Amelia y Elvira partieron rumbo a la granja de su madre, donde la verían después de quince largos años, cuando su padre aún estaba vivo. La señora continuaba habitando esa granja familiar que no solo tenía animales y máquinas sino también un cementerio en frente. Desde muy chicas las hermanas jugaban en una tumba vacía con ese nombre… pero ellas no ponían el nombre “Julio” en sus bocas, para ellas era papá.
Las hermanas eran amantes de la lectura. Durante el viaje en tren leyeron “Cartas de mamá”: una madre que manda cartas a sus hijos, muy diferente a aquella madre viuda que tenían ellas, que no estuvo cuando el tren arribó a la estación del pueblo que abandonaron años atrás, pero que las esperó en la puerta de la casa.
Al verlas murmuró sus nombres. La mujer se había vuelto muy fría y callada. Desde que falleció su marido -de formas extrañas- su vida se había vuelto monótona, pasaba todo el día leyendo la biblia y recitándola –...Mateo 16: 26- caminaba en círculos mientras sostenía el libro sagrado. Y este comportamiento solo les confirmó a sus hijas todo lo que se decía en el pueblo.
Las hermanas recorrieron el lugar que tanta nostalgia les traía: las mismas máquinas, los mismos árboles, la casa que tenía los muebles viejos y rotos pero que aún contenía los libros de papá como si nada se hubiera tocado ni cambiado. Incluso su madre se seguía viendo de la misma forma, como si el tiempo extrañamente no hubiera pasado.
Inevitablemente, las jóvenes quisieron visitar la tumba de su padre. Tamaña sorpresa se llevaron, pues en su lugar encontraron un gigantesco hueco con una escalera. Llenas de curiosidad bajaron y bajaron y bajaron. La escalera parecía no tener final. Después de un largo recorrido, y cuando las hermanas ya se encontraban extenuadas de caminar, se toparon con una pared muy alta, y entonces se dieron cuenta de que estaban en un laberinto. Comenzaron a volver desesperadas: la salida no se veía y en el trayecto se encontraban con gatos de todos los colores y tamaños.
Parecían estar dando vueltas en círculos, y perdieron total noción del tiempo, que se alargaba como un chicle.
…
Dos cuerpos las esperaban en lo que aparentaba ser el final del laberinto. Se veían tangibles, con una luz natural que rompía la oscuridad reinante. Parecía que estaban allí desde hacía muchos años.
El lugar olía a tierra, esa clase de tierra que entra a tu boca cuando vas en viaje y abrís la ventana del tren.
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