TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


VIRGINIA AGÜERO

Desconocidas

El estado de mamá se había vuelto crítico hacía ya un tiempo, su espectro de memoria se había vuelto muy acotado y se remitía ya a su infancia tardía, se había vuelto muy difícil tratar con ella; pese a los esfuerzos, sus momentos de lucidez eran escasos y el desconocimiento, mutuo. Mis visitas se hacían cada vez menos frecuentes, pero me obligaba a mí misma a ir de vez en cuando porque no podía soportar la idea de que se quedara sola largos períodos; sus visitantes se habían reducido solo a dos personas, Laura, que  iba sin falta todos los martes a ponerle los ruleros y leerle el diario, aunque esta actividad a veces la desconcertaba hasta ponerla violenta, pero Laura insistía en que la ayudaba a mantenerse en el hoy; y yo, que me esforzaba por no seguir los pasos de sus otros hijos, no tanto en actitud altruista sino porque no soy buena manejando la culpa.
Al primer signo de su enfermedad lo mostró hace unos tres años, era verano, y a las esporádicas incoherencias que decía se las adjudicábamos a la edad y al calor; un sábado sofocante dijo que iba a comprar jabón y que volvía enseguida. Un pan de jabón, me acuerdo que me dijo, y como empezó a tardar pasé por la cocina y vi que, efectivamente, faltaba. Lo que quedaba era una especie de bollo hecho con las manos, porque cuando se gastaba ella lo apretaba así, como un mazacote chico para que aguantase un poco más, muy ahorrativa era. Es, qué digo. Me empecé a preocupar por su ausencia y salí a buscarla pensando que la encontraría charlando con alguna vecina, pero le pregunté a María Julia si la había visto y me dijo que la vio pasar hacía como una hora en dirección a la plaza. Cuando me había decidido a llamar a la policía, la vi agachada cortando las flores del cantero de un vecino, a unas seis cuadras de casa, mucho más lejos de lo que acostumbraba a ir. La increpé enseguida, que por qué no avisaba, que el susto que me había hecho pegar.
–La bicicleta del maestro es roja. Parece un caballo de espanto. El rojo me da miedo. El maestro no. El miedo siempre me acompaña. Los otros tres de la banda quieren joderle la bicicleta al maestro. Si fuera por el color yo se la desarmo a patadas. Pero al maestro, no– me respondió con la mirada un poco perdida.
El doctor dijo que había sido un golpe de calor, y la mantuvimos vigilada todo el verano, incluso compramos un aire acondicionado para los días más sofocantes. Pero esos episodios se hicieron cada vez más frecuentes y se hacía complicado lidiar con ella, entonces tomamos la decisión de internarla porque la situación nos superaba. Yo, aunque pasaba mucho tiempo con ella -vivíamos en la misma casa-, por mi trabajo no podía estar pendiente todo el día y los demás no ofrecieron otras soluciones.
Fui a verla por expreso pedido de su médico. El enfermero de turno, que llevaba la mirada tan perdida como la de los internos, me hizo pasar a la sala de espera. El lugar daba pena; un amplio salón de paredes descascaradas e iluminado por tubos fluorescentes cuyas ventanas estaban atravesadas por dos clases de enrejados, uno interno de barrotes gruesos, y otro externo, de alambre oxidado. Ya habíamos considerado la posibilidad de moverla a un lugar menos lúgubre; pero el dinero no sobraba, y ése era el mejor sitio que podíamos costear, por lo que esperábamos que la humedad y las condiciones deplorables no deterioraran aún más la salud de mamá.
Cuando el enfermero me dejó pasar vi que la cama estaba hecha y las pertenencias de mi madre no estaban en su lugar. Preocupada fui a preguntar a recepción sobre la posibilidad de que la hubieran trasladado a otra habitación, por no pensar algo peor. La recepcionista me dijo, con un tono condescendiente, que ya me atenderían. Pasados cinco minutos decidí volver a la habitación y en el camino me acordé que era martes y Laura todavía no había venido a leerme el diario.

Nota: se han intervenido fragmentos de Letras modernas, de David Voloj; de La bicicleta roja, de Marcelo Dughetti; y de El pan de jabón, de Irene Gruss.

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