TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Bitácora de cuentos: Victoria Nievas

La treinta y tres

En la vieja casona de la avenida Libertad, descansan tranquilamente cientos de historias tan inverosímiles como misteriosas, pero sólo una a sobrevive al óxido vertiginoso de las memorias más antiguas, y sospecho que es precisamente, por su alto contenido misterioso, pero sobretodo inverosímil.
Mamá era una púber aún, cuando la Casona Libertad funcionaba como hospital. La abuela Porota trabajaba en área de limpieza, lo hizo durante años. Pero aquel año del viejo de ojos profundos, fue terrorífico. Eran tiempos difíciles en el país, y la suerte no beneficiaba a los gritones. Y aquel viejo gritaba mucho. Tan fuerte, que sus chillidos traspasaban todas las puertas de las que está compuesta la casona. Se llamaba José Montenegro, pero le decían el Pocho, había trabajado años en el Museo del barrio. Según mamá era un genio intelectual, según la abuela, era un viejo loco. La realidad era que era, y no debía ser.

Mamá sufre, ya desde entonces, una intensa simpatía por los intelectuales, y aquel Pocho, era uno sin duda. La educó a escondidas de la abuela en materia de política, historia, geografía, herboristería, literatura y otras delicias. De tanto en tanto, le daba unos papelitos escritos para que dejara “de canuto” en las pulperías. Se los traían unos barbudos sucios, que además, le convidaban de una pipa que olía raro. Era extraño, porque éstos se presentaban sólo los nueve y los catorce de cada mes, y siempre de noche. Mamá y la abuela dormían ahí porque era más seguro. Y es por la curiosidad de mamá que hoy sé todo esto. Se arrastraba como prófuga por los pasillos, y se introducía con tal sigilosidad a la sala treinta y tres, que siempre lo despertaba de un susto al viejo huésped. La razón de su estadía no era de grandes causas, al parecer, se había contagiado una rabia muy peligrosa, una de esas que llevan a la muerte en determinados tiempos. Un bien de pandemia intelectual. Además tenía gripe. Y gritos.
La noche de los fantasmas, mamá estaba como siempre a los pies del Pocho, escuchando sus historias de muchachos asmáticos que se peleaban en los montes, de adolescentes de pelos largos que educaban en las periferias, de hierbas medicinales, de tierras que eran nuestras. Cuando una explosión retumbó en lo ancho del pasillo de la casona, dio un salto y quedo de trastes en el suelo, el Pocho la agarró rápido y la metió debajo de las sábanas. Pero mamá era curiosa, y además, lo quería mucho.
Cuando los gritos llegaron a la treinta y tres, recién se escondía el viejo en el armario, y mamá se desperezaba un sueño en su lugar, sus ojos chiquititos y puntillosos conmovieron a las bestias, y siguieron de largo, alegando disculpas. Pero no tardaron en retroceder el paso, y revisar el armario, uno de los verdugos le apretaba la boca a mamá, y el otro reventaba bastonazos en la espalda del Pocho. La abuela por su parte llegaba corriendo a la sangrienta escena, a los gritos y en camisón la frenó una bayoneta que le costó la pierna izquierda. Mamá lloraba, la abuela también. Pocho por su parte daba gritos más fuertes que nunca, como si un demonio se hubiera apoderado de él, como si la sangre le hirviera, como un condenado grita su última plegaria. Como un maestro da su última ponencia.

La abuela fue arrastrada al cuarto de limpieza, tras infatigables intentos de hacerle decir no se qué, la dejaron tirada ahí. En tanto mamá se soltó de la bestia, se escondió, como le había enseñado Pocho, en el hueco del calefactor del pasillo. Tras la rejilla del mismo, que había aprendido a poner desde adentro gracias al Viejo búho, lo vio todo. Vio cuando a la abuela la arrastraron de los pelos al Falcon verde, vio a las hermanas Celaya llorar tras los dos disparos en el pecho del padre, vio a la embarazada de la veinte marchar en bombachas agarrando su panzota camino a la puerta, vio muchos borsegos pasar con bebes ajenos. Vio luchas de uñas y pelos, vio bayonetas y metralletas. Vio sangre y vio desasosiego. Pero no vio a Pocho, no lo vio más, después de que este gritara “Escóndete mi muchacha ojos de papel, escóndete para que puedas contar ésta historia, nosotros vivimos en tu memoria, no te olvides, nadie puede robarte lo que vives”.
Después que la puerta se cerró detrás del último uniforme, mamá durmió entumecida en el calefactor hasta el mediodía. La despertó la abuela, quién había recuperado todos los pijamas, con sus respectivos cuerpos. Estaba coja, su herida era profunda, y aún no la había curado. La abrazó profundamente, como quien recupera a su madre, ésta le dio un cachetazo y cien besos, como quien recupera a su hija. Miró a lo lejos, pero Pocho no estaba, corrió a la treinta y tres, pero dormía un niño.
Mamá desde esa noche, hasta llegados los veintes, mojo lo cama. Y aún hoy, llora a veces mientras duerme. La casona fue clausurada, y la abuela voló con mamá a Madrid, allí nací yo, hijo insensible de un amor de guerra, de una joven pretenciosa, y un viejo no tan viejo, que me regaló una historia.

Quizás estas historias no son inverosímiles, quizás el misterio reside en el paradero del Pocho. Quizás no era tan viejo. Y mamá no era tan joven. Quizás se me escapó algo. Quizás extraño a mi padre...

2 comentarios:

Anónimo dijo...

me encanta Viki...

toca demasiado...

Felicitaciones!!.. mis admiraciones para vos!

Miki..

Euge dijo...

Victoria, un cuento bellísimo!!!

Tenés una manera muy ingeniosa de contar. Y si bien tu historia está atravesada por un tema dramático, supiste contarlo de tal manera que el lector se divierte sin dejar de ver la realidad de esa época y de una generación que vivió fiel a sus ideales.

Me gustaron las comparaciones y metáforas que creaste: “Pocho por su parte daba gritos más fuertes que nunca, como si un demonio se hubiera apoderado de él, como si la sangre le hirviera, como un condenado grita su última plegaria. Como un maestro da su última ponencia.”

Destaco tu originalidad a la hora de narrar, las palabras elegidas; creo que no hay que dejar de recordar y tu cuento es una hermosa manera de hacerlo; una posibilidad riquísima para la memoria!

Quiero seguirte leyendo!