La demencial monotonía
Qué noche fría, este invierno no está perdonando y mañana tengo que
empezar el pedido nuevo, espero esta noche dormir bien dice mientras camina a su pequeña
habitación en el final del pasillo de madera, que conecta el comedor y el baño.
Al
llegar a su cama, ya con la luz apagada, mira por la ventana que le enseña una
hermosa luna llena que refleja una abrigadora luz La luna del cazador solía decir mi padre, ¿o no?, mientras remueve
muy cuidadosamente las zapatillas sobre una pequeña alfombra al costado de la
cama, dejándolas apuntando hacia la ventana, en una posición paralela muy
cuidada.
Cuántos recuerdos trae este viejo telón rojo, anuncia una voz muy cálida, mientras que me
encuentro en el centro de una habitación, con dos reflectores que solamente
alumbran a un viejo trozo de tela raso, ya lastimado por el paso del tiempo, de
un color desgastado pero de un fuerte tono rojizo como sangre.
Mañana toca partir, quién sabe cuándo vamos
a volver a vernos, espero que pronto... dice la voz de niña mientras se
aleja del cuarto por la izquierda. Volteo la cabeza pero no veo nada.
La alborada despierta a las aves y Romero
comienza a entreabrir los ojos. Se
sienta con un gran bostezo al costado de la cama, y comienza a acariciar sus
manos, fija su atención en los pies, los mueve de izquierda a derecha, de
arriba a abajo, limpia su cara de lagañas, mientras que lentamente retira los
dedos de su piel, se pone su rutinario pantalón ya alborotado, y ajusta con
mucha tranquilidad los zapatos, primero el derecho, luego el izquierdo.
Se
levanta, se mira al espejo de cuerpo entero que tiene suspendido al lado del
placar, con un hermoso marco de madera tallada y pulida a mano. Un último
pequeño bostezo y gira la manivela de la puerta para unirse de nuevo por ese
angosto pasillo en el cual cuelga un pequeño retrato, se detiene pequeños
segundos a mirarlo, ve lo que él recuerda, la última vacación familiar. Que hermoso vestido que traías, qué chiquita
eras. Cruza para llegar a la cocina, agarra la pequeña pava de metal,
vierte agua, prende la hornalla y la deja hervir, abre la alacena, saca un
paquete de yerba, prepara el porongo: los monótonos pasos diarios, la execrable
hermosa rutina, y con el equipo en mano, se pone en camino otra vez, hacia el
living que conecta con la otra parte de la casa, su estudio de trabajo, un gran
cuarto que podría verse como un depósito.
Al
atravesar una puerta pequeña de color blanco, echa un vistazo al enorme cuarto
lleno de maniquíes. Buen día, espero que
hayan dormido bien declara con una voz ronca. Hoy nos espera un largo día, me pregunto si me habrá llegado otro
correo continúa diciendo mientras se acerca a su pequeña silla de
escritorio. Al tomar asiento lee un pequeño documento que detalla el pedido que
debía realizar para el fin de la semana Querido Romero, el pedido de este mes bla bla
… Tres con brazos, tres sin brazos, todos pulidos... susurra mientras sigue
leyendo. Tal parece que vamos a tener
poco tiempo para entrelazar charlas dice mientras esboza pequeñas sonrisas.
Ya
son alrededor de las tres de la tarde cuando su rutina laboral concluye, y
emprende una caminata lenta hacia la parte de atrás del estudio, donde se
encuentran piezas de maniquíes que ya están en desuso: brazos, cabezas, torsos,
de porcelana, de madera, que se funden
en lo que parece un museo histórico, apilados y resguardados. Mientras los
recorre, toca muy suavemente las piezas de madera: pino, roble, arce, cerezo,
caoba, que lástima que ya no los hagan
más de esta forma, todo el arte, el entallado, se siente perdido, ¿no? murmura
al aire, pero se detiene un tiempo extra tras tocar unas manos de roble que
parecen de un maniquí infantil, a las que mira, y no entiende porqué las siente
tibias, y familiares.
Su
respiración no cambia, sus ojos no se inmutan con el objeto, toca sus propias
manos y siente su piel helada, arrugada y quebrajada por el frío, da un último
vistazo a las manos de roble en la estantería y empieza a dirigirse hacia su
pequeña cocina.
Una
vez allí, abre un modesto cajón que se encuentra al lado de la puerta en una
mesada, saca un papel, y una lapicera. “Querida
hija…” empieza a escribir borroneando una y otra vez “otra nueva carta que te escribo, sabiendo que no podrás responderme.
Como ves,estoy bien, disfruto mucho
verte correr con esos hermosos zapatos carmesí que tanto te gustaban, y el
sombrero que usaste ayer es mi preferido: déjame decirte que te realza los
ojos. En caso de que te lo hayas preguntado, el dolor en mi pierna me aqueja
sólo en las noches de invierno, ya va a pasar, en unas semanas; y quedate
tranquila, desde el accidente no he vuelto a manejar, pero es el menor de los
castigos que padezco…
Querida hija, ¿hablaremos otra
vez? ¿me contarás cómo estás, cómo has crecido, qué cosas te gustan ahora? Espero que esta carta llegue a vos, aunque sé
que es imposible. Y te adjunto mi número de teléfono, se agregó un prefijo
nuevo en estos años, ya te lo he dicho, ¿verdad? En todo caso, va de nuevo en
el dorso de la hoja.
Espero tu llamada,
aunque sé que es imposible.
Papá”
Esa
noche Romero volvió a caminar por el diminuto y friolento pasillo que conecta
las habitaciones, para terminar su día. Al llegar al cuarto, nuevamente, se
sienta en el costado de su cama con la luz apagada, se quita sus zapatos, los
deja alineados, se saca el pantalón y mira de nuevo por la ventana: otra vez la luna menguando, como yo susurra
y se acuesta como de costumbre boca arriba. Mientras intenta conciliar el sueño
escucha un aullido, y abre los ojos con rapidez ¿Un lobo ibérico, acá? no escuchaba ese aullido desde Canadá, ¿cuándo
estuve en Canadá? Preocupado distrae su mente diciéndose que era el viento,
seguramente eso debió ser pensó por unos momentos, el viento rozando con los
viejos árboles del patio.
Intenta abordar la calma lentamente para
relajar su corazón y su conciencia así
poder darle paso a la noche de descanso, pero de nuevo se encuentra enfrentado
a un telón, aunque la voz que habla es otra. Mañana mismo hay que desarmar
todo y transferirlo al depósito se le escucha decir a una mujer que usa un
extraño sombrero alborotado con accesorios y de un color rosa que inadvertía
sus rasgos faciales.
Espero que vos también estés listo,
mientras esboza una mueca con su mano hacia mi dirección. Intenté no despertarme para ver a donde iba: el telón de seda, de
un color francia azulado, tapaba el grosor de una pared con unos finos detalles
en lino dorado que era retirado con brusquedad, para mostrarme solo una pared
en blanco al frente. Siento que agarran mi mano, y un velo me empieza a
envolver.
Romero abre los ojos y se queda un segundo
enfocando la vista en su techo, los rayos del sol ya están entrando en su
habitación. Se sienta al costado de la cama, toca sus manos, se pone su
pantalón, vuelve muy delicadamente a calzarse sus zapatillas, y con una mano
con un pulso inquieto busca su cara para sacar las lagañas.
*Ring ring* El teléfono suena desde el fondo
del pasillo.
Es muy temprano para los proveedores piensa mientras se levanta a atender.
El tubo negro del teléfono tirita
insaciable.
Hola... dice con voz firme.
Hola, papá. -Una voz femenina se escucha del otro lado del teléfono.
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