TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Gustavo Maier

Un viaje

¿Me han abandonado? ¿Qué pasó? ¿Mi señora y mis hijos dónde están?
Es extraño, si vivimos todos juntos, ni Bobby está en el patio, ni tampoco los animales. Ahora recuerdo, la patrona se fue a lavar la ropa y los niños están en el colegio. Seguramente el mayor está con el ganado, pastoreando.
El médico me había recomendado descansar y sobre todo tomar la medicación. Sobre la mesa está la caja. El silencio hace ruido en mi cabeza, es extraño… produce cierta calma a mi corazón.
También me dijo que tenía que volver a verlo en estos días.
¿Qué hora es? No encuentro el reloj. Se escucha frenar el tren de todas las mañanas, es mediodía y en media hora volverá a salir. Pienso que debería dejarles una nota y tomar el tren.
Los tiempos de la gran ciudad apremian, aprisionan y por momentos encarcelan. 
Este joven busca respuestas en ese mar de personas que van y vienen sin noción de tiempo. Las expresiones en su cara son nada más que caretas, falsas e ignorantes.
Me fastidio en el tren del Sarmiento, van siempre todos apretujados y en Once bajan como ganado.

Con la mirada esperanzadora me dirigí al consultorio. En ese breve espacio voy buscando respuestas, de esas que la ciencia todavía no ha podido resolver.
Me senté en una banqueta alta y empezamos a charlar, conté las cosas que me dan añoranza y dolor. En un momento me quebré y comencé a llorar. De pronto suena el teléfono, el profesional se disculpa y me deja solo.

Qué raro, el tren debió haberme dejado cerca del consultorio pero no recuerdo muy bien cómo llegué hasta acá.
¡Buenos días!... nadie saluda, parece que nadie me escucha, ¡estos porteños!...
¿Qué le pasará a ese joven? Está llorando, sé que no se puede entrar pero debo abrazarlo.
El joven llora a moco tendido, de pronto su cara se ilumina y siente que alguien lo contiene angelicalmente.

Ahí está el doctor, le voy a consultar sobre mis estudios.
- ¡Hola doctor!
- ¡Hola amigo!
- Cómo le va, tanto tiempo
- Anda todo bien, acompáñeme.
- ¿A dónde?
- Usted venga conmigo, le iré contando en el camino.

Por el pasillo… una luz poderosa… de fondo, se escucha un tren.

Juan Pablo Abraham

La hermana

Cuando la Hermana Ana María llegó al colegio La Inmaculada Concepción las demás monjas estaban escuchando misa en la Iglesia del Padre Sergio, por lo que tuvo que esperar una hora y media afuera del convento. Desde novicias las monjas franciscanas aprenden a tener paciencia a base de entrenar intensamente los apetitos básicos. Largas horas de ayuno y abstinencia, pequeñas mortificaciones en su cuerpo como golpes de látigos autoinfligidos, son algunas de las recetas que aprenden ni bien ingresan al convento. Claro que todo esto debe ser estrictamente controlado por un superior para no incurrir en excesos, y a esta tarea la llevaba a cabo el Padre Oscar, un viejo sacerdote de Puán, lugar donde se encontraba el convento del cual procedía Ana María. El Padre Oscar era un hombre estricto y nunca erraba en su diagnóstico. Escuchaba las confesiones durante todo el día, pero sobre todo entre la Tercia y la Sexta, es decir antes del mediodía. Luego tomaba un té con la Madre Superiora y le daba una que otra recomendación.
La Madre Superiora era siempre reacia cuando se trataba de enviar a alguna de sus monjas a otro lugar. Los motivos eran muchos, pero el más importante era quizás el pequeño número de hermanas con que contaba el convento, pensando en los arduos y variados trabajos. Por ello, al contrato de una cocinera les habían seguido dos contratos más: una persona para cuidar a los animales y otra para los cultivos. Aun así, con el último rezo de la noche pedían perdón por todas las tareas que no habían podido terminar durante la tarde. Había monjas más ordenadas que otras, y por ello Ana María anotaba en una pequeña agenda los quehaceres que quedaban pendientes para realizar al día siguiente. Nunca nadie escuchó salir de su boca una queja. Amaba a sus hermanas y se divertía muchísimo en los pequeños momentos de distracción que generalmente venían después de almorzar. Así ocurrió el día que tuvo que anunciarles que a la semana siguiente partiría hacia una pequeña ciudad llamada Villa Nueva, ubicada en la provincia de Córdoba. Ese mismo día organizaron una despedida y todas brindaron con un añejado champán que sólo se permitían beber en los cumpleaños. Yo siempre supe que una manera eficiente de reconocer a una monja que sufre es ver cuán alegre se muestra.
La directora del colegio determinó junto con la Madre Ceferina darle el curso del primer año. Si bien era una experiencia nueva para la hermana, tanto la directora como la Madre sabían que trabajar con niños es un remedio para toda alma que lo necesite. La hermana comenzaba sus clases de catequesis a las 8:00 am luego de rezar un Ave María. A continuación seguía punto por punto lo detallado en su programa que más o menos coincidía con las unidades en las cuales se componía el nuevo catecismo. Aunque sospechaba que esa forma de enseñar no acercaba a los niños a Jesús. Le sorprendía la facilidad con que los niños memorizaban ciertos pasajes bíblicos, o ciertas explicaciones que ella daba al mencionar alguna parábola. Pero pronto comprendió que eso no tenía ningún sentido para una catequesis. La idea le vino mientras rezaba, fue algo así como una epifanía que le proporcionó una seguridad interna para decidirse por una actividad que llevaría a cabo ni bien pudiese obtener la aprobación para realizarla.
No tardó mucho en convencer a la Madre que llevar a los niños a la Capilla sería beneficioso para despertar su amor a Cristo. Sobre todo porque el tema a tratar sería la sustancialización de la carne, cuyos conceptos escapan a mentes tan pequeñas. Enseñarles que el cuerpo de Cristo se convierte metafísicamente en pan y su sangre en vino es equivalente a que a mí me hable de física cuántica el profesor Ramírez, le dijo a la Madre. Y obtuvo su aprobación porque en el colegio siempre enseñamos con obras y no con teorías abstractas. Al día siguiente ya estaban todos los pequeños reunidos en la capilla frente al sagrario, escuchando con atención lo que la hermana les explicaba.
La capilla tenía 15 cuadros que representaban el viacrucis, desde la condena hasta la resurrección. Realizaron un recorrido, deteniéndose estación por estación. Cuando llegó a la última estación los miró uno por uno fijamente a los ojos y les preguntó – ¿si Cristo resucitó, dónde está ahora? Al ver que nadie respondía ella misma agregó –está dentro de su casita que se llama Sagrario. Se trataba de un humilde sagrario cuyas medidas no superaban los cuarenta centímetros en todos sus lados, con la imagen de un cordero en el frente cincelado en láminas de latón con un baño dorado y una pequeña llave de seguridad. Fue un regalo que nuestro obispo trajo al bendecir la capilla. Los niños miraron con curiosidad el lugar aquel donde vivía ese hombre del cual ya tenían alguna noticia. Esta actividad se repitió varias veces más. La hermana los hacía acercar uno por uno, tocar la puerta y esperar a que saliera. Siempre estaban aquellos que se reían de tal situación, sobre todo aquel día en que uno de los niños tocó la puerta y preguntó – Jesús... estás ahí; ni bien terminó de resonar esa “i” larga una voz proveniente del parlante de una avioneta anunciaba: “bienvenidos al circo Rodas...” con lo cual se provocaron unas carcajadas que persistieron varios minutos después de salir de la capilla. La hermana siempre reía y en esa ocasión tuvo que hacer fuerzas para no hacerlo.
A la semana siguiente llevó unas actividades para completar en clase. Se trataba de un crucigrama cuya temática giraba en torno a los sacramentos. Al terminar de repartir las hojas advirtió que Marcos no estaba en su lugar. No le llamó demasiado la atención, solía faltar con frecuencia desde que su hermanita falleció a causa de una meningitis. Al finalizar la clase decidió acortar el camino al convento atravesando una puerta que estaba detrás del altar de la capilla. Sólo se permitían tal licencia aquellos días en que no concurrían muchas personas. De lo contrario debían ingresar por unas escaleras que estaban detrás del pasillo del colegio, cuyo trayecto era más largo. Al llegar al sagrario vio a Marcos, de espalda, conversando muy bajito, tal como le habíamos enseñado. Ana María le dijo que regresara con los demás compañeros, pero él respondió que jugaría un ratito más con su amigo y que luego volvería al aula.
El ideal franciscano alienta la unión y a la hermana le molestaba cuando tanto los docentes como los alumnos se apartaban del resto. Antes de continuar su marcha, le pidió que fuera al sagrario siempre en los recreos, y no en los horarios de clase. Esto no significaba ningún impedimento para Marcos. Todos seleccionaban sus amigos más cercanos y él sentía que por fin había encontrado alguien con quien compartir todo lo que tenía. En verdad se llevaban muy bien, más allá de algún tire y afloje por la elección de determinado juego, todo se resolvía de inmediato sin complicaciones.
Desde que la hermana Ana María estaba en el colegio la conducta de Marcos había cambiado por completo. Parecía estar mucho más maduro y seguro de sí mismo. Digo parecía porque la conducta del niño no era fácil de encuadrar. No había un patrón definido. En más de una ocasión cuando le realizaban alguna pregunta miraba serio a su interlocutor y respondía con un dejo de desprecio. Además había incorporado algunos ademanes y utilizaba muchos imperativos. A veces esta conducta era reprimida por la Madre Ceferina, pero la hermana alejaba sus temores diciéndole que eran cambios pasajeros que pronto el niño abandonaría.
A pesar de sus setenta largos la Madre Ceferina estaba al pie del cañón, bien dispuesta para todo tipo de trabajo. Por las mañanas se quedaba en la puerta de entrada esperando hasta que ingresara el último de los niños. Allí fue cuando advirtió que la pequeña mochila de Marcos rebasaba de cosas que traía de su casa. Lo que todavía no sabía era que se las encargaba su amigo para realizar algunos juegos. A Marcos le encantaba un juego en particular, ya que nunca perdía. Colocaban artículos de todo tipo en una caja como lápiz, tijera, peine, fruta, etc., los tenían que mirar rápidamente y enseguida anotar el listado en un papel. Quien se olvidaba de algún elemento, perdía. También jugaban degustando distintos sabores de caramelos y chocolates con los ojos vendados. Por las tardes practicaba a escondidas de sus padres con muchos dulces, y eso lo hacía ser el mejor a la hora de adivinar de qué se trataba.
Los días viernes se veía a Marcos ingresar al colegio rebosante de alegría. Pues ese día tenían educación física y no había muchas opciones: los niños fútbol y las niñas vóley. Todos aquellos que no hacían ni un deporte ni el otro podían caminar o simplemente no hacer nada. La Madre Superiora tenía una vista panorámica desde el primer piso del convento y sin que nadie lo percibiera ella observaba a todos. En una confesión me dijo que le preocupaba la conducta de Marcos. Ella pensaba que alguien que hubiera pasado por lo que pasó el niño no podía salir adelante sin el acompañamiento de un equipo profesional. Era una mujer sumamente caritativa, llena de la bondad de Dios. Además había dedicado muchos años de su vida al convento y al colegio. Fue por eso que su repentina muerte produjo un caos en la comunidad. Tanto las hermanas como los docentes estaban sumamente angustiados, y aunque se veía a las monjas reír con frecuencia, podía advertirse que un núcleo en el corazón de la comunidad se había roto. No era la muerte en sí lo que les preocupaba, sino el hecho de haber quedado sin un pastor, sin la guía que les daba un rumbo, un alimento para su espíritu. Claro que encontraban modos para sobrellevar la pérdida. Se fortalecían pensando, por ejemplo, cómo supieron salir adelante las Misioneras de la Caridad al morir la Madre Teresa, y concluían que con la ayuda de Dios todo podrían hacer, con lo cual se tranquilizaban. Pero sea como fuere que sobrellevaran la situación, la ausencia de la Madre era una presencia punzante en los corazones de todos y ocupaba la mayor parte de las conversaciones a través de compasiones mutuas. Marcos, mientras tanto, aprovechaba la distracción de los superiores para ir a jugar con su amigo. Ahora nada podía separarlos. Cuando el bullicio del día daba paso a la serenidad de la noche y las hermanas ingresaban cada una a sus habitaciones para reponerse de la labor del día oían las voces de los niños jugando en el altar.

Me han llegado noticias de que la Hermana ha vuelto a su comunidad en Puán. Seguramente debe estar repuesta de todo lo sucedido; yo en cambio cada vez que recuerdo las palabras de Marcos vuelvo a sentir el mismo abandono y la misma soledad de entonces.  

Noemí Arias

Café para dos

Los viernes en el café de la vieja esquina con mi padre se han vuelto las citas menos ansiadas desde que Bruno no está. No es que no me guste verlo, es que a veces se me hace difícil. No me queda otra opción, al viejo no le puedo pedir mucho después de tanto. La semana pasada otra vez me preguntó por mi hermano, Bruno está estudiando papá, ya sabés lo comprometido que es con su carrera, al punto que a veces se olvida que tiene familia, contesté como de costumbre. Con una sonrisa, tal vez resignado, respondió comprensivamente respecto del futuro brillante de Bruno,  atribuyéndole tantas cualidades, que sin dudas las habría heredado de mamá.
Si Lili estuviese acá. Sus conversaciones siempre terminan así, nombrándola con un nudo en la garganta, haciendo fuerza para contener una lágrima. Papá nunca ha intentado conocer a otra mujer.

Con una extraña mezcla de sensaciones despierto cada viernes. Mirando al gato pasar de un mueble a otro, me voy levantando lentamente, el primer pensamiento es cuál será la novedad que tendrá papá sobre Bruno y entre mates voy imaginando cómo llevaré la situación.
Ahí lo veo, sentado en la misma mesa frente a la ventana, con sus ojitos brillosos. Cuando me ve doblar por la esquina se le asoma una sonrisa y sonrío también. Se levanta rápidamente y me saluda con un fuerte abrazo. Comenzamos hablando de las cosas sencillas, de cómo estuvieron nuestras semanas; le cuento de mi rutina con mis alumnos, de mis compromisos, él me habla de su huerta, de los chismes que se entera cada vez que va al club del barrio, discutimos sobre la inflación y la inseguridad. Un pequeño silencio entre los dos me anuncia que ahora me contará sobre Bruno. El lunes habló con él, le comentó que no volverá por unas semanas, de lo enfocado que está en su tesis para poder recibirse este año. Mejor dejarlo que estudie tranquilo, nosotros lo apoyamos desde acá; me había comentado que si tenía suerte en poquito comenzaría a trabajar, le contesto, casi convencida, para terminar rápido.
Es frecuente que le tenga que decir a mi viejo que tome el café que se le está enfriando. Es como un chico, habla tanto que siempre termina dejándolo, porque cuando se da cuenta ya está frío. A veces pide otro. Yo me río, nos reímos los dos. Él siempre fue así, incluso cuando estaba mamá se la escuchaba decir “Dale Jorge, terminá, que quiero lavar los platos”.
Me habla de mamá, y de mi gran parecido a ella, de sus ganas de ser abuelo…

  -A mí me gustaría tener un nietito. Bruno todavía es chico, pero en cambio vos ya estás en la edad. – Siempre me dice lo mismo, y yo, con una risa incómoda, trato de sacar otro tema.
  -Viejo, el otro día, me dijiste que fuiste al médico y no me quisiste contar lo que te dijo.  
  -Tengo que seguir tomando las pastillas. Nada más. No tenés  que preocuparte.
  -Siempre me decís lo mismo y no me contás las cosas. La última vez me tuve que enterar por un vecino que te habías desmayado. Si mamá estuviese…

Cada vez que el mozo trae la cuenta a papá se le llenan los ojos de lágrimas y a mí se me hace un nudo en la garganta. No sé cómo, pero siempre se me ocurre decir algo que le hace reír y rompe con ese triste momento.
Lo abrazo fuerte, y él me despide pidiéndome que le hablé si me entero de algo de Bruno.
  -Chau viejo, si llegas a hablar con él, decile que lo extraño y que siga estudiando así vuelve rápido.
Regresar a casa cada viernes es lindo y raro. Otra vez, me voy con esa sensación que me deja el café con papá, como si el tiempo no hubiese pasado.

El llamado de papá del martes, me cambió el humor. Dice que habló con Bruno y la próxima semana viene. Trato de fingir alegría y seguirle la corriente, no puedo hacer otra cosa. Con la muerte de mami pasó lo mismo, el primer año no dejaba de hablar de ella, decía que estaba bien, pero andaba ocupada y por eso no iba a tomar el café; o se había ido de viaje a visitar a la tía. Muchas veces tenía que irme al baño para que papá no se diera cuenta que estaba por llorar. Aunque yo soy la mayor,  Bruno es más fuerte, él  siempre supo cómo manejar la situación.
Después de dos años se le pasó, una tarde, raramente, dijo que deberíamos ir al cementerio a cambiarle las flores, nos quedamos sorprendidos y mudos.

¡Las semanas se pasan tan rápido!, otra vez es viernes de café. Esta vez a Jorge no se lo ve muy bien. Con una voz quebrantada, va dando sus primeras palabras. No suelta su taza;  pide otro café, y no porque se le haya enfriado el primero. Le pregunto por Bruno, le digo que hablé con él y que estoy feliz porque la próxima semana lo vemos.
  -¿Vos no estás feliz pa?
  -Sí hijita, claro que sí.

Es raro, como si hubiese aceptado todo.
Hablamos un par de cosas más, de su huerta, mis alumnos, Lili, el nieto y poco de Bruno. Nos reímos de viejas tonterías, me agarra la mano, mis ojos se reflejan intensamente en los suyos. Nos despedimos, con el abrazo fuerte de siempre, pero esta vez más largo, parece no querer soltarme.


Viernes, me dirijo al café. Doblo la esquina, esta vez yo llego antes. Espero a papá,  en la mesa de siempre, muy ansiosa  por decirle que Bruno llega esta noche. Su café se enfría. 

Gabriel Díaz

Horas de luna

De vuelta pasa. Últimamente es algo común el deambular sin sentido alguno a altas horas de la noche.
Por si no fuera suficiente tener que estar atento a los acontecimientos que están pasando, además estar pendiente de uno y del entorno por esas cuestiones que jamás creí que llegarían hasta nosotros.
Tener que dormir con un ojo abierto por si ocurre algo mientras no puedo controlar este cuerpo caprichoso.
Paso el día como todos los otros: corridas, alguien mato a una persona, asaltos y cosas que uno sabe que pasan pero no cree que le vayan a suceder en carne propia.
Emprendo mi viaje de regreso a mi hogar, hundido en el asiento del colectivo y miro por la ventanilla el cielo que se oscurece a temprana hora como pasa en los meses de invierno. Veo el paisaje que entra en el crepúsculo, veo como se transforma sin más proceso que estar inmóvil, inmutable al frio atrapante de la noche. Sin embargo, esta vez es diferente, noto una débil luminosidad que aparece abarcarlo todo, alzo la mirada y la veo… una luna llena se levanta imponente en el cielo, tan grande y sin nada que opaque su espectral hermosura.
Llego a casa y recuerdo esa visión de la luna; la busco sin suerte ya que mi hogar está rodeado por frondosos árboles.
Solo en mi habitación pienso en todo lo que tengo que hacer al día siguiente, pienso en las cosas que supuestamente hare y apago las luces. En ese instante todo en mi cabeza se disipa.
De la ventana de mi cuarto veo una cascada de luz pálida proveniente del gran círculo, que inquieta el vacío sin permiso y despierta en mí ideas raras.
Ya acostado dedico una última mirada a esa ventana… esa luz que se adentra sin decoro alguno. ¡Que profunda visión!
Los minutos pasan en un silencio sepulcral y lentamente caigo presa del sueño, lentamente me invade sensaciones extrañas y siento ¡Que irónico! Pensé tantas formas de olvidar que hasta he llegado a profundizar esta particularidad nocturna.

El cansancio se hace sentir en su cuerpo y la soledad lo rodea en esa inmensidad; mira a su alrededor y su desconcierto crece ante el paisaje: un camino hacia un horizonte desconocido bajo el cielo nocturno, a los alrededores se divisan unos pocos arbustos diseminados al azar. Es algo que jamás sintió y por ello duda. En ese lugar el tiempo parece estático e interminable, sin encontrar respuesta camina, pero algo lo sorprende, un sentimiento de familiaridad lo invade y buscando con la mirada la encuentra: la luna llena. La primera mirada no había captado el entorno bañado por su luz y ahora mirándola fijamente se agita levemente.

Un pequeño estremecimiento me sienta sobre la cama. Examino mi habitación para buscar la causa y no encuentro razones aparentes, solamente la luz de la luna me inquieta un poco. Resto importancia, tengo un día largo mañana y no he descansado como se debe, pero noto algo… me ubico al borde de mi cama y mi fastidio crece al pensar que estuve a punto de levantarme. Me acuesto y busco conciliar el sueño nuevamente.

En la soledad de ese camino, busca llegar a donde sea con tal de entender hacia donde lo conduce ese camino desolado y polvoriento; forzando un poco la vista puede ver una arboleda a lo lejos y busca algo en los bolsillos del jean, pero no tiene nada, decide seguir para encontrar fin a ese extraño viaje.
Mientras más se acerca a ese monte se percata de algunas cosas: la soledad inusual, la luna ilumina todo como tomando posesión, la arboleda parece no verse afectada por la luz pero aun así siente una relación. Es cuando recuerda haber leído, en algún libro viejo, leyendas indias que hablan sobre los efectos de las lunas sobre las cosas, en especial la luna llena que potencia y maleficia lo que se encuentra bajo su dominio. Parado frente a la arboleda ve como el camino se adentra hasta perderse en la oscuridad, en lo que parece una puerta formada por la flora del lugar; se adentra con un temor creciente hacia seres fabulosos.
Camina en ese lugar desconocido y familiar a la vez, tratando de encontrar alguna pista que le diga donde esta y por qué, pero solamente ve rayos de luz lunar atravesar los arboles proyectando extrañas formas rectangulares y circulares. En el recorrido de ese lugar ve el caer de una rama por la fuerza del viento causando un sonido estruendoso aumentado por el silencio, aun las hojas casi transparentes dejan oír un crujir frio en el vacío.
Impresionado y aturdido por el ruido trata de llegar al origen pero tropieza; siente el frío del suelo pero lo que más llama su atención es la superficie demasiado lisa. Intenta incorporarse pero no puede, siente una presión sobre su espalda, algo de peso creciente se posa sobre él y no entiende.
Por más que se esfuerce no logra levantarse y lentamente se deja vencer, siente el peso del largo día que tuvo, en lo que tiene que hacer mañana y la opresión sigue y con ella crece un adormecimiento un tanto misterioso. El frío se apodera lentamente de él pero piensa que es natural por la época. Antes de caer en ese frío y pesado sueño trata de levantar la mirada y la encuentra: la luna inmensa, fija en la bóveda celeste.


Los diarios vuelven siempre con noticias nuevas y comunes… tráfico, economía, asaltos, una vida tomada aparentemente “sin testigos”.

Belén Gómez

Días Pasados

Casi no lo conocía y no habían hablado nunca, pero no entendía porqué se le había presentado de esa forma. Su rostro,  su ropa y hasta su voz eran igual a la de Juan.                               
La vida de Lotte siempre había sido la de una adolescente normal, con 22 años y con una carrera universitaria que acababa de terminar. Para festejar dicho acontecimiento, en este momento se encontraba de vacaciones y estaba yendo hacia Mar del Plata con la amiga que la había acompañado desde siempre, Isabel. Ambas tenían la intención de disfrutar su nuevo triunfo y despejarse de las preocupaciones. Aunque de niña sus padres siempre le habían dado con todos los gustos, no era una de  esas personas egocéntricas que solamente piensan en ellas y no les importa lo que le suceda a los demás. No, ella no era así. Sin embargo, Lotte estaba cansada de su rutina  común y esperaba que algo sucediera, algo que la cambiara y le diera otro rumbo a su vida.
La manera en que todo comenzó no fue casual, pero si importante. Mientras su amiga la esperaba en el coche, Lotte estaba entrando a la estación de servicio cuando vio a un chico alto, medio rubio y ojos color café lavando autos que la miró de una forma tan extraña, misteriosa, no emitiendo palabra alguna, pero diciéndolo todo con la mirada. Ella también lo siguió aunque no entendía nada, esperaba al menos un "Hola" de su parte, pero ni siquiera eso. Entro al mini mercado de la estación y compro las cosas que le hacían falta para seguir viaje, al mismo tiempo que miraba hacia la ventana para comprobar si él la seguía mirando o sólo había su imaginación. Al salir, el chico seguía observándola, hasta que ella entró en el auto. Mientras iba manejando, se sintió rara y un extraño dolor en su pecho comenzó a atormentarla. ¿Por qué la había mirado de esa forma?
Pronto llegaron al hotel, ya se acercaba la noche y no había tiempo para salir a dar una vuelta debido a que Mar del Plata no es tan seguro y mucho menos para dos mujeres tan jóvenes, por ende, preferían quedarse  allí para poder disfrutar del día siguiente. Isabel se encargó de hablar con la persona que estaba en la recepción que pronto le indicó cuál era su cuarto y le dio las llaves, la suya era la 215 que se encontraba en el tercer piso del hotel. A medida que Lotte iba subiendo por el ascensor, no dejaba de pensar en ese chico y las preguntas le seguían dando vueltas en la cabeza, pero prefirió no comentar nada con Isabel ya que diría que estaba loca, como era costumbre en ella. En el momento en que se acostó y pensó mejor todo lo que le había ocurrido ese día, se acordó que cuando era una niña había sido amiga de un chico llamado Juan. Él era su vecino y hasta iban al mismo colegio, pero de un día para otro lo dejó de ver y lo había olvidado, pero no sabía porqué.  A Lotte se le cruzó por la mente que quizás podría ser él, su amigo de la infancia a quien tanto extrañaba, pero le pareció imposible ya que sabía que su amigo había sufrido un accidente de tránsito dos años atrás. Por lo tanto, decidió que sería mejor sacarse esa duda de la mente y pensar que estaba de vacaciones para disfrutar y no para enfocarse en tonterías.
El día siguiente tuvo su rumbo normal. Fueron a la playa y pasaron toda la tarde allí, relajándose mientras contaron algunas experiencias de sus pasos por la universidad, pero Lotte seguía sin poder sacarse el pensamiento de la noche anterior. Esa mañana lo había buscado por todas las redes sociales existentes y no encontró nada de él, ni siquiera fotos viejas.
 Se hizo de noche y tuvieron que regresar. Al llegar y mientras su amiga bajaba algunas cosas del coche, Lotte logró ver a un muchacho de espaldas hablando con el recepcionista del hotel pero no le prestó demasiada atención. Cuando las dos muchachas entraron, ella vio cómo el joven recibía las llaves y se dirigía hacia el ascensor, pudo distinguir  el número 228, que estaba en el piso de arriba. De pronto creyó verle un parecido al chico de la estación y corrió para verificar si era cierto, pero llego cuando la puerta del ascensor había cerrado. Inmediatamente se dirigió hacia las escaleras y empezó  subirlas con rapidez, sintiendo que el corazón le latía cada vez más fuerte. Sin embargo, cuando llegó al piso no encontró a nadie.
Al acostarse y pensar en lo que había ocurrido, no lograba entender porqué había pasado todo eso. Esa noche casi no pudo dormir pensando, necesitaba hablar con alguien pero su amiga no era la persona más indicada para hablar de un tema delicado como ese. Por lo tanto, a la mañana llamó a su madre mientras ella se bañaba.
_ ¡Hola Lotte! ¿Cómo la están pasando?
_  Digamos que bien. ¿Ustedes cómo están?
_ Todos estamos bien cielo, pero te noto algo extraña. ¿Te sucede algo?
_ Mamá...¿vos crees que estoy loca?
_ Bueno, siempre lo estuviste (emitiendo risas) pero.. ¿A qué se debe tu pregunta?
_ ¿Nunca estuviste en una situación extraña?
_ Hija, me estas asustando. ¿De qué hablas?
_ Creo que estoy viendo a Juan. ¿Te acordas de él?
_Obvio que me acuerdo, pero es algo absurdo Sofía. Todos sabemos el destino que el pobre tuvo y que no fue nada lindo.
_ Me gustaría poder recordar ese destino.
_ Cariño, es normal que no te acuerdes de nada porque precisamente eso quisimos hacer. Trata de seguir con tus vacaciones y deja de imaginar cosas absurdas. ¿Puede ser?
_ Adiós mamá.
La cabeza de Lotte daba aún más vueltas, no entendía nada de lo que estaba corriendo y los nervios comenzaron a perturbarla, ¿Por qué su madre no quería hablar del tema?. Ahora la lista de preguntas había aumentado. ¿Era posible lo que mamá decía? ¿Era por eso que había sentido esa sensación tan extraña el primer día que vio a ese chico? Ya no sabía qué pensar. Lo único que quería era sacarse de la cabeza todo ese asunto, pero no podía, necesitaba volver a verlo.
Se pasó toda la tarde pensando sentada en una de las reposeras de la playa, sola, debido a que su amiga despertó muy mal y prefirió quedarse en el hotel. Mientras miraba a las personas que se paseaban en frente suyo, vio al chico de la estación nuevamente, caminando como si nada, mientras la miraba de la misma manera que antes. A Lotte le comenzó a latir el corazón y cada vez más fuerte, no podía creer lo que estaba viendo. El chico se iba alejando pero la seguía mirando tan misteriosamente como aquel día que lo vio en la estación, entonces sin pensarlo, decidió ir tras el y averiguar hacia donde se dirigía. El joven empezó a apresurarse cuando se dio cuenta de que Lotte lo perseguía y ella también lo hizo, obligándolo a correr. Cuando ya casi no lo veía, comenzó a gritarle que por favor se detuviera, que ya no podía más, pero en instantes se perdió entre la multitud.
 Desesperada, empezó a preguntar a algunas de las personas con las que se cruzaba, si habían visto a un joven corriendo, pero la respuesta no era la esperaba, ya que nadie había visto tal cosa.
La pobre Lotte ya no podía más de los nervios y de esa extraña sensación que le recorría todo el cuerpo, haciendo que se sintiera cada vez peor. ¿Cómo podía ser que solamente ella lo hubiera visto? Regresó rápidamente al hotel para buscar sus cosas e irse de ese lugar, Isabel no entendía nada pero prometió explicárselo cuando llegaran, pero antes de partir volvió a llamar a su madre.
_ ¡Lotte! Estas mejor?
_ No mamá. Estamos por volver, era sólo para avisarte. Creo que Juan no murió.
_ ¿Qué barbaridad estas diciendo hija? Mejor, volvé y lo charlamos en casa. Pero no cometas ninguna locura.
Al cortar el teléfono, inmediatamente armó sus valijas y salieron camino a aquella  estación de servicios. Sin embargo, al llegar y preguntar a cada una de las personas que estaban allí por él, nadie sabía nada y menos sobre algún joven llamado Juan. Lotte comenzaba a desesperarse cada vez más y a sentirse muy mal, solo quería entender lo que estaba pasando.

Al llegar a su casa, sus padres la estaban esperando en la entrada. Ella bajo del auto desesperada y asustada por todo lo que estaba ocurriendo, y corrió para abrazarlos pero no llegó a hacerlo, ya que se desmayó. Al mismo tiempo que ella sentía que su cuerpo ya no daba más vio a una persona que estaba atrás de sus padres, sin decir nada y que la miraba, fijo y misteriosamente, como siempre la había mirado él.  

Melania López

Una semilla

Mamá no está, la extraño tanto. De repente veo una luz brillante que me produce un cosquilleo en el cuerpo. Es ella, tan luminosa como siempre. Intento abrazarla, la siento lejos, pero ahí está. Su exquisito perfume a jazmines me atrapa. Cuando la abrazo, me raspa con sus brazos ásperos, parecidos a las ramas de un árbol. Su cabello me roza la mejilla y puedo sentir como si una lluvia de pétalos se escurriera por mi cara. Veo el banquito, la jaula de los pájaros, una maceta rota, el tapial todo gastado. Está nublado y mamá se tiene que ir. Mi corazón se siente como una flor que se marchita poco a poco. Esa pared blanca tiene una mancha, colorada, desafiante. Pero mamá se aleja, su imagen cada vez se hace más turbia y de repente ya no logro distinguirla.
Su padre lo llamó muy temprano. Quería que desayunaran juntos, él se iría a trabajar como todas las mañanas. A veces Joaquín se quedaba gran parte del día solo, intentando descubrir cosas nuevas.
A Joaquín no le gustaba para nada que su padre se juntara a tomar cervezas con sus amigos. Él sabía que no eran nada buenos, tenían caras muy perversas, y parecían ser muy hipócritas. Para él, su padre era el hombre más bueno del mundo y no entendía por qué sus amistades eran tan raras.
Un día sábado por la mañana, el padre de Joaquín lo mandó al patio a juntar leña para prender el fuego. Sus amigos vendrían a comer el clásico asado de los fines de semana. Joaquín le obedeció como siempre hacía y mostrándose muy solidario, se encaminó hacia el patio. Era bastante amplio, llegaba al corazón de la manzana del barrio. Cuando Joaquín se acercó a juntar la leña, observó algo que lo estremeció por completo. Encontró un pozo muy profundo y bastante oscuro que le provocó cierta extrañeza. Estuvo un largo rato mirando la pala, intentando decidir si lo taparía o lo dejaría descubierto. Pero su padre, con una voz bastante agresiva, pegó un grito para que regresara con la leña. Joaquín avanzó hacia el quincho y se olvidó por un tiempo de aquel pozo.
La noche anterior su padre se había quedado hasta tarde en el galpón. Ahí guardaba todas sus herramientas. Joaquín era muy curioso y como no se podía dormir, se había levantado a ver qué hacia su padre. Observó que estaba afilando su machete, también arreglaba la motosierra que había permanecido rota por muchos años y, lo que más le causo miedo a Joaquín fue ver que su padre lustraba la escopeta que hacía tiempo llevaba guardada.
Hoy, a pesar de los años, extraño mucho a mamá. Mi padre nunca quiso decirme qué pasó.

Joaquín decidió volver a la casa después de un largo período. Como su padre había muerto, la casa quedaba en sus manos. Antes de demolerla, decidió recorrerla por última vez. Fue directo al patio en donde había transcurrido la mayoría de sus tiempos libres. Se acordaba perfectamente de aquel día en donde había detectado el extraño pozo, pero gracias a su padre había logrado ignorarlo. Al caminar hasta el centro del terreno, notó que en el lugar del pozo había crecido una bella planta. Todo ese espacio comenzó a provocarle una cierta familiaridad. Se acercó hacia el ser vivo y se dejó atrapar por el intenso aroma a jazmines. Intentó acariciar los pétalos de esas flores, y se estremeció por completo al notar que eran tan suaves.  Sin querer rozó una de las pequeñas ramas y se lastimó el brazo. Pudo observar a lo lejos una maceta rota. Caminó hacia atrás y se tropezó con una jaula de pájaros vieja. De repente, en una pared blanca distinguió la mancha, colorada y desafiante. Finalmente, gritó. 

Constanza Prudencio

Entre la pluma y la pared
Domingo 19 de abril, día de la presentación de mi libro, el primero, el que refleja todos mis nervios, el que tanto costó escribir. No sé el titulo todavía, algún hecho me lo develará. Allí reuní todos los cuentos que escribí en diecisiete años de vida. Mi adolescencia fue básicamente eso, encierros de horas y horas en mi habitación, repleta de libros, papeles, borradores, bocetos. Era el “chico raro”, no me preocupaba mucho porque sentía que de esa rareza saldrían frutos.
Llego al salón donde iba a presentarlo, mis dos hermanas mayores me acompañan, mis padres y amigos ya están allí esperando mi llegada. Aunque no es lo mío, intenté vestirme de acuerdo a la ocasión. Así que busqué en mi armario aquel saco rojo con aroma añejo que había heredado de mi abuelo, al que yo llamo “cábala”.
Es en el auditorio de la ciudad, en la entrada hay una enorme pared blanca,  donde se exponen las próximas muestras, eventos; como también bellas pinturas de reconocidos artistas. Mi amigo José ha ambientado el lugar con su hermoso violín. Mis nervios y mis ansias no me dejan entrar, inconscientemente me detengo a observar el cuadro que más me llama la atención para olvidarme de la presentación por un momento. Es la pintura abstracta de un ruso llamado Kandinsky, tanto me metí en la imagen que literalmente quedo atrapado. De repente estoy dentro de la pared, encarcelado, sólo existe el borde de eso que se me ha figurado como una tapia, sin ladrillos, por dentro puedo sentir la pared como si fuera de mi propia entraña. Me falta el aire, siento que mis órganos van a estallar en esa aterradora oscuridad.  Golpeo con los puños transpirados y grito por ayuda “¡Olivia! ¡Martina! ¡Sáquenme de acá! ¡No puedo respirar!”, pero sólo consigo escuchar a una de mis hermanas en voz baja y tranquila decir “¿Matías, estás bien?”.
En un momento sentí despertar, sentí mis ojos abrirse y ver la luz tan blanca de nuevo. Enfrente tengo el cuadro, estoy en el mismo lugar y mis hermanas una de cada lado mirándome desconcertadamente. Olivia con un modo quejoso me dice: “Matías ¡la gente te está esperando! Hace como diez minutos que estás mirando ese cuadro.” Mientras me habla una gota de sudor cae por mi frente. No entendí nada, sólo supe que fue el instante más largo de mi vida.

Tomo aire. Voy hasta el auditorio, cada uno de mis pasos simbolizan veinte latidos de mi corazón. Lo único que puede tranquilizarme es el sonido del violín que proviene del auditorio. José ya estaba en el escenario, no tiene problemas con eso, su presencia en el escenario es costumbre. Llego, mi amigo termina de tocar y me presentan, el temblor de mis piernas no me dejan subir la escalera. Saludo a mis invitados como puedo y enseguida tomo mi libro, elijo un cuento para la ocasión. Lo escribí a los quince años en base a un sueño que había tenido mi hermana Martina. Lo extraño es que se despertó asustada y con las manos sudadas. Estaba en la cama de al lado levantándome y pude percibir su pesadilla. Me lo contó con lágrimas en los ojos a punto de caer y ahí mismo fui hasta la mesa, tomé mi cuaderno y comencé a escribir este cuento.

Karen Rabozzi

Invisible

En ese momento de mi vida que estaba perdida ya sin rumbo creyendo cada tontería que leo en las redes sociales.
Increíble lo que el horóscopo dice hoy! Es verdad, ya le digo a Ella para que lo lea y me diga de qué se trata todo esto. El horóscopo de libra decía algo así:
·        Amor: todo sale justo como lo planeaste.
·        Salud: algo saldrá mal en el estómago.
·        Trabajo: estable-normal.
Ya no tenía trabajo, tampoco un amor y menos salud (por lo menos mental).
Ella es perfecta la conocía tanto y Ella me conocía muy bien sabía todo lo que me pasaba, todo el tiempo le consultaba cosas y escribíamos cosas en mi diario, tengo sus notas y canciones que bellas letras hizo sin embargo solo yo podía leer.
Mis amigas no podían verla, no entendía que pasaba, porque me veían rara hasta me preguntaron si tenía una amiga invisible, pero no nunca lo entenderían no creo en eso de amigos invisibles.
Ella es otra cosa mucho más especial.
Una vez íbamos caminando por la plaza y me encontré con una señora, la mujer estaba confusa como que se había tomado varios somit. Traté de ayudarla preguntándole que necesitaba, pero no decía nada, entonces pregunte a Ella que podía hacer, no podía dejarla así dijo que la única solución era llamar a una ambulancia, la señora estaba muy perdida. Lo hice, se encargaron de la situación. Otra vez Ella solucionándome un problema.
Me desperté muy cansada no entendía nada, mi vista era una habitación de hospital y Ella me miraba con una cara y no me decía nada llego una enfermera me puso una inyección en el brazo y me dormí de nuevo, por fin después de tantas inyecciones dejaron de hacerlo y reaccione que estaba en el hospital. Estaban mis padres el psicólogo y mi amiga me preguntaba porque hice semejante barbaridad. El psicólogo me explicó que tenía una intoxicación por tomar muchas pastillas de somit y mezclarlas con alcohol.
Empecé a poner los recuerdos en mi mente trate de acomodarlos, pensaba como Ella pudo salvarme solo quería irme a casa me molestaba el hecho de tener que explicar algo y que no me creyeran Ella me salvó y punto.
Cuando me quede sola Ella me pregunto si lo volvería hacer y como lo haría, hasta me dijo que lo haga mejor la próxima vez yo solamente la miraba como podía decirme eso. Estaba cansada asique me di vuelta no las quise escuchar más y me dormí.
Más tarde en la consulta con mi psicólogo le conté sobre Ella y lo que me dijo en la habitación en el fondo creo que se reía de mí, otro que no me cree. Me dijo que no le haga caso que deje de escucharla y que trate de descansar el efecto de las inyecciones es bastante fuerte y eso era verdad necesitaba estar sola y dormir. Pensaba como puedo dejarla ir si es parte de mí, me da consejos extraordinarios no podía no está en mis planes aparte despertaba y Ella siempre estuvo hay mirándome y preguntando si necesitaba algo, le pregunté porque estoy acá y por qué tome tantas pastillas y me dijo, me lo contó todo.
Mira Julieta estabas tan triste porque te peleaste con Santi y fue fuerte esta vez no contestaba tus llamados ni tus mensajes te pusiste a tomar alcohol y te emborrachaste llorabas mucho y seguías llamándolo te di esas pastillas para que pudieras descansar y te excediste, decías cosas como esta señora necesita ayuda y llamaste a la ambulancia te encontraron muy mal estabas tan mal que me asuste, te acompañe nunca te deje sola Santiago vino a visitarte el lloraba se sentía culpable pero a vos no te importa crees que soy la única en tu vida, cuando Santi esta en otra vos te enojas te obsesionas y haces cosas que están mal nena pensa antes de actuar. Se fue y me dejo llorando sola otra vez sola, me agarro un ataque de locura y me tuvieron que poner un calmante después de horas de dormir Ella ya no estaba para mi sorpresa estaba Santi sentado al lado de mi cama cuando me vio despertar me decía cosas como perdóname y te amo.
Me dieron el alta después de varios meces de terapia y empecé de nuevo a salir, me amigue con Santi salgo más con amigas y trato de no pensar tanto en lo que paso, no hablamos del tema no es que me hace mal sino que no le encuentro sentido volver al pasado y tenía miedo de que Ella quisiera volver y me atormentara todo lo que había logrado superar a ver no digo que fue la culpable de todo pero por que no me freno a tomar tanto o a querer matarme en ese momento si pudo contarme cómo fue que paso. Sin rencor miro adelante y ya no me preocupo por explicar quién es Ella.

Algo que digo yo, después de tanto que me costó hacer amigos y ahora el psicólogo me dice que la ignore. Fragmento de mi diario íntimo 21-10-07.

Sofía Romero

Flores Amarillas
Andrea es una mujer llena de clichés, pero son esos clichés que veo tan simples y a la vez exagerados los que la transforman en un ser único, en su más bella inmensidad. Es, en proporciones bíblicas, una máquina imparable de sueños salvajes, sinceros, tiernos. Ella vuela, como los canarios de sus pinturas, y no sólo lo imagina. Ella vuela y te invita a conocer el cielo en profundidad. Ella te hace ver las nubes en sintonía con el sol o te muestra que los días nublados deben apreciarse.
Es una eterna creadora de historias y filosofías que ama retratar en sus obras. Ante mí, una vez, puso un dibujo pintado en acuarela, con tres caballos alados que impartían belleza y respeto por sí mismos, haciendo que sus colores pasteles perdieran cualquier vulnerabilidad posible. Y yo, simple humano atraído por su terrible imaginación, me dejé en aquel momento llevar por mi fascinación. Ella me explicaba hasta el hartazgo que en la filosofía japonesa los caballos representan lo carnal, lo humano, y una vez que dejas atrás esos caballos, estás en lugares de la mente que nadie conoce. Sabía, por el tono de voz, que estaba haciéndome una de sus muchas bromas una vez más. Le encantaba jugar conmigo y con mi falta particular de imaginación, pues al ver mi cara de sorpresa frente a sus historias desbordaba la risa en su rostro. Eran esos y otros  momentos así donde  podía sentir con más certeza que me  había vuelto loco por ella, por su infinita claridad. Andrea  posee esa luz que violentamente llena el pecho de calor, que impulsa a querer vivir y vivir otra vez.
Me daba miedo, entonces,  proponerle que se casara conmigo. No quería  que sintiera que frente a tal propuesta pudiese yo cortarle sus alas inmensas de libre andar, que es lo que me hace amarla de la forma en la que lo siento.
Pero no, estaba equivocado.  Mis  temores frente a la propuesta de matrimonio se disiparon cuando su respuesta fue un rotundo sí. Y hoy, más allá del miedo, tengo un moño en el cuello, un smoking elegante y unos zapatos algo apretados. Ha llegado el día donde todos me saludan,  me felicitan,  me regocijan con sus “buenos deseos”; donde nadie ve el temor de un novio que espera, espera el momento. 
Pude verme, ahí, esperándola, en un altar lleno de flores silvestres que me dan algo de alergia, frente a un hermoso paisaje de campo que se volvería más cálido con su presencia que aún se ruega entre los invitados.
Hay tanta gente, tantas caras raras que comienzan a mezclarse y pocos son mis intentos de descifrar mis recuerdos sobre estos rostros. Rostros incomprendidos, con un severo dejo de felicidad y nostalgia. Rostros difuminados, cuidadosamente tallados, con facciones reales, con miradas penetrantes de color intenso, tan finamente dibujadas que demuestran un juicio, una culpa, una tristeza en un azul claro. Me veo algo nervioso, tiembla el color negro de mi smoking, como hecho a propósito por un dedo meñique que, de manera improlija y despreocupada, aparece dejando un leve rastro de sombra verde oscuro.
Ahora un color pastel inunda el cielo. Hay una nube extraña que aparece, que tiene una forma familiar. Veo un cura, con una Biblia en sus manos, y con un rosario rojo, quizás un caoba, que me espanta por su relieve. Da comienzo a su sermón, el pecho se infla y la despreocupación se nota en mi cara.
Todo se resume en un instante, el amor parece darse a  la espera una vez más. El terrible color del cielo, hecho con un celeste turbio, aprisiona mi pecho, y me veo de nuevo en colores difuminados de un gris, cargado de tensión.
Mi corazón desborda de la impaciencia de verla llegar, con aquel vestido blanco y esas flores amarillas que tanto le gustan.
Con un trazo delicado, casi con una fina y estética tinta china, mi cabeza gira rápidamente, siento el efecto sobre mí. Aparece, aquí, frente a mis ojos corriendo con sus crines al viento, un ejército de caballos, espléndidos y espectaculares caballos. Desborda el marrón de acuarela casi, cuando irrumpen estrepitosamente en todo el lugar. El polvo parece llegar a mis ojos violentamente. Todo se inquieta, la gente vuelve a verme con sus ojos negros, desafiantes, como expectantes. Y veo los caballos una vez más, corriendo ciegos frente a mí, con sus colores brillantes, potentes, feroces. Inmóvil aparezco, y  me veo tirado en el suelo, me siento debajo de las flores que se tiñen, por obra de Dios, de un violeta azulado. Me veo solo, solo me siento, como una explosión final, veo caballos nuevamente, volando, sí, volando sobre mí.
Y no quise ver más, no quise ver, pero vi. Vi a un niño desdibujado con ojos tristes sujetando un par de flores amarillas. Sus ojos, sus bellos ojos, debían apreciarse.
Y no quise volver a ver, ni tampoco quise voltear al siguiente lienzo. Nunca había podido encontrarme plasmado en las obras de Andrea, quizás todavía ni me he descubierto. No sabía el por qué, no tenía por qué tampoco. Aquella secuencia de mí espantosa espera, fue una especie de llanto quizás, de lo que sucedió o de lo que pudo ser, que me dijo más que todo, o más que nada. Cerré los ojos con fuerza más de una vez, pero estaban por todos lados, los caballos. Y lloré, como un idiota.

Veo cómo ahora pasa frente a mis ojos, montada sobre un caballo, con sus cabellos castaños de tono pastel y todo un fondo de sepia. Y veo al niño con ojos pintados en un color almendra, quizás con un destello de marrón acuarela brillante. Este niño, aquel niño, sujeta ese ramo de flores amarillas, ahora, marchitas. Y lo aprecio un instante, en silencio. Lo siento y lloro de nuevo, como un idiota.

Carla Tivaldi

La niña. Misterio en la casa Adams
Brenda, era una mujer de 30 años, que vivía en un pueblo tranquilo, y estaba acostumbrada a estar en familia y con amigos. Acababa de quedarse sin trabajo, y mirando el diario local, encontró un aviso prometedor: los Adams, una de las familias más adineradas del lugar, quienes estaban a punto de emprender un viaje, necesitaban una niñera de tiempo completo para su hija de doce años, que padecía una extraña enfermedad. La muchacha recordó que en el pueblo se corrían rumores no muy buenos acerca de la mansión Adams (que se encontraba en las afueras del pueblo), pero ella necesitaba el dinero, y no dudó en aceptar el trabajo. Sabía que su familia no estaría contenta con su decisión, por lo que no les comentó ningún detalle del empleo. Ellos eran humildes, pero su hogar era cálido y acogedor. Esta mujer, era la menor de tres hermanos y a pesar de su edad, era la protegida de mamá y papá. Sin embargo, ella quería independizarse, y esa mañana del primer día de trabajo, se despidió rápidamente, argumentando que volvería pronto y prometiendo a su acongojada madre comunicarse con frecuencia.
 Los Adams se hicieron cargo de la mudanza y vivir en una casa llena de lujos y comodidades era lo que ella siempre había soñado. Además, el trabajo no parecía ser muy cansador. Se trataba de alimentar a la niña con las cuatro comidas diarias en los horarios asignados por sus padres. A Brenda le llamó la atención la estricta advertencia que le hicieron sus patrones acerca de  no poder entrar a la habitación, ni ver a la jovencita enferma. Si bien, a causa de la enfermedad, debía permanecer en total aislamiento, la flamante niñera no entendía cómo podían pagarle tan generoso sueldo por solo llevar y traer la bandeja cuatro veces al día. Pero trató de no pensar en eso y disfrutar de su estadía en aquel lugar.
Con el paso de los días, Brenda comenzó a extrañar la vida pueblerina, y debido a que en las afueras de la cuidad la señal era escasa, solo podía comunicarse con su mamá por teléfono fijo. Las horas se hacían cada vez más largas entre una comida y otra, y anhelaba las reuniones con sus amigos, adonde nunca faltaba una guitarra y las risas estridentes. Ahora no podía más que entretenerse recorriendo el jardín o mirando los atardeceres por los ventanales, mientras se preguntaba cómo sería aquella niña a quien estaba alimentando, y su deseo de conocerla se agigantaba un poquito más cada día, a cada hora…
Brenda caminaba varias veces por  el pasillo que dirigía hacia la antesala de la habitación de la niña, a donde dejaba la bandeja con los alimentos, que luego retiraba vacía, y en más de una ocasión, había acercado su cabeza a la puerta, con la intención de escucharla, pero nunca se oía nada. Entonces se quedaba un rato mirando la colección de muñecas que había en la repisa de la antesala. No eran las típicas muñecas de juguete que había en los escaparates del pueblo. Tampoco se parecían a las muñecas que recordaba de su niñez.  Estas tenían ojos negros sin brillo, y sus expresiones eran de asombro y pánico.
Las muñecas parecían mirarla, y sus rostros se le hacían familiares, por lo que muchas veces se sentía intimidada.
Unas cuantas veces, cuando la curiosidad se apoderaba de su cuerpo, Brenda se había quedado esperando, después de dejar la bandeja, a que la niña saliera, para así poder verla, pero eso nunca pasaba, y desandaba el pasillo con sensación de frustración.

Pero un día, la curiosidad se hizo insoportable, y la mujer sintió la necesidad de abrir aquella puerta que dividía su vida de la de aquella pequeña. Tocó el picaporte y descubrió que la cerradura no tenía llave. Atravesó el umbral con una mezcla extraña de sentimientos. Una nueva muñeca se sumó en la repisa, mientras que el pueblo se empapeló de carteles que deseaban saber el paradero de Brenda.

Laura Valls

La Mudanza

Ya no soportaba el dolor que me causaba ese departamento, la veía a Elena por todos lados, se había vuelto un lugar oscuro y me estaba convirtiendo en un ser oscuro a mí también. La mudanza es la mejor opción, la casa de la abuela siempre me transmitió paz, siempre pude estar a gusto conmigo mismo allí, eso es lo que necesito, olvidar todo. No quiero pensar en Elena, ni en autos, ni en pastillas para el dolor cada 6 horas.
Al fin voy a poder descansar, no duermo nada desde el accidente, ya no quiero pensar y este lugar es especial para eso: ni siquiera hay rastros del mundo exterior, gracias a las cortinas pesadas de la abuela que todavía conservan olor a lavanda. Eso es lo que necesito ahora.
Toda la casa tiene sabor a infancia, de mucho antes de conocer a Elena, no hay nada que me recuerde a ella, ni a sus horarios para analgésicos, ni a la culpa. No quiero recordarla, no estoy listo.
Todo acá es perfecto. La casa está intacta: no hay manchas de humedad ni olor a encierro, casi no hay polvo en los muebles, y las flores –que seguro puso Marta cuando entró a alcanzarme el diario-  me recuerdan a las que la nona ponía en ese mismo jarrón.
Estoy agotado, me duele la espalda, voy a tirarme una siesta corta en el sillón y después veré si puedo arreglar la tele del nono, que aunque es de las viejas, parece nueva.
-¡Que hambre tengo!- Digo mientras me desperezo en el sofá después de la siesta- ya debe ser la hora de tomar la leche. Me levanto con fiaca y camino despacio a la cocina, donde arriba de la mesa me espera una leche chocolatada en la taza de siempre y unas tostadas con dulce de leche. Me como la merienda y dejo la taza sobre la mesada. Ahora toca tele: la prendo y veo un rato He-Man. Pero me aburro rápido, siempre pasan lo mismo. La apago y agarro mi pelota para ir a hacer jueguito al patio. Todavía es de día y hace calor de siesta. Escucho del otro lado de la tapia ruidos de pileta y risas. Trepo al árbol para poder ver. Es Graciela con las amigas, tomando sol y hablando de revistas. La única que tiene bikini es la Graciela, es de esas de triángulo que se atan, con flores lilas y azules. Se nota que es la más grande de las chicas.
El calor me está haciendo doler la cabeza, además no quiero que me vean porque me voy a meter en líos. Cuando me estoy bajando del árbol se rompe una rama y caigo de rodillas al piso, me raspo todo. Estoy yendo a limpiarme, pero en el espejo grande del pasillo me freno. Hay algo raro, me preocupa el reflejo. Hay algo que no está bien. Yo me río y él se queda serio, inexpresivo, como si me hubieran chupado las ganas de todo. Esto me hace enojar. ¿Por qué si yo me río él no? Se supone que yo mando.
Sigo mi camino al baño, me limpio las rodillas y me lavo la cara. Siento que la barba ya creció bastante, no sé si hace cuatro y cinco días me afeité. ¿Qué día es hoy? Paso otra vez por el pasillo y me detengo frente al espejo. Ya no parece tan grande, ahora me tengo que agachar un poco para que no me corte un pedazo de frente. Mi reflejo sigue extraño, ¿De qué se ríe, se está burlando? Yo no me río hace semanas, ni siquiera sonrío, no puedo hacerlo porque no tengo motivos.
-¡Basta!- grité
-¡Basta vos!-me contesté enojado- si sos vos el que engaña
-Yo no engaño a nadie
-La engañaste a Elena, por eso chocó. Vos la pusiste loca.
-¡Cortala pendejo! Siempre le fui fiel, ella no entendió.
-¡Vos no entendés! Ya te perdiste, hablas de fidelidad y te sos tan infiel a vos mismo que ni sabés quién sos.
-Yo sé quién soy. Lo que no se es cuándo.
Me duele la cabeza y estoy confundido. Como una resaca después de cien tequilas. Tengo hambre, siento la barba tupida y un olor a suciedad nauseabundo. Voy a darme una ducha. El espejo del botiquín me devuelve, sin embargo, una cara ya afeitada. Debo ir a trabajar.
Preparo en la cocina una taza de café negro y me tomo una aspirina. Busco la camisa blanca y un pantalón de vestir. Quito las dos vueltas de llave. -Andá a saber cuánto hace que no abren esta puerta- y salgo.

Afuera veo al camión de mudanza arrancando y el conductor me saluda tocando la bocina.

Hsu Chih Yang

Déjà Vecu

Octavio manejaba solo por el camino sinuoso para regresar a su ciudad. No había otro auto más en la ruta, sólo la luz tenue de las estrellas y el recuerdo borroso, pero aromático, de un mismo sueño que hacía noches se repetía. Sin embargo, el rostro de fatiga por el viaje estaba a su vez pintado de alegría debido a esas oportunidades de la vida que a uno le llegan sorpresivamente.
Dos meses atrás la felicidad le había tocado la puerta. La editorial más prestigiosa de la ciudad estaba interesada en publicar una recopilación de todas sus poesías. Él las había subido semanalmente al blog personal desde hacía trece años, cuando terminó su estudio secundario.
Aún Octavio disfrutaba de la última experiencia de la feria del libro, la semana pasada, invitado especialmente por la editorial para reunirse con los lectores, fascinados por su obra. Su persona irradiaba el regocijo y el orgullo. Disfrutaba de cada autógrafo que había firmado a pedido de la gente, como cuando escribía las poesías; recordaba cuando le pedían tomarse fotos juntos a él, y sentía que todo el éxito lo irradiaba. Sin lugar a dudas, su obra había llegado al corazón de la gente.
Después de dos meses de actividades de presentación del libro en diversos lugares, había decidido viajar por primera vez a las sierras en el auto de su padre, sin la compañía de ningún amigo o familiar, como un regalo especial para él mismo en el día de su cumpleaños.
Le había encantado el viaje, el contacto con la naturaleza le había entregado abundantes inspiraciones para nuevas poesías. Pero el regreso se estaba haciendo demasiado largo. En un momento el auto se paró. Durante todo el día se había olvidado de recargar el combustible.

Una sensación inexplicable me invadió. Déjàvu. Miré el celular y estaba completamente sin señal. Volví a estar parado en el medio de la naturaleza rodeado por la oscuridad. Seguí caminando como si conociera el rumbo hasta que descubrí un sendero que conducía hacia el interior del bosque, donde apenas podía ver un punto brilloso de la luz. Había una casa y lo sé. La luz se expandía cada vez que me acercaba, y la sensación de familiaridad se volvía también cada vez más contundente. Ví en el fin de la senda una cabaña. Golpeé la puerta y me atendió una señora. Apenas la puerta se abrió, sentí el mismo aroma de café que soñaba. Le pedí ayuda y me invitó entrar a la casa. Al entrar ví un bahiut antiguo contra la pared, un retrato de una muchacha y un café humeante sobre el mueble. Pregunté por la chica del retrato.
-Mi hija, Lilia. Falleció de cáncer hace treinta años. Justo hoy es el aniversario-
Y le pregunté por el tazón de café porque me despertaba mucha nostalgia.
- Café sin azúcar en tazón. Era su favorito. Siempre le preparaba para esta fecha imaginando que volvería algún día- dijo tristemente.
-A ella le encantaba leer y escribir. Ahí están guardados todos sus escritos. Lástima que no sé dónde Lilia tenía la llave.- dijo de pronto la señora señalando el bahiut.
La intriga me tentaba a abrir el gabinete para conocer más a Lilia. Extrañamente, yo también tengo la misma costumbre de poner bajo llave mis libros y escritos.
-Señora, búsquela en su habitación, detrás del cuadro, si es que tiene.- Porque es lo que yo solía hacer.

La señora entró a la habitación de Lilia. Salió asombrada con la llave en la mano. Abrió el bahiut y empezó a mostrarme los escritos, mientras lloraba. Tomé un cuaderno con tapa de cuero bien antiguo, y empecé a leer. Temblaba. Cada palabra era mía.