TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Celeste Ramírez

 El cuento

Recuerdo cómo me gustaba viajar, pasarme horas viajando por sinuosos caminos de tierra y asfalto, tomado mates y aprovechar para charlar mientras esperábamos llegar a destino. Recuerdo que nada me llenaba más que salir de la ciudad con mi familia, mi hijo Julio y su padre, Carlos.

Solíamos salir cada fin de semana, siempre yendo a diferentes lugares. No era algo nuestro visitar el mismo sitio dos veces. Todo era hermoso, cada lugar daba ganas de no irse nunca más; pasaba lo mismo con todos los espacios que visitábamos, excepto el último, pero eso aun no lo sabíamos.

Lo encontramos de mera casualidad, por haber tomado el desvío equivocado mientras seguíamos un sendero que nos conduciría a una gran cascada. No nos percatamos de estar perdidos, ya que todos íbamos concentrados en otras cosas. Mi hijo sentado en el asiento trasero, callado, escribiendo en su cuaderno unas hermosas historias fantásticas, como solía hacer todos los días en casa. Y mi marido, un hombre tímido y discreto, con mucho que hablar, pavadas a veces, pero me gustaba.

Mientras recorríamos aquel sendero nos dábamos cuenta de que, sin importar donde miráramos, todo era absolutamente hermoso en aquel lugar. Seguimos el camino, estábamos rodeados de inmensos pinos y el césped se hacía cada vez más verde a medida que íbamos avanzando. El lugar era perfecto.

Metros más adelante, el pinchazo de una de nuestras ruedas nos tomó por sorpresa; bajamos del auto, revisamos el maletero y para nuestra mala suerte la llanta de auxilio no estaba allí. Mi marido había olvidado cargarla. Decidimos tomar nuestras pertenecías más útiles y caminar hasta ver adónde llegaríamos, tal vez con algo de suerte hallaríamos una estación de servicio.

Caminamos un largo rato, solo había árboles por donde se mirase. Al cabo de unos minutos de caminata nos topamos con una vieja cabaña que tenía aires de soledad y parecía no estar habitada desde hacía mucho. Echamos un vistazo dentro y nada parecía fuera de lugar, solo era una casa abandonada. Lo único que se veía raro era que aún estaba amueblada, sin telas ni sábanas que protegieran los muebles del polvo. Pronto oscurecería y no podíamos seguir caminando, puesto que no conocíamos el lugar ni tampoco había una vista accesible de lo que encontraríamos más allá.

Mientras Carlos sacudía las camas, yo intentaba hacer algo para la cena. Por fortuna encontré unas latas de guisado que aun no caducaban en la alacena. Cuando llegó el momento de cenar, rápidamente llamé a mi hijo y a mi marido, no quería que la comida se les enfriara. Carlos vino, me ayudó a poner la mesa y nos sentamos a comer. Pasó el rato y Julio todavía no venía a cenar. Me dirigí a la que sería su habitación esa noche y no lo encontré; lo busqué en el baño, en la otra habitación, en la sala, e incluso en un cuarto pequeño que había junto a la salida trasera, el cual parecía que lo utilizaban para las herramientas.

En ningún lado había rastros de él, buscara donde buscara no había señal alguna. Con cada minuto que pasaba mi desesperación aumentaba, no sabía qué hacer. Corrimos a aquel cuarto intentando encontrar algo que nos diera una idea de dónde podríamos encontrar a mi hijo. Nada allí nos servía. De pronto recordé que Julio, en su mochila, llevaba una linterna que su abuela le había regalado por su cumpleaños número diez. Corrí de inmediato a buscarla. Apresuradamente salimos a recorrer el gran bosque de pinos, pero parecía no existir ninguna dirección, no había dónde ir. Volvimos a la cabaña intentando pensar que tal vez solo era una broma y Julio saldría en cualquier momento riéndose porque nos habíamos creído su broma, pero no fue así, no apareció aquella noche.

Con la salida del sol nos apresuramos a seguir buscándolo, con la esperanza de que tal vez se hubiera dormido junto a un árbol. Más nos adentrábamos a este bosque, más parecía que dábamos vueltas en círculos.

Seguimos caminando y nada. Pasaban las horas y nada de nada. No nos rendiríamos tan fácil, aun si tuviéramos que buscarlo por días, seguiríamos haciéndolo.

Continuamos caminando y a lo lejos, una gran roca marcaba el final del bosque. En su cima, yacía el cuaderno de Julio. Era imposible que Julio a su edad y con su altura llegara hasta ahí arriba, puesto que la roca media más de dos metros. Ayudé a Carlos a tomarlo y nos dispusimos a mirarlo. En su último cuento se narraba toda la historia que estábamos viviendo. La explicación más lógica era que todo aquello lo había escrito cuando llegamos a la cabaña, pero cada detalle que se narraba era exacto a lo que nos había pasado. Caminamos más y llegamos a un pequeño pueblo. Aquel lugar estaba, sin embargo, vacío, no se veían muchas personas que deambularan por allí, tampoco se veían niños en los parques, tampoco notamos la presencia de ningún animal, era un pueblo inquietante, pero tratamos de no darle importancia. Fuimos a la comisaría que había en aquel lugar, pero no había nadie, ni dentro ni fuera del edificio. Todo estaba totalmente desierto.

Seguimos buscando con la intención de dar con alguien que nos ayudase a encontrar a nuestro hijo, pero no tuvimos suerte.

Los días pasaban y nada, no había ni rastros ni indicios de él. Solo estábamos Carlos y yo, solos en este mundo. La tristeza me invadía y la preocupación me consumió. Pasaron días y meses o años tal vez, perdimos completamente la noción del tiempo. Lo extraño es que nunca envejecimos, por más tiempo que pasara. Ahora solo tenemos a Julio en su relato.

Me pregunto cada día a mí misma qué pasaría si borrara algo de aquel cuento, o se me diera por escribir algo nuevo en él. Prefiero no averiguarlo.

No hay comentarios: