TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Bitácora de cuentos: Laura Gómez

Una gran historia

- La próxima semana iremos al museo con mis compañeros y la maestra – Le contaba a mamá camino a la despensa de Don Lorenzo. La despensa quedaba a una cuadra de mi casa, en una esquina, y era atendida por sus propios dueños: Don Lorenzo y Doña Mercedes, aunque en el último tiempo sólo se veía a Don Lorenzo. El negocio era muy grande, con paredes amarillentas, techo altísimo y un imponente mostrador de madera por donde se asomaba Don Lorenzo cada vez que sonaba la campanita de la puerta, con su espesa barba gris y su mirada de búho. Las damajuanas en el suelo a veces dificultaban el paso y las heladeras enormes sonaban como los motores de aquellas que se encontraban en los viejos bares.
Y en la vitrina, con marcas de dedos, pude distinguir aquella caja de colores. En mi cara se dibujó una sonrisa y miré a mi mamá con complicidad y también con algo de convencimiento. En la despensa de Don Lorenzo los chicos no lloraban ni pataleaban cuando sus padres no compraban lo que ellos querían, ya que Don Lorenzo, con sus ojos negros y opacos, era un anciano serio y de pocas palabras, sobre todo con los chicos, pero no con los grandes.
Mi mamá, al verme la ilusión en la cara, ni dudó en comprarme esas plastilinas de tonos brillosos y opacos. A Don Lorenzo le costaba pasar por entre medio de los mostradores para llegar a la vitrina, él estaba algo gordo y rengueaba con su pié derecho, pero siempre lograba alcanzar las cosas y complacer a sus clientes que continuamente se iban contentos y conformes.
De regreso a casa le pregunté a mi mamá por la señora Mercedes. Ella había comenzado a trabajar, limpiando en las casas de los vecinos del barrio. Don Lorenzo estaba enfermo y con los ingresos del negocio no alcanzaba para cubrir los gastos.
Al otro día nos despertamos con la noticia de que la pareja de ancianos había sido asaltada durante la noche por un joven que, según mi papá, hacía varios días andaba observando el barrio, dando vueltas de un lado a otro – un drogadicto sin sensibilidad que se estudió los pasos de los pobres viejos – así lo clasificaba él.
Atrás de la despensa comenzaba la casa de Don Lorenzo. La conocí cuando mi papá fue a sacar fotografías de la vivienda, después de lo ocurrido.
Mi papá trabaja para la policía, saca fotos de los hechos. Pero nunca me muestra las imágenes porque dice que a mis 8 años soy muy pequeño para recibir golpes duros. Eso nunca lo entendí hasta el día que entré a la casa de Don Lorenzo. El negocio no estaba abierto al público, pero su puerta sí. Me escabullí al ver que mi padre entraba, entonces yo también entré sin que se diera cuenta. Detrás del mostrador había una entrada que comunicaba con un pasillo largo lleno de puertas muy altas y antiguas. Una era de la cocina, otra daba al living, otra al lavadero, la próxima a una habitación de huéspedes, la siguiente al baño y finalmente, la última, a la pieza de los viejos. Cuando me asomé para verificar que los vecinos sólo exageraban, un frío comenzó a correr por mis pies subiendo por mis rodillas. Me quedé inmóvil al ver que toda la habitación estaba desordenada, con los muebles golpeados y rotos y en la cama matrimonial una gran mancha de sangre. Salí de ahí corriendo con todas mis fuerzas. En la vereda, mis amigos me llamaban, pero no podía oírlos. Tomé el picaporte de mi casa y al tratar de entrar, me choqué con mi mamá que estaba saliendo. Esperamos unos minutos en la puerta y llegó un taxi. – Al hospital – sólo se escuchó. No me habló en todo el camino. Pensé que estaba enojada por entrar sin permiso a lo de Don Lorenzo. Llegamos al hospital, pasamos de largo la mesa de entrada con mucha prisa. Comencé a ver a mis vecinos, cada vez eran más y al lado de una puerta ancha, que decía Terapia Intensiva, estaba parada Doña Mercedes, acurrucada contra el marco y llorando en silencio. Mamá me dejó sentado en una silla y ella comenzó hablar con los lindantes. Ahí me enteré que la pareja de la despensa no tenía hijos, ni familiares cercanos. Todos vivían lejos de la ciudad y eran pocos los que quedaban. Escuché que el joven delincuente se llevó dinero que la señora Mercedes había estado juntando para los medicamentos de Don Lorenzo. También que el señor Lorenzo había recibido varias heridas de cuchillos y estaba complicado. Y en mi mente esa imagen de la habitación de los atacados.
A los cinco días nos informaron que Don Lorenzo había muerto. El mismo día que visitaríamos el museo.
En el museo, galería de antigüedades, me encontré con máquinas muy parecidas a las que había en la despensa de Don Lorenzo: como la cortadora de fiambre, la balanza, las góndolas. Sólo que estas estaban limpias y brillosas. Cerré mis ojos para recordar nuevamente aquel negocio de barrio, y de repente comienzo a sentir ese olor tan particular a mortadela. Abro los ojos y me encuentro anhelando la caja de colores que están en la vitrina, manchada con dedos sucios, y Don Lorenzo tomándola para vendérsela a mamá. Se me acaba de ocurrir una gran historia para los muñecos de plastilina que debo hacer para plástica.

1 comentario:

Euge dijo...

Una gran historia Laura, de verdad!!! No pude dejar de emocionarme con el personaje de don Lorenzo, la descripción que hiciste es muy real! Quién no tiene o ha tenido en su barrio un almacenero con estas características! Tu cuento me llevó a pensar en el valor que les damos a las personas, cómo las juzgamos; y en el olvido de todo aquello que ya deja de ser útil.

La narración está muy bien lograda; el uso de los adjetivos en algunas descripciones me parecieron muy originales, pero centralmente “reales”, me acercaron a lo cotidiano, me permitieron imaginarme el lugar y hasta sentir ciertos olores!

Elegí el siguiente fragmento de tu cuento:

“El negocio era muy grande, con paredes amarillentas, techo altísimo y un imponente mostrador de madera por donde se asomaba Don Lorenzo cada vez que sonaba la campanita de la puerta, con su espesa barba gris y su mirada de búho”.

Tu cuento podría ser representado tranquilamente en teatro, la mayor riqueza está en los detalles que no dejaste pasar. Seguí así!!