REGALO DE NAVIDAD
El día de navidad era particular, el calor, el olor a pasto recién cortado, el aire de bondad impregnaba la calle y a toda la ciudad. Nuestra familia tenía una cita específica, la casa de mi abuela. Esa tarde, antes de ir de la “nona”, mi papá y mi mamá andaban comprando cosas, cocinando, hablando con los vecinos y los parientes que recién llegaban. Cuando no sentí sus miradas sobre mí, decidí hacer lo que tantas veces se me había negado: subir al árbol. Era un jacarandá hermoso, su color lila me llamaba tanto la atención que me sentía por ratos una de las tantas abejitas que veía.
El regalo de navidad se me presentaba unas horas antes y tenía forma de pulmón del mundo. Su tronco ancho, sus ramas bien abiertas, sus flores lilas inspiraban tanto admiración como suspiros. Me paré frente al tronco, ensayé con la mirada las ramas para llegar al extremo y sentirme el niño más alto del mundo. Las primeras ramas no fueron un problema, las segundas sí. Me di cuenta que estaban húmedas cuando mi mano miraba al piso, no al cielo. Recuerdo mi grito estremecedor, el de mi madre, sus pasos corriendo, el gusto a sangre en mi boca, mucho sueño.
Esa noche la mesa era particularmente larga, en total éramos unos catorce o quince, entre tíos, tías, primos, primas, sus novios y vecinos. Desde que tengo memoria siempre hubo dos mesas, la mesa de los grandes y la de los chicos. En la primera estaba mi abuelo, a su derecha mi abuela (cerca de la puerta para traer las cosas), a su izquierda mi tío Héctor, su preferido, mi tío Ricardo, mi papá y distribuidos por azar el resto. En la mesa de los chicos, yo y mis primos.
Llegaron las doce de la noche, nos saludamos entre todos, pude ver en la mesa de los grandes un sinfín de botellas vacías, chistes de mal gusto, discusiones políticas, de lo mal que se la estaba pasando. Las voces se iban tapando unas a otras y no podía huir de ese momento irritante. Todos y cada uno de mis intentos para salir de mi silla eran en vano, estaba como pegado. La miraba a mi mamá para que identificara mi grito de ayuda, pero no lo lograba. Cuando mis brazos se posicionaron para salir, uno de mis primos se para y me dice:
- Vos, acá.
En ese instante Héctor se levanta de la silla, apaga la música y todos me miran. Con los espasmos del llanto casi anulados siguen cada movimiento que hago. Héctor, a mi lado expresa:
- Hoy es un gran día...
Un halo de calor sale de las profundidades de la casa, mis primas, en un movimiento casi imperceptible, degüellan a sus noviecitos. La sangre se esparce por toda la mesa y el piso. Nadie se asombra, pareciera un rito. Mi tío arrastra los cuerpos tibios a mi lado, moja sus dedos, escribe sobre mi frente un símbolo.
- Hoy te vas a convertir en un Sánchez de verdad...
Sus dedos con sangre se posan sobre mis labios y furtivamente algo ansía despertar. Recobro los sentidos, veo a mi madre gritándole a mi padre para que busque a un médico, detrás de él veo a mi tío Héctor guiñando el ojo.
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