El cuento
Recuerdo
cómo me gustaba viajar, pasarme horas viajando por sinuosos caminos de tierra y
asfalto, tomado mates y aprovechar para charlar mientras esperábamos llegar a
destino. Recuerdo que nada me llenaba más que salir de la ciudad con mi familia,
mi hijo Julio y su padre, Carlos.
Solíamos
salir cada fin de semana, siempre yendo a diferentes lugares. No era algo
nuestro visitar el mismo sitio dos veces. Todo era hermoso, cada lugar daba
ganas de no irse nunca más; pasaba lo mismo con todos los espacios que
visitábamos, excepto el último, pero eso aun no lo sabíamos.
Lo
encontramos de mera casualidad, por haber tomado el desvío equivocado mientras
seguíamos un sendero que nos conduciría a una gran cascada. No nos percatamos
de estar perdidos, ya que todos íbamos concentrados en otras cosas. Mi hijo
sentado en el asiento trasero, callado, escribiendo en su cuaderno unas
hermosas historias fantásticas, como solía hacer todos los días en casa. Y mi
marido, un hombre tímido y discreto, con mucho que hablar, pavadas a veces,
pero me gustaba.
Mientras
recorríamos aquel sendero nos dábamos cuenta de que, sin importar donde
miráramos, todo era absolutamente hermoso en aquel lugar. Seguimos el camino,
estábamos rodeados de inmensos pinos y el césped se hacía cada vez más verde a
medida que íbamos avanzando. El lugar era perfecto.
Metros
más adelante, el pinchazo de una de nuestras ruedas nos tomó por sorpresa;
bajamos del auto, revisamos el maletero y para nuestra mala suerte la llanta de
auxilio no estaba allí. Mi marido había olvidado cargarla. Decidimos tomar
nuestras pertenecías más útiles y caminar hasta ver adónde llegaríamos, tal vez
con algo de suerte hallaríamos una estación de servicio.
Caminamos
un largo rato, solo había árboles por donde se mirase. Al cabo de unos minutos
de caminata nos topamos con una vieja cabaña que tenía aires de soledad y
parecía no estar habitada desde hacía mucho. Echamos un vistazo dentro y nada
parecía fuera de lugar, solo era una casa abandonada. Lo único que se veía raro
era que aún estaba amueblada, sin telas ni sábanas que protegieran los muebles
del polvo. Pronto oscurecería y no podíamos seguir caminando, puesto que no
conocíamos el lugar ni tampoco había una vista accesible de lo que
encontraríamos más allá.
Mientras
Carlos sacudía las camas, yo intentaba hacer algo para la cena. Por fortuna
encontré unas latas de guisado que aun no caducaban en la alacena. Cuando llegó
el momento de cenar, rápidamente llamé a mi hijo y a mi marido, no quería que la
comida se les enfriara. Carlos vino, me ayudó a poner la mesa y nos sentamos a
comer. Pasó el rato y Julio todavía no venía a cenar. Me dirigí a la que sería
su habitación esa noche y no lo encontré; lo busqué en el baño, en la otra
habitación, en la sala, e incluso en un cuarto pequeño que había junto a la
salida trasera, el cual parecía que lo utilizaban para las herramientas.
En
ningún lado había rastros de él, buscara donde buscara no había señal alguna.
Con cada minuto que pasaba mi desesperación aumentaba, no sabía qué hacer.
Corrimos a aquel cuarto intentando encontrar algo que nos diera una idea de dónde
podríamos encontrar a mi hijo. Nada allí nos servía. De pronto recordé que
Julio, en su mochila, llevaba una linterna que su abuela le había regalado por
su cumpleaños número diez. Corrí de inmediato a buscarla. Apresuradamente
salimos a recorrer el gran bosque de pinos, pero parecía no existir ninguna
dirección, no había dónde ir. Volvimos a la cabaña intentando pensar que tal
vez solo era una broma y Julio saldría en cualquier momento riéndose porque nos
habíamos creído su broma, pero no fue así, no apareció aquella noche.
Con
la salida del sol nos apresuramos a seguir buscándolo, con la esperanza de que
tal vez se hubiera dormido junto a un árbol. Más nos adentrábamos a este bosque,
más parecía que dábamos vueltas en círculos.
Seguimos
caminando y nada. Pasaban las horas y nada de nada. No nos rendiríamos tan
fácil, aun si tuviéramos que buscarlo por días, seguiríamos haciéndolo.
Continuamos
caminando y a lo lejos, una gran roca marcaba el final del bosque. En su cima,
yacía el cuaderno de Julio. Era imposible que Julio a su edad y con su altura
llegara hasta ahí arriba, puesto que la roca media más de dos metros. Ayudé a
Carlos a tomarlo y nos dispusimos a mirarlo. En su último cuento se narraba
toda la historia que estábamos viviendo. La explicación más lógica era que todo
aquello lo había escrito cuando llegamos a la cabaña, pero cada detalle que se
narraba era exacto a lo que nos había pasado. Caminamos más y llegamos a un
pequeño pueblo. Aquel lugar estaba, sin embargo, vacío, no se veían muchas
personas que deambularan por allí, tampoco se veían niños en los parques,
tampoco notamos la presencia de ningún animal, era un pueblo inquietante, pero tratamos
de no darle importancia. Fuimos a la comisaría que había en aquel lugar, pero
no había nadie, ni dentro ni fuera del edificio. Todo estaba totalmente
desierto.
Seguimos
buscando con la intención de dar con alguien que nos ayudase a encontrar a
nuestro hijo, pero no tuvimos suerte.
Los
días pasaban y nada, no había ni rastros ni indicios de él. Solo estábamos
Carlos y yo, solos en este mundo. La tristeza me invadía y la preocupación me
consumió. Pasaron días y meses o años tal vez, perdimos completamente la noción
del tiempo. Lo extraño es que nunca envejecimos, por más tiempo que pasara.
Ahora solo tenemos a Julio en su relato.
Me
pregunto cada día a mí misma qué pasaría si borrara algo de aquel cuento, o se
me diera por escribir algo nuevo en él. Prefiero no averiguarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario