TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA

Este blogfolio nació en 2008 para convocar la palabra escrita de las y los alumnos del TALLER DE LECTURA Y ESCRITURA de primer año del Profesorado en Lengua y Literatura de la Universidad Nacional de Villa María, provincia de Córdoba, Argentina.

Trabajamos intensamente en clases presenciales articuladas con un aula virtual que denominamos, siguiendo a Galeano, Mar de fueguitos.

Allí nos encontramos a lo largo del año para compartir los procesos de lectura y de escritura de ficción. Como en toda cocina, hay rumores, aromas, sabores, texturas diferentes, gente que va y viene, prueba, decanta, da a probar a otro, pregunta, sazona, adoba, se deleita. Al final, se sirve la mesa.

Como cada año, publicamos los cuentos que cada estudiante escribió como actividad de cierre del taller para compartir con quien quiera leernos y darnos su parecer. Hemos trabajado explorando el género narrativo, buceando en las múltiples dimensiones de la palabra. Para ello, la literatura será siempre ese espacio abierto que invita a ser transitado.

Hemos ido incorporando, además y entre otras muchas experiencias de escritura creativa, el concepto de intervención performativa sobre textos y de patchwriting.

El equipo de cátedra está conformado por Jesica Mariotta, Natalia Mana y Mauro Guzmán, quienes le ponen intensidad amorosa al trabajo del día a día, construyendo un hermoso vínculo con las y los estudiantes.

Beatriz Vottero - coordinadora


JAVIER VIDELA

Conjuro de domingo

La niña correteaba ansiosa por toda la casa. Una casa de unos cincuenta años más o menos, donde se podía entrever el paso de las generaciones en las pinturas de pared, en los juegos de vasos, en los muebles, en los manteles, en los electrodomésticos. 
Desde hacía algunos años los relojes dejaban de funcionar bastante seguido y, por lo que se cuenta, la costumbre no cesaba. Cierta vez sonó una campanada del reloj enorme del living en medio de la noche. Muchos años atrás, antes de que falleciera la abuela, había funcionado, pero después de la tercera reparación se optó por cambiarle (bastante seguido de hecho) las pilas al reloj con la cara de Jesús, lo que lógicamente era más barato. Esa noche el sonido de la campanada recorrió todas las paredes, hasta penetrar en los oídos de los dormidos. Los comentarios del día siguiente insinuaron alivio. 
Los adultos sirven té de manzanilla o café. Se habla de política, con cautela, para no cortar con el ambiente familiar y llegar a una discusión torpe. Tácitamente aparecen los acuerdos, los silencios, nadie quiere estirar de más el fino hilo de buenos modales, aunque hay muecas que no se disimulan, la cordialidad fría está sobre la mesa, al lado de la pava con agua ya tibia.
La niña ahora se entretenía con un juego de té, que tenía unos 30 o 40 años. Había un camino de cosas en el piso, desde el pasillo hasta el living. Unos libros amarillentos de animales, después unas muñecas de tela, unos casettes, una cámara de fotos digital, de esas cuadradas pequeñas, y unos diminutos juguetes desarmados, de los que venían en los huevitos de chocolate.
Poco a poco las agujas del reloj parecían derretirse en la calurosa siesta de enero, como si el tiempo se sofocara con el calor, al igual que los presentes, y fuera estirándose en el sopor de algo así como un lento conjuro familiar que muy sutilmente rumbea hacia el pasado. Una torpeza de alguien, que a otro le recuerda a un tío, que a su vez parece el abuelo. Comienzan a bajar por los relojes unas gotas de sudor.
La niña tenía curiosidad por las cosas viejas, quería tocarlas, hacerlas hablar, darles vida, como intentando todo el tiempo tender un puente entre los dueños de esas cosas y ella. Porque ninguno de los adultos que la miraban con ternura estaba presente, todos hacia atrás, o hacia adelante, pero solo ella materializaba realmente el único ahora. 
Un vaso se estrella en el piso y parece, por un momento, volver todo a la normalidad, pero unas cuantas palabras redoblan el conjuro. Los vasos de la abuela che, cuarenta años tenían. Te acordás que los ordenaba por colores. Y cuando se le cayó entero el juego de platos. Vuelve el calor espeso, la bruma amarilla de los relojes cansados. Ya están blandiendo recuerdos de un lado a otro. Se superponen palabras, se entrecortan, se cruzan. La vieja una vez no quiso comprar dentífrico y nos hacía lavar con jabón. El viejo subía borracho a reparar los postes de luz. Una hora y media de anécdotas y parecían no querer acabar. Flotaban en un espesor invisible, en una alegría nostálgica, como si detuvieran los segunderos con cada frase. Y cuando se cayó de la escalera. Cuando les tiró pintura a las gallinas. Somnolienta la tarde se iba derramando, un lento reloj de arena, imperceptible. 
En esa eternidad de domingo, uno a uno, ya con una ebriedad de años, se van acomodando las pertenencias en los bolsillos y arriman besos espesos para retirarse. El conjuro ya está hecho y la casa parece no respirar. Quieta en una levedad de recuerdos, el silencio va ganando rinconcitos. Alguien lo esparce con un plumero. Otros todavía transpiran con los relojes. 
La única que parece hamacarse en esa densidad es la niña que, después de escuchar anécdotas, dibujó paisajes y pintó lechuzas. Corrió con unos muñequitos en la mano, haciéndolos volar, abriendo las nubes amarillas. Se quedó mirando el reloj y siguió corriendo. Pidió agua y pensó en los pájaros, si tendrían sed a esa hora. Encontró un diario muy viejo y pidió que se lo leyeran. Remueven a Viola y designan a Galtieri. Vilas juega la final de una copa. El horóscopo es idéntico al de hoy. Se hace un corto pero pronunciado silencio. La niña encontró un teléfono verde, viejo, empolvado y sin uso. Tiene en el medio una rosca con números y agujeros que los da vuelta y vuelta, una vez tras otra, y suena el grrrrrr del resorte que devuelve siempre al mismo lugar los agujeros. Empecinada la niña marca y hace fuerza para que la rueda no gire en sentido contrario, pero se cansa y la rueda, empecinada, vuelve. Alguien le comenta torpemente que eso es un teléfono (como si ella no se hubiera dado cuenta), se pone en el oído el tubo y relata una conversación con la policía. La niña, crispada, recupera el teléfono y se pone a marcar a toda velocidad y a hablar con tanta gente, que es imposible seguirle el hilo. Unos son retados, otros aconsejados, otros hablan otro idioma, otros son falsamente celebrados, otros discuten algo muy importante, otros no atienden. 
Estancada la tarde, las personas, la casa, en esa marea amarilla, brumosa, espesa, imperceptible, buscan acomodarse en algún sillón, en alguna sombra del pasillo de afuera, o bajo la ventana de la cocina. Una tía recuerda los números de teléfonos viejos. El de la tía de Corrientes era 620720. La niña rápidamente marca y habla. Caen gotas de los relojes. La niña pide más números. El del tío. Marca. Habla. En puntas de pie, pasea la siesta interminable entre los muebles viejos y las computadoras. Pide el número de los bomberos. Marca. Habla. Una compañía imperceptible ronda las paredes, reconforta. El número de la escuela. Marca. Habla. Chicharras interminables parten el silencio.
El número de la abuela. 
La bruma amarilla rodea la escena. –Hola, abuela. – 
Entre el sopor se ven los ojos enormes de la niña clavados en la pared. Transpira su mejilla izquierda. Sonríe. El segundero está más inmóvil que antes.
-Hola, Palomita.

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