Blanco fácil
No sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo
en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sé que después de muchas horas
incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: “ahora puedes
correr la cama para este lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enferma,
sino de convaleciente. Después oí a una chica sollozar. Permanecí rígida antes
de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el
vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio de ese lugar, la
inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas.
Toda mi ropa y mi cabeza estaban cubiertas de sangre
seca. Intenté ponerme de pie, pero tenía una mano esposada a la cama. Como
pude, me di vuelta y vi que estaba en una habitación pequeña, sin ventanas. Un
inodoro en un rincón, un plato de comida y un vaso de agua frente a una puerta
cerrada herméticamente era todo lo que había.
-¿Hay alguien ahí? Dije.
-¡Hola! ¿Cómo te
encuentras?
Por su voz, calculé que la chica tenía unos 20 años y que podía ser de
Colombia o Venezuela.
-Con náuseas y un
terrible dolor de cabeza. ¿Sabes dónde
estamos?
-Todavía no pude
descubrirlo, pero supongo que en un campo a las afueras de Entre Ríos. Durante
el viaje, desperté y oí a uno de ellos hablar por teléfono con su jefe. Le
decía que todo iba bien, que estaban saliendo de Gualeguay y en media hora
llegarían. Además, la chica de la habitación del lado me dijo que como era la
única que estaba consciente, la hicieron caminar hasta aquí con los ojos vendados,
y escuchó gallinas y un molino moviéndose.
-Ah, no estamos
solas… Dije.
-Yo fui la primera en llegar. Supongo que ya
pasó una semana desde que me trajeron aquí, pero esta luz nunca se apaga, y es
imposible tener noción alguna del tiempo. Es lo más desesperante de estar en
este lugar. Eso, y el no saber qué harán con nosotras.
De repente una imagen vino a mi cabeza. Íbamos en un
auto. Había dos hombres adelante y uno en el asiento trasero conmigo. Pude ver
que en la antena de la radio flotaba locamente una bandera con una cruz roja,
iban a más de cien kilómetros por hora y las luces decrecían poco a poco, sin
que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche
entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el
mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante. Kilómetro
a kilómetro los autos iban desapareciendo, y con ellos mis esperanzas de que
alguien me viera y diera aviso a la policía. Lo último que recuerdo es que
estábamos cerca de un peaje, y con mis últimas fuerzas intenté abalanzarme
sobre la puerta, pero que la punta de algo golpeó mi cabeza y todo oscureció.
Durante esos días, la chica venezolana se volvió un gran
apoyo moral para mí. Eugenia era su nombre. Era admirable su nivel de
tranquilidad y madurez con sólo 19 años. Siempre tan optimista, que por
momentos me hacía creer que todo esto era sólo un mal sueño.
Un día dos hombres con cofias y barbijos entraron a mi
celda, me inyectaron y me llevaron a rastras. Sólo pude escuchar los gritos de
Eugenia suplicando que no me llevaran. Otra vez el auto con la bandera y los
hombres rodeándome. Otra vez una autopista oscura y los autos alejándose.
A la madrugada llegamos a una casa donde había tres
chicas más. Nos hicieron bañar, nos dieron ropa limpia, valijas, un nuevo DNI y
pasaporte. También una foto de nuestra familia, advirtiéndonos que con cada
orden que desobedeciéramos, ellos pagarían las consecuencias. De ahí nos
llevaron al aeropuerto. Nos prohibieron hablar entre nosotras y con cualquier
otra persona. La presión del gatillo sobre mi cadera se había vuelto tan usual,
que ya casi no la sentía.
Durante el vuelo, lo único que pude divisar fue que uno
de ellos tenía tatuada la cara de una chica en su brazo. Cuando se dio cuenta,
lo ocultó rápidamente. Había algo en su mirada que me resultaba familiar, y una
sensación de escalofríos atravesó todo mi cuerpo.
Al llegar a Madrid nos quitaron los pasaportes. No sé si
dolieron más los golpes durante el encierro, o la impotencia de ver tanta gente
a mi alrededor y no poder pedir ayuda. Nos llevaron a una casa lujosa en una de
las zonas más exclusivas de la ciudad, y esa misma noche, a una especie de club
en donde confirmé lo inevitable: “Desde ahora trabajan para la agencia de
modelaje Global Models, serán escort de lujo”. Nos pusieron en frente de una
cámara y nos obligaron a filmar un video diciendo que éramos modelos y que
estábamos allí por voluntad propia.
Durante ocho años no quise levantarme, las noches se me
hacían largas, monótonas y poco diferenciables. Ya no sentía, no me daba más el
cuerpo, la mente ni el alma.
Sin familia, sin derechos, sin mi propio cuerpo. En los
últimos años tuve la extraña impresión de que el recuerdo de mi familia y
amigos se iba difuminando. Es raro lo distante que se puede volver, con el
tiempo, la sensibilidad de nuestra adolescencia.
Una noche me tocó ir a un evento particular junto a tres
chicas más. Por fuera aparentaba ser un simple bar, pero adentro traficaban
armas, drogas y mujeres. Comenzaron a exhibirnos como si fuéramos animales en
una subasta de campo. Fui vendida por una noche al tipo del “número 3”. Para
ese tiempo, ya me daba igual lo que hicieran conmigo.
Un whisky, un ron, otro whisky. Su excitación, la
adrenalina y dos luces blancas acercándose hacia nosotros. Sus ojos extasiados
atravesando el parabrisas, y ningún sobreviviente según los medios.
Por el tragaluz que da justo bajo la vidriera donde mato
moscas veo a las mujeres que se paran a mirar los postres decorados; me pego a
la pared del sótano y puedo ver sus piernas desde abajo. Unos tacos altos, la
piel chocolate, una pequeña cruz roja en su tobillo, tan roja como aquella, que
en la noche se abría paso. Compra una docena de buñuelos de Yuca y se va, no
sin antes comentarle al panadero que es el primer lugar, en ocho años, donde
los consigue.
Cerca de la puerta se agacha a levantar un billete y en
sus ojos puedo ver aquella mirada, tan fría y penetrante como la de aquel vuelo
del infierno.
Nota: se han intervenido
fragmentos de los cuentos Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García
Márquez; Autopista del sur, de Julio Cortázar; Tula en la cabalgata, de Daniel
Moyano y de la novela Felices hasta que amanezca, de Florencia Abbate.
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