Martes, otra
vez martes; como detesto los martes. Si, los martes. Algunos repudian los lunes
pero yo no; me generan un rechazo incomprensible los martes. Quizás sea porque
todos los hechos traumáticos de mi vida ocurrieron los días martes; la muerte
de mi perro, un martes, el accidente de mi viejo, un martes, mi esguince, un
martes, el engaño de mi novio, ¡ahh no! eso no fue un martes, pero igual,
detesto los martes.
Y encima hoy
soy la “ama de casa suplente”; y sí, desde que mi vieja empezó suele pasar;
sinceramente no me agrada para nada tener que ordenar, hacer las compras,
cocinar… pero desde que quedamos solas, no llega a cumplir todas sus
obligaciones.
Si. Martes.
Ama de casa suplente. Perfecto
Un kilo de
pan, medio de cebolla, ¿papas? No no, papas hay ¿qué más me había pedido? Ahh,
si si, kilo y medio de costeletas.
Directo al
supermercado. Rueda pinchada. Hay que caminar. Viento, ¿por qué viento? Sol,
lluvia, tormenta, lo que sea, ¡pero no viento! Por lo visto hoy no es mi día.
Martes. Ama
de casa suplente. Viento. ¡Genial!
Camino al
supermercado se percata de que se olvidó la bolsa de compras, desde que entró
en vigencia la ordenanza hay que llevarla a cada negocio de la ciudad.
Regresa.
Comienza la búsqueda de la bolsa. No la encuentra. Algo anda mal ¿será una
señal? Tonterías. Agotada de no obtener el resultado esperado, se sienta en una
silla, la de madera, al costado izquierdo de la mesa. Cierra los ojos. Una
sensación de angustia invade su cuerpo. A su mente vuelve el sueño de la noche
anterior, pasaba meses sin soñar, o bien, sin recordar lo que soñaba, aunque
hacía una semana despertaba con una desesperación inexplicable. Sofocada por su
malestar abre sus ojos, observa en la silla ubicada a su derecha la bolsa tan
buscada. La toma y sale hacia el supermercado.
En el camino
no puede evitar recordar y pensar en su sueño. – Buen día. La sorprende su
vecina que ingresaba en el mismo instante que ella en el local.
Sobresaltada
decide dejar de lado ese asunto y concentrarse en el pedido. Debía realizarse
con exactitud, no debía olvidarse de nada, sabía que si lo hacía sería motivo
de otro conflicto familiar.
Un kilo de
pan, medio de cebollas, kilo y medio de costeletas y ¡puré de tomates!, lo
recordó al pasar frente al pasillo nueve, donde luego de buscar el resto de los
productos regresaría.
En el nueve,
estira su brazo derecho para tomar la botella. Sus ojos perdidos en la nada. Su
cuerpo preso de un incontrolable temblor. Su respiración agitada. Sudor que
caía por su frente rodeando sus ojos desorbitados. Su mano dejando caer la
botella. Permanecía firme en su posición. Su cuerpo corroboraba su presencia
pero no reaccionaba.
Y llegué a la naciente de un camino que no
dudé en transitar. Caminando por la espesa vegetación de aquel bosque que de
niña había conocido y que su recuerdo se me había borrado. Alto, es el mismo
bosque del sueño de anoche. Felicidad, libertad, soledad… ¡estoy tan bien!
Pero, ¿por qué comienzo a sentir miedo, dolor y preocupación?
Continúo
andando. Llegué otra vez a esa cabaña que conocí a los nueve años. De madera de
algarrobo, dura y resistente como el mismísimo árbol. Subí las escaleras
traseras y llegué al porsche. Tras grandes esfuerzos por correr ese mueble
rotoso, accedí a las cercanías de una ventana. La curiosidad puso más, aunque
sabía que debía marcharme. Me asomé. En el interior de la casucha una mesa
rectangular pequeña, ubicada paralela a mi ubicación. A su alrededor tres
sillas dispuestas de un modo particular, miraban hacia el lado opuesto de la
mesa, es decir, su espaldar estaba en contacto con el filo del mueble. Más al
fondo se divisaba una pequeña cocina. Sin dudas, desde allí provenían las
primeras voces calmas que se iban tornando fuertes reproches.
Los insultos
eran dictados por dos personas que se dirigían a la habitación que tanto había
observado. La mujer, de cabellera negra y ojos aún más oscuros, mantenía su
dedo acusador hacia el hombre que, cansado de discutir, se había sentado en una
de las sillas y mirando hacia la pared, con esa mirada de mar, había optado por
abstenerse de comentarios.
Una voz que
decía: - Lárgate. Ahora ¿Qué esperas? Esta vez nada podrás hacer. Tardé unos
segundos en comprender que esa voz no era de mi conciencia, sino de un niño de
tal vez nueve años, cabellera tan negra como la de la histérica mujer y ojos
aún más turquesas que los del señor. De repente, el niño desapareció. Ágil se
escabullía en los arbustos. Pensé en seguirlo, pero la pulsión de curiosidad
otra vez pudo más.
Permanecí en
mi posición, volviendo la mirada hacia la ventana. Un almanaque. Martes nueve;
había olvidado que era martes. Un ruido. El hombre se levanta brutalmente hacia
la señora, que mediante empujones logra apartárselo y tirarlo hacia la otra
silla. La nuca de aquél hombre choca bruscamente contra el espaldar,
ocasionando un leve momento de inconciencia. Me desvanecí en el suelo
chocándome el mueble viejo y roto. Desperté luego de un momento y nuevamente yo
asomada a la ventana.
El hombre se
encontraba sobre la mesa, atadas cada una de sus extremidades por sogas que se
unían con las patas del mueblucho. Permanecía inmovilizado, lógicamente, pero
yo, yo tampoco podía ni levantar mis brazos, ni mover mis piernas y no entendía
porqué.
La mujer,
mucho mas despeinada que hacía unos instantes atrás, se acercaba furiosamente
hacia el hombre, con su mirada que destallaba fuego, tan penetrante que
provocaba escalofrío, con su risa exasperada que se deleitaba por el esfuerzo
que ahora, el señor realizaba tras recuperar la conciencia. Nada podía hacer
ante el espectáculo que se desenvolvía ante mis ojos. O quizás si. Aunque sólo
podía gritar, creo. Mis piernas inmovilizadas no servían para huir y menos para
ingresar a la casucha para evitar lo que fuera que fuese a suceder.
Abalanzándose
hacia aquél extraño de traje negro y rostro que ahora me resultaba familiar,
sacó de entre sus harapos una cuchilla, de las que se usan en las carneadas,
brillante y filosa. Comenzó a penetrar
sin remordimiento aquél cuerpo inmóvil y temeroso.
Primer
apuñalada. Alaridos de auxilio, de sufrimiento, de resignación. Quiero gritar
bien fuerte, como cuando discutía con mamá, con papá. Imposible. El sonido de
mi voz se había apagado. Ya nadie podría escucharme. Nuevamente su cuchilla
toma altura y desde su nueva posición – arriba del cadáver- su arma inicia
nuevo viaje, directo al estómago de la presa, que comenzaba a liberar un
ferviente rojo.
Sintiendo un
ardor en su vientre, logra por fin tocárselo con su mano derecha que tras
deslizarse por éste, se baña de un cálido y espeso líquido, que ahora frente a
sus ojos, tomaba color rojo oscuro y llenaba de espanto el rostro de la joven
salpicado por el fluido.
Mirando
nuevamente por la ventana, observa de modo difuso como aquella insaciable mujer
seguía apuñalando al pobre hombre. Cada nueva apuñalada que aparecía en el
extraño, en ella se sentía como navajazos intensos. Ardiéndole su estómago,
intenta gritar, aunque esta vez ya no le importaba obtener ayuda, sólo
desahogar su dolor.
Desvaneciéndose
lentamente, finaliza por situarse en el suelo, rodeada de un flamante rojo
pasión que cada segundo aumentaba su dimensión, y que provenía de su vientre
herido, que dejaba escapar sin timidez a cada víscera que se aproximaba a los
nueve orificios.
Sus alaridos
habían reunido a un par de personas a su
alrededor que, extrañadas de lo ocurrido, no sabían que hacer. Habían sido
testigos de cada nueva perforación que surgían en esa joven, ahora recogida por
los bomberos, por las que fuertes torrentes sanguíneos se dispersaban en el
pasillo nueve.
Si. Martes.
Ama de casa suplente. Viento. Angustia. ¡PERFECTO!