Iulius
La pureza de la luz solar triunfa sobre el amarillo
tenue, ya extemporáneo, que permanece derivando de los dos focos. Consecuente
inspectora, encuentra que todo está. Hay menos orden: la colcha arrugada,
cajones abiertos… aunque todo permanece. Faltan del cajón de la ropa de hombre
una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra
camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.
Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive
bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí
los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los
almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal
que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un
crecer de plantas...
Guardé algo de ropa en un bolso y me dirigí al hospital.
Fui a verla por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba
la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de
espera. Cuando entré en la habitación, mamá me miró un tanto decepcionada.
¿Y tu papá? Ayer me dijo que hoy iba a venir…
¿Mi papá?
¡Estoy tan contenta de que haya vuelto! El Boby y el
Negro, ¿cómo están? ¿Te acordás de darles de comer? Los extraño mucho…
La escuché un rato más, contesté las mismas preguntas de
siempre, dejé la ropa en una silla y me fui. Entré al London City y pedí un
coñac. Unos minutos más tarde entró un hombre de saco y corbata. Se sentó en
una mesita, guardó su pipa, pidió un café y comenzó a escribir. Ver su máquina
de escribir me recordó a la que hay en el sótano de casa.
Regresé y les di de comer a los perros. Desde que mi
hermano volvió y Laura me dejó por él, mi vida es aún más monótona que antes.
Me fui a vivir con mamá, no encontré trabajo y mis viejos amigos no me dieron
bola. Cuando mamá enfermó comencé a ocuparme de ella, de cuidar la casa y pagar
las cuentas. Solía ir al bar, me emborrachaba, recordaba a Laura, la llamaba y
pasaba por su casa, hasta que me pusieron una orden de alejamiento. No la
extrañaba a ella, sino a nuestra vida rutinaria en París.
Los perros ladraban. Seguramente habría un gato. Subí al
baño y vi que el piso de la ducha estaba mojado. Ropa sucia, cajones abiertos,
la ducha mojada. Quizás Nico habría tenido una pelea con Laura. A la mañana
siguiente vi extrañado las boletas sobre la mesa y unas migas. -¿Nico?- llamé.
No hubo respuesta. Recorrí la casa y no había nadie. Fui a la clínica y le
pregunté a mamá si sabía algo de Nico. Había ido a visitarla ayer, después que
yo.
¿Sabés si pasó por casa?
No creo.
¿Por qué preguntás?
Nada, ma. No importa.
Hoy vino a verme Julio. Cuánto me gustaría que me
visiten los tres juntos…
Salí de la habitación y llamé a Nico. Para mi sorpresa,
atendió.
¿Qué querés?
Te llamo porque estoy preocupado por mamá. Me dijo dos
veces que papá la vino a visitar, y creo que está empeorando.
A mí también me dijo lo mismo. El médico dice que es un
efecto de los remedios.
Otra cosa. ¿Estuviste yendo a casa?
No. ¿Por qué?
Por nada. Chau.
Me despedí de mamá, fui al London City (como siempre
después de ir a la clínica) y pedí un coñac. Noté que el hombre estaba sentado
en la misma mesa, con la máquina de escribir. Esta vez lo miré con mayor
detenimiento. El ceño fruncido, el pelo negro peinado hacia atrás… aunque tenía
barba.
Turbado, me fui a casa, todo el camino controlando que
el hombre no me siguiera. Bajé al sótano y busqué las fotografías. Sí, era el
mismo, unos 30 años atrás. En el reverso leí “Julio y Aurora, 1941”. Luego noté
que la máquina de escribir no estaba en su lugar.
Nota: se intervinieron
fragmentos de los cuentos El abandono y la pasividad, de Antonio Di Benedetto; Carta
a una señorita en París, de Julio Cortázar; y Letras modernas de David Voloj.
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