TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


MILENA ARTACHO


Blanco fácil


No sé cuánto tiempo estuve hundida en aquel sonambulismo en que los sentidos perdieron su valor. Sólo sé que después de muchas horas incontables oí una voz en la pieza vecina. Una voz que decía: “ahora puedes correr la cama para este lado”. Era una voz fatigada, pero no voz de enferma, sino de convaleciente. Después oí a una chica sollozar. Permanecí rígida antes de darme cuenta de que me encontraba en posición horizontal. Entonces sentí el vacío inmenso. Sentí el trepidante y violento silencio de ese lugar, la inmovilidad increíble que afectaba a todas las cosas.
Toda mi ropa y mi cabeza estaban cubiertas de sangre seca. Intenté ponerme de pie, pero tenía una mano esposada a la cama. Como pude, me di vuelta y vi que estaba en una habitación pequeña, sin ventanas. Un inodoro en un rincón, un plato de comida y un vaso de agua frente a una puerta cerrada herméticamente era todo lo que había.
-¿Hay alguien ahí? Dije.
-¡Hola! ¿Cómo te encuentras?  Por su voz, calculé que la chica tenía unos 20 años y que podía ser de Colombia o Venezuela.
-Con náuseas y un terrible dolor de cabeza.  ¿Sabes dónde estamos?
-Todavía no pude descubrirlo, pero supongo que en un campo a las afueras de Entre Ríos. Durante el viaje, desperté y oí a uno de ellos hablar por teléfono con su jefe. Le decía que todo iba bien, que estaban saliendo de Gualeguay y en media hora llegarían. Además, la chica de la habitación del lado me dijo que como era la única que estaba consciente, la hicieron caminar hasta aquí con los ojos vendados, y escuchó gallinas y un molino moviéndose.
-Ah, no estamos solas… Dije.
 -Yo fui la primera en llegar. Supongo que ya pasó una semana desde que me trajeron aquí, pero esta luz nunca se apaga, y es imposible tener noción alguna del tiempo. Es lo más desesperante de estar en este lugar. Eso, y el no saber qué harán con nosotras.

De repente una imagen vino a mi cabeza. Íbamos en un auto. Había dos hombres adelante y uno en el asiento trasero conmigo. Pude ver que en la antena de la radio flotaba locamente una bandera con una cruz roja, iban a más de cien kilómetros por hora y las luces decrecían poco a poco, sin que ya se supiera bien por qué tanto apuro, por qué esa carrera en la noche entre autos desconocidos donde nadie sabía nada de los otros, donde todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante. Kilómetro a kilómetro los autos iban desapareciendo, y con ellos mis esperanzas de que alguien me viera y diera aviso a la policía. Lo último que recuerdo es que estábamos cerca de un peaje, y con mis últimas fuerzas intenté abalanzarme sobre la puerta, pero que la punta de algo golpeó mi cabeza y todo oscureció.
Durante esos días, la chica venezolana se volvió un gran apoyo moral para mí. Eugenia era su nombre. Era admirable su nivel de tranquilidad y madurez con sólo 19 años. Siempre tan optimista, que por momentos me hacía creer que todo esto era sólo un mal sueño.
Un día dos hombres con cofias y barbijos entraron a mi celda, me inyectaron y me llevaron a rastras. Sólo pude escuchar los gritos de Eugenia suplicando que no me llevaran. Otra vez el auto con la bandera y los hombres rodeándome. Otra vez una autopista oscura y los autos alejándose.
A la madrugada llegamos a una casa donde había tres chicas más. Nos hicieron bañar, nos dieron ropa limpia, valijas, un nuevo DNI y pasaporte. También una foto de nuestra familia, advirtiéndonos que con cada orden que desobedeciéramos, ellos pagarían las consecuencias. De ahí nos llevaron al aeropuerto. Nos prohibieron hablar entre nosotras y con cualquier otra persona. La presión del gatillo sobre mi cadera se había vuelto tan usual, que ya casi no la sentía.
Durante el vuelo, lo único que pude divisar fue que uno de ellos tenía tatuada la cara de una chica en su brazo. Cuando se dio cuenta, lo ocultó rápidamente. Había algo en su mirada que me resultaba familiar, y una sensación de escalofríos atravesó todo mi cuerpo.
Al llegar a Madrid nos quitaron los pasaportes. No sé si dolieron más los golpes durante el encierro, o la impotencia de ver tanta gente a mi alrededor y no poder pedir ayuda. Nos llevaron a una casa lujosa en una de las zonas más exclusivas de la ciudad, y esa misma noche, a una especie de club en donde confirmé lo inevitable: “Desde ahora trabajan para la agencia de modelaje Global Models, serán escort de lujo”. Nos pusieron en frente de una cámara y nos obligaron a filmar un video diciendo que éramos modelos y que estábamos allí por voluntad propia.

Durante ocho años no quise levantarme, las noches se me hacían largas, monótonas y poco diferenciables. Ya no sentía, no me daba más el cuerpo, la mente ni el alma.
Sin familia, sin derechos, sin mi propio cuerpo. En los últimos años tuve la extraña impresión de que el recuerdo de mi familia y amigos se iba difuminando. Es raro lo distante que se puede volver, con el tiempo, la sensibilidad de nuestra adolescencia.
Una noche me tocó ir a un evento particular junto a tres chicas más. Por fuera aparentaba ser un simple bar, pero adentro traficaban armas, drogas y mujeres. Comenzaron a exhibirnos como si fuéramos animales en una subasta de campo. Fui vendida por una noche al tipo del “número 3”. Para ese tiempo, ya me daba igual lo que hicieran conmigo.
Un whisky, un ron, otro whisky. Su excitación, la adrenalina y dos luces blancas acercándose hacia nosotros. Sus ojos extasiados atravesando el parabrisas, y ningún sobreviviente según los medios.

Por el tragaluz que da justo bajo la vidriera donde mato moscas veo a las mujeres que se paran a mirar los postres decorados; me pego a la pared del sótano y puedo ver sus piernas desde abajo. Unos tacos altos, la piel chocolate, una pequeña cruz roja en su tobillo, tan roja como aquella, que en la noche se abría paso. Compra una docena de buñuelos de Yuca y se va, no sin antes comentarle al panadero que es el primer lugar, en ocho años, donde los consigue.
Cerca de la puerta se agacha a levantar un billete y en sus ojos puedo ver aquella mirada, tan fría y penetrante como la de aquel vuelo del infierno.

Nota: se han intervenido fragmentos de los cuentos Isabel viendo llover en Macondo, de Gabriel García Márquez; Autopista del sur, de Julio Cortázar; Tula en la cabalgata, de Daniel Moyano y de la novela Felices hasta que amanezca, de Florencia Abbate.

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