Elíptico
Muy bien hubiera podido llamarme Nico. Todos empezamos
como palabras. Mis viejos barajaron tantos nombres en mis comienzos que
seguramente llegué a ser Nicolás, incluso si lo fui durante tan sólo un
pensamiento pasajero. Así que mi farsa no era una mentira de pies a cabeza; en
algún punto de ese cuerpo garabateado se escondía una mancha, la colisión de
tintes donde sale a la superficie una verdad imborrable. Diría que eso hizo que
mi acto resultara más fácil pero no, siempre fue fácil. Desde el primer
instante en que puse pie dentro de esa casa me apoderé del vacío. Llené cada
frasco, ocupé cada silla y me desprendí de cada foto. Ese caserón era mi
aposento, mi reino de polvo. Encontraba inmenso placer en observar a la pobre
vieja ir de un rincón de la casa al otro. Cada movimiento de sus pulmones, cada
pasada temblorosa de la plancha. La lucha contra la tinta, la melodía torpe de
sus pantuflas. Su cabeza gacha y gris soltaba la peste de lo obsoleto.
Por las noches, recostado sobre la cama, también me
apoderaba del silencio. Con mi vista fija en el techo de madera, tosía a ritmos
variantes. A veces lo hacía más rápido, a veces lo hacía más lento. Siempre lo
hacía con la ligera silueta de una sonrisa dibujada en mi rostro. Como era de
esperarse en alguien de su edad, la vieja dormía profundamente, pero así se
encontrara a kilómetros dentro de sus propias fantasías yo me aseguraba de que
mis ecos la alcanzaran; y cuando quedaba claro que lo había logrado empezaba a
imaginarme a Laura, haciendo esos mismos movimientos desesperados, también al
son de negativas inútiles.
A Nico no le gustaban mucho los perros, y al tenerlos frente
a mí, moviendo sus colas y ansiando una caricia familiar de la mano de un
extraño, lo entendí. Vaya que eran estúpidos. Ganarme a la vieja requirió poco
esfuerzo, pero ganarme a esos bichos no requirió nada en absoluto. Boby, Negro,
mamá. Ese brillo en los ojos que gritaba, cual caricatura absurda y retorcida,
“no hay nadie en casa”. Y sí. Nadie antes de mi llegada, nadie tras mi partida.
El trayecto en barco fue como el pasar de una página a
la otra. Eran las 11:45 cuando el tren se detuvo en Saint-Lazare. Tras observar
brevemente el exterior a través de la ventana, bajé a la estación esquivando
aquel fenómeno ajeno en que la multitud se fraccionaba en multitudes más y más
pequeñas hasta que las porciones terminaban por descomponerse en meros individuos.
Avancé hacia el portillo de salida, pasando al lado de quien sin dudas era el
otro argentino. Se sintió raro el llevar la valija con la mano izquierda,
aquella que solía relegar o, cuando menos, dar por sentada, pero sabía que así
tenía que ser. Cuando me detuve frente al portillo y puse la valija en el suelo
para buscar el billete, aproveché para girar mi rostro con disimulo. Allí
estaba la mujer de la falda azul. Le entregué el papel al hombre y seguí mi
camino, dejando el lapso suficiente para que Laura y Luis salieran por separado
de la estación. Ella se fue a tomar el colectivo inmediatamente mientras que él
se tomó su tiempo junto con su coñac. Palabra por palabra, ambos tan predichos.
Ese viernes Luis llegó justo a tiempo para la cena.
Devuelto a lo de siempre, dibujó redondeles con su cuchara y los selló con sus
labios y como a sus labios. Yo era su círculo. Abrazando el dedo de Laura,
apretando el cuello de Luis. Yo lo era todo. Más amargo que el café, más espeso
que el humo del cigarrillo. Y, después de un rato, el otro cuarto, la mesa de
trabajo, la lámpara. Un papel tras otro y casi punto final para mi papel. La
puerta se abrió, la pluma cayó.
― ¿A vos no te parece que está mucho más flaco? ―Laura
exclamó de espaldas. No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.
Nota: el relato opera
como una intervención artística a partir del cuento Cartas de mamá, de Julio
Cortázar
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