TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


FACUNDO NIZETICH


Elíptico


Muy bien hubiera podido llamarme Nico. Todos empezamos como palabras. Mis viejos barajaron tantos nombres en mis comienzos que seguramente llegué a ser Nicolás, incluso si lo fui durante tan sólo un pensamiento pasajero. Así que mi farsa no era una mentira de pies a cabeza; en algún punto de ese cuerpo garabateado se escondía una mancha, la colisión de tintes donde sale a la superficie una verdad imborrable. Diría que eso hizo que mi acto resultara más fácil pero no, siempre fue fácil. Desde el primer instante en que puse pie dentro de esa casa me apoderé del vacío. Llené cada frasco, ocupé cada silla y me desprendí de cada foto. Ese caserón era mi aposento, mi reino de polvo. Encontraba inmenso placer en observar a la pobre vieja ir de un rincón de la casa al otro. Cada movimiento de sus pulmones, cada pasada temblorosa de la plancha. La lucha contra la tinta, la melodía torpe de sus pantuflas. Su cabeza gacha y gris soltaba la peste de lo obsoleto.
Por las noches, recostado sobre la cama, también me apoderaba del silencio. Con mi vista fija en el techo de madera, tosía a ritmos variantes. A veces lo hacía más rápido, a veces lo hacía más lento. Siempre lo hacía con la ligera silueta de una sonrisa dibujada en mi rostro. Como era de esperarse en alguien de su edad, la vieja dormía profundamente, pero así se encontrara a kilómetros dentro de sus propias fantasías yo me aseguraba de que mis ecos la alcanzaran; y cuando quedaba claro que lo había logrado empezaba a imaginarme a Laura, haciendo esos mismos movimientos desesperados, también al son de negativas inútiles.
A Nico no le gustaban mucho los perros, y al tenerlos frente a mí, moviendo sus colas y ansiando una caricia familiar de la mano de un extraño, lo entendí. Vaya que eran estúpidos. Ganarme a la vieja requirió poco esfuerzo, pero ganarme a esos bichos no requirió nada en absoluto. Boby, Negro, mamá. Ese brillo en los ojos que gritaba, cual caricatura absurda y retorcida, “no hay nadie en casa”. Y sí. Nadie antes de mi llegada, nadie tras mi partida.
El trayecto en barco fue como el pasar de una página a la otra. Eran las 11:45 cuando el tren se detuvo en Saint-Lazare. Tras observar brevemente el exterior a través de la ventana, bajé a la estación esquivando aquel fenómeno ajeno en que la multitud se fraccionaba en multitudes más y más pequeñas hasta que las porciones terminaban por descomponerse en meros individuos. Avancé hacia el portillo de salida, pasando al lado de quien sin dudas era el otro argentino. Se sintió raro el llevar la valija con la mano izquierda, aquella que solía relegar o, cuando menos, dar por sentada, pero sabía que así tenía que ser. Cuando me detuve frente al portillo y puse la valija en el suelo para buscar el billete, aproveché para girar mi rostro con disimulo. Allí estaba la mujer de la falda azul. Le entregué el papel al hombre y seguí mi camino, dejando el lapso suficiente para que Laura y Luis salieran por separado de la estación. Ella se fue a tomar el colectivo inmediatamente mientras que él se tomó su tiempo junto con su coñac. Palabra por palabra, ambos tan predichos.
Ese viernes Luis llegó justo a tiempo para la cena. Devuelto a lo de siempre, dibujó redondeles con su cuchara y los selló con sus labios y como a sus labios. Yo era su círculo. Abrazando el dedo de Laura, apretando el cuello de Luis. Yo lo era todo. Más amargo que el café, más espeso que el humo del cigarrillo. Y, después de un rato, el otro cuarto, la mesa de trabajo, la lámpara. Un papel tras otro y casi punto final para mi papel. La puerta se abrió, la pluma cayó.
― ¿A vos no te parece que está mucho más flaco? ―Laura exclamó de espaldas. No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.

Nota: el relato opera como una intervención artística a partir del cuento Cartas de mamá, de Julio Cortázar 

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