Historia de secundario
Desde muy pequeña asistí a la escuela que se
encuentra a unas trece cuadras de mi casa, llamada María del Tránsito, solo para
niñas. Mi madre me inscribió en esa institución porque que tenía jornada completa,
entonces ella concurría a su trabajo sabiendo que me encontraba segura y
acompañada. Allí me hice amiga de varias chicas, pero especialmente de una niña
que vivía muy cerca de casa y camino al colegio, llamada Martina. Ella era muy inteligente y
algo introvertida, además era hija única.
A medida que pasaba el tiempo íbamos
creciendo, parecíamos verdaderas hermanas, tal vez Dios o el destino nos habían
intentado reunir para poder acompañarnos, no sentirnos tan solas y desamparadas
en la vida.
Todas las mañanas, hiciera frío, calor o lloviera,
caminábamos juntas hasta el colegio. Quien lo iba a creer ¡ya en el secundario!
Martina recordaba las tareas que debíamos llevar y lo que teníamos que estudiar, siempre tan cabal; en cambio yo pensaba
más en mis sueños o quizás en alguna película que me había emocionado o
aterrado.
Aunque éramos totalmente diferentes, teníamos
algo muy importante en común: por distintos motivos ninguna de nosotras había
conocido a su padre. Mi mamá fue abandonada por su pareja durante el embarazo,
mis abuelos no la aceptaron en esa situación y -al igual que su novio- querían
que abortara. Ante su negativa tuvo que marcharse y afrontar el desafío de la
maternidad sola, sin ningún tipo de ayuda. En tanto Estela, la madre de
Martina, sufrió la desaparición de su marido cuando su beba sólo
tenía quince días; fue algo terrible. Al ser tan joven su familia política trató
de anularla, de hacerla sentir que no tenía capacidad de decisión, ni criterio;
como el nexo de unión ya no se encontraba, le demostraron que nunca la habían
querido, que sólo la habían apenas aceptado. Aunque la adhesión, el amor y el
apoyo de su familia siempre han estado presentes, parece que no ha sido
suficiente porque existe un vacío profundo en su alma.
Para Martina y para su mamá la huella del
abandono ha permanecido a lo largo de estos años; la falta de comprensión, el hecho de haber sido abandonadas, generaron en mi amiga un vacío existencial que suele aislarla y hasta deprimirla. Es muy común en ella la pérdida de autoestima y los estados de angustia intensos. Esto me preocupaba, había leído que en casos extremos se puede llegar a algo muy cercano a la fractura de la personalidad, padeciendo severos problemas psicológicos y mentales.
Un día, la profesora de lengua y literatura
nos pidió que compráramos un libro
llamado La sonrisa perversa y que lo
trajéramos leído para después de las
vacaciones de invierno. Nosotras, al no tener demasiado dinero, decidimos
comprarlo juntas. Prometimos compartirlo, ya lo habíamos dispuesto así en otras
ocasiones.
Además, Martina no llevaría un gasto extra a
su casa. Estela vive trabajando, el dinero no alcanza, encima a Jorge, su nueva
pareja, lo habían despedido de su último trabajo (como siempre) y estaba de
holgazán. Pensar que hace algunos años atrás, su madre se había enamorado y eso
fue una gran alegría, volvería a tener otra oportunidad, además Martina iba a tener un referente, disfrutarían -en
definitiva- un nuevo proyecto de vida, la llegada de un hombre a la casa quizás
borraría esa huella de apatía por la cual tanto había sufrido. Un padre es una
figura tan significativa en la vida y lo que había estado buscando tan
afanosamente, llegaba: un padrastro que ocuparía aquel lugar vacío en su vida y
en su corazón. Lástima que todo fue una enorme quimera, la realidad siempre es
muy distinta.
Primero se llevó el libro Martina, no podía
ser de otra manera. Unos días después, llegó a mi casa para devolvérmelo y así
yo pudiera iniciar con la lectura.
El libro estaba ajado, tenía toda la tapa
desgarrada y parecían faltarle varias de sus hojas. Todo era muy raro, de repente el cielo empezó a oscurecerse, una
ráfaga de viento heló nuestros rostros y pronto los truenos junto con una
fuerte lluvia. El payaso continuaba parado frente de la deteriorada casa. Cada
tanto lo espiaba para ver si él continuaba mirándome.
¡Ey! Tomá, acá está el libro, agarralo, dijo
Martina. ¿Qué le hiciste? , pregunté. Es que tengo un perrito, lo rescaté de la
calle y por suerte mi mamá dejó que me lo quedara, lo robó cuando yo no estaba -explicó
temerosa-. Ambas nos saludamos distantes y Martina se marchó rápidamente, como
si alguien o algo la estuviera hostigando o fastidiando.
Entré a mi casa, me senté en el viejo sillón de pana que se
encontraba en el living junto a la gran ventana. Mientras, pensaba desde cuándo
Martina tendría ese perro, porqué estaría tan diferente, quizás los problemas
con su padrastro no habían terminado como ella decía. Comencé a leer el extraño
libro, parecía estar hipnotizada.
Él me miraba fijamente, con una espeluznante
sonrisa en su cara. Me estremecí y comencé a temblar de miedo. El payaso empezó
a caminar muy despacio, bajó de la vereda, cruzó la calle y al fin llegó a la
puerta. Corrí a encerrarme en mi habitación. Como todas las tardes me
encontraba sola, mi madre hacía años que trabajaba en una empresa de limpieza,
desayunábamos juntas y luego nos retirábamos
cada cual a realizar sus cosas. Recién nos encontrábamos por la tarde, cuando
ella regresaba después de una larga jornada, además solía quedarse unas horas extras
para cobrar un poco más.
Él ingresó sigilosamente a la casa, con una
voz sarcástica me llamaba, mi madre desde afuera toda empapada por la interminable
lluvia me gritaba ¡hija abrime! Me olvidé las llaves. Agitada y temblorosa, fui
abrir la puerta. Nos saludamos con un cálido abrazo. Mi mamá se dirigió hacia
la cocina, encendió la estufa a leña, la casa se encontraba totalmente fría y
se puso a preparar la cena.
Retomé la lectura del libro que parecía
desarmarse, me resfregué un poco los ojos, estaba medio abatida. De pronto, muerta
de pánico escuché los pasos de alguien subir por las escaleras, sabía que era
él, ese maldito payaso que tanto me atormentaba en algunas de mis pesadillas,
ahora no me dejaba ni un solo minuto en paz. No me contuve, empecé a temblar y
sin saber qué hacer decidí esconderme. Maldito seas -exclamé-, él me encontró y
me agarró de los pies con sus manos gélidas, sacándome con un fuerte
impulso de abajo de mi cama. Quedé
cabeza abajo, miraba su perverso rostro que parecía gozar de mi desasosiego,
mis gritos se ahogaban en un intenso llanto. Le rogué que no me matara, pero a
él no le importaba, seguía oprimiéndome cada vez más y más fuerte el cuello; mi
respiración ya era bastante pausada,
creí no poder resistir ni un segundo más.
Hija, ya está la comida, ¡vení que ya es
tarde!, expresó mamá. Con algunas lágrimas en el rosto y una notable marca de
color rojo en el cuello, decidí guardar el libro en un baúl anticuado que se
encontraba en el pasillo, ya que tenía una cerradura bastante segura. Luego me
dirigí hacia la cocina para cenar y conversar con mi madre, aunque de lo
ocurrido no comenté nada; era todo tan extraño, pensé que me iba a creer
demente.
Al día siguiente Martina pasó por mi casa a
visitarme, con los ojos humedecidos respiró hondo y me preguntó si había terminado
de leer el libro, respondí que no era necesario, que ya sabía cómo terminaba
aquella terrible historia. Además, agregué que jamás volvería a leerlo. Ella me preguntó qué
haríamos con él ya que ambas sabíamos lo que había pasado, no estábamos locas. Eso
es lo que creo, si contamos lo ocurrido
van a pensar que estamos desequilibradas, con problemas psicológicos o
mentales -le expliqué-.
Ambas nos dirigimos hacia la cocina, Martina
contemplando cómo ardía la leña dentro de la estufa no tuvo mejor idea que
arrojar el libro a la hoguera. Sin vacilar me dirigí hacia el baúl, con algo de
recelo, abrí la cerradura, tomé con fuerzas el libro entre mis brazos y juntas
disfrutamos cómo se incineraba aquella aterradora historia, dándole fin a
nuestros temores. Durante esa absurda ceremonia, desde el corazón de la llamarada
algunas aterradoras risas se oían, aunque a medida que pasaban los minutos se
iban apagando, ahogadas por el intenso fuego.
Pasaron varios años, nunca más volví a ver a
Martina después de lo ocurrido con aquel espantoso payaso. Junto a su madre se
marcharon hacia otro país. Me llegaron varias cartas de ella, que siempre
contesté. Al parecer se había quedado muy traumada y horrorizada por aquel
hecho que vivimos en la época del secundario, casi siempre me escribía que oía
risas aterradoras, sobre todo cuando se hallaba sola en su hogar. Esto a mí no
me sucedía, me parecía algo absurdo. Ella se enojó conmigo porque le dije que
parecía estar totalmente loca, y dejó de escribirme.
El tiempo pasó, un día me llegó la tristísima
noticia de que había fallecido, según gente conocida su muerte había sido causada
por un terrible accidente producido por una extraña persona.
1 comentario:
Qué compleja y profunda es la trama de tu relato, Cami. Decidiste explorar la veta de lo psicológico-traumático y lograste armar una historia digna de ser contada. La narración muestra y a la vez oculta datos, obligando al lector a llenar esos espacios necesarios para comprender el avance de los sucesos. Leyéndote, pensaba cómo la ficción nos revela, siempre y de alguna manera, la complejidad de cada contexto en que nos toca vivir. Ojalá sea esta pequeña experiencia de escritura un eslabón que te anime a seguir indagando la potencialidad de la palabra.
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