TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


Bitácora de cuentos: Noelia Velasco

Un Callo en el Alma

Pablo Otero ha sido mi único amigo desde los últimos cuatro años. Cuando digo mi amigo me refiero no sólo a que ni el se ha enamorado de mí, ni yo de él, sino que somos realmente amigos. Y eso que no creo en la amistad entre el hombre y la mujer. Tal vez seamos una excepción, o quizás alguno de los dos en el momento menos esperado termine cometiendo el error.
Lo conozco como si fuera mi hermano gemelo, de hecho, muchos nos suelen preguntar si somos hermanos, novios o qué, a los que nosotros respondemos ya con cansancio, amigos, nada más. Se cosas de él que no saben ni su madre ni su hermano, que es menor que el y vive en una nube de pedos. No creo que confíe en nadie de la manera en que confía en mí. Sé bien las cosas por las que pasó, cómo sufrió la separación de sus padres, el insensible desprecio de su progenitor y cómo se destruyó su familia a la vez que se fue destruyendo la clase media argentina. No voy a revelar las demás cosas que él me confió, pero el que lee sabrá que Pablo no la ha pasado muy bien estos últimos años.
Todo aquel que haya sufrido un dolor muy grande en algún momento de su vida sabrá, lo que es el miedo a dejar de sentir. Haber sufrido tanto y creer que después nada nos volverá a afectar, que se nos hará un callo inmenso en el alma que nos impedirá emocionarnos, conmovernos, o sufrir. Temor a volvernos inmunes tanto a la alegría como a la pena. Cualquiera que haya sentido aquello alguna vez podrá tal vez comprender lo que le sucedió a mi amigo hace menos de un mes.
Pablo literalmente no podía sentir nada. Nada había que lo alegrara o lo entristeciera. Estaba sumido en una apatía totalmente extraña, tanto que hasta él mismo se veía sorprendido. Y su sorpresa era para él lo mismo que el miedo, o la furia. Su personalidad se había transformado en una completa nada, y de eso yo misma soy testigo. He visto cómo permanecía imperturbable ante las burlas de sus compañeros, impávido ante las amenazas, inconmovible ante todo. Pero eso no es todo, lo más extraño es que tampoco podía sentir el dolor físico.
Lo primero que pasó por su mente es que se había vuelto indestructible. Un hombre que no siente dolor es un Superhombre, en el sentido que le da Nietzsche. Se vio a si mismo invencible, a la vez que poderoso y heroico. Claro está, que estos pensamientos no duraron mucho en su mente, porque pronto se dio cuenta de que sin dolor estaba completamente expuesto a las agresiones del mundo exterior. Incapaz de notar si algo en su cuerpo no funcionaba bien. El dolor es lo que nos advierte que abramos la canilla de agua fría cuando nos estamos quemando, o que cierta comida nos cae mal. Sin él estamos en graves problemas.
Así fue como pasó una semana encerrado en su casa, comiendo comidas de jubilado, escuchando música y recibiendo mis visitas. Sólo salió dos veces con Edda, su madre para ir al médico. La primera vez estuvieron esperando cuatro horas hasta que los atendieron, porque ella es empleada doméstica y la tienen en negro, eso quiere decir que están a la deriva de los hospitales públicos y sin obra social. Me imagino lo extraño que debe haber sido para él estar sentado en un hospital, esperando que lo atiendan porque no siente ningún dolor. A él le encantan ese tipo de ironías.
La casa de Pablo se encuentra en una de las calles que desembocan en el mar, a tres cuadras. Es una casona bastante antigua que heredó de su abuelo por parte de su madre, en la cual viven después de la separación. A el le parece demasiado fría y espaciosa, pero yo la encuentro muy atractiva, sobre todo por porque tiene un pasillo muy largo con muchas puertas, decorado con viejos cuadros de payasos, de esos que de niños nos asustaban.
Cuando fui a visitarlo lo encontré en su habitación frente a la computadora. Estaba solo en la casa, ya que Edda pasaría el día a unos cuantos kilómetros firmando algunos documentos respecto al divorcio. Le pregunté si había empezado a escribir algo nuevo, pero me dijo que no había vuelto a escribir. Eso me dio muchísima pena, porque descubrí que no hay consuelo alguno para la falta de dolor. Le pregunté si quería salir a pasear conmigo, quizás ir a caminar por la playa, luego ir al museo o algún lugar así. Al principio vaciló, pero después se levantó de su silla, se puso un saco y una bufanda y salimos.
Caminamos por la playa hasta que llegamos a la desembocadura de la avenida principal. Desde allí nos dirigimos hacia el museo. Me preguntaba si tal vez algo de arte pudiera movilizar un poco sus emociones. Sin embargo cuando caminaba a mi lado frente a las obras, no demostraba el más mínimo indicio de sensibilidad ante ellas. Lo único que llamó mi atención es que sintió ganas de fumar. Yo suponía mal que lo había dejado. Me dijo que lo esperara mientras cruzaba la calle e iba al kiosco a comprar un atado.
Es difícil expresar lo que vino después. Yo me había quedado suspendida con la mirada puesta sobre una obra de un artista local, que mostraba un hombre muy diminuto, caminando entre cruces inmensas con muchos Cristos clavados. Mientras no podía pensar en otra cosa que el problema de Pablo, lo doloroso que es no sentir dolor alguno, siendo que el dolor legitima al hombre como tal. Y no sólo al hombre, porque ¿qué hubiera sido de Cristo sin dolor?
De repente fui arrancada de aquel pensamiento por el súbito ruido de una bocina, ruedas patinando en el asfalto, y un golpe. Mi corazón dio un vuelco y creo que estuve a punto de desmayarme. Corrí a la salida y la salida se alejaba de mí. Esperaba lo peor, y una vez en la calle me di cuenta de que lo peor había sucedido. Una tensión espantosa recorrió toda mi garganta y no podía parar de llorar. Un hombre que se encontraba allí llamando desde su celular a una ambulancia, luego se acercó a mí y me preguntó si lo conocía. Yo como pude le dije que sí, que era mi único amigo en el mundo.
El hombre que llamó a la ambulancia habló con los encargados para que me permitieran entrar a mí también en el móvil. Pablo estaba horriblemente herido, y ahora sólo de recordarlo siento como si me doliera a mí. En el hospital, el hombre se quedó conmigo a esperar el diagnóstico del médico. Yo ni siquiera me había preguntado por qué ese hombre estaba tan inquieto y angustiado, ni por qué se había tomado la molestia de acompañarlo hasta que lo internen y a esperar los resultados; estaba tan preocupada por Pablo que no hacía otra cosa que llorar mientras el desconocido apoyaba su mano en mi espalda para consolarme.
Era un hombre mayor, de unos sesenta años. Dijo llamarse Dalmiro. Sus ojos eran grandes y profundos, al igual que su silencio y su apariencia. Intentó llamar a la casa de Pablo, pero cuando dijo que no atendía nadie, recordé que Edda había viajado. Estuvo junto a mí toda aquella noche, y al día siguiente, cuando el médico nos avisó que ya había abierto los ojos y podríamos entrar a verlo, Dalmiro se despidió diciendo que ya se podía ir ¡y yo ni siquiera le dije gracias!
Cuando vi que Pablo estaba consciente, sentí como si yo misma hubiera vuelto a vivir. Pero todavía había un problema. Su sensibilidad seguía siendo tan escasa como antes. Su cuerpo seguía ignorando el dolor.
Cuando regresó a su casa, Edda extremó todas las medidas de higiene, y el régi­men alimenticio se volvió más cuidadoso. Recién allí se le ocurrió preguntarme cómo había llegado al hospital. Hasta entonces ni siquiera yo lo había recordado. Le dije que era un hombre de mirada profunda y ojos grandes, “como un búho” le dije, debido a nues­tra costumbre de comparar la apariencia de personas con la de animales. Le conté que se había quedado toda la noche acompañándome en el hospital, que había hablado con los de la ambulancia, y que había llamado a su casa. “Hasta me trajo algo para desayunar” le dije. “¿Y cómo se llama?” me preguntó. Yo no sabía que responderle. “Elmiro” no. “Delmiro” tampoco. “Edelmiro” no. “¿Dalmiro?” me preguntó. Sí “Dalmiro”.
En aquel momento noté un cambio en su rostro. No sabría cómo definirlo, no era alegre, no era sorprendido, no era asustado. Sólo se que se puso su saco y su bufanda y me dijo “Ya vuelvo” al salir corriendo por ese corredor larguísimo que hay en su casa. Yo no pude hacer otra cosa que seguirlo en dirección a la playa.
Corrió sin detenerse hasta el muelle y cuando llegó hasta el final, yo estaba exhausta. Por un momento creí que cometería la locura de arrojarse al mar como antes habíamos fantaseado. Cuando logré alcanzarlo con la mirada, vi que se acercaba a un hombre, vi que abrazaba a ese hombre, vi que ese hombre era Dalmiro, vi que Dalmiro era su padre y vi que ambos lloraban abrazados. También vi cómo Pablo tocaba sus lágrimas con los dedos, mientras su alegría volaba libre en las alas del llanto.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

a mi el tuyo cumpa!.. Juls

Anónimo dijo...

noelia noelia noeliiiaa!..jaja

muy lindo chamaco!!!

Anónimo dijo...

aahhh soy Flor B! (LA DE ARRIBA)

(QUE COLGADA)

Euge dijo...

Qué historia Cristian, un placer, te felicito! Creo que por tu forma de narrar, muy particular, logras hacer sentir al lector parte de la historia, lo comprometes, lo invitas a formar parte de la trama y a opinar de diferentes temas que se abren en cada reflexión.

Por lo menos esto me pasó a mí, me sentí parte de la historia, pude ver a los personajes como seres reales y a los espacios como cotidianos. Utilizaste las descripciones estratégicamente y creo que cada palabra está pensada para que el lector se cuestione y tenga un papel activo, lo que permite que no sea un simple observador.

Elegí el siguiente fragmento:

“Sé bien las cosas por las que pasó, cómo sufrió la separación de sus padres, el insensible desprecio de su progenitor y cómo se destruyó su familia a la vez que se fue destruyendo la clase media argentina”

Una metáfora muy original que creo yo perfila tu forma de escritura; una escritura comprometida con el contexto político-social, una escritura sensible al mundo que nos rodea; donde la ironía y el humor están presentes par sacudirnos y hacernos reaccionar, espero sea así!

Al terminar tu cuento me quedo pensando, a partir de lo que escribiste:

“El dolor legitima al hombre como tal. Y no sólo al hombre, porque ¿qué hubiera sido de Cristo sin dolor?”

¿Cuánta gente anda por el mundo como Pablo? ¿Es una decisión?

Anónimo dijo...

Gracias Euge por tu comentario! Siempre que hablo de lo social, hablo de parte de individuos, de personas, de vos, de el, de ella, pero sobre todo de mí. Porque se que el otro no está exento de las cosas que a mí me pasaron. Por eso cuando uno escribe desde su corazón, escribe la verdad. Y si uno escribe la verdad, termina, sin proponérselo, siendo original.
Gracias a vos y a Bety por este año tan lindo!!
Cris.