
aquella noche, tan vívido y brutal como me lo contó. Por odio, por morbo, por
amor, por mi hermana y por todas las que lo vivimos, imagino:
—¡Soltame! ¡Dejame! —grito sacudiendo la pierna. Pero
soy atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloro imperiosamente.
Trato de sujetarme del borde, pero me arrancan y caigo.
—Mamá, ¡ay! Ma. . . —No puedo gritar más. Uno de ellos
me aprieta el cuello, apartando mis bucles como si fueran plumas, y los otros
me arrastran de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había
desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándome la vida, segundo por
segundo.
Nota: se han intervenido
fragmentos de los cuentos Letras modernas, de David Voloj; Autopista del sur,
de Julio Cortázar; y La gallina degollada, de Horacio Quiroga.
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