Morand se mostraba tranquilo sin notar rasgos extraños que delataran su macabra jugada. Después de los acontecimientos con Therese, se dirigió parsimoniosamente a su vehículo y tomó la carretera que une la ciudad con el aeropuerto. Allí pidió un boleto con destino a Roterdam, y abordó de manera casi inmediata la aeronave.
Durante su vuelo, plácidamente dormido, empezó a experimentar extrañas sensaciones en el cuerpo. Se le aparecía el rostro de Therese casi deformado por una gota de agua cayendo una y otra vez en su cabeza. Despertó bruscamente, con una agitación corporal nada normal para tratarse de una pesadilla; al cabo de un par de horas, la llegada a Roterdam y el dejar atrás Grecia era ya un hecho.
Ya en Países Bajos, buscó un hotel en zonas aledañas al centro. Visiblemente cansado, agotado diríamos, no logró -sin embargo- conciliar el sueño, por miedo a que volviera a suceder el episodio del avión. Llegada la noche, quiso relajarse, fue a un casino a probar su azar: en primera mano ganó €500, en la segunda, €300 y ya en las siguientes tres rondas había perdido €4.000. Desahuciado por la pérdida, en vez de retirarse se dispuso a gastar las últimas monedas en alcohol tratando de olvidar los malos momentos que se aparecían en su mente.
Regresando al hotel por una calle poco transitada, quizás por las altas horas de madrugada, figuras oscuras atravesaban una y otra vez el radar de sus ojos, casi sin notarlo por su estado de ebriedad, hasta que unas luces lo enfocaron de frente y una bocina lo asustó, provocándole un grito tan fuerte que hizo parar a los dos o tres automóviles que circulaban. Cuando terminó de gritar ese desopilante alarido, empezó a correr en forma de zig zag. Llegado a su habitación, armó su bolso, dejó un fajo de billetes y la llave en el mostrador de recepción, y llamó a un taxi: también debía huir de ese lugar.
Desde una de las carpas que había armado con Therese provenían unos cánticos, se asomó y vio a su amada y a su amigo besándose. Casi sin hacer ningún ruido, retrocedió y volvió a las Colinas a seguir observando la estatua. En unos minutos la pareja había salido de la carpa, se acercaron lentamente y en pocas palabras le decían “¡Llegamos, llegamos!”, "Llegamos, señor", dijo el taxista.
La Haya parecía ser un lugar tranquilo, una brisa pegaba en la zona de bajada de pasajeros. Él estaba sentado, esperando su vuelo. Un trabajador rasqueteaba unas maderas de un local, sonaba como la madera que con fuerzas golpeaba Therese en su patio trasero. El ruido cesó, por suerte para él.
“Pasajeros con destino a Ámsterdam, por favor abordar por puerta A-17”
Era ya mediodía, el aterrizaje había sido un éxito, consiguió un hotel a metros del parque central, y también una caja de cigarros. Todo parecía ir bien, después de tan descabellados días. Así que compró un champagne para celebrar.
Más tarde salió a caminar por un sendero luminoso tarareando una melodía, mirando alternada y repetidamente a las estrellas y a su reloj: las voces estaban volviendo. Al llegar a un puente colgante que dividía la Ámsterdam sur de la norte, decidió sacar su botella espumante de alcohol agregando casi sin pestañar una dosis grande de cierta pastilla. En escasos minutos la mezcla ya estaba surtiendo efecto.
Paciente... ¿Morand? Debo decirle que tiene rotas seis de sus costillas, y gran porcentaje de sus piernas. Habrá que ver cómo va evolucionando, expresó el Doctor Herrera, con una pequeña sonrisa, sin soltar su lista de pacientes. Un trago agridulce aparecía en la vida del francés, tirado en una cómoda habitación con vista céntrica –agradable por cierto. Enfermeras y más enfermeras aparecían y reaparecían para medir su suero, para cambiar poco a poco la venda e ir introduciendo más yeso a la zona afectada. Morand estaba en un alba creciente de crisis, había fallado al intentarse matar, su cabeza estaba a punto de estallarle con un "Therese, Therese" atormentando su psiquis.
No había ni una sola alma en los pasillos.
Él estaba junto a varios ídolos que lo perpetraban con unos ojos rojizos. Las figuras lo observaban.
Una puerta se abre, y luego golpea y desfigura a su amigo. Martillazos y más martillazos, quizás provenientes del piso inferior, mientras que Therese grita, exaltada: ¡Ahora te toca a ti, querido!
Morand no puede moverse. Sus gritos solo son una mímica del grito. Algo lo golpea profundamente hasta dejarlo inconsciente en el suelo, con el objeto de arrojarlo luego a una fosa mediana. “Te amo” fue lo último que escuchó.
Apagó la luz pensando que era la puntualidad en persona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario