Carta a Cortázar
Mi cuerpo yace semi sentado en la esquina
del escritorio, tomando una posición lo más cómoda posible para continuar
escribiendo la carta que dirigida a un maestro de lo fantástico. ¿Qué pensaría
al ver a una joven estudiante de literatura usurpando su hogar y utilizando sus
cosas? Que, inclusive, preparó el ambiente para su concentración, el humo del
cigarrillo que descansa en el cenicero a un costado de su rodilla, las luces
que alumbran lo justo y necesario, de noche, porque tampoco iba a encender todo
foco de la casa.
El Requiem de Mozart suena de fondo,
inspirando a que mi mano se mueva al son de las voces que angelicalmente
entonan a la muerte. No obstante, de un minuto al otro dejo de escribir,
cayendo en la cuenta de lo que estoy haciendo. Miro la hoja, levemente arrugada,
descansando en mi pierna y mantengo el bolígrafo en el aire antes de seguir. De
pronto él hace su entrada.
— ¿Por qué te detenés? Que mi presencia no
sea una distracción para tu escritura.— Habla el mismísimo remitente, el hombre
de unos sesenta y tantos, una pipa descansa en sus labios. Cruzamos miradas,
por supuesto la mía podría haber sido atónita pero, en cambio, lo observo con
calma.
— Todo lo contrario, usted sí es una
distracción, señor.— Aclaro antes de amagar con reanudar mi labor, la punta del
bolígrafo toca la hoja, pero no consigo trazar las letras. Cortázar toma
asiento en el sillón detrás del escritorio, como primera impresión diría que su
semblante es serio, mas en sus ojos refleja cierta diversión.
La música llena el pacífico silencio que
nos rodea, cualquier otro habría reaccionado diferente ante la presencia de tal
figura importante para la literatura, incluso interrogado manteniendo
formalidad y respeto ante él, o quizás todo lo contrario y hasta le invitaba a
tomar un café. Sin embargo, mi mente está en otro lado, con una pregunta fija a
la cual no puedo aun encontrarle respuesta, y eso bloquea la posibilidad de
seguir con la carta.
— Señor.— Le hablo, él deja salir el humo
que había inhalado de su pipa.— ¿Cómo haría usted para escribirle a un muerto?
La pregunta hace que su cabeza se incline a
la izquierda, buscando las palabras correctas para la estudiante de cabellos
rojos. Aleja la pipa de sus labios mientras busco otra posición para mirarlo
desde mi improvisado asiento. — Hay diversas maneras de hacerlo, no deberías
optar únicamente por la mía. Pero debo decir que no tengo una respuesta
concreta a eso, tampoco soy el indicado para responder.
Tomo a sus palabras, busco nuevamente la
voluntad en continuar mi carta al difunto y vagamente sigo hasta que la
inspiración vuelve a cobrar vida en mi escritura. Con las voces de la obra de
Mozart sonando cada vez más fuerte en la habitación, el bolígrafo sigue
moviéndose como si estuviera apurado por acabar, antes del esperado pero
inevitable final.
Firmo con el seudónimo de M. E.
Baskerville, doblo la carta en total desespero por concretar mi cometido antes
de irme.
Con la música llegando a su final, el
estudio vacío, a oscuras.
La carta no puede ser finalizada, tampoco
lo había logrado Mozart con el Requiem. Los tres yacen muertos en sus
respectivos lugares. Entre el músico y el escritor, la estudiante de pelo rojo,
echada sobre el escritorio con la carta en la mano.
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