TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Cuento fantástico: Victoria Nievas

Seqüelas

Revienta el suelo un sol inflamador, me cuesta caminar a veces estos caminos de tierra. Acostumbrado a la ciudad, este pueblo me parece de otro siglo. Aburrido como pocas cosas, supera un domingo sin fútbol, inclusive, una misa de comunión.

No hace mucho que llegué.

–Estoy seguro que me subí al veintitrés-


Un paisaje de naranja rojizo me rodeaba, y el calor era harto peor que en cualquier diciembre.

Era junio.

Piedras filosas hasta la sangre rompían mis gordas zapatillas deportivas. No entendía éste nuevo paisaje, pero me acomodaba a él por no perder la calma, no divisaba un árbol a kilómetros, ni un bicho, ni una triste rama caída. Un brillar de arenas a lo lejos denotaba un desierto. Ninguna iguana me cruzó entre los pies, pero consecuencia del sol, pude ver oasis egipcios en plenas sierras de Córdoba.

-Estoy seguro que era el veintitrés.-

Distinguí un ranchito en el camino, estaba dispuesto de unas cuantas piedras, parecían nubecitas, como una sustitución teatral de las que ahora no existen. La corona del tormentoso cielo era una chapa vieja, oxidada. Al costado de la puerta (una cortinita vieja) moría un tronco seco, un perro flaco y un viejo gaucho, colocado a la sombra exacta de la rama más gorda del árbol (El único en la zona). Una rama muerta, de un nogal muerto, de una tierra muerta.


El vistoso viejo se proveía de una pavita pequeña y un mate de madera que sorbía con empeño y obstinación. Lo cargaba a salivazos, y cuando lograba un tronar de la yerba, asumo hoy, habría de serle musical.

Me acerqué altanero, con mis humos de ciudadano, y le pregunté por un “hostel”. El viejo sin levantar la mirada del piso, con aire irónico y nostálgico, me preguntó – ¿Con pileta?- Ofendido respondí que no era necesario y de peor manera me recomendó que siguiera caminando, había un pueblo más adelante.

Tras dos kilómetros de caminata reconocí a lo lejos, lo que hoy sería mi hogar, un caserío inmundo, desértico, sucio. Nunca tanta nostalgia me había cruzado, sentí de pronto que el calor me agrietaba la cara, y a pesar de la tristeza, y el nudo de ahorcado en mi garganta, de mis ojos no brotaba una gota de alivio. Como el resto de las cosas, mi cara era un espacio árido, donde el agua no recordaba frecuentar.

-No me equivoqué, sé que no me equivoqué ¡era el veintitrés!-

Apenas dos cuadras después de las cabañas quemadas de la entrada, encontré un hospedaje, lo reconocí enseguida por la fachada cuidada, por tener más de un piso, y sobretodo, porque en la puerta colgaba un cartelito escrito a lápiz que decía

“Hay habitaciones”.

Entré y el rechinar de la puerta me anunció. -Ahorran en timbre- pensé. Una mujer joven pero desmejorada salió a mi encuentro. Tenía ojos saltones de color arena y tristes, como si nunca dejaran de llorar. Las manos curtidas. Y la cara marcada por la sequía. No era en absoluto atractiva, pero su aura desprotegida me despertaba un sentimiento de amparo. Me atendió amablemente pero sin sonreír, se excusó diciendo que el castigo del sol se había vuelto tan cruel, que llegaban a quebrarse los labios si estiraban mucho la piel. Naturalmente, eso no admitía siquiera las sonrisas.


Subí a mi habitación desconcertado, antes pedí que con el almuerzo subieran el diario. La mujer me miró dulcemente y asintió.

Cuarenta minutos más tarde notaba que en mi bandeja no había vaso. Que en el baño había arena, y que de la canilla no salía nada.

Y el viejo tomaba mates de escupitajos.

-¿Y si acaso no era el veintitrés?-

Tomé el diario, buscando ávidamente el nombre del pueblo, pero…:“Noticias Calentitas” 22/06/2089. “...la Magdalena llora ésta noche”. La taquicardia era cada vez peor, pero procuré no perder la calma. No debía perder la calma.

Bajé las escaleras buscando la esquizofrénica de los labios rotos. La encontré, la interrogué. Lloré. Me desconcerté. Caminé y corrí.

Naranja y nada. Naranja y nadie. Naranja y sed.


-Si era el veintitrés, no sé yo de qué empresa, pero si era el veintitrés. -

La morocha curtida me contó lo de la tormenta, la única del año. Cada veintitrés de junio, llueve torrencialmente, como si el cielo se apiadara de la tierra, olvidándose de este roedor tan erguido y le regala litros y litros de agua de lluvia. Algunos bosques se enriquecen, a veces hasta se llena el dique. La primera gota cae en el Uritorco, y se escucha en toda la zona.

Los humanos que sobrevivieron al año anterior, juntan en baldes, jarras y jarrones el agua con la que sobrepasarán los siguientes trescientos sesenta y cinco días. Las gotas caen gordas y generosas, mojan y golpean. Costean los cuerpos flacos como cascadas de barro. Y la gente ríe.

Juntan el agua y en tanto la juntan tienen así su única fiesta anual, aquí no hay navidades y es éste el año nuevo. El pueblo entero sale a la calle, exactamente 9 personas, y bailan como niños bajo la lluvia, de pronto el pueblo se llena de niños, salen de las piedras, y se tiran barro. Las viejas se levantan las polleras e improvisan una chacarera, entre todos comparten los vasos de agua y brindan. Sonríen y se bañan desnudos, se abrazan, se besan en la boca.

Este año cayeron doscientos milímetros, y en la calle éramos diez.


No hace mucho de esto y ya se han vuelto a ensuciar mis pies, me acostumbré al anaranjado y de tanto en tanto, visito al viejo de la entrada que me convida con mate, ahora sé que se llama Don Gallardo.

Y cuando no lo hago, me besuqueo con la morocha sobre la puerta chillona. No podemos tener hijos, ya casi ni lo intentamos. Ya casi ni quedan chicos.


El pueblo sigue siendo una película muda. Seco. Aburrido. Pero el veintitrés lloverá.


Sé que pronto lloverá.


1 comentario:

Euge dijo...

Excelente tu cuento Victoria! Has logrado un relato de lujo utilizando una redacción impecable y un vocabulario exquisito. Me parecieron muy ingeniosas las descripciones que realizas y por sobretodo las que haces del lugar en dónde ocurren los hechos, son perfectas! Espero sigas escribiendo porque es un placer leerte!