TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


MAGDALENA ROLÓN


Grata compañía

Alguien entra en silencio y me abandona.
Ahora la soledad no está sola.
Tú hablas como la noche.
Te anuncias como la sed.
Alejandra Pizarnik

Finalmente lo había conseguido, por fin estaba lejos de casa estudiando lo que quería y, lo mejor de todo, lejos de mamá. Al terminar el secundario, pasé meses enteros contando los días y los pesos para irme. Por supuesto que a ella no le gustaba ni un tercio, “te vas a ir a vivir a otro lado cuando ni siquiera podés lidiar con la soledad por las noches”, me dijo, y debo admitir que ese comentario me había dolido, aunque también me había motivado aún más. La ausencia de papá, Eduardo, había trasformado en muchos sentidos mi existencia.
El departamento se encontraba en un edificio un poco desgastado, un solo ambiente, el revoque se deslizaba sutilmente por las paredes, pero no me quejaba ya que era accesible para mi condición. Ya estaba amoblado, la cama frente al único ventanal y a cada lado una mesa de luz; el placar sobre la pared ocultando una mancha de humedad y, finalmente, una pequeña mesita de madera con dos sillas. Un hogar, mi hogar.
Mis clases empezaban en un mes y medio, había llegado a Córdoba antes para ponerme a buscar un trabajo de medio día. Esa tarde me puse a realizar una lista de cosas que necesitaría. Luego tomé uno de mis libros favoritos, de Alejandra Pizarnik, y me sumergí en sus palabras. Me entredormí, no sé cuánto tiempo estuve hundida en una especie de sopor. Solo recuerdo que después de muchas horas oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía “ahora podés rodar la cama para ese lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enfermo, sino de convaleciente. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio del departamento, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas. Y ahí estaba, la noche había caído sin previo aviso y con ella, una sensación de angustia, el deseo de huir, el miedo a lo que no existe.
De pronto tuve un fuerte deseo de agarrar mi bolso y salir del departamento en busca del calor de la multitud, un día de invierno, a las diez de la noche, en una ciudad que apenas ese mismo día había conocido. Sabía que era osado pero lo hice, me metí en el saco de polar y envolví mi cuello en una chalina de mi madre que aún conservaba su aroma, tomé la llave y abandoné la habitación bebiendo la sensación de alivio como si fuera el mejor trago.
Caminé por las calles oscuras de Córdoba sin rumbo y sin destino, pero con algo claro: no habría retorno hasta el amanecer. La gente parecía estar alborotada, en la antena de un auto flotaba locamente una bandera con la cruz roja y los demás corrían detrás a ochenta kilómetros por hora hacia las luces que crecían poco a poco, yo no sabía bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.
Cuando me encontraba sumergida en mis pensamientos, repasando una y otra vez si la decisión de haberme ido de casa había sido la mejor, me encandiló la luz de un bar-café que se destacaba bajo la débil claridad de un par de faroles, y entonces pensé que pasar un par de horas en este lugar no era mala idea. Al entrar me abrazó el calor que tanto necesitaba y me embriagó el aroma a café, tanto que sentí un dolor de estómago que me recordó que estaba sin comer. Me senté a una mesa que se encontraba en el medio de otras dos filas de mesas. Así, de alguna manera, me sentía más abrigada y protegida.
- Señorita, ¿Qué le puedo ofrecer? – preguntó el mozo
- ¿Qué? Ah, sí – espeté, casi olvidando que para estar allí debía consumir algo. - ¿un té de tilo puede ser? Y también, dos medialunas por favor. Y una pregunta, ¿a qué hora cierran?
- Excelente, estamos las veinticuatro horas señorita. Las medialunas son de hoy temprano, ¿le importa? – Negué con la cabeza sonriéndole cordialmente, él devolvió la sonrisa y se retiró.
Mientras esperaba y más tarde consumía mi pedido, saqué del bolso un libro que tenía empezado, ya dispuesta a terminarlo. Fui a verlo por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de espera. El lugar daba pena; un amplio salón de paredes descascaradas e iluminado por tubos fluorescentes cuyas ventanas estaba atravesadas por dos clases de enrejados, uno interno de barrotes gruesos, y otro externo, de alambre oxidado. Un inusual escalofrío me removió bruscamente, cuando entonces lo vi, a cuatro mesas de distancia, enfrentado a mí y entre sus manos “Árbol de Diana”, un libro que yo conocía muy bien. Lo vi, y vi sus ojos enredarse en las palabras que dominaban aquellas hojas intrigantes y deseosas. No sé cuánto tiempo estuvo ahí, sentado frente a mí.
Cuando terminé el libro miré la hora, eran casi las cinco de la madrugada, sin embargo no estaba sola, los empleados escuchaban la radio (que hacía lo que podía) discutiendo por deporte, y a cuatro mesas de la mía, el muchacho de “Árbol de Diana” seguía allí, era inevitable no admirar el placer que emanaba su rostro sobre las páginas. Podría jurar que ni siquiera reparó en mi mirada. Levanté mis cosas, me puse el saco y saludé con un ademán y una sonrisa al amigable mozo. Me dirigí a la puerta, me di la vuelta para admirar una vez más al extraño que ya estaba cerrando su libro, y me fui. Cuando llegué a casa, puse la pavita para el mate y cuando el sol apenas se dibujaba en el cielo me acosté, pensando lo buena que había sido la idea de meterme en el café.
El resto de la semana y de la que continuó fue igual: durante el día en mi casa y en las noches en el bar, el mozo amigable, el pibe extraño de las poesías que ni siquiera reparaba en mis miradas, el té de tilo y las lecturas hasta la madrugada.
Una noche, mientras leía La vuelta al mundo en ochentas días, noté que unas manos un poco torpes apoyaban algo en mi mesa. Cuando levanté la mirada, era un platito en el que se encontraba una taza en la que nadaba un saquito de tilo, con un pedacito de hoja arrancada con descuido que decía “un agujero en la noche súbitamente invadido por un ángel”. Al leerlo fue inevitable no reír, el mozo amigable me señaló con sutileza al joven de las cuatro mesas de distancia, que entonces, ahora sí, me estaba mirando. Se levantó con ligereza permitiéndome apreciar su importante altura y lentamente cruzó las cuatro mesas que nos separaban hasta sentarse frente a mí, a unos cuantos centímetros. Su tez era bastante pálida; su cabello, negro azabache; sus cejas muy pobladas y casi unidas y su rostro muy pronunciado; la seriedad que emanaba era abundante hasta para mí. No era tan atractivo, pero aun así al ver sus ojos claros tan de cerca, sentí que pude hallarme en ellos, era enigmático, intrigante.
- ¿Conque té de tilo y Pizarnik, no? – le dije, desafiándolo.
- Bueno, supuse que te gustaba cuando me di cuenta de que no podías sacarle los ojos de encima a mi libro, y con respecto al té, te vas a intoxicar con tanto tilo –respondió con superioridad. No sé qué es lo que más me llamó la atención, el hecho de que sí se hubiera fijado en mí, o su extravagante acento.
- Soy Julio.
- Virginia… Juárez – me presenté, dándole la mano y segura de que ya lo conocía.
- Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, debo admitir que es una buena lectura, un tipo visionario digno de ser admirado –sonrió. Uno de mis sueños en la vida es transformar su arte, no sé, algo así como La vuelta al día en ochenta mundos –confesó, haciendo un marco con las manos.  ¿Qué decís?
- Digo que… es quizá un poco ambicioso –y solté una carcajada cuando me guiñó un ojo. Las horas pasaron, y mientras tanto encontré en Julio un abrigo especial, había encontrado el calor de la multitud en una sola persona. Me levanté para irme, tomé el pedazo de papel escrito que aún estaba sobre el plato y lo metí en el bolsillo de mi saco, nos despedimos. El resto de la semana y de la que continuó fue igual: durante el día en mi casa, en la noche en el bar, el mozo amigable, el pibe extraño que ya no era tan extraño, el té de tilo y las charlas enlazadas.
- Mira piba, la tormentita que se viene –me comentó esa noche, y era cierto, el cielo tenía un color especial y la luz de los relámpagos nos dejaron apreciarlo con detalle. Unos treinta minutos después, el cielo aturdía y las luces encandilaban. La lluvia empapó las calles amenazando con inundarlas.
- Creo que deberíamos irnos cuando pare un poco, mi casa está a un par de cuadras – e ofrecí, y él asintió con su estable seriedad.
Al llegar puse la pavita para el mate, él colgó el saco en una de las sillas y enseguida se dirigió hacia mi biblioteca, recorriéndola con sus ojos de una manera especial. Tomó con curiosidad “Las penas del joven Werther” y reparó en cada uno de mis clásicos. Yo lo miraba y lo vi sonreír cuando sacó un recopilado de los cuentos de Allan Poe.
-Tu biblioteca tiene mucho que ver con tu personalidad –me miró, y metió las manos en sus bolsillos. Digamos que esta literatura no es aquella con la que te podes morir de risa, pero…
-Te gusta Allan Poe –lo interrumpí. Me miró con curiosidad. Yo también suelo sonreír con tanta magnitud al ver los libros que me gustan tanto.
Pasamos un par de horas. Mientras me contaba de sus viajes por el mundo, de sus aventuras en el extranjero, lo vi trazar con mis llaves dos letras en la mesa de madera: VJ
-¿VJ? – Le pregunté.
-Sí, Virginia y Julio. Y no me mires como si fuera un cursi ridículo, flaca, es para que tengas siempre presente la inmortalidad de la letra, y que entiendas que todo dura siempre un poco más de lo que debería.  Se levantó de la silla y sacó de la biblioteca el libro de Poe, desarmó la cama, se sacó los zapatos y se desparramó en uno de los extremos. Bueno, atenta, que te voy a leer el escarabajo de oro, me dijo con tanta seriedad que me hizo sonreír. Júpiter todavía no había hecho pasar el escarabajo de oro por el ojo izquierdo de la calavera cuando Julio se sumió en lo que parecía ser un anhelado descanso. Lo observé durante varios minutos Me saqué los zapatos y me tiré en el otro extremo de la cama.
- Piba, sos una grata compañía.
La claridad del nuevo día animó mi vaga gana de despabilarme, miré la hora y eran ya las 08:15, después de tantos días había conseguido dormir por lo menos ocho horas de corrido gracias a Julio… “¡Julio!”, pensé, pero cuando di la vuelta, él no estaba. Ese lado de la cama estaba hecho, intacto. Su saco ya no colgaba en la silla y el libro de Poe reposaba sobre la mesa de Luz.
Como de costumbre esa noche volví al bar, no ya con la intención de buscarlo sino por la costumbre de asistir, aunque por un momento sentí ganas de estar en mi casa. Todo era igual, el calor del bar, el mozo amigable, mi mesa en el centro, pero sin Julio, ni siquiera a cuatro mesas de distancia. Esa noche me fui a casa después de tomar el té de siempre. Cuando llegué me tiré en la cama a deleitarme con una buena poesía y disfruté cada minuto, cada hoja y cada palabra. No apareció la sensación de angustia, ni el deseo de huir, ni el miedo a lo que no existe. Solo era yo, disfrutando la noche, después de mucho tiempo.
“Ahora podes rodar la cama para ese lado” me despertó aquella voz en la madrugada, pero esta vez la escuché más cerca, como en un murmullo, me pareció tan conocida que me erizó la piel. Salté de la cama y precipitada encendí la luz, mi única reacción fue correr la cama y entonces las vi, grabadas en el piso de madera: “EJ”.
Por la mañana puse la pavita para tomar unos mates y cuando finalmente me senté a disfrutarlos, allí estaban, claras e inmortales. Busqué con desesperación el saco y del bolsillo saqué la nota. Al leerla, noté en la caligrafía algo demasiado familiar.

Nota: se han intervenido fragmentos de los cuentos Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García Márquez; Autopista del sur, de Julio Cortázar; y Letras modernas, de David Voloj.

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