Cohabitar
La
mente en blanco, yo y ese pedazo de pared decorada con ornamentos grotescos que
dejó una humedad tan vieja como los cimientos de este edificio. Odio este
edificio.
Sentada
en el sillón, mirando esa pared que me da náuseas. Sentí un vórtice negro que
se comía todos mis pensamientos, aún lo tengo, como si fuera un portal lleno de
tinta espesa y vieja que no me deja respirar. Esperaba que las horas pasaran lo
más rápido posible para acostarme a las 11:30, un horario que es socialmente
aceptado para dormir, aunque si fuera por mí dormiría la mitad del día para no
sentir este vacío. Mientras el carnaval de horribles sensaciones pasaba por mi
cuerpo y mente, sentí un ruido en la ventana que da al balcón. No había dudas,
era él. Lo conocí hace diez años en la casa de mis padres, y desde entonces me
visita cada dos por tres. Es un monstruo muy pequeño y simpático, tiene una
cola larga y cuernos de diablo, a veces es un buen compañero, a veces me vuelve
loca. No me saludó, pero se sentó a mi lado a contemplar esa pared, yo creo que
a él tampoco le gusta.
Jugamos
cartas, regamos las plantas y miramos una película rusa de esas que todo
aspirante a cineasta debe ver, pero que a mí me pareció por demás predecible y
snob. Me gustaba la compañía de él, era como una sombra que solamente estaba
ahí, no habla, no pregunta, no cuestiona, no nada. El problema comenzó a la
noche cuando empezó a clavar clavos arriba de mi cama, tenía un puñado
agarrados con la cola y uno por uno los ponía; cuando terminaba los arrancaba
con sus dientes y los volvía a clavar, repitiendo el proceso innumerables
veces. Traté de frenarlo en varias oportunidades, le canté, le recité poesía,
hasta preparé un vaso de leche caliente para tranquilizarlo, pero no hubo caso.
Esa noche no dormí, fue la primera de muchas.
Luego
de varios días, mis ojeras parecían ríos de sangre que brotaban en mi cara,
tenía que ir a trabajar con la poca energía que me quedaba. Pensé que él iba a
quedarse en casa, pero decidió venir conmigo. Cuando subí a la bicicleta noté
que una rueda estaba pinchada, tenía un tajo tan grande que parecía un
accidente intencional, él estaba en mi hombro y sentí que emitió un pequeño
sonido que interpreté como un esbozo de burla, miré sus garras, eran afiladas y
muy largas, lo dejé pasar.
Al
trabajo llegué muy tarde, tuve que caminar y hasta correr varias cuadras con mi
amigo en la espalda, estaba tan cansada que sentía que con cada paso que daba
él se tornaba más y más pesado. Ya deseaba que se fuera. Mi jefe me dio un
ultimátum, era la cuarta vez en una semana que llegaba tarde. Agarré el
delantal y el anotador y empecé a atender mesas, éramos solo dos mozas y mi
compañera no podía atenderlas a todas; los clientes estaban enfurecidos. Él permanecía
sentado en la barra, me miraba y saludaba con sus garritas y pequeños dientes,
pero yo no le devolvía la sonrisa. Tenía la bandeja pesada y repleta de comida,
una familia esperaba su desayuno.
En un
momento, después de caminar por todo el salón, miré la barra y él no estaba
ahí, ¡Al fin, ya se fue!, pensé, pero en ese instante, como en un golpe de mala
suerte, me tropecé y tiré el café y las medialunas encima de la hambrienta
familia. Allí estaba, riendo desaforadamente mientras me enseñaba su cola.
Otra
vez ese vórtice desgarrándome el alma. Estaba en la calle mugrienta sentada en
la parte de atrás de la confitería, sin bicicleta, sin dormir, sin trabajo,
pero con él al lado. Al frente de mis ojos cansados tenía una pared de
ladrillos vistos, manchada con la grasa que despide la cocina del local, me
hacía acordar a la pared de mi departamento. Lloré. Un ex compañero salió a
verme, se percató de la presencia de mi amigo porque le gruñía celosamente,
como tratando de impedir que me consolaran. Mi compañero, con una sonrisa
liviana me dio una tarjeta que decía “Mata monstruos” y un número de
teléfono, lo miró con mala cara y volvió rápido al trabajo. Cuando guardé la
tarjeta en mi pantalón la maldita criatura me la arrancó de un zarpazo y se la
guardó. En ese punto ya no me importaba y decidí no luchar. A cambio, él me
ofreció una botella de wiski que acepté sin preguntar mucho.
La
pared parecía haberse manchado más y más, las formas que dibujaba la humedad tenían
rostros horribles que me miraban y se burlaban de mí, no sé si fue el efecto de
tomarme la botella entera wiski, o mi cabeza que deliraba por tantas noches sin
poder dormir.
Él
estaba sentado en las barandillas de mi balcón, con sus garritas me llamaba, y
obedecí. Miré al piso, la gente caminaba teñida de blanco por la luz de la luna
y los reflectores de la calle, pensé en dejarme ir. Pero un sonido en el edificio de enfrente
cortó inmediatamente con ese pensamiento, había un chico parado frente al precipicio
acompañado de un monstruo gigante y horrible que lo impulsaba a tirarse. Me
corrió una extraña electricidad en las venas cuando sentí el estruendo en el
pavimento, pero en ese momento el monstruo que lo acompañaba se desintegró como
un papel que es arrojado al fuego. Atónito ante su propio espectáculo, con un
tímido movimiento de manos me devolvió la tarjeta que me había dado mi
compañero.
Es posible que luego de la sesión con el nuevo psicólogo pinte esa monstruosa pared.
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